miércoles, 16 de agosto de 2017

Las pieles de los padres, Clive Barker

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El coche tosió, renqueó y se caló. Davidson advirtió entonces cómo soplaba el viento sobre la carretera desierta, colándose por las rendijas de las ventanillas de su Mustang. Intentó reanimar el motor, pero éste se negó a volver a la vida. Exasperado, dejó resbalar sus manos sudorosas por el volante e inspeccionó el territorio. No había más que aire caliente, rocas calientes y arena caliente en cualquier dirección. Estaba en Arizona.

Abrió la portezuela y bajó al polvo ardiente de la autopista. Ésta se extendía por delante y por detrás sin una sola curva, hasta el pálido horizonte. Entrecerrando los ojos sólo podía discernir las montañas, pero cuando intentaba distinguir su contorno la neblina solar las disipaba. El sol ya le estaba corroyendo la cabeza, cuyo pelo rubio empezaba a ralear. Levantó el capó y se asomó desesperanzado al motor, lamentando su falta de conocimientos mecánicos. «¡Jesús! –pensó–. ¿Por qué no harán estos malditos cacharros a prueba de estúpidos?»

Y entonces oyó la música.

Tan lejana, que al principio resonó en sus oídos como un silbido, pero fue creciendo en intensidad.

Era música, aunque extraña.

¿A qué sonaba? Al viento recorriendo los cables telefónicos; era una onda de aire sin origen, ritmo ni corazón que le erizaba los pelos del cogote y los mantenía tiesos. Trató de ignorarla, pero no desaparecía.

Sacó la cabeza de la sombra del capó para tratar de descubrir a los intérpretes, pero la carretera estaba vacía en ambas direcciones. Sólo cuando escrutó el desierto hacia el Sudeste pudo ver una línea de pequeñas figuras andando, arrastrándose o bailando en el límite de su visión; era una línea líquida debido al calor que emanaba de la tierra. La procesión, si era tal, parecía larga, y se abría por el desierto un camino paralelo a la autopista. Sus senderos no se cruzarían.

Davidson echó otra mirada a las entrañas de su vehículo, que se estaban enfriando, y luego volvió a mirar la comitiva de bailarines.



Indudablemente, necesitaba ayuda.

Empezó a andar por el desierto en dirección a ellos.

Fuera de la autopista, el polvo, que los coches no apisonaban, estaba suelto: a cada paso le saltaba a la cara. Progresaba lentamente: empezó a trotar, pero seguían alejándose. Echó a correr.

Por encima del estruendo de los latidos de su corazón pudo oír más fuerte la música. No tenía aparentemente ninguna melodía, sino que era una subida y bajada constante de muchos instrumentos; aullidos y tarareos, silbidos, redobles de tambor y rugidos.
La cabeza de la procesión ya había desaparecido, absorbida por la distancia, pero aún se veía la cola de los celebrantes (si lo eran). Modificó un poco su rumbo para adelantarse a ellos, echando una breve ojeada a su espalda para ver el camino de vuelta. Su vehículo daba una sensación de soledad que le revolvió el estómago, tan pequeño como un escarabajo en la carretera, aplastado por un cielo en ebullición.

Siguió corriendo, y tal vez un cuarto de hora más tarde empezó a ver con más claridad la procesión, aunque quienes la encabezaban se mantenían fuera del alcance de su vista. Comenzó a pensar que se trataba de una especie de carnaval, por extraordinario que resultara en aquel lugar, en medio de semejante tierra de nadie. Con todo, los últimos bailarines del desfile sin duda iban disfrazados. Se cubrían la cabeza con ropas y máscaras que les daban una altura muy superior a la de un hombre, y sus plumas de colores revoloteaban y las serpentinas se enrollaban en el aire. Fuera cual fuera el motivo de la celebración, describían eses como borrachos, apresurándose un momento y saltando poco después, retorciéndose algunos por el suelo, con el estómago contra la tierra caliente.

Los pulmones de Davidson se hallaban destrozados a causa del agotamiento, y estaba claro que perdía la carrera. Cuando ya se acercaba a la procesión, ésta empezó a progresar a un ritmo más rápido del que su fuerza o su voluntad le permitían mantener.

Se detuvo apoyando los brazos sobre las rodillas para apaciguar su torso dolorido, y miró por debajo de las cejas empapadas de sudor hacia sus salvadores, que ya desaparecían. Luego, utilizando toda la energía que le restaba, gritó:

–¡Alto!

Al principio no obtuvo respuesta. Luego, a través de las hendiduras de los ojos, creyó ver que algunos juerguistas se detenían. Se irguió un poco más. Sí, uno o dos lo estaban mirando. Más que verlo lo notó: tenían los ojos clavados en él.

Empezó a dirigirse hacia ellos.

Algunos de los instrumentos habían dejado de sonar, como si sus tañedores estuvieran comentando su presencia. Definitivamente lo habían visto: no cabía la menor duda.

Siguió andando, ahora con más rapidez, y empezó a distinguir entre la neblina los detalles de la procesión.

Redujo un poco el paso. El corazón, que ya le martilleaba de cansancio, le dio un vuelco en el pecho.

–¡Dios mío! –exclamó, y por primera vez en sus treinta y seis años de ateísmo, esas palabras fueron una auténtica oración.

Estaba a unos ochocientos metros de ellos, pero lo que veía era inconfundible. Sus ojos doloridos sabían distinguir el cartón piedra de la carne, la ilusión de la realidad contrahecha.

Las criaturas que iban al final de la procesión, los últimos de los últimos, los parásitos, eran monstruos cuyo aspecto superaba todas las pesadillas de la locura.

Uno tal vez tuviera seis metros de altura. Su piel, que le colgaba arrugada de los músculos, era una funda de pinchos; su cabeza, un cono de dientes al aire, implantados sobre encías escarlata. Otro tenía tres alas, y con su cola de tres puntas sacudía el polvo con un entusiasmo de reptil. El tercero y el cuarto estaban cosidos en una unión de monstruosidades, cuyo conjunto era más repelente que cada una de sus partes. A pesar de su longitud y su amplitud, ese horror simbiótico estaba unido en un matrimonio viscoso, con los miembros alojados en la carne de su compañero, atravesándola. Aunque tenían entrelazadas las lenguas, conseguían proferir un aullido cacofónico.

Davidson dio un paso atrás y miró el coche y la autopista. Al hacerlo, una de aquellas cosas, negra y roja, empezó a chillar con el sonido de un silbato. A casi un kilómetro de distancia, el silbido perforó la cabeza de Davidson. Volvió a mirar la procesión.

El monstruo silbante había abandonado su puesto en el desfile, y las zarpas de sus pies aporreaban el desierto al correr en dirección a Davidson. Un pánico incontrolable se apoderó de éste, y notó que se le cargaban los pantalones cuando sus intestinos lo traicionaron.

La cosa estaba corriendo a por él con la velocidad de un guepardo, creciendo a cada segundo, de forma que a cada zancada podía ver más detalles de su anatomía alienígena: las manos sin pulgares y con palmas dentadas, la cabeza con un solo ojo tricolor, el tendón de los hombros y del pecho, y los genitales erectos de furia o (Dios se apiade de mí) de lujuria, bífidos y golpeándole el abdomen.

Davidson profirió un grito que casi igualó al del monstruo, y se puso a correr en sentido inverso por el camino que lo había llevado hasta allí.

El coche estaba a dos o tres kilómetros de distancia, y sabía que no le iba a servir de refugio, aunque llegara a él antes de que lo atrapara el monstruo. En ese momento se dio cuenta de lo cerca que estaba la muerte, de lo cerca que había estado siempre, y deseó comprender, aunque sólo fuera un instante, la razón de aquel estúpido horror.

