jueves, 4 de febrero de 2016

Un extraño suicidio, Patricia Highsmith


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El doctor Stephen McCullough tenía un compartimento de primera clase para él solo en el expreso de París a Ginebra. Estaba sentado, hojeando una de las publicaciones médicas trimestrales que había traído de América, pero sin ninguna concentración. Jugaba con la idea del asesinato. Esa era la razón por la que había tomado el tren en lugar de volar, para darse tiempo de pensar, o quizá meramente de soñar.

Era un hombre serio, de cuarenta y cinco años, con un ligero sobrepeso, una nariz grande y prominente, bigotes castaños, gafas de armazón marrón, profundas entradas en el cabello. Tensaba sus cejas una ansiedad interior que a menudo sus pacientes tomaban como una muestra de preocupación por sus dolencias. En realidad, tenía un matrimonio desdichado, y aunque se negaba a reñir con Lilian —esto es, a responderle—, había discordia entre ellos. Ayer en París le había respondido a Lilian, y a propósito de una cuestión ridícula: si él o ella devolverían en una tienda de la rue Royale un bolso de noche que Lilian había decidido que no quería. Él se había enojado no porque hubiera tenido que devolver el bolso, sino porque quince minutos antes había aceptado, en un momento de debilidad, visitar a Roger Fane en Ginebra.

—Ve a verlo, Stephen —había dicho Lilian ayer por la mañana—. Estás tan cerca de Ginebra..., ¿por qué no? Piensa en el gusto que le dará a Roger.

¿Qué gusto? ¿Por qué? Pero el doctor McCullough había llamado a Roger a la embajada norteamericana en Ginebra, y Roger había estado muy amable, por supuesto, y le había dicho que tenía que ir y quedarse unos días y que él tenía mucho espacio donde acomodarlo. El doctor McCullough había aceptado pasar una noche allí. Luego volaría a Roma para reunirse con Lilian.

El doctor McCullough detestaba a Roger Fane. Era la clase de odio que el tiempo no hace nada por disminuir. Hacía diecisiete años, Roger Fane se había casado con la mujer a quien el doctor McCullough amaba. Margaret. Margaret había muerto un año atrás en un accidente automovilístico en una carretera alpina. Roger Fane era fatuo, precavido, sumamente pagado de sí mismo y no demasiado inteligente. Hacía diecisiete años, Roger Fane le había dicho a Margaret que él, Stephen McCullough, tenía una aventura secreta con otra chica. Nada más alejado de la verdad, pero antes de que Stephen pudiese probarle nada, Margaret se había casado con Roger. El doctor McCullough no se esperaba que el matrimonio fuese a durar, pero había durado, y finalmente el doctor McCullough se había casado con Lilian, cuyo rostro se parecía un poco al de Margaret, pero esa era la única semejanza. En los últimos diecisiete años, el doctor McCullough había visto a Roger y Margaret tal vez unas tres veces cuando estos habían venido por corto tiempo a Nueva York. No había vuelto a ver a Roger desde la muerte de Margaret.

Ahora, mientras el tren se disparaba a través de campiña francesa, el doctor McCullough reflexionaba acerca de la satisfacción que asesinar a Roger Fane podría proporcionarle. Nunca antes había pensado en asesinar a nadie, pero ayer por la noche, cuando estaba dándose un baño en el hotel de París, después de la conversación telefónica con Roger, le había venido a la mente un pensamiento relacionado con el crimen: a la mayoría de los asesinos los atrapaban porque dejaban alguna pista, a pesar de sus esfuerzos por borrar todas las pistas. Muchos asesinos querían ser atrapados, advertía el doctor, e inconscientemente plantaban una pista que llevaba a la policía directamente hasta ellos. En el caso Leopold y Loeb, por ejemplo, uno de ellos había dejado caer sus gafas en la escena del crimen. Pero ¿y si deliberadamente un asesino dejara una docena de pistas, incluida su propia tarjeta de presentación? Al doctor McCullough le parecía que la misma obviedad de aquello recusaría la sospecha. Especialmente si la persona fuera un hombre como él, tenido en buen concepto, un tipo no violento. Además, no habría ningún motivo que nadie pudiese ver, porque el doctor McCullough nunca había contado, ni siquiera a Lilian, que amaba a la mujer con quien Roger Fane se había casado. Desde luego, algunos de sus viejos amigos lo sabían, pero el doctor McCullough no había mencionado a Margaret ni a Roger Fane en toda una década.

