lunes, 1 de agosto de 2016

Hanrahan El Rojo, William Butler Yeats


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Hanrahan, el maestro de escuela de Hege, un muchacho alto, fuerte, pelirrojo, entró en el cobertizo donde estaban sentados varios de los hombres del pueblo en la fiesta del Samhain. Aquel lugar había sido antes una morada, y cuando el hombre a quien había pertenecido se construyó otra mejor, unió las dos piezas que la componían y la dedicó a almacén de diversas cosas.

Un fuego ardía en el venerable hogar, y también había cirios plantados en botellas y una negra damajuana de vino instalada sobre un par de tablones que estaban cruzados entre dos toneles para que sirvieran de mesa. La mayor parte de los hombres estaban sentados ante el fuego y uno de ellos cantaba una de esas macabras canciones de marcha que narraba cómo uno de Munster y otro de Connacht tuvieron una discusión a propósito de la excelencia de sus dos provincias.

Hanrahan se dirigió al dueño de la casa y dijo:

—Recibí tu mensaje.

Pero una vez pronunciadas estas palabras se cortó, porque había un viejo de las montañas que iba vestido con una camisa y pantalones de franela burda, que estaba sentado a un lado de la entrada, el cual le tenía clavados los ojos encima y le miraba sin cesar al tiempo que manipulaba entre sus manos un viejo juego de cartas.

—No le hagas ningún caso —dijo el dueño de la casa—, no es más que un forastero; llegó hace sólo un rato, y como es la noche de Samhain le hemos acogido con hospitalidad, pero parece que no está en su sano juicio. Escúchalo ahora y te darás cuenta de lo que musita.

Se quedaron escuchando y pudieron oír que el viejo musitaba para sí mismo, mientras barajaba las cartas:

—Picas y diamantes, valor y poder; trébol y corazones, conocimiento y placer.

—Ésta es la clase de conversación con la que ha estado liado desde hace más de una hora —dijo el dueño de la casa, y Hanrahan apartó los ojos del viejo, como si le disgustara mirarlo.

—Recibí el mensaje —volvió a explicar Hanrahan—, y así me habló el mensajero: «Está en el almacén con sus tres primos carnales de Kilchriest, y algunos de sus vecinos están reunidos con ellos».

—Se trata de mi primo, aquel de allí, que está esperando para verte —contestó el dueño del lugar, y llamó a un muchacho vestido con una pelliza de lana que escuchaba una canción, y le dijo—: Este es Hanrahan, para quien traes el mensaje.

—Pues es seguramente un mensaje agradable —dijo el joven—, puesto que viene de tu prometida, Mary Lavelle.

—¿Cómo puedes tener un mensaje de ella, y qué sabes tú de ella?

—No la conozco, en efecto, pero estuve ayer en Loughrea, y un vecino suyo que tiene conmigo algunos asuntos me estuvo diciendo que ella había rogado que te avisaran, si encontraban en el mercado a alguien que fuese de esta región, para que te dijera que su madre había muerto, y que, si tú aún guardas intenciones respecto a ella, está deseosa de mantenerte la palabra dada.

—Desde luego que iré —dijo Hanrahan.

—Y te ruega que no tardes, porque si antes de que pase un mes no tiene a un hombre dueño de su hacienda, es probable que la pequeña parcela de tierra le sea dada a otro de la comunidad.

Cuando Hanrahan oyó esto, se levantó en el acto del banco en el que había estado sentado.

—Claro que no tardaré. Estamos en luna llena, y si consigo llegar a Kilchriest esta misma noche, estaré junto a ella antes de que se ponga el sol mañana.

Cuando los otros oyeron esto, se rieron de él por tener tanta prisa en ir al encuentro de su novia, y uno de ellos le preguntó si iba a abandonar su escuela en aquel antiguo horno de alfarería, en donde tan excelente enseñanza daba a los chicos. Pero él le contestó que los chicos habían de estar la mar de contentos de encontrarse por la mañana el lugar vacío y a nadie que los mantuviera atados a los deberes; en cuanto al local de la escuela, dijo que lo podía instalar en cualquier sitio, una vez que, como era el caso, él llevaba su tintero colgado del cuello con una cadenita, y su grueso Virgilio y su libro de primaria en el bolsillo del gabán.

Algunos le pidieron que se bebiera un vaso con ellos antes de partir, y un muchacho se acercó para ayudarle a quitarse la chaqueta y le dijo que no debía abandonarlos sin antes cantarles una canción que había compuesto en loor de Venus y de Mary Lavelle. Se bebió un vaso de whisky aceptando la invitación, pero dijo que no se detendría un minuto más, sino que había de emprender su viaje.