El monstruo ya estaba muy cerca de él, y sus malditas piernecillas se le doblaban; se cayó, se arrastró y empezó a reptar hacia el coche. Cuando oyó el resonar de los pies de la cosa a su espalda, se acurrucó instintivamente, haciéndose un ovillo de carne quejumbrosa, y esperó el golpe mortífero.

Aguardó por espacio de dos latidos.

Tres, Cuatro. Y seguía sin llegar.

La voz silbante había alcanzado un volumen intolerable y ahora estaba disminuyendo un poco. Las manos rechinantes no tocaron su cuerpo. Cuidadosamente, esperando que le separaran la cabeza del cuello en cualquier momento, miró por entre los dedos.

La criatura lo había adelantado.

A lo mejor, desdeñoso de su fragilidad, lo había superado y seguía corriendo hacia la autopista.

Davidson percibió el olor de su excremento y de su miedo. Se sintió curiosamente ignorado. Detrás, el desfile había reanudado la marcha. Sólo uno o dos monstruos inquisitivos seguían mirando por encima del hombro hacia él, mientras se adentraban en el polvo.

El silbido cambió de volumen. Davidson levantó cuidadosamente la cabeza del suelo. El ruido estaba casi fuera del alcance de sus oídos; sólo era un quejido agudo resonándole en la cabeza dolorida.

Se levantó.

La criatura había saltado sobre el coche. Tenía la cabeza echada atrás en una especie de éxtasis, su erección era más evidente que nunca y el ojo de su cabeza lanzaba destellos. Con una última caída de la voz, que hizo inaudible el silbido para un hombre, se inclinó sobre el coche, destrozando el parabrisas y enrollando sus manos gigantes en el techo. Procedió entonces a rajar el metal como si fuera papel, con el cuerpo contraído por el júbilo y sacudiendo la cabeza. En cuanto desgajó el techo saltó sobre la autopista y tiró el metal al aire. Éste revoloteó por el cielo y cayó sordamente al suelo del desierto. Davidson pensó fugazmente qué podría contar en el parte del seguro. Ahora la criatura estaba destrozando el vehículo. Arrancó las portezuelas, machacó el motor, reventó los neumáticos y sacó las ruedas de sus ejes.

Hasta las narices de Davidson llegó el inconfundible hedor a gasolina. Tan pronto como percibió aquel olor, una lámina de metal se reflejó en otra, y la criatura y el coche quedaron envueltos en una encrespada columna de fuego, que se volvió negra a causa del humo cuando los dos se hicieron un ovillo sobre la autopista.

La cosa no pidió ayuda, o si lo hizo no se oyeron sus gritos. Salió tambaleándose de aquel infierno con la carne ardiendo y cada centímetro de su cuerpo en llamas; agitó salvajemente los brazos en un vano intento de apagar el fuego, y empezó a alejarse corriendo por la autopista hacia las montañas, huyendo de la causa de su agonía. De su espalda emergían llamas, y el aire se espesaba con el olor a carne achicharrada.

Pero, aunque el fuego debía estar devorándolo, no se cayó. La carrera siguió interminablemente hasta que el calor disolvió a lo lejos la autopista y desapareció.

Davidson cayó de rodillas. La mierda de sus piernas ya se había secado con el calor. El coche seguía ardiendo. La música había desaparecido por completo, así como la procesión.

Fue el sol el que lo arrancó de la arena y lo condujo de nuevo hacia su coche destrozado.
Su cara estaba desprovista de expresión cuando un vehículo paró en la autopista para recogerlo.


El shériff Josh Packard miró con reticencia las huellas de garras que había en el suelo, ante él. Estaban dibujadas sobre una grasa que se solidificaba lentamente: la carne líquida del monstruo que había atravesado corriendo la calle principal (y única) de Welcome unos minutos antes. Se desplomó exhalando el último aliento, y murió hecho una bola reseca a escasa distancia del banco. Las ocupaciones habituales de Welcome, el comercio, los debates, los hola-qué-tal, se interrumpieron. Uno o dos individuos nauseabundos habían sido recibidos en el vestíbulo del hotel mientras el olor a carne chamuscada espesaba el limpio aire desértico del pueblo.

El hedor recordaba una mezcla de pescado demasiado cocido y cadáver en descomposición. Packard estaba indignado. Aquel era su pueblo; él lo controlaba y lo protegía. No podía ver con buenos ojos la intromisión de semejante bola de fuego.

Desenfundó la pistola y empezó a caminar hacia aquellos restos. Las llamas casi se habían apagado, después de comerse lo mejor de su plato. A pesar de estar tan consumida por el fuego, la cosa conservaba una masa considerable. Lo que una vez pudieron ser sus miembros estaban repartidos alrededor de lo que pudo ser su cabeza. El resto era irreconocible. A fin de cuentas, Packard estaba contento de recibir aquel regalo. Pero entre el amasijo de carne derretida y huesos ennegrecidos percibía las suficientes formas inhumanas como para sentirse nervioso.

Era un monstruo; de ello no cabía duda.

Una criatura procedente de la tierra; salida de ella, desde luego. Salida del mundo subterráneo y en camino hacia la gran cuenca para participar en una noche de fiesta. Más o menos una vez cada generación, le había dicho su padre, el desierto vomita sus demonios y los libera temporalmente. Siendo un niño con criterio propio, Packard jamás se había creído las patrañas de su padre, pero ¿no era aquél un demonio?

Fuera cual fuera la desgracia que había llevado a esa monstruosidad quemada a morir en su pueblo, a Packard le gustó tener esa prueba de su vulnerabilidad. Su padre nunca había hecho referencia a ella.

Sonriendo a medias ante la idea de dominar aquella aberración, Packard dio un paso hacia los restos humeantes y les pegó un puntapié. Los espectadores, aún a cubierto en los porches, corearon con admiración su valentía. La media sonrisa le atravesó la cara. Ese puntapié le valdría una noche de bebida, a lo mejor incluso una mujer.

La cosa estaba boca arriba. Con la mirada desapasionada de un pateador profesional de demonios, Packard examinó el revoltijo de miembros que era la cabeza. Estaba bien muerto, eso era obvio. Enfundó la pistola y se inclinó sobre el cuerpo.

–Saca una cámara, Jedediah –ordenó, impresionándose incluso a sí mismo. Su ayudante salió disparado hacia la oficina. –Lo que necesitamos es una foto de esta belleza.

Packard se apoyó sobre sus caderas y tocó los miembros ennegrecidos de la cosa. Se le iban a destrozar los guantes, pero la molestia quedaría recompensada por lo que el gesto iba a beneficiar a su imagen pública. Sintió que lo miraban con admiración cuando tocó la carne, y empezó a separar un miembro de la cabeza del monstruo.

El fuego había soldado sus componentes, y tuvo que arrancar el miembro de un tirón. Pero salió con un ruido amortiguado, dejando al descubierto, en la cara que había debajo, un ojo reseco por el fuego.

Dejó caer el miembro donde estaba, con un gesto de repugnancia. No fue más que un latido.

De repente, el brazo del demonio se irguió sinuoso, demasiado súbitamente para que Packard pudiera apartarse, y en un momento sublime de terror el shériff vio cómo la boca que tenía a sus pies se abría y se volvía a cerrar en torno a su propia mano.

Gimiendo, perdió el equilibrio y se sentó en la grasa, tirando de aquella boca, mientras le masticaban los guantes y los dientes entraban en contacto con su mano, arrancándole los dedos. La mandíbula áspera se llevó sus dedos, su sangre y sus muñones a las entrañas.