Se imaginaba el apartamento de Roger oscuro y formal, tal vez con alguna criada merodeando a tiempo completo por allí, una criada de planta, con cama propia. Una criada complicaría las cosas. Digamos que no había ninguna criada que durmiera en la casa, que él y Roger estuviesen bebiendo una copita de última hora en el salón o en el estudio de Roger, y entonces, justo antes de desearse buenas noches, el doctor McCullough alzara un pesado pisapapeles o un gran jarrón y... Luego se retiraría, con toda calma. Desde luego, la cama estaría deshecha, ya que se suponía que él pasaría la noche allí, de manera que tal vez la mañana sería más indicada para el crimen que el anochecer. Lo esencial sería retirarse tranquilamente y a la hora en que se suponía que debía marcharse. Pero el doctor se consideró a sí mismo incapaz de tramar con tanto detalle al fin y al cabo.

La calle de Roger Fane en Ginebra tenía exactamente el aspecto que el doctor McCullough había imaginado —una calle estrecha y sinuosa que combinaba establecimientos de negocios con viejas propiedades particulares— y no estaba demasiado bien iluminada cuando el taxi del doctor McCullough entró en ella a las nueve de la noche, aunque en Suiza, tan respetuosa de la ley, las calles oscuras, supuso el doctor, acarreaban escaso peligro para nadie. La puerta de entrada zumbó en respuesta al timbre, y el doctor McCullough la abrió. La hoja pesaba como la puerta de una bóveda bancaria.

—¡Adelante! — la voz de Roger resonó alegremente en el hueco de la escalera— ¡Sube! Estoy en el tercer piso. El cuarto para ti, supongo.

—¡Voy! —dijo el doctor McCullough, remiso a alzar su voz ante las puertas cerradas a ambos lados del pasillo. Había llamado a Roger hacía un rato desde la estación de ferrocarril, porque Roger había dicho que iría a recogerlo. Roger se había disculpado y había dicho que se había entretenido en una reunión en su oficina, ¿le molestaría a Steve subirse a un taxi e ir directamente? El doctor McCullough sospechaba que Roger no se había entretenido en absoluto, sino que simplemente no tenía ganas de mostrar la cortesía de esperarlo en la estación.

—¡Steve, hombre! —dijo Roger, zarandeando la mano del doctor McCullough—. Qué bueno verte otra vez. Ven, pasa. ¿Pesa mucho eso? —Roger dio un paso hacia la maleta del doctor, pero el doctor la aferró primero.

—Para nada. Me alegro de verte, Roger —entró en el apartamento.

Había alfombras orientales, lámparas ornamentales que daban una luz tenue. Estaba aun más atiborrado de lo que el doctor McCullough había previsto. Roger se veía apenas más delgado. Era más bajo que el doctor, y tenía el cabello rubio lacio. Su lánguido rostro sonreía perpetuamente. Los dos habían cenado ya, así que bebieron whisky en el salón.

—Así que te vas a encontrar con Lilian mañana en Roma —dijo Roger—. Lamento que no vayas a quedarte más tiempo. Tenía intenciones de llevarte al campo mañana por la tarde para que conozcas a alguien. Una amiga —añadió Roger con una sonrisa.

—¿Ah, sí? Qué lástima. Sí, partiré en el avión de la una, mañana al mediodía. Hice la reserva desde París.

El doctor McCullough se encontró hablando de manera automática. Curiosamente, se sentía un poco ebrio, aunque solo había tomado un par de sorbos de whisky. Era por la falsedad de la situación, pensó, la falsedad del hecho de que estuviera ahí, fingiendo amistad o al menos simpatía. La sonrisa de Roger lo irritaba, tan alegre y sin embargo tan forzada. Roger no había mencionado a Margaret, a pesar de que el doctor McCullough no lo había visto desde que ella murió. Pero tampoco el doctor la había mencionado, ni siquiera para decir una palabra de condolencia. Y Roger, al parecer, ya tenía otro interés femenino. Roger pasaba apenas de los cuarenta, aún conservaba una figura estilizada y un espíritu dispuesto. Y Margaret, esa joya entre todas las mujeres, era simplemente algo que se le había cruzado en el camino, había durado un tiempo y vuelto a partir, suponía el doctor McCullough. Roger no parecía para nada afligido.