—Tiempo hay de sobra, Hanrahan el Rojo —dijo el dueño de la casa—. Ya llegará la hora de que le digas adiós a las farras después de tu casorio, y pasará sin duda largo tiempo antes de que te veamos de nuevo.

—No me detendré —replicó Hanrahan—; mi pensamiento estaría de todos modos fijo en los caminos que conducen a la mujer que me mandó llamar, mientras esté esperando solitaria y oteando todo el tiempo mi llegada.

Varios de los hombres se acercaron formando un corro a su alrededor, encomiándole, a él, que había sido siempre tan buen camarada, tan buen experto en canciones o en cualquier tipo de chistes y diversiones, a que no los dejase hasta que transcurriera lo que quedaba de la noche; pero rehusó y los rechazó a todos, sacudiéndoselos de encima, y marchó decidido hacia la puerta.

Pero apenas había puesto el pie en el umbral, aquel extraño viejo se incorporó y puso en la mano de Hanrahan su propia mano, que era descarnada y seca como una pata de ave, y le dijo:

—No ha de ser Hanrahan, el hombre instruido y el creador de canciones, quien se vaya a largar de una reunión como ésta, en una noche de Samhain. Estáte aquí, vamos, y juégate una partidita conmigo, que aquí hay una buena baraja de cartas que ya ha trabajado no sabes qué cantidad de noches semejantes a ésta, y tan viejas y usadas como las ves, no sabes cuántos son los ricos que sobre ellas han ganado o perdido fortunas.

Uno de los jóvenes dijo:

—No creo que haya muchos ricos de este mundo que se hayan relacionado contigo, viejo.

Y miraba a los desnudos pies del viejo, y todos estallaron en risas. Pero Hanrahan no se rio, sino que fue y se sentó muy sereno y sin una palabra. Uno de la reunión habló:

—¿Así que te quedarás con nosotros después de todo, Hanrahan?

Pero fue el viejo quien respondió:

—Claro que se queda. ¿No habéis oído que yo se lo he pedido?

Todos miraron entonces al viejo, como si se preguntaran de dónde salía.

—¿Sabéis? Es de muy lejos de donde yo vengo —dijo él—. A través de Francia vine, y a través de España; pasé por el Lough Greine, que tiene la boca oculta, y a mí nadie me ha rehusado nada nunca.

Todos se quedaron silenciosos, sin que nadie tuviera ya deseos de plantear preguntas, y los otros comenzaron el juego. Había seis hombres jugando ante los tablones, y los otros miraban desde atrás. Se jugaron tres partidas sin dinero, y entonces el viejo extrajo de su bolsillo un billete de cuatro peniques —de papel roto y delgadísimo a fuerza de estar usado— e invitó a todo el mundo a que pusiera algún dinero en el juego. Cada uno arrojaba alguna cosa sobre los tableros, y aun siendo poca cosa, parecía mucho a causa de la manera que tenía aquel dinero de estar pasando continuamente de uno a otro; si un hombre lo ganaba todo, luego era ganador el de al lado. A veces uno de ellos se veía perseguido por la mala suerte y se quedaba sin nada, en cuyo caso el uno o el otro le prestaban algo y él acababa pronto pagándolo todo de sus ganancias, porque ni la buena ni la mala suerte se quedaban nunca mucho tiempo seguido con uno de los jugadores.

En un momento dado, Hanrahan dijo, como un hombre que hablara en sueños:

—Ya es hora de que emprenda el viaje...

Pero justo en ese momento le venía una buena carta, y él la jugaba, y el dinero comenzaba a converger hacia él. En otro momento pensó en Mary Lavelle y exhaló un suspiro; en esta ocasión fue cuando la racha de buena suerte se alejó de él y de este modo dejó de nuevo de pensar en ella.

Sin embargo, por fin la suerte pareció fijarse en el viejo, y todo lo que poseían los otros fue afluyendo a sus manos. Se echaba a reír con cortas risotadas y también a canturrear para sí repetidamente:

—Picas, diamantes, valor y poder.

Y así sin parar, como si se tratara del estribillo de alguna canción.

Después de pasadas las horas, cualquier espectador que los hubiese visto, los cuerpos que no se mantenían quietos en las sillas o las miradas que no podían apartarse un segundo de las manos del viejo, hubiese sin duda pensado que se habían bebido medio mundo o que todo el capital que poseían en el mundo estaba puesto sobre el tapete; pero no había nada de eso, puesto que no habían tocado la damajuana desde que el juego empezara y estaba aún medio llena, y lo que entraba en el juego se resumía en un puñado de billetes de seis peniques o de un chelín, quizá tanto como el valor de una bolsa de calderilla.