Las nalgas de Packard resbalaron en el revoltijo sobre el que estaba sentado y, chillando, se retorció para liberarse. Aún había vida en aquella cosa del mundo subterráneo. Packard imploró perdón al ponerse de pie tambaleando, arrastrando consigo la masa de aquella cosa.

Al lado de sus oídos retumbó un disparo. Cuando aquel miembro que parecía formar parte del hombro se redujo a añicos y la boca soltó su presa sobre el shériff, éste quedó salpicado de líquidos, sangre y pus. La masa deshecha de músculo devorado cayó al suelo, y la mano de Packard, o lo que quedaba de ella, quedó libre. Había perdido los dedos de la mano derecha, salvo medio pulgar; los huesos destrozados de sus falanges sobresalían irregularmente de su palma parcialmente mascada.

Eleanor Kooker quitó el dedo del gatillo que acababa de apretar y gruñó satisfecha.

–Has perdido la mano –dijo con una simplicidad brutal.

Packard recordó que su padre le había dicho que los monstruos nunca mueren. Se acordó demasiado tarde, y ahora ya había sacrificado su mano, la mano de beber y de hacer el amor. Una ola de nostalgia por los años pasados con esos dedos se apoderó de él, mientras los ojos se le llenaban de chiribitas. Lo último que vio antes de caer al suelo fue a su servicial adjunto con una cámara levantada para grabar toda la escena.


La choza que había detrás de aquella casa era el refugio de Lucy y siempre lo había sido. Cuando Eugene volvía borracho de Welcome, o se encolerizaba porque el guiso estuviera frío, Lucy se iba a la choza, donde podía llorar tranquilamente. No había compasión en su vida. Desde luego, no por parte de Eugene, y ella tenía poquísimo tiempo para autocompadecerse.

Aquel día, el viejo motivo de irritación había degenerado en ira: el niño.

El fruto engendrado y cuidadosamente criado de su amor; llamado como el hermano de Moisés, Aaron, que significa «el exaltado». Un niño dulce. El niño más hermoso de toda la zona; con cinco años ya era tan encantador y educado como cualquier madre de la costa Este habría deseado.

Aaron.

El orgullo y la alegría de Lucy, un niño hecho para alegrar cualquier álbum de fotos, hecho para bailar y para encantar al propio Demonio.

Ésa era la objeción de Eugene.

–Este jodido chaval tiene de chico lo mismo que tú –le decía a Lucy–. Ni siquiera es medio chico. Sólo sirve para calzar zapatos bonitos y vender perfume. O para cura; tiene madera de cura. Señaló al niño con una uña mordida y un pulgar artrítico. –Avergüenzas a tu padre. La mirada de Aaron se encontró con la de su padre. –¿Me oyes, chico? Eugene apartó la mirada. Los ojazos del niño le producían dolor de estómago; se parecían más a los de un perro que a los de un ser humano. –Quiero que se vaya de esta casa.

–¿Qué ha hecho?

–No hace falta que haga nada. Basta con que sea como es. Se ríen de mí, ¿sabes? Se ríen de mí por culpa suya.

–Nadie se ríe de ti, Eugene.

–Oh, sí...

–No por culpa del niño.

–¿Eh?

–Si se ríen, no es del chico. Es de ti.

–Cierra el pico.

–Saben lo que eres, Eugene. Te ven claramente, tan claramente como yo.

–Te digo, mujer...

–Enfermo como un perro en la calle, hablando de lo que has visto y de lo que temes...

La golpeó como tantas otras veces. El golpe la hizo sangrar, igual que tantos golpes semejantes durante cinco años, pero, aunque le dolió, sus primeros pensamientos fueron para el niño.

–Aaron –llamó, entre las lágrimas que le había arrancado el dolor–. Ven conmigo.

–¡Deja en paz al bastardo! Eugene estaba temblando.

–Aaron.

El chico se quedó entre el padre y la madre, sin saber a quién obedecer. La mirada de confusión que le asomó a la cara hizo que las lágrimas de Lucy fueran más copiosas.

–Mamá –dijo el niño con mucha suavidad. Había una expresión grave en sus ojos que era más que confusión. Antes de que Lucy pudiera encontrar una forma de apaciguar los ánimos, Eugene agarró al chico por el pelo y lo arrastró hacia sí.

–Haz caso a tu padre, niño.

–Sí.

–A un padre se le dice «sí, señor», ¿no es así? Se le dice «sí, señor».

Apretó la cara de Aaron contra la entrepierna hedionda de sus vaqueros.

–Sí, señor. –Se queda conmigo, mujer. No te lo vas a llevar a esa jodida choza otra vez. Se queda con su padre.

Lucy había perdido la escaramuza y lo sabía. Seguir insistiendo sólo serviría para exponer al niño a mayores peligros.

–Si le haces daño...

–Soy su padre, mujer. –Eugene sonrió despectivamente–. ¿Es que me crees capaz de hacer daño a mi propia carne y mi propia sangre?

El niño quedó apresado entre las caderas de su padre, en una postura casi obscena. Pero Lucy conocía a su marido y sabía que estaba a punto de estallar y perder el control. Ya no se preocupaba por sí misma –había tenido sus alegrías–, pero el niño era muy vulnerable.

–Fuera de mi vista, mujer. ¿Por qué no te vas? El chico y yo queremos estar solos, ¿no? Eugene arrancó la pálida cara de Aaron de su entrepierna y le sonrió burlonamente. –¿No?

–Sí, papá.

–Sí, papá. Claro que sí, papá.

Lucy salió de la casa y se retiró a la tibia oscuridad de la choza, donde rezó por Aaron, llamado igual que el hermano de Moisés. Aaron, cuyo nombre significa «el exaltado». Pensó en cuánto podría sobrevivir su hijo a las brutalidades que le depararía el futuro.

El chico estaba desnudo. De pie, pálido, frente a su padre. No tenía miedo. La paliza que le iba a dar le dolería, pero no le asustaba de verdad.

–Eres enfermizo, chico –dijo Eugene, recorriendo con su mano grande el abdomen de su hijo–. Débil y enfermizo como un cerdo enano. Si fuera granjero y tú fueras un cerdo, chico, ¿sabes lo que haría? Volvió a coger al niño del pelo. Le puso la otra mano entre las piernas. –¿Sabes lo que haría, chico?

–No, papá. ¿Qué harías?

La mano deforme recorrió el cuerpo de Aaron mientras su padre imitaba el ruido de una sierra.

–Pues te cortaría en cachitos y te daría como comida al resto de la pocilga. A un cerdo lo que más le gusta comer es carne de cerdo. ¿Qué te parecería?

–No, papá.

–¿No te gustaría?

–No, gracias, papá.

La cara de Eugene se endureció.

–Bueno, me gustaría verlo, Aaron. Me gustaría ver qué harías si fuera a abrirte y a echar una ojeada a tu interior.

Había una violencia nueva en los juegos de su padre que Aaron no lograba comprender: nuevas amenazas, una intimidad nueva. Por incómodo que estuviera, el chico sabía que era su padre y no él quien tenía miedo de verdad; el miedo era patrimonio de Eugene, igual que el de Aaron era observar, esperar y sufrir hasta que llegara el momento. Sabía (sin comprender cómo o por qué) que sería un instrumento en la destrucción de su padre. Tal vez más que un instrumento.

Eugene explotó de ira. Miró al chico y apretó tanto sus puños morenos que los nudillos empalidecieron. El chico lo había arruinado de alguna manera; había acabado con la buena vida de casados de la que habían disfrutado antes de que él naciera; era como si hubiese matado a sus padres. Casi sin pensar en lo que estaba haciendo, las manos de Eugene se cerraron alrededor del frágil cuello del niño.