El doctor detestó a Roger tanto como lo había detestado en el tren, pero la realidad de Roger Fane era algo que lo dejaba perplejo. Si lo mataba, tendría que tocarlo, sentir la resistencia de su carne en cualquier caso, con el objeto con el que lo golpeara. ¿Y cómo era la situación con la criada? Corno si le leyera el pensamiento, Roger dijo:

—Tengo una chica que viene a limpiar todas las mañanas a las diez y se va a las doce. Si quieres que ella haga cualquier cosa por ti, lavarte y plancharte una camisa o algo así, ni lo dudes. Es muy rápida, o puede serlo si se lo pides. Su nombre es Yvonne.

Sonó el teléfono. Roger habló en francés. Bajó un poco la cabeza cuando aceptaba hacer algo que la otra persona le pedía que hiciese. Roger le dijo al doctor:

—Por si faltaran cosas fastidiosas. Mañana a las siete de la mañana tengo que tomar un avión para Zúrich. Un bombero en visita oficial al que van a ofrecerle un desayuno de bienvenida. Así que, amigo, supongo que saldré antes de que te levantes de la cama.

—Oh!— el doctor McCullough se encontró riendo entre dientes—. ¿Acaso piensas que los médicos no estamos acostumbrados a ser solicitados a horas tempranas? Por supuesto que me levantaré para decirte adiós...despedirme.

La sonrisa de Roger se hizo ligeramente más ancha.

—Bueno, ya veremos. Por cierto no voy a despertarte para eso. Siéntete como en tu casa, le dejaré una nota a Yvonne para que te prepare pan y café. ¿O preferirías un brunch más sustancioso alrededor de las once?

El doctor McCullough no estaba pensando en lo que Roger decía. Acababa de advertir un portalápices con base de mármol sobre el escritorio donde estaba el teléfono. Estaba mirando la frente alta y ligeramente rosada de Roger.

—Oh, ¡un brunch! —dijo vagamente el doctor—. No, no, por el amor de Dios. Bastante te dan de comer en el avión.

Y entonces sus pensamientos saltaron a Lilian y a la discusión de ayer en París. La hostilidad ardía dentro de él. ¿Alguna vez había discutido Roger con Margaret? El doctor McCullough no podía imaginar que Margaret fuese injusta, que fuese mezquina. No era de extrañar que el rostro de Roger estuviera relajado y tranquilo.

—Un centavo por tus pensamientos —dijo Roger, levantándose a llenar otra vez su vaso.

El vaso del doctor McCullough aún estaba por la mitad.

—Supongo que estoy algo cansado —dijo, y se pasó la mano por la frente. Cuando volvió a enderezar la cabeza, vio sobre una cómoda alta, a la derecha, una fotografía de Margaret que no había advertido hasta ese momento. Margaret a los veintitantos, tal como era cuando se casó con Roger, como era cuando el doctor la había amado tanto. El doctor McCullough miró repentinamente a Roger. Su odio regresó en una ola que lo dejó físicamente débil—. Supongo que es mejor que me rinda y duerma —dijo, apoyando cuidadosamente su vaso sobre la pequeña mesa que tenía delante, y poniéndose de pie. Roger ya le había mostrado su habitación.

—¿Seguro que no quieres una gota de brandy? —preguntó Roger—. Es una visita breve —Roger sonrió con petulancia; seguía de pie, muy erguido.

La marea de la ira volvió a afluir dentro del doctor. Levantó el bloque de mármol con una mano, y antes de que Roger pudiese retroceder, le reventó la frente con su base. Era un golpe como para matar, el doctor lo sabía. Roger cayó y sin siquiera un último ademán quedó tendido, inmóvil y exangüe. El doctor volvió a poner el mármol donde había estado, alzó el lápiz y la estilográfica que habían caído y los volvió a colocar en sus soportes, después limpió el mármol con su pañuelo allí donde sus dedos lo habían tocado y lo mismo con la estilográfica y el lápiz. La frente de Roger estaba sangrando ligeramente. Palpó la muñeca todavía tibia de Roger y no le encontró el pulso. Luego salió por la puerta y recorrió el pasillo hasta su habitación.

A la mañana siguiente se despertó a las ocho y cuarto, después de una noche de sueño no muy profundo. Se duchó en el baño entre su habitación y la de Roger, se afeitó, se vistió y salió de la casa a las nueve y cuarto. Había un pasillo que iba desde su habitación, pasando por la cocina, hasta la puerta del apartamento; no había sido necesario atravesar el salón, e incluso si hubiese echado una mirada al salón a través de la puerta que él mismo había cerrado, el cuerpo de Roger no se habría hallado dentro de su radio de visión. El doctor McCullough no había echado esa mirada.