—Sois buena gente para ganar o para perder —dijo el viejo—, gentes todas que lleváis el juego en el corazón.

Y entonces se puso a barajar el mazo, tan rápidamente y con tanta agilidad en las manos que ya los otros no podían distinguirlas como cartas, sino que se hubiera dicho que estaba construyendo espirales de fuego en el aire, de la manera como lo hacen los niños que se divierten haciendo girar un palito encendido, y después a todos les pareció que la habitación se ponía a oscuras, y que lo único que se destacaba visiblemente eran sus manos y sus cartas.

Y en el segundo que siguió, una liebre se alzó de un salto limpio de entre sus manos, ya fuese que una carta había tomado aquella forma o que hubiese sido formada de la nada, eso nadie lo sabrá, pero allí estaba el animal corriendo por el suelo de la habitación con tanta rapidez como cualquier liebre que jamás haya estado viva.

Algunos miraron a la liebre, pero los más tenían las miradas fijas en el viejo, y mientras lo estaban mirando, un perrazo escapó de un salto de entre sus manos, de la misma manera que lo hiciera la liebre, y luego otro y otro y otro, hasta que la jauría completa se puso a seguir a la liebre en círculos y círculos alrededor del gran almacén.

Luego los jugadores se quedaron todos de pie, la espalda apoyada contra los tableros, apartándose de los perros, y medio ensordecidos por el estruendo que formaban sus ladridos; pero, por muy rápidos que corrieran los perros, no llegaban a alcanzar a la liebre, y continuaba el infernal tiovivo, hasta que al final pareció como si una gran bocanada de viento hubiese abierto de par en par las puertas del almacén, y la liebre dio una vuelta y se lanzó de un gran salto por encima de los tablones en que los hombres habían estado jugando, y atravesó la puerta y corrió hacia la noche, mientras toda la jauría de perros saltaba también el tinglado de tablas y corría a través de la puerta en su persecución.

Y el viejo gritaba, diciéndoles:

—¡Seguid a los perros! ¡Seguid a los perros y ya veréis qué gran caza presenciaréis!

Y se marchó en su persecución. Pero, aunque eran gente acostumbrada a salir a la caza de liebres, y siempre dispuestos para cualquier deporte, tuvieron miedo de salir a la noche, y Hanrahan fue el único que se levantó y dijo:

—Yo los seguiré, los seguiré a donde vayan.

—Mejor harías quedándote aquí —le dijo el joven que antes estuviera más próximo a él—, porque me parece posible que vayas hacia un peligro grande.

Pero Hanrahan dijo:

—Ya tendré cuidado de que haya juego limpio.

Y desapareció titubeando a través de la puerta como un hombre medio en sueños, y la puerta se cerró a su espalda apenas hubo salido.

Le pareció que veía al viejo ante él, pero en realidad sólo era su propia sombra, que la luna proyectaba por delante, aunque podía oír a los perros ladrando tras la liebre en los vastos y verdes campos de Granagh, y los persiguió a toda velocidad porque no había nada que obstaculizara su marcha. Después se encontró dentro de terrenos de reducidas dimensiones, acotados por pequeñas tapias de piedras mal sujetas, y saltar alguna de estas albarradas hizo caer piedras, pero no se detuvo para volver a ponerlas en su sitio, y pasó por el lugar donde el río corre subterráneo en Ballylee, y pudo escuchar a los perros que iban por delante de él hacia el lugar donde resurgía el río.

Muy pronto se le fue haciendo mucho más duro correr, porque ya atacaba la pendiente del monte y unas nubes se apelotonaban ante la luna y le era más difícil ver el camino. En cierto momento abandonó el camino para lanzarse por un atajo, pero sus pies resbalaron en un hoyo fangoso y tuvo que regresar al camino. Ya no sabría decir cuánta distancia llevaba andada ni en qué dirección iba, pero al fin se halló en lo alto de la desnuda cima, sin poder ver nada alrededor, sino los matorrales de brezos, ni poder oír allá lejos ni a los perros ni ninguna otra cosa.