Aaron no dijo nada.

–Podría matarte, chico.

–Sí, señor.

–¿Qué tienes que decir a eso?

–Nada, señor.

–Deberías decir «gracias, señor».

–¿Por qué?

–¿Por qué, niño? Porque esta vida no vale ni lo que un cerdo podría cagar, y te haría un favor enorme, como todo padre debería hacer con su hijo.

–Sí, señor.


En la choza, detrás de la casa, Lucy había dejado de llorar. No tenía sentido; y además, algo que vio en el cielo por los agujeros del techo le había traído recuerdos que disiparon las lágrimas. Era un cielo especial: de un azul puro, de una claridad deslumbrante. Eugene no le haría daño al niño. No se atrevería nunca a hacerle daño a aquel niño. Sabía qué era el chico, aunque jamás lo quiso admitir.

Recordó aquel otro día, hacía ya seis años, en que el cielo también brilló y el aire se quedó lívido de calor. Eugene y ella se habían puesto tan calientes como el aire; no se habían quitado los ojos de encima en todo el día. Él era más fuerte por entonces; estaba en la flor de la vida. Era un hombre altísimo, espléndido, con el cuerpo endurecido por el trabajo y las piernas tan recias que parecían rocas cuando les pasaba la mano por encima. Ella también estaba de buen ver: el mejor trasero de Welcome, firme y suave; un pubis con el vello tan delicado que Eugene no podía dejar de besarla incluso allí, en el lugar prohibido. La hacía gozar todo el día y a veces toda la noche; en la casa que estaban construyendo, o fuera, sobre la arena, avanzada ya la tarde. El desierto era un lecho magnífico, y podían retozar sin interrupción bajo el ancho cielo.

Ese día, seis años antes, el cielo se había oscurecido demasiado pronto; la noche aún debería haber tardado en llegar. Pareció ensombrecerse en un momento, y los amantes sintieron frío de repente en su precipitada desnudez. Ella vio por encima del hombro de Eugene las formas que había adoptado el cielo: las criaturas vastas y monumentales que los estaban observando. Él, apasionado, seguía haciéndole el amor, introduciéndose por completo y volviendo a salir como sabía que le gustaba, hasta que una mano de color remolacha y del tamaño de un hombre lo agarró por el cuello y lo arrancó del regazo de su mujer. Ella lo vio levantado en el cielo, retorciéndose como una liebre, escupiendo por dos hendiduras, la de arriba y la de abajo, pues acabó de eyacular en el aire. Entonces abrió un segundo los ojos y vio a su mujer a seis metros por debajo de él todavía desnuda, abierta de piernas como una mariposa y rodeada de monstruos. Sin maldad, sin darle siquiera importancia, éstos lo tiraron fuera de su círculo admirador, fuera de la vista.

Recordaba perfectamente la hora que siguió, los abrazos de los monstruos. No tenían nada de torpes, groseros o perniciosos; eran abrazos de amante. Ni los aparatos de reproducción con que la penetraron uno tras otro le hicieron daño, aunque algunos eran tan largos como el brazo y el puño de Eugene, y duros como huesos. ¿Cuántos de aquellos seres extraños la poseyeron aquella tarde? ¿Tres, cuatro, cinco? Mezclaron su semen en el cuerpo de Lucy provocándole orgasmos con sus pacientes y cariñosas sacudidas. Cuando se marcharon y la luz del sol volvió a acariciarle el cuerpo, se sintió desamparada, aunque después de reflexionar le pareciera vergonzoso, como si hubiera vivido el momento cumbre de su vida y el resto de sus días debiera ser un frío tránsito hacia la muerte.

Finalmente, se levantó y se acercó a donde yacía Eugene, inconsciente por la caída y con una pierna rota, sobre la arena. Lo besó y luego se puso en cuclillas para hacer aguas. Deseó, porque fue deseo, que germinara un fruto de la semilla de aquel día de amor para tener un recuerdo de su dicha.


Dentro de la casa Eugene golpeó al niño. Aaron sangró por la nariz, pero no se quejó.

–Habla, niño.

–¿Qué debo decir?

–¿Soy tu padre o no?

–Sí, padre.

–¡Mentiroso!

Lo volvió a golpear sin previo aviso, y esta vez lo tiró al suelo. Cuando sus pequeñas palmas delicadas se extendieron sobre las baldosas de la cocina para levantarse, notó algo en el suelo. Había música en el pavimento.

–¡Mentiroso! –seguía diciendo su padre.

Le iban a llover más golpes, pensó el chico, más dolor, más sangre. Pero lo podía soportar; y la música era una promesa, después de una espera tan larga, de que los golpes se iban a acabar de una vez por todas.


Davidson entró tambaleándose en la calle principal de Welcome. Era media tarde, supuso (el reloj se le había parado, tal vez como muestra de solidaridad), pero el pueblo parecía vacío, hasta que descubrió una pila humeante en mitad de la calle, a cien metros de donde se encontraba.

De ser posible, se le habría helado la sangre ante esa visión.

Reconoció lo que el amasijo de carne quemada había sido, a pesar de la distancia, y la cabeza le dio vueltas de horror. A fin de cuentas, todo fue real. Trastabilló un par de pasos más, luchando vanamente contra el vértigo, hasta que notó que lo sujetaban brazos fuertes y oyó, entre un tumulto de zumbidos en la cabeza, palabras de aliento. No las comprendía, pero al menos eran suaves y humanas: podía desistir de mantenerse consciente. Se desmayó, pero cuando volvió a ver el mundo, tan odioso como siempre, le pareció que sólo había tenido un momento de tregua.

Lo habían metido en una casa y estaba tumbado sobre un sofá incómodo, mientras una cara de mujer, la de Eleanor Kooker, lo miraba. Le sonrió cuando recobró el sentido.

–El hombre sobrevivirá –dijo, y su voz parecía el ruido de una zanahoria al ser rallada. Se inclinó un poco más. –¿Has visto la cosa, verdad? Davidson asintió. –Mejor será que nos digas la verdad.

Le pusieron un vaso en la mano y Eleanor lo llenó generosamente de whisky.

–Bebe –exigió–, y luego dinos lo que tengas que decir.

Se bebió el whisky de dos tragos y le llenaron el vaso inmediatamente. Bebió el segundo vaso más despacio y empezó a sentirse mejor.

El cuarto estaba lleno de gente: era como si todo Welcome estuviera apretujado en casa de Kooker. Toda una audiencia, pero tenía toda una historia que contarles. Con la lengua suelta por el whisky, empezó el relato lo mejor que pudo, sin adornos, dejando que le vinieran las palabras. A cambio, Eleanor describió las circunstancias del «accidente» del shériff Packard con el cuerpo del destrozador de coches. Packard estaba en la habitación, aparentando tener mal aspecto para que le dieran confortadores whiskies y analgésicos, con la mano mutilada tan bien vendada que más parecía un palo que una extremidad.

–No es el único monstruo que hay afuera –dijo cuando se acabaron los relatos.

–Eso es lo que tú dices –replicó Eleanor, con poca convicción en sus ojos vivos.

–Mi papá lo decía –contestó Packard, mirando su mano vendada–. Y me lo creo; por Dios que me lo creo.

–Entonces, mejor que hagamos algo al respecto.

–¿Como qué? –preguntó un individuo de aspecto agrio, apoyado contra la repisa de la chimenea–. ¿Qué se puede hacer con los colegas de una cosa que se come los coches?

Eleanor se puso rígida y dirigió una risa intencionada a quien preguntaba eso.