A las cinco y media estaba en Roma, viajando en taxi desde el aeropuerto al hotel Majestic en el que Lilian lo esperaba. Pero Lilian había salido. El doctor se hizo subir café, y fue entonces cuando notó que le faltaba el portafolio. Se había propuesto tenderse en la cama a beber café y leer sus publicaciones médicas. Ahora lo recordaba con claridad: por alguna razón anoche había llevado su portafolio al salón. Esto no lo perturbó para nada. Era exactamente lo que habría hecho a propósito si hubiese pensado en ello. En la tarjeta de identificación del portafolio estaban escritos su nombre y su dirección en Nueva York. Y el doctor McCullough supuso que Roger había escrito su nombre completo en alguna agenda en los días previos a su llegada.

Encontró a Lilian de buen humor. Había comprado un montón de cosas en la Via Condotti. Cenaron y luego dieron un paseo en carroza por la Villa Borghese, hasta la Piazza di Spagna y la Piazza del Popolo. Si algo acerca de Roger había en los periódicos, el doctor McCullough lo ignoraba de lleno. Solo compró el Paris Herald Tribune, que era un diario de la mañana.

Las noticias llegaron a la mañana siguiente mientras él y Lilian estaban desayunando en Donay's en la Via Veneto. Fue en el Paris Herald Tribune, y había una fotografía de Roger Fane en la portada, era una fotografía oficial suya, muy seria, en esmoquin.

—¡Dios mío! —dijo Lilian—. ¡Pero... si sucedió la noche que estuviste allí!

Mirando por encima del hombro de su mujer, el doctor McCullough fingió sorpresa.

—“... muerto en algún momento entre las 20:00 y las 3:00” —leyó el doctor—. Yo le di las buenas noches como a las once, me parece. Me fui a mi habitación.

—¿Y no oíste nada?

—No. Mi habitación estaba al otro lado del pasillo. Cerré la puerta.

—Y por la mañana... Tú no...

—Ya te lo dije, Roger tenía que tornar un avión a las siete en punto. Asumí que se había ido. Dejé la casa como a las nueve.

—¡Y todo ese tiempo él estuvo en el salón! —dijo Lilian con un jadeo—. ¡Steve! ¡Vaya, esto es terrible!

¿Lo era?, se preguntó el doctor McCullough. ¿Tan terrible era para ella? Su voz no sonaba realmente afectada. La miró a sus grandes ojos:

—Sin duda es terrible… pero yo no soy responsable por ello, Dios lo sabe. No te preocupes, Lilian.

La policía estaba en el hotel Majestic cuando regresaron, esperando al doctor McCullough en el vestíbulo. Ambos eran policías suizos vestidos de paisano, y hablaban inglés. Se entrevistaron con el doctor McCullough alrededor de una mesa en un rincón del vestíbulo. Lilian, a instancias del doctor McCullough, había subido a la habitación. El doctor McCullough se preguntaba por qué la policía no había venido a buscarlo varias horas antes —era tan sencillo verificar la lista de pasajeros de los aviones salidos de Ginebra...— pero pronto averiguó por qué. La criada Yvonne no había ido a limpiar ayer por la mañana, de modo que el cuerpo de Roger Fane no había sido descubierto hasta las seis de la tarde, cuando en su oficina se habían preocupado por su ausencia y habían enviado a alguien a su apartamento a investigar.

—Este es su portafolio, me parece —dijo el delgado y rubio oficial con una sonrisa, abriendo un gran sobre de papel manila que había estado llevando bajo el brazo.

—Sí, muchas gracias. Hoy me di cuenta de que me lo había dejado —el doctor lo tomó y lo apoyó sobre su regazo.

Los dos suizos lo observaban tranquilamente.

—Esto es muy impactante —dijo el doctor McCullough—. Me resulta difícil de aceptar.

Estaba impaciente por que presentaran sus cargos —si acaso los presentaban— y le pidieran que regresara con ellos a Ginebra. Los dos parecían casi intimidados por él.

—¿Cuánto conocía usted al señor Fane? —preguntó el otro oficial.

—No demasiado bien. Lo conocía desde hacía muchos años, pero nunca fuimos amigos muy íntimos. No lo había visto en cinco años, creo —el doctor McCullough hablaba firmemente y en su tono habitual.

—El señor Fane aún estaba completamente vestido, así que no se había ido a la cama. ¿Está seguro de que no oyó ningún alboroto esa noche?

—No oí nada —respondió el doctor por segunda vez. Silencio—. ¿Tienen alguna pista sobre quién pudo haberlo hecho?