Sin embargo, los ladridos comenzaron a llevarle de nuevo, muy lejanos al principio, después cada vez más cerca, y cuando ya parecían estar encima, el sonido de repente aumentó de volumen y todo el ruido de la caza se desarrolló exactamente encima de su cabeza. Se fue entonces andando hasta el Norte, hasta un punto donde no podía oír nada en absoluto:

«Esto no es normal. Esto no es justo», se decía. Y ya no se sentía capaz de andar más tiempo y se sentó entre los brezos, en aquel lugar en donde se encontraba, en el corazón del Echtge de Slieve, sintiendo que lo abandonaban todas sus fuerzas, después del larguísimo viaje que había efectuado.

Pero después de un rato se dio cuenta de que había una puerta muy cerca de él y que de ella salía una luz, y se extrañó de que encontrándose tan próxima no la hubiese visto antes.

Se incorporó, y a pesar de lo cansado que estaba anduvo hasta la puerta, y aunque por fuera era noche cerrada, en el interior de aquel pórtico se encontró con la luz del día.

A continuación, se encontró con un hombre muy viejo que había estado recogiendo la retama del verano y las flores amarillas de las turberas, y parecía como si todos los olores dulzones del verano estuvieran en estas plantas. El viejo le dijo:

—Desde hace mucho tiempo has estado viniendo hacia nosotros, Hanrahan, hombre instintivo y gran creador de canciones.

Y tras esto lo condujo hacia un caserón muy grande que aparecía resplandeciente, con todo lo que Hanrahan había oído describir de las grandes cosas, y cada matiz de color que en su vida había visto estaba en esta casa. Al final de la casa había una alta cima, y en ésta, sentada en un trono elevado, estaba una mujer, la más bella que el mundo haya visto jamás, que tenía un rostro alargado y blanco con flores a su alrededor, y tenía la mirada hastiada de una persona que ha esperado largo tiempo. En el escalón que había delante del trono estaban sentadas cuatro mujeres viejas, de gris; una tenía en su regazo un gran caldero; la otra, una gran piedra posada sobre las rodillas, que, aunque era de gran peso, parecía liviana para ella; la otra empuñaba una lanza muy larga, hecha de un palo afilado en la punta, y la última tenía una espada desenvainada.

Hanrahan se quedó en pie mirándolas a todas durante un rato largo; pero ninguna le dirigió la palabra ni lo miró en absoluto. Lo que él tenía en la mente era preguntar quién era aquella mujer del trono, que era como una reina, y qué era lo que estaba esperando; pero, aunque tenía la lengua fácil y no le asustaba nadie, ahora se sentía acobardado de dirigirle la palabra a una mujer tan bella y en tan imponente lugar. Entonces se propuso empezar preguntando qué eran los cuatro objetos que aquellas viejas parecían portar como grandes tesoros, pero no pudo hallar las palabras convenientes que pronunciar en esta ocasión.

Luego, la primera de las viejas se levantó, sosteniendo el caldero entre sus dos manos, y dijo:

—Placer.

Hanrahan no pronunció ni una palabra. La segunda vieja se levantó entonces, alzando la piedra en sus manos, y dijo:

—Poder.

Y la tercera se levantó con la lanza en sus manos, diciendo:

—Valor.

La última de las viejas se levantó con la espada en sus manos y dijo:

—Saber.

Cada una, después de haber hablado, esperó para ver si Hanrahan preguntaba algo, pero él no dijo absolutamente nada. Entonces las cuatro mujeres se fueron hacia la puerta, llevándose con ellas sus tesoros, y al irse, una de ellas dijo:

—No quiere nada de nosotras.

—Es un débil, es un débil —dijo la otra.

Y la otra:

—Está asustado.

Y la última dijo:

—Ha perdido la cabeza.

Entonces las cuatro dijeron a coro:

—¡Echtge, Echtge, la hija de Mano de Plata deberá seguir durmiendo! ¡Lástima, es una gran lástima!

Luego, la mujer que parecía una reina lanzó un suspiro muy triste, y le pareció a Hanrahan como si el suspiro tuviese el sonido de una corriente subterránea, y como si el lugar donde se encontraban hubiese sido entonces diez veces más grande y más brillante de lo que fuera, y se puso a andar titubeando como un hombre borracho, cayéndose aquí y allá.

Cuando Hanrahan se despertó el sol brillaba sobre su rostro, pero había costras blancas de nieve a su alrededor y hielo en el borde del arroyo junto al cual yacía, que es el que corre a través del Doire-Caol y Drim-Na-Rod. Por las formas de la montaña y por el brillo del Lough Greine en la distancia supo que se encontraba en una de las crestas del Echtge de Slieve, pero no estaba seguro de cómo había podido llegar hasta allá, porque todo cuanto había ocurrido en el almacén se le había borrado de la memoria, lo mismo que el viaje, excepto el dolor de los pies y el entumecimiento de los huesos.