–Bueno, disfrutemos del beneficio de tu sabiduría, Lou. ¿Qué crees tú que deberíamos hacer?

–Creo que deberíamos quedarnos quietos y dejar que se vayan.

–No soy una ostra–objetó Eleanor–, pero si quieres enterrar tu cabeza te dejaré una pala, Lou. Hasta te cavaré el hoyo.

Estalló una carcajada general. El cínico, molesto, se calló y se mordió las uñas.

–No podemos quedarnos sentados y dejar que nos pasen por encima –dijo el adjunto de Packard, haciendo globos con un chicle.

–Se dirigían hacia las montañas –informó Davidson–. Se alejaban de Welcome.

–¿Y quién les va a impedir que cambien sus jodidas intenciones? –replicó Eleanor–. ¿Eh? No obtuvo respuesta. Hubo unos cuantos asentimientos y movimientos de cabeza. –Jedediah, tú eres el adjunto. ¿Qué piensas de esto? El joven de la chapa y el chicle se sonrojó un poco y tiró de su delgado bigote. Obviamente, no tenía la solución. –Veo lo que ocurrirá –soltó la mujer antes de que el agente pudiera responder–. Tan claro como el agua. Estáis todos demasiado acojonados para ir a sacar a los demonios de su guarida, ¿o no? Hubo murmullos de autojustificación en la sala, seguidos de nuevos movimientos de cabeza. –Sólo pensáis en sentaros y dejar que devoren a vuestras mujeres. Devoradas: era una buena palabra, de mucho más efecto que comidas. Eleanor hizo una pausa para redondear ese efecto. Luego dijo sombríamente: –O algo peor.

¿Peor que ser devorado? Por el amor de Dios, ¿qué era peor que ser devorado?

–No te va a tocar ningún demonio –le aseguró Packard, levantándose de su silla con cierta dificultad. Se meció sobre los pies al dirigirse al auditorio. –Vamos a atrapar a esos comemierdas y a lincharlos.

Su grito de batalla no animó a ninguno de los machos de la habitación. La credibilidad del shériff había perdido puntos desde su encuentro en la calle principal.

–La discreción es la mejor muestra de valor –murmuró Davidson para su coleto.

–Eso es una patraña –rebatió Eleanor.

Davidson se encogió de hombros y apuró el whisky de su vaso. No se lo volvieron a llenar. Comprendió claramente que debía sentirse agradecido de seguir vivo. Pero se había echado a perder su programa de trabajo. Tenía que hacerse con un teléfono y alquilar un coche; en caso necesario, alguien debería acudir a buscarlo. Los «demonios», fueran lo que fueran, no eran asunto suyo. Tal vez le interesara leer unas cuantas columnas acerca del tema en el Newsweek, cuando estuviera de vuelta en el Este y descansara junto a Barbara; pero ahora lo único que deseaba era acabar su trabajo en Arizona y regresar a casa cuanto antes.

Packard sin embargo, tenía otras ideas.

–Eres un testigo –dijo, señalando a Davidson–, y como shériff de la comunidad te ordeno que te quedes en Welcome hasta que hayas respondido satisfactoriamente a todas las preguntas que debo formularte.

A su boca babosa no le cuadraba ese lenguaje tan formal.

–Tengo trabajo... –empezó a decir Davidson.

–Pues manda un telegrama y cancela el trabajo, señorito Davidson.

Davidson comprendió que aquel hombre estaba haciendo méritos a su costa, poniendo remiendos a su reputación perdida, atacando al azar al forastero del Este. Con todo, Packard era la ley: no había nada que hacer. Davidson expresó su asentimiento con toda la gracia que consiguió reunir. Ya tendría tiempo de dirigir una queja formal contra aquel Mussolini cateto cuando estuviera en casa, sano y salvo. De momento, mejor enviar un telegrama y olvidarse del trabajo.

–Así pues, ¿cuál es el plan? –le preguntó Eleanor a Packard.

El shériff hinchó los carrillos, brillantes de alcohol.

–Nos enfrentaremos a los demonios –decidió.

–¿Cómo?

–Con escopetas, mujer.

–Necesitarás algo más que escopetas si son tan grandes como dice éste...

–Lo son... –confirmó Davidson–, creedme; es verdad.

Packard se sonrió burlonamente.

–Nos llevaremos todo el jodido arsenal –dispuso, apuntando con el pulgar que le quedaba a Jedediah–. Vete a sacar las armas pesadas, hijo. El material anticarro. Los lanzagranadas.

Hubo una sorpresa general.

–¿Tienes lanzagranadas? –preguntó Lou, el cínico situado junto a la repisa.

Packard le dedicó una sonrisa de soslayo.

–Material militar sobrante de la primera guerra mundial.

Davidson suspiró para sus adentros. Aquel hombre era un psicótico, con su pequeño arsenal de armas obsoletas que probablemente serían más letales para quien las utilizara que para la víctima. Iban a morir todos. «¡Dios me ampare!» Iban a morir todos.

–Puede que hayas perdido los dedos –dijo Eleanor Kooker, encantada por la baladronada–, pero eres el único hombre de la habitación, Josh Packard.

El shériff sonrió y se tocó la entrepierna, absorto. Davidson no pudo soportar más la atmósfera de machismo atávico que se respiraba en la habitación.

–Bueno –gorjeó–, os he dicho todo lo que sé. ¿Por qué no os dejo que hagáis lo que mejor os parezca?

–No te vas a ir –dijo Packard–, si es eso lo que pretendes.

–Sólo estoy diciendo...

–Sabemos qué estás diciendo, hijo, y no te escucho. Si se te suben los humos como para largarte te colgaré de los cojones. Si es que los tienes.

El muy bastardo era capaz de hacerlo, pensó Davidson, aunque sólo tuviera una mano para ello. «Limítate a seguirles la corriente», se dijo, intentando no poner cara de asco. Que Packard saliera a buscar a los monstruos y se le disparara el lanzagranadas por detrás era asunto suyo. Mejor dejarlo en paz.

–Según este hombre, son toda una tribu –señaló tranquilamente Lou–. ¿Cómo nos cargamos a tantos?

–Estrategia –sentenció Packard.

–No conocemos sus posiciones.

–Vigilancia.

–Podrían hacernos papilla de verdad, shériff –observó Jedediah, despegándose un globo del bigote.

–Éste es nuestro territorio –proclamó Eleanor–. Es nuestro y lo vamos a conservar.

Jedediah asintió:

–Sí, mama.

–¿Y suponiendo que desaparecieran? ¿Suponiendo que no los volvamos a encontrar? –razonaba Lou–. ¿No podríamos dejar que se metieran bajo tierra?

–Claro –se mofó Packard–. Y entonces nos quedaríamos esperando a que vuelvan y devoren a nuestras mujeres.

–A lo mejor no quieren hacernos daño... –aventuró Lou.

La respuesta de Packard consistió en alzar su mano vendada.

–Me han hecho daño. –Eso era indiscutible. El shériff prosiguió con la voz ronca de rencor –¡Mierda! Ansío tanto cargarme a esos desechos que voy a irme a por ellos con o sin ayuda. Pero tenemos que ser más listos que ellos, superarlos en estrategia para que no haya ningún herido. «Por fin dice algo inteligente», pensó Davidson. Desde luego, toda la habitación parecía impresionada. Hubo murmullos de aprobación por todas partes, hasta del que seguía junto a la repisa. Packard se volvió de nuevo hacia su adjunto. –Mueve el culo, hijo. Quiero que llames a ese bastardo de Crumb, de Vigilancia, y te traigas a sus muchachos con todas las escopetas y granadas que tengan. Y si te pregunta para qué, le dices que el shériff Packard ha declarado el estado de emergencia, y que voy a requisar todas las armas en cien kilómetros a la redonda, y a detener a los hombres que traten de escaparse. Muévete, hijo. Ahora la habitación resplandecía positivamente de admiración, y Packard lo sabía. –Destrozaremos a esos cabrones.

