lunes, 18 de abril de 2016

Celia, Angus Wilson


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El encantador saloncito de Marjorie no era precisamente el marco que convenía a la enfermera Ramsay. Sus brazos y sus piernas musculosos, casi masculinos, emergían desmañadamente del mullido sillón tapizado de chintz, sus gruesas manos de dedos recios, se desplazaban con una lentitud prudente entre los cisnes de cristal veneciano y los tapetes de ganchillo. Aquella tarde parecía aún más que de costumbre una amazona en reposo. Medio muerta de cansancio, tras una jornada particularmente fatigosa con su enferma, no olvidaba, sin embargo, que pronto se vería obligada a abandonar aquel lugar agradable junto al fuego, para regresar a su casa, a través de la desierta calle mayor del pueblo, bajo una lluvia pertinaz y contra un viento furioso. Perspectiva que le impedía adormecerse y le ponía de muy mal humor. La irritación fruncía su ancha frente y la envidia que suscitaba en ella la independencia de su amiga le apretaba los labios. Evidentemente, era fácil ser coqueta y agradable cuando se tenía casa propia, pero la posición de una enfermera, ni criada ni compañera, era algo muy distinto. Mordió casi salvajemente una de las galletas de chocolate que Marjorie había dispuesto tan primorosamente en la bandeja de plata, y la limonada caliente pareció aumentar su acritud.

—Naturalmente, si no fueran tan ricos se verían obligados a internarla en un asilo —gruñó—. El hecho de que es su nieta no cambiaría nada. ¡No se puede aguantar!

—Creo que estos viejos, están contentos de tenerla con ellos —respondió Marjorie, con su voz dulce y cultivada.

Se lamió los dedos manchados de chocolate, uno tras otro separándolos con un movimiento lánguido, pero la enfermera Ramsay estaba demasiado encolerizada para observar aquellos gestos traviesos.

—Admito que debe ser terrible. Mi pobre vieja Joey —era así como llamaba a la enfermera—, debe tener mucho trabajo con ella. La han mimado demasiado, esto es lo peor.

La enfermera separó las piernas; la gruesa lana de la falda subió hasta más arriba de las rodillas, y una liga brilló levemente a la luz de las llamas.

—¡Mimada! —repitió, con su pesado acento australiano—. Esta es la palabra que emplearía yo también si fuera posible mimar un cerebro chiflado. En cuanto a enfermos difíciles, he tenido algunos, pero esta querida Celia se lleva la palma. Estos cambios de humor, estos increíbles enojos, y también de vez en cuando, estos accesos de violencia: ¡es cierto que no se da cuenta de su fuerza! ¡Y, sin embargo, su egoísmo es tan grande cuando se trata de sus juguetes! La culpa es de Mistress Hartley: «Todo cuanto ella pueda desear, nosotros debemos dárselo, señorita —me dijo el día de mi llegada—. Es cuanto podemos hacer por ella.» ¡Se da cuenta! Evidentemente, la vieja dama es también un poco rara, lo cual no arregla nada, y el viejo caballero, no vale mucho más. «Tendrán ustedes dificultades», les dije, pero era como hablar con la pared. Debería haber visto la escena del otro día, únicamente porque no pude encontrar una vieja muñeca. «Si todas las niñas empezaran a morder y arañar, cuando han perdido una muñeca», le dije…

Marjorie estalló en una carcajada alegre. La enfermera Ramsay frunció el cejo: siempre temía parecer ridícula.

—¿Es que hay algo gracioso? —preguntó vacilante.

—Oh, nada ciertamente. Desde el momento en que está usted acostumbrada... Pero, francamente, no me gustaría estar en su lugar.

—La comprendo. Por ejemplo, ayer mismo, el doctor Lardner me dijo una vez más: «Nadie soportaría lo que soporta usted, señorita. Debe tener usted unos nervios de acero.» En efecto, creo que soy excepcionalmente...

Pero Marjorie se desinteresaba ya de una historia que había oído demasiadas veces. Ya no se ocupaba de otra cosa que de una mancha de chocolate que había en su bonito vestido de crepé de china azul, mojando con saliva un pañuelito bordeado de puntilla y frotando con convicción. Decididamente, esta pobre vieja Joey no cesaba de lamentarse durante los últimos tiempos.