—Oh, sí, sí —dijo inmediatamente el hombre rubio—. Sospechamos del hermano de la criada. Yvonne. Esa noche estaba ebrio y no tiene coartada para la hora del crimen. Él y su hermana viven juntos y esa noche él salió con el manojo de llaves de su hermana, entre las cuales estaban las llaves del apartamento del señor Fane. No regresó hasta cerca del mediodía de ayer. Yvonne estaba preocupada por él y por eso no fue ayer al apartamento del señor Fane.... aparte del hecho de que no podía entrar. Trató de llamar ayer a las ocho y media de la mañana para decir que no iría, pero nadie contestó. Hemos interrogado al hermano, Anton. Es un inútil —el policía se alzó de hombros.

El doctor McCullough recordó haber oído sonar el teléfono a las ocho y media.

—Pero... ¿cuál fue el motivo?

—Oh..., resentimiento. Robo tal vez, si hubiera estado lo bastante sobrio para encontrar algo que llevarse. Es un caso para un psiquiatra o un servicio de alcoholismo. El señor Fane lo conocía, así que pudo haberlo dejado entrar en el apartamento, o él mismo pudo haberse metido, ya que tenía las llaves. Yvonne dice que durante meses el señor Fane había estado intentando que ella se fuese a vivir separada de su hermano. Su hermano le pega y le saca el dinero. El señor Fane había hablado con el hermano un par de veces, y consta en nuestros registros que el señor Fane tuvo que llamar a la policía para sacar a Anton del apartamento en una ocasión en que había ido buscando a su hermana. Ese incidente ocurrió a las nueve de la noche, una hora en que su hermana nunca está allí. Ya ve que el sujeto no está en sus cabales.

El doctor McCullough se aclaró la garganta y preguntó:

—¿Anton ha confesado?

—Oh, como si lo hubiera hecho. Pobre tipo, la mitad del tiempo no creo que sepa lo que hace. Pero al menos en Suiza no hay pena capital. Ya tendrá tiempo suficiente para purgarse en la cárcel —el policía miró a su colega y los dos se pusieron de pie— Muchas gracias, doctor McCullough.

—De nada —dijo el doctor—. Gracias por el portafolio.

El doctor subió a su habitación con el portafolio.

—¿Qué dijeron? —le preguntó Lilian en cuanto entró.

—Creen que el hermano de la sirvienta fue quien lo hizo —dijo el doctor McCullough— Un tipo que es alcohólico y que parece que le tenía rencor a Roger. Un inútil.

Frunciendo el ceño, se fue al baño a lavarse las manos. Repentinamente se detestó a sí mismo, y detestó el largo suspiro de Lilian, un "aaahhh" de alivio y de alegría.

—¡Gracias a Dios, gracias a Dios! —dijo Lilian—. ¿Sabes lo que habría significado si ellos..., si llegaran a acusarte a ti? —preguntó en voz más baja, como si las paredes tuviesen oídos, y se acercó a la puerta del baño.

—Sin duda —dijo el doctor McCullough, y sintió una oleada de ira corriéndole por la sangre—. He pasado un momento de los mil demonios demostrando que era inocente, puesto que estaba allí mismo cuando sucedió

—Exacto. No habrías podido probar que eras inocente. Gracias a Dios por este Anton, quienquiera que sea —su diminuto semblante brillaba, sus ojos centelleaban—. Un inútil, ¡ja! ¡A nosotros nos fue de bastante utilidad! —se echó a reír de modo estridente y giró sobre uno de sus talones.

—No veo por qué tienes que regodearte —dijo el doctor, secándose las manos cuidadosamente—. Es una triste historia.

—¿Más triste que si te hubiesen culpado a ti? No seas tan... altruista, querido. O más bien, piensa por una vez en nosotros. Marido mata a antiguo rival amoroso después de..., veamos..., ¿diecisiete años? Y después de nueve años de matrimonio con otra mujer. Donde hubo fuego... ¿Crees que eso me gustaría?

—Lilian, ¿de qué estás hablando? —él salió del baño, ceñudo.

—Lo sabes perfectamente. ¿Piensas que yo no sé que estabas enamorado de Margaret? ¿Que todavía lo estás? ¿Piensas que no sé que asesinaste a Roger?

Sus ojos grises lo miraban con un desafío salvaje. Su cabeza estaba inclinada hacia un lado, las manos en las caderas.