Por un momento, la retórica pareció convencer a Davidson, y creyó a medias en lo que decía el shériff. Luego recordó los detalles de la procesión, las colas, los dientes y lo demás, y su bravura desapareció sin dejar rastro.


Llegaron a la casa con muchísima suavidad, sin intención de pasar inadvertidos, simplemente con tanta delicadeza al andar que nadie los oyó.

Dentro, la furia de Eugene se había extinguido. Estaba sentado con las piernas sobre la mesa y una botella de whisky delante. El silencio de la habitación era tan denso que agobiaba.

Aaron, con la cara hinchada por los golpes de su padre, estaba sentado junto a la ventana. No le hacía falta levantar la vista para verlos llegar por la arena en dirección a su casa; el ruido de sus pasos le resonaba en las venas. Quiso formar una sonrisa de bienvenida con la cara magullada, pero reprimió su impulso y se limitó a esperar, hundido en una resignación abatida, hasta que estuvieron casi encima de la casa. Sólo se levantó cuando taparon la luz del día que entraba por la ventana. El movimiento del chico sacó a Eugene de su sopor.

–¿Qué ocurre, niño?

El chico se había apartado de la ventana retrocediendo, y estaba en medio de la habitación, sollozando de antemano en silencio. Tenía sus pequeñas manos extendidas como rayos solares, con los dedos tensos y crispados de excitación.

–¿Qué le pasa a la ventana, chico?

Aaron oyó cómo la voz de su auténtico padre eclipsaba los murmullos de Eugene. Como un perro ansioso por dar la bienvenida a su dueño tras una larga separación, el niño corrió hacia la puerta y trató de abrirla a zarpazos. Tenía el pestillo echado y el cerrojo corrido.

–¿Qué ruido es ése, chico?

Eugene apartó a su hijo y hurgó con la llave en la cerradura, mientras el padre de Aaron lo llamaba desde el otro lado de la puerta. Su voz sonaba igual que una cascada de agua, contrapunteada por suaves y agudos suspiros. Era una voz ansiosa, amorosa.

Súbitamente, Eugene pareció comprender. Cogió al niño del pelo y lo apartó a rastras de la puerta.

Aaron chilló de dolor.

–¡Papá! –gritó.

Eugene creyó que el grito iba dirigido a él, pero el verdadero padre de Aaron también oyó la voz del niño. El tono de su respuesta reflejaba su preocupación.

Fuera de la casa, Lucy había oído el diálogo. Abandonó el refugio de su choza, sabiendo lo que iba a ver contra el cielo deslumbrante, pero no por ello menos atraída por las monumentales criaturas que se habían congregado en torno a la casa. Sintió angustia al recordar las alegrías perdidas de aquel día, seis años antes. Allí estaban todas aquellas criaturas inolvidables, una increíble selección de formas...

Cabezas piramidales coloreadas de rosa, torsos de una proporción clásica, que caían en flecos cambiantes de carne lacia. Una belleza plateada y acéfala cuyos seis brazos de madreperla le brotaban en torno a una boca que ronroneaba y latía. Una criatura parecida a una onda de una corriente rápida, en constante movimiento, que emitía un sonido dulce y modulado. Criaturas demasiado fantásticas para ser reales, demasiado reales para ponerlas en duda; ángeles custodios. Uno tenía una cabeza que se balanceaba adelante y atrás sobre un cuello muy fino, como si fuera un absurdo ventilador, azul como el cielo de una noche que llega antes de tiempo, y salpicado de una docena de ojos como otros tantos soles. El cuerpo de otro padre se parecía a un abanico que se abría y cerraba de excitación, y cuya carne naranja se enrojeció aún más cuando sonó de nuevo la voz del chico.

–¡Papá!

A la puerta de la casa estaba la criatura que Lucy recordaba con más cariño; la que la había tocado en primer lugar, la primera en calmar sus temores, la primera en penetrarla con una delicadeza infinita. Debía de tener unos seis metros de altura cuando se levantaba del todo. Ahora aquel ser estaba agachado sobre la puerta, con su cabeza calva, bendita cabeza, parecida a la de un pájaro pintado por un esquizofrénico, inclinada sobre la casa para hablar al niño. Estaba desnudo, y su espalda, ancha y oscura, sudaba al encorvarse.

Dentro de la casa, Eugene atrajo al niño hacia sí como un escudo. –

¿Qué sabes, niño?

–¿Papá?

–Te he preguntado qué sabes.

–¡Papá!

La voz de Aaron exultaba. La espera había concluido.

La fachada de la casa se derrumbó hacia dentro. Un miembro parecido a un gancho de carne se deslizó encorvándose bajo el dintel y arrancó la puerta de sus goznes. Salieron volando los ladrillos, que volvieron a caer como en una lluvia; el aire se llenó de polvo y de astillas. Cataratas de luz solar inundaban ahora a las dos empequeñecidas figuras humanas, entre las ruinas de lo que una vez fue oscuridad protectora.

Eugene escudriñó por entre la bruma que formaba el polvo. Unas manos gigantes estaban desgajando el tejado, y donde había habido vigas sólo se veía ahora cielo. Vio miembros altos como torres por todas partes, cuerpos y rostros de bestias imposibles. Estaban echando abajo las paredes que quedaban de pie, destrozando su casa con la misma despreocupación con que él rompería una botella. Dejó escapar al niño sin darse cuenta de lo que hacía.

Aaron corrió hacia la criatura que estaba en el umbral.

–¡Papá!

La cosa lo recibió como un padre a su hijo a la salida del colegio, y echó atrás la cabeza en un arrebato de éxtasis. Un largo e indescriptible grito de alegría brotó a todo lo largo y ancho de su ser. El himno fue coreado por las demás criaturas, que elevaron su volumen para celebrarlo. Eugene se tapó los oídos y cayó de rodillas. La nariz le había empezado a sangrar ante las primeras notas de la música del monstruo, y tenía los ojos llenos de lágrimas que le escocían. No estaba asustado. Sabía que no eran capaces de hacerle daño. Lloraba porque había ignorado aquella eventualidad durante seis años, y ahora que se presentaban en su misterio y su gloria delante de él, no había tenido la valentía de enfrentarse a ellos y conocerlos. Ahora ya era demasiado tarde. Se habían llevado al niño por la fuerza y habían arruinado su casa y su vida. Indiferentes a sus sufrimientos, se marchaban entonando su jubileo, con el chico en sus brazos para siempre jamás.


En el municipio de Welcome, «organización» era el estribillo del día. Davidson no podía sentir más que admiración al ver a aquella gente estúpida y temeraria prepararse para luchar contra obstáculos insuperables. El espectáculo lo crispaba de una manera extraña; era como observar en una película a unos colonos recogiendo un armamento ínfimo y, con mucha fe, enfrentarse a la violencia pagana del salvaje. Pero, a diferencia de lo que ocurre en una película, Davidson sabía que la derrota estaba garantizada. Había visto a los monstruos: inspiraban un temor reverente. Por recta que fuera su causa o pura su fe, los colonos eran pisoteados muy a menudo por los salvajes. Las derrotas sólo dan el pego en las películas.