* * *

¡Estaba tan oscuro, en la camita! Cuando se volvía hacia un lado, estaba a punto de caer, y cuando se volvía hacia el otro se encontraba junto a la pared, como en una cárcel. Celia, con sus dos brazos rodeando la muñeca, temblaba de miedo. La señorita le había sacudido y arañado, solamente porque Celia quería tener a Mamá consigo, en su cama. La señorita trataba de quitarle a Mamá, sólo por celos. Tenía que mostrarse prudente. Era preciso esperar el momento favorable. Pues aunque Celia mordiera, gritara, hundiera los dientes en el brazo de la señorita, hasta el hueso, ellos siempre podían atarla, como lo habían hecho ya más de una vez, y entonces ni la abuela le proporcionaba ayuda alguna. Así pues, había pretendido confesarse vencida. Había aparentado dormirse incluso sin Mamá. La señorita no lo sabía, pero Mamá estaba ahora en su cama, junto con ella. Celia apartó las mantas y miró la lana azul, iluminada por un rayo de luna, que se deslizaba entre los intersticios de los postigos. «Todo irá bien, mientras Mamá esté contigo»: hacía tantos años que le había dicho esto, antes de subir al barco, dejándola con la abuela. «Estaré de regreso, antes de que hayas tenido tiempo de advertir mi ausencia», había añadido. Celia la veía aún, sentada en la maleta, ocupada en envolver a la muñeca con aquel viejo chal azul. Pero no había vuelto, y seguía sin volver. Y he aquí que ella seguía allá, ahora ya para siempre, envuelta con el chal azul, y mientras Celia la tenía al lado, todo iba bien. Sólo que, era preciso ser muy prudente, para evitar que le quitaran a Mamá, que la protegía. Podían conseguirlo por la fuerza, pero no por mucho tiempo, pues la abuela no lo permitiría. Lo más terrible era cuando hacían trampas. La señorita lo hizo un día. Buscaron y buscaron, todos menos la señorita, claro, pero vio en sus ojos, que realmente no trataban de encontrar la muñeca. La mirada de la señorita encolerizó a Celia, y ella le arañó hasta hacerle sangre. Evidentemente después de esto, hubo un momento penoso: La abuela la riñó y el abuelo le habló mal, luego la mantuvieron en su cama, y le obligaron a tragar unas pastillas blancas... Sí, era preciso evitar aquella separación, era muy importante. Entonces, Celia tomó a Mamá, le rodeó el cuello con los brazos, y con el chal azul, se ató las muñecas a los montantes de la cama, detrás suyo. Fue muy difícil., pero al menos estaba tranquilizada. Ahora, la señorita ya no podría separarlas. Luego, dejó caer la cabeza sobre la almohada, y se puso a observar los rayos amarillos que la luna deslizaba a través de los postigos. Un amarillo anaranjado, como la luz de en medio, decían. Cuando pasaban con el cabriolé detrás de la casa de Goddard —Goddard, el que le daba caramelos—. El amarillo es el color del medio... cuando se pone verde, nos ponemos en marcha, cuando se pone rojo, tenemos que pararnos... con el verde nos ponemos en marcha, con el rojo nos paramos... el amarillo es el del medio...

* * *

—La cuestión es bien sencilla: ya no tenemos el dinero suficiente —declaró el viejo Hartley, con una voz temblorosa e irritada.

Lo mismo que su esposa, le tenía horror a estas discusiones tan materiales. No obstante, la incomprensión total de su esposa por los problemas financieros —actitud que, cincuenta años antes, hubiera encontrado adorable y muy femenina— le obligaba a mostrarse realista, cruelmente realista. En su agitación, se había abandonado ya, permitiéndose beber un vaso entero de oporto y la certeza de que pronto notaría despertarse su gota, aumentaba aún su exasperación.

—Tú entiendes de esto más que yo, querido—respondió mistress Hartley, con aquella voz serena, que, en más de una ocasión, había encolerizado a su marido—. Sin embargo, decías tú mismo muchas veces que tendríamos que cambiar de abogado, que míster Cartwright no era más que un viejo charlatán...