* * *

Un año después de aquello había unos hombres del pueblo de Cappaghtagle sentados junto al fuego en una casa a la orilla del camino, y Hanrahan el Rojo, que ahora se había quedado muy delgado y arrugado, con los cabellos muy largos y revueltos, se acercó al pórtico y pidió que le dejaran entrar para descansar; ellos lo acogieron hospitalariamente porque era la Noche de Samhain.

Se sentó con ellos, le pusieron en la mano un vaso de whisky que vertieron de una damajuana, y vieron que llevaba la botellita de tinta colgada del cuello y supieron por esto que era un erudito y le pidieron que les contara historias de los antiguos griegos.

Hanrahan sacó su Virgilio del profundo bolsillo de su gabán, pero las pastas estaban ennegrecidas y estropeadas por la humedad, y la página por donde lo había abierto estaba muy amarilla. Pero esto no tenía importancia, porque todo lo miraba con el aire de un hombre que nunca aprendió a leer. Un joven que estaba allí comenzó a mofarse y a preguntarle por qué acarreaba un libro tan gordo cuando ni siquiera sabía leer.

A Hanrahan le ofendió oír esto y volvió a meter su Virgilio en el bolsillo, y les preguntó si no tenían una baraja, porque las cartas valían más que los libros. Cuando le hubieron sacado la baraja, la cogió y se puso a barajarla, pero mientras estaba barajando algo pareció llegarle a la mente y se llevó una mano ante el rostro como quien intenta recordar, y les dijo:

—¿Estuve yo aquí alguna vez antes en una noche como ésta?

Luego, de repente, se puso de pie y dejó que las cartas se cayeran por el suelo y dijo:

—¿Quién fue el que me trajo un mensaje de Mary Lavelle?

El propietario dijo:

—¿Y quién es ésa? ¿Y de qué nos hablas?

—Fue exactamente esta noche hace un año. Estaba yo en un granero y había muchos hombres jugando a las cartas. Había dinero sobre la mesa, el cual iba pasando de mano en mano, de acá para allá... Y me dieron un mensaje, y ya estaba yo saliendo por la puerta para ir a ver a mi novia, que me había llamado, Mary Lavelle...

Entonces Hanrahan se puso a gritar en voz alta:

—¿Dónde he estado yo desde que sucedió todo aquello? ¿Dónde he estado un año entero?

—Es muy difícil que te digamos dónde has estado durante ese tiempo —habló el más viejo de los hombres—, o por qué parte del mundo puede que hayas estado viajando; lo que es bastante probable es que lleves el polvo de muchísimos caminos pegado a tus pies, porque son muchos los que vagan y olvidan de ese modo —dijo— una vez que tienen el fario encima.
—Eso es verdad —dijo otro de los hombres—. Conocí yo a una mujer que se fue vagabundeando de esa manera a lo largo de seis años enteros; después volvió y les contaba a sus amigos que con frecuencia se contentaba con comerse los alimentos que le echaban a los puercos. Y lo mejor para ti sería que fueras ahora a ver al cura —dijo— y que él te quite de encima lo que quiera que te hayan echado.

—A mi novia es donde quiero ir —contestó Hanrahan—. Demasiado he tardado ya ¿Cómo voy a saber lo que ha podido ocurrirle en el espacio de un año?

Estaba ya saliendo por la puerta al decir esto, pero todos le dijeron que mejor sería que hiciera alto allí aquella noche, ya que así reuniría las fuerzas para la caminata. Y en efecto, eso le convenía, porque estaba realmente debilitado, y cuando le dieron de comer, comió como un hombre que nunca antes hubiera visto alimento, y uno de ellos exclamó:

--¡Si está comiendo como si se hubiera pasado la vida en los pastos esquilmados!

Fue con la luz blanquecina del alba cuando se puso en camino, y el tiempo le pareció muy largo hasta que llegó a casa de Mary Lavelle. Pero cuando se acercó la halló con las puertas rotas y la techumbre cayéndose del tejado, y no pudo ver por allí a ninguna persona viviente. Cuando preguntó a los vecinos qué le había ocurrido a ella, todo lo que fueron capaces de decirle fue que se había visto arrojada de la casa, que se había casado con un labriego y que ambos se fueron a buscar trabajo a Londres o Liverpool, o a otra gran ciudad. Sobre si ella pudo encontrar un sitio mejor o peor, nunca lo supo, pues de todos modos ya nunca más se encontró con ella ni de ella tuvo más noticias.

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