La nariz de Eugene dejó de sangrar al cabo de una hora, aproximadamente, pero no se dio cuenta. Estaba arrastrando a Lucy, tirando de ella y convenciéndola para que lo acompañara a Welcome. No quería oír explicaciones de aquella mujerzuela, aunque no paraba de balbucear. Sólo podía oír las voces agitadas de los monstruos, y la llamada repetida de Aaron, «papá», a la que respondió una criatura capaz de destrozar casas.

Eugene sabía que habían conspirado contra él, aunque ni siquiera en sus suposiciones más enrevesadas pudo comprender toda la verdad.

Aaron estaba loco, eso sí lo sabía. Y, de alguna manera, su mujer, su Lucy violada, que había sido tan bella y agradable, era un instrumento de la locura del chico y de su propio sufrimiento.

Ella había vendido al niño: eso era lo que casi había llegado a creer. Por algún procedimiento indecible, había negociado con aquellas cosas del subsuelo, y había trocado la vida y la cordura de su único hijo por algún regalo. ¿Qué había obtenido ella por ese precio? ¿Alguna baratija o algo así, que guardaba enterrada en su choza? ¡Dios mío, pagaría por ello! Pero antes de hacerla sufrir, antes de arrancarle los pelos y de embadurnarle los pechos puntiagudos con brea, confesaría. La obligaría a confesar; no a él, sino al pueblo de Welcome, a los hombres y mujeres que se mofaban de sus trompicones de borracho y reían cuando llegaba ante su cerveza. Oirían de los propios labios de Lucy la verdad que se escondía tras las pesadillas que había soportado, y comprenderían, horrorizados, que los demonios de los que hablaba eran reales. Entonces lo perdonarían definitivamente y la gente lo volvería a acoger en su seno, pidiéndole perdón, mientras el cuerpo emplumado de la puta de su mujer colgaba de un poste telefónico, fuera de las lindes del pueblo.

Cuando Eugene se detuvo estaba a tres kilómetros de Welcome.

–Algo se acerca.

Una nube de polvo. En el centro de aquel tropel había una multitud de ojos ardientes.

Temía lo peor.

–¡Jesucristo! Soltó a su mujer. ¿Venían también a por ella? Sí, probablemente ésa fuera otra de las condiciones del trato. –Han tomado el pueblo –dijo. Sus voces llenaban el aire; era insoportable. Iban hacia él por la carretera, como una horda quejumbrosa, se dirigían en línea recta hacia él. Eugene se dio la vuelta para echar a correr, dejando que la mujerzuela escapara. A ella podían cogerla mientras a él lo dejaran en paz; Lucy sonreía al polvo.

–Es Packard –dijo.

Eugene volvió a echar un vistazo a la carretera entornando los ojos. La nube de demonios se empezaba a despejar. Los ojos de su interior eran faros; las voces, sirenas; era un ejército de coches y motocicletas encabezado por el vehículo aullante de Packard lanzado a toda velocidad por la carretera de Welcome.

Eugene estaba perplejo. ¿Qué era eso, un éxodo en masa?

Lucy, por primera vez en aquel día glorioso, sintió una leve duda.

Al acercarse el convoy, redujo su velocidad y se paró; el polvo se asentó, revelando la extensión del escuadrón kamikaze de Packard. Había unos doce coches y media docena de motos, todos cargados de policías y de armas. Una muestra de los ciudadanos de Welcome componían el ejército y, entre ellos, se encontraba Eleanor Kooker. Era una impresionante formación de gentes mezquinas y bien armadas.

Packard se asomó por la ventanilla del coche, escupió y habló.

–¿Tienes problemas, Eugene?

–No soy idiota, Packard.

–No digo que lo seas.

–He visto a esas cosas. Lucy os lo contará.

–Sé que es verdad, Eugene; sé que es verdad. No se puede negar que hay demonios en las colinas, está claro. ¿Para qué te crees que he reunido a este pelotón, si no son demonios? Packard le sonrió a Jedediah, que estaba al volante. –Por Dios que sí. Les vamos a dar pasaporte para el día del juicio final.

De detrás del coche asomó la señorita Kooker; estaba fumando un puro.

–Parece que te debemos una explicación, Gene –dijo, ofreciendo una sonrisa como excusa. «Sigue siendo un imbécil –pensó–; casarse con esa perra culona fue su muerte. Qué lástima de hombre.»

La cara de Eugene se iluminó de satisfacción.

–Parece que sí.

–Meteos en uno de los coches de atrás –invitó Packard–, tú y Lucy. Los sacaremos de sus escondrijos como serpientes...

–Se han ido hacia las colinas –dijo Eugene.

–Ah, ¿sí?

–Se llevaron a mi chico. Tiraron mi casa.

–¿Son muchos?

–Una docena o así.

–De acuerdo, Eugene. Súbete con nosotros. –Packard ordenó a un policía que se apeara–. Estarás contento con esos bastardos, ¿eh?

Eugene se volvió hacia donde había estado Lucy.

–Y quiero que sea juzgada...

Pero Lucy se había ido corriendo por el desierto: ya sólo era del tamaño de una muñeca.

–Se ha salido de la carretera –dijo Eleanor–. Se va a matar.

–Morir sería demasiado bueno para ella. –Eugene montó en el coche–. Esa mujer es más ruin que el propio diablo.

–¿Y eso, Eugene?

–Esa mujer ha vendido mi único hijo al infierno. Lucy se había disipado en la niebla formada por el calor. –... Al infierno.

–Entonces déjala en paz –sentenció Packard–. El infierno se la llevará tarde o temprano.


Lucy sabía que no se molestarían en perseguirla. Desde que vio los faros de los coches en la nube de polvo, las escopetas y los cascos, supo que le correspondía un papel secundario en los acontecimientos que iban a seguir. En el mejor de los casos sería una espectadora. En el peor, moriría de insolación atravesando el desierto, y no sabría nunca el desenlace de la batalla. A menudo había meditado acerca de la existencia de las criaturas que eran colectivamente padres de Aaron: dónde vivían, por qué habían decidido, en su sabiduría, hacerle el amor a ella. También se preguntaba si alguien más tenía noticia de ellas en Welcome. ¿Cuántos ojos humanos, además de los suyos, habían entrevisto sus secretas anatomías durante aquellos años? Y, naturalmente, se preguntaba si llegaría el día de ajustar las cuentas, de una confrontación entre las dos especies. Y ahora parecía haber llegado sin previo aviso. Y, comparada con ese ajuste, su vida no valía nada.

En cuanto dejaron de verse los coches y las motos, dio la vuelta y se puso a seguir sus propias huellas sobre la arena hasta volver a la carretera. Sabía que no había manera de recuperar a Aaron. En cierto sentido, se había limitado a guardar al chico, aunque lo hubiera concebido. Él pertenecía de una forma especial a las criaturas que habían mezclado sus semillas en el cuerpo femenino para procrearlo. Tal vez fue el instrumento de algún experimento de fertilidad, y ahora habían vuelto los doctores a examinar al niño. A lo mejor se lo habían llevado simplemente por amor. Fueran cuales fueran sus razones, sólo deseaba ver el desenlace de la batalla. En lo más profundo de ella, en una zona que sólo los monstruos habían tocado, anhelaba su victoria, aunque muchos de la especie que llamaba suya murieran como consecuencia.


Al pie de las colinas reinaba un silencio absoluto. A Aaron lo habían dejado en el suelo, entre las rocas, y se congregaron ávidamente en torno a él para examinar sus ropas, su pelo, sus ojos, su sonrisa.

Se estaba haciendo de noche, pero Aaron no tenía frío. Los alientos de sus padres eran cálidos y olían, pensó, igual que el interior del almacén de comestibles de Welcome: una mezcla de caramelo y cáñamo, queso fresco y hierro. A la luz del sol menguante tenía la piel bronceada, y en el cenit estaban apareciendo estrellas. No era más feliz junto al pecho de su madre que en aquel corro de demonios.