—Lo sé, lo sé —interrumpió míster Hartley—. Míster Cartwright es un viejo imbécil, pero lo que no podemos reprocharle es que los impuestos nos abrumen cada vez más, ni tampoco las estupideces que acumula nuestro Gobierno. Para decir toda la verdad, vivimos sobre un capital atacado de tisis galopante, y es éste un lujo que no podemos seguir permitiéndonos.

—Bien, trataré de hacer economías —suspiró mistress Hartley—. Pero, con los precios actuales...

—No me dices nada nuevo. Pero la cuestión no es ésta: no es suprimiendo una legumbre por aquí, y un pedazo de queso por allá, como resolveremos el problema. Será preciso cambiar toda nuestra manera de vivir. Para empezar, tendremos que buscar una casa más pequeña, menos lujosa.

—A fe mía, no sé cómo conseguiremos alojarnos en una casa más pequeña.

—Precisamente éste es el punto delicado. Yo tampoco lo sé.

Se mordió los labios y fijó la mirada en las llamas que crepitaban en la chimenea. Luego, bruscamente, levantó la cabeza y miró a su esposa, como si pensara que ella seguía esperando la continuación de su discurso. En esto se engañaba: mistress Hartley prefería no oír hablar más de estas cuestiones odiosas, ni de la eventualidad de una mudanza. Después de doblar su bordado, se levantó y, maquinalmente, desplazó el ciclamino que adornaba el velador, delante de la ventana.

—No deberías escuchar a la enfermera —observó.

—¡Escuchar a la enfermera! —gritó el marido furioso—. ¿Cómo puedes decir semejantes estupideces, querida? Cualquiera que os oyera, me tomaría por un niño incapaz de reflexionar por sí solo.

—Ya no somos niños, es cierto —dijo ella en tono seco—. Pero somos viejos, y los viejos a veces se convierten en niños.

Esta lucidez repentina —y casi excepcional— puso a míster Hartley fuera de sí.

—Hay una cosa cierta —afirmó tajante—. Sobre este punto, jamás te atendrás a razones. Celia se está poniendo cada vez más imposible. La enfermera Ramsay. no la soportará mucho tiempo más. En cuanto a encontrar a una sustituta, no es posible contar con ello.

Mistress Hartley, sentada delante del velador, había empezado un solitario.

—Conmigo, Celia es siempre muy dulce —murmuró. —No comprendo por qué la señorita se está lamentando continuamente.

—Veamos, querida —míster Hartley había hablado en un tono afectuoso y apaciguador—, trata de ser razonable. El trabajo de esta enfermera no tiene nada de agradable, créeme: los accesos de cólera de Celia, el trabajo que cuesta hacerla comer, sin olvidar que ahora ensucia la cama, cuando hace sólo dos años, aún era relativamente limpia...

Mistress Hartley se sintió de tal modo impresionada por aquellas penosas precisiones, que sus manos empezaron a temblar. Se contentó no obstante con mover las cartas, murmurando «rojo sobre negro». Animado por aquel silencio, su marido prosiguió:

—Tengo necesidad de tu ayuda, Alice, ¿lo comprendes, no es cierto? No me obligues a obrar solo. Ven conmigo a visitar el pabellón, en Dagmere. En este dominio, tú eres mucho mejor juez que yo.

Mistress Hartley no respondió en seguida.

—Perfecto —suspiró al fin—, iremos allí mañana por la mañana.

Se guardó muy bien de añadir que, en aquel mismo instante, estaba oyendo claramente la voz de su hija: «Te la confío, madre, sé que estará en buenas manos.»

* * *

Celia estaba en el puente del barco. El sol brillaba, resonaban los golpes de gong, repercutían los silbatos. y las cintas rosas que llevaba en el sombrero, flotaban al viento. Todo el empalletado, todas las rampas, estaban pintadas de color rojo vivo, como las alarmas de incendio —y éste era precisamente su color preferido—. El rojo significa que hay que pararse, pensaba Celia.