Él no podía pronunciar palabra, se sentía paralizado. Se miraron el uno al otro durante unos quince segundos, mientras la mente del doctor avanzaba a tientas sobre el abismo que las palabras de ella habían abierto ante él. No sabía que ella seguía pensando en Margaret. Por supuesto que estaba enterada de lo de Margaret. Pero ¿quién había mantenido la historia viva en su mente? Tal vez él mismo con su silencio, se dio cuenta el doctor. Pero el futuro era lo que importaba. Ahora ella tenía algo que balancear por encima de su cabeza, algo por medio de lo cual podría controlarlo para siempre.

—Querida, te equivocas.

Pero Lilian, sacudiendo la cabeza, se dio la vuelta y se alejó de él, y el doctor supo que no había ganado.

Nada se dijo sobre el asunto durante el resto del día. Comieron, pasaron una hora ociosa en el museo del Vaticano, pero las pinturas de Miguel Ángel no retenían la mente del doctor McCullough. Iba a ir a Ginebra y confesaría, no por razones de decencia o porque su conciencia lo perturbara, sino porque la actitud de Lilian era insoportable. Era menos soportable que un largo período en prisión. Se las arregló para alejarse lo suficiente y hacer una llamada a las cinco de la tarde. Había un avión para Ginebra a las 19:20. A las seis y cuarto, con las manos vacías, dejó la habitación del hotel y tomó un taxi hasta el aeropuerto de Ciampino. Tenía su pasaporte y sus cheques de viaje.

Llegó a Ginebra antes de las once esa misma noche y llamó a la policía. Al principio, no se mostraron dispuestos a decirle el paradero del hombre acusado del asesinato de Roger Fane, pero el doctor McCullough dio su nombre y declaró que tenía cierta información importante, y entonces la policía suiza le dijo dónde estaba detenido Anton Carpeau. El doctor McCullough tomó un taxi hacia lo que parecían ser las afueras de Ginebra. Era un edificio nuevo, blanco, que no parecía en absoluto una prisión.

Allí fue recibido por uno de los oficiales de paisano que habían ido a verlo, el rubio.

—Doctor McCullough —dijo con una tenue sonrisa— ¿Dice usted que tiene cierta información? Me temo que es un poco tarde.

—¿Ah, sí...? ¿Por qué?

—Anton Carpeau acaba de matarse... golpeándose la cabeza contra la pared de su celda. Hace apenas veinte minutos —el hombre levantó los hombros con desaliento.

—Dios mío —dijo el doctor McCullough en voz queda.

—Pero ¿cuál era su información?

El doctor vaciló. Las palabras se negaban a salir. Y entonces se dio cuenta de que era cobardía, y vergüenza, lo que le hacía guardar silencio. Nunca se había sentido tan indigno en su vida, y se sentía infinitamente más ruin que el borracho inútil que acababa de matarse.

—Es preferible que no. En ese caso..., quiero decir..., ya todo ha terminado, ¿verdad? Era otro detalle que incriminaba a Anton, me pareció... ¿Y qué más da ahora? Ya está bastante mal... —las palabras dejaron de brotar.

—Sí, supongo que sí —dijo el suizo.

—De modo que... buenas noches.

—Buenas noches, doctor McCullough.

El doctor se internó en la noche, sin ningún rumbo. Sentía un extraño vacío, una nada dentro de sí que no se parecía a ningún estado de ánimo que hubiese conocido antes. Su plan de asesinato había tenido éxito, pero había arrastrado otras tragedias en su camino. Anton Carpeau. Y Lilian. De manera extraña, se había matado él mismo tanto como había matado a Roger Fane. Ahora era un hombre muerto, un muerto andante.

Media hora más tarde, estaba de pie en un puente muy pulcro sobre las aguas negras del lago Leman. Miró hacia abajo un largo rato, e imaginó su cuerpo cayendo una y otra vez, golpeando el agua casi sin salpicar, hundiéndose. Miró fijamente la negrura que parecía tan sólida pero que sería tan dúctil, que estaría tan deseosa de tragarlo en la muerte. Pero ni siquiera tenía el coraje o la desesperación para suicidarse. Sin embargo, un día lo haría, estaba seguro. Un día, cuando los planos de la cobardía y del coraje se encontrasen en el ángulo apropiado. Y ese día sería una sorpresa para él y para todos los que lo conocían. Entonces sus manos, que aferraban el parapeto de piedra, lo empujaron hacia atrás y el doctor se puso a caminar pesadamente. Tendría que buscar un hotel para pasar la noche, y mañana mismo conseguir un vuelo de regreso a Roma.

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