Luego, el señor del uniforme de factor se aproximó. «Continúe —dijo—, no se quede ahí como una estatua de sal.» Ella hubiera querido explicarle que todo estaba rojo, que era preciso esperar, pero había tanto ruido que no se oía. «¡Continúe !», gritó, y dio una palmada, justamente encima de la cabeza de Celia, con tanta fuerza, que el aire le arrancó las cintas rosas. Celia estalló en sollozos. «Si todas las niñas se pusieran a llorar, cuando el viento les arranca las cintas», dijo gruñendo la señorita. Había esperado que Celia trataría de cogerlas, pero Celia no podía correr, a causa del rojo que la ordenaba esperar. Por fortuna, Celia vio a la abuela que le hacía señas. Las cintas bailaban al sol, a algunos metros de allí, como dos muñequitas rosas. Entonces, Celia, se puso a correr, aunque todo seguía siendo rojo. De repente, el flanco del barco desapareció. Llegaron grandes olas, olas grises, ávidas de arrastrarla. «Mamá, Mamá», gritó Celia, pero las olas ya se la tr-gaban. ¡Y Mamá no venía! Bruscamente, Mamá estuvo a su lado, tendiéndole los brazos para salvarla —Mamá vestida de azul. Celia se echó en sus brazos, sollozó contra su pecho: ahora ya no estaría nunca más sola, ahora viviría. Entonces Mamá, rodeó con sus manos el cuello de Celia, apretando muy fuerte, cada vez más fuerte. «No, Mamá, no —gritó Celia—, me haces daño». Mientras gritaba, levantó la cabeza, y vio los ojos de Mamá, duros y crueles como los de la señorita. Celia gritó de nuevo, se debatió, pero las manos siguieron apretando, alrededor de su cuello, como si quisieran ahogarla, aplastarla...

* * *

La enfermera Ramsay oyó los gritos en cuanto se internó en el paseo. Su linterna estaba apagada, y avanzaba a tientas, entre la doble muralla de macizos húmedos. Los gritos fueron penetrando en su conciencia muy lentamente, pues estaba evocando, con un furor próximo a la desesperación, la humillación que aquella garza de Ivy le había causado, ridiculizándola delante de Ronnie Armitage. «Realmente, está volviéndose insoportable —pensó en seguida—. Ya no puede dejársela sola media hora, sin que tenga una crisis.» Luego, de repente, la perturbación que advirtió en los gritos le incitó a andar más de prisa. Algunos segundos después, corría, ignorando las ramas de los rododendros y de los laureles que se agarraban a sus vestidos como garras.

Cuando llegó a la habitación de Celia, era ya demasiado tarde. Ni los esfuerzos de la vieja mistress Hartley, ni las tentativas de Goddard podían volver a la vida aquellas mejillas violáceas, aquella nuca negra e hinchada. El doctor Lardner, al llegar diez minutos más tarde, atribuyó la muerte a dos causas: a la paralización del corazón, y a la estrangulación. «Ha debido despertarse, cuando en su sueño luchaba para desprender su cuello de este chal de lana; el espanto ha resultado fatal, a su corazón ya debilitado.» Bastaba con mirar el cuerpo, para darse cuenta de que el médico tenía razón: era el de una mujer rubia, alta y fuerte, que pesaba al menos ochenta y cinco kilos, pues no había dejado de engordar desde la edad de veinticinco años. Sus ojos azules hubieran sido hermosos sin aquella mirada fija de pobre demente. Su magnífica cabellera dorada, hubiera merecido la admiración, si no se hubiera implantado hasta en las mejillas, relacionando a la infortunada con el mundo animal, como para separarla aún más del universo de los seres normales.

La enfermera Ramsay declaró que aquel drama era el veredicto del Destino. «Si no se hubieran empeñado en conservar a Celia con ellos, si hubieran aceptado hacerla internar, se hallaría aún con vida», añadió. Pero la vieja mistress Hartley, como buena cristiana, agradeció al Señor que hubiera permitido a la Muerte llevársela a tiempo, antes de que los hombres se la hubieran llevado de casa.

«Casi como si su madre hubiera venido a ayudarla en el momento del peligro», pensó.

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