Packard detuvo el convoy al pie de las colinas. Si hubiera sabido quién fue Napoleón, sin duda se habría sentido como aquel conquistador. Si hubiera conocido la biografía del conquistador, podría haber presentido que aquél sería su Waterloo; pero Josh Packard vivió y murió sin necesidad de héroes.

Ordenó a sus hombres que se apearan de los coches y se introdujo entre ellos, con la mano mutilada metida en la pechera desabotonada de la camisa. No era el desfile más alentador de la historia militar. Había más de una cara pálida y demudada entre sus soldados, y más de unos ojos evitaron su mirada cuando les dio las órdenes.

–¡Hombres! –berreó–. Hombres... Hemos llegado, estamos organizados, y Dios está de nuestro lado. Ya hemos ganado a esos salvajes, ¿comprendido? Silencio; miradas tétricas; más sudor. –¡No quiero ver a ninguno de vosotros darse la vuelta y echar a correr! Porque si lo hacéis y os pesco, os arrastraréis hasta casa con el trasero acribillado. Eleanor quiso aplaudir, pero la arenga no había concluido. –Y recordad, hombres –aquí la voz de Packard bajó de volumen hasta convertirse en un cuchicheo de conspiración–, que esos demonios se llevaron al chico de Eugene, Aaron, no hace ni cuatro horas. Lo arrancaron directamente del seno de su madre mientras lo acunaba para que se durmiera. No son más que salvajes, tengan la pinta que tengan. No respetan a una madre, ni a un niño, ni a nada. Así que cuando estéis cerca de uno de ellos pensad en cómo os habríais sentido si os hubieran arrancado del seno de vuestra madre... Le gustaba la expresión «seno materno». Decía tanto y con tanta sencillez... El seno de mamá tenía mucha más fuerza para movilizar a aquellos hombres que su tarta de manzana. –No tenéis nada que temer; sólo parecer menos que hombres, hombres. Buena frase para acabar. –Adelante.

Montó de nuevo en el coche. Alguien empezó a aplaudir al final de la fila, y el resto coreó el aplauso. La gran cara roja de Packard se abrió en una sonrisa dura y amarilla.

–¡En marcha! –concluyó, sonriente, y el convoy empezó a dirigirse hacia las colinas.


Aaron notó que el aire cambiaba. No es que tuviera frío; los alientos que lo calentaban seguían siendo igual de acogedores. Pero sintió una alteración en la atmósfera, debida a una especie de intrusión. Observó fascinado cómo sus padres reaccionaban ante ese cambio: su sustancia lanzaba destellos de nuevos colores, más solemnes, más guerreros. Uno o dos levantaron incluso la cabeza como para olisquear el aire.

Algo ocurría. Algo o alguien, no previsto ni invitado, estaba a punto de entrometerse en aquella noche festiva. Los demonios reconocieron los indicios, y no habían descuidado esa eventualidad. ¿No era inevitable que los héroes de Welcome acudieran a buscar al chico? ¿No creían los hombres, de una manera tan lamentable, que su especie había nacido de la necesidad de la tierra de conocerse a sí misma, que habían sido criados de mamífero en mamífero hasta que la especie floreció, dando lugar a la humanidad?

Resultaba entonces natural que trataran a los padres como enemigos, que intentaran erradicarlos de su tierra y destruirlos. Era una verdadera tragedia, cuando los padres sólo habían pretendido conseguir la unidad a través del matrimonio, que sus hijos irrumpieran torpemente y estropearan la fiesta.

Con todo, los hombres nunca cambiarían. A lo mejor Aaron era diferente, aunque tal vez volviera también él con el tiempo al mundo humano y olvidara lo que estaba aprendiendo allí. Las criaturas que eran sus padres también lo eran de los hombres, y el matrimonio de semen en el cuerpo de Lucy era la misma mezcla que había producido los primeros machos. Siempre habían existido mujeres: vivían como especie aparte con los demonios. Pero quisieron compañeros de juego, y juntos crearon a los hombres.

Qué error, qué equivocación más catastrófica. En el transcurso de los eones, el peor eliminó al mejor; las mujeres fueron esclavizadas; los demonios, asesinados o sepultados, quedando unos pocos focos de supervivientes para realizar de nuevo aquel primer experimento y crear hombres, como Aaron, que fueran más comprensivos con su historia. Sólo infiltrando en la humanidad nuevos hijos machos podría suavizarse el carácter de la raza dominante. Esa posibilidad ya era bastante precaria como para que se interpusieran más niños enfadados con los puños regordetes y blancos repletos de escopetas.

Aaron reconoció el olor de Packard y de su padrastro, y comprendió que eran de otra raza. Después de aquella noche los trataría desapasionadamente, como a animales de una especie diferente. A quienes más cercano se sentía era a los magníficos demonios que tenía alrededor, y supo que los defendería con su vida si fuera preciso.

El coche de Packard encabezaba el ataque. La columna de vehículos surgió de la oscuridad con las sirenas aullando y los faros encendidos y se dirigió directamente hacia el centro de la celebración. En uno o dos coches, policías aterrados aullaron espontáneamente cuando vieron de golpe todo el espectáculo, pero para entonces la fuerza de choque ya estaba lanzada. Hubo disparos. Aaron notó que sus padres estrechaban el corro para protegerlo, y su carne se oscurecía ahora de furia y de miedo.

Packard supo instintivamente que aquellas criaturas podían sentir temor, podía oler cómo emanaba de ellos. Parte de su trabajo consistía en reconocer el miedo, jugar con él y utilizarlo contra el infiel. Chilló sus órdenes por el megáfono y llevó los coches dentro del círculo de demonios. En la parte de atrás de uno de los coches que lo seguían, Davidson cerró los ojos y dedicó una plegaria a Yavé, a Buda y a Groucho Marx. «Otorgadme poder, otorgadme indiferencia, otorgadme sentido del humor.» Pero nadie acudió en su ayuda: el hígado aún le hervía, la garganta seguía dándole punzadas.

Delante sonó el chirrido de los frenos. Davidson abrió los ojos (sólo una rendija) y vio a una de las criaturas envolver con su brazo púrpura y negro el coche de Packard y levantarlo en el aire. Una de las portezuelas de atrás se abrió violentamente, y una figura en quien reconoció a Eleanor Kooker cayó al suelo desde poca altura, seguida muy de cerca por Eugene. Sin un jefe, los coches se estrellaron frenéticamente, y toda la escena quedó velada en parte por el humo y el polvo. Se oía el ruido de ventanillas delanteras rompiéndose cuando los policías salían a marchas forzadas de los coches; los chirridos de capós rasgados y puertas arrancadas de cuajo. El aullido agonizante de una sirena aplastada; la última plegaria de un policía moribundo.

Sin embargo, también se distinguía la voz de Packard con la suficiente claridad, gritando órdenes desde su coche mientras lo izaban aún más alto en el aire, con el motor acelerado y las ruedas girando estúpidamente en el vacío. El demonio agitaba el coche como un niño un juguete, hasta que la portezuela del conductor se abrió y Jedediah cayó al suelo ante la falda de piel de la criatura. Davidson vio cómo esa falda envolvía al adjunto, cuya espalda estaba rota, y parecía absorberlo en sus pliegues. También vio cómo Eleanor se enfrentaba al demonio, alto como una torre, mientras éste devoraba a su hijo.

–¡Jedediah, sal de ahí! –chilló, y disparó tiro tras tiro contra la cabeza cilíndrica y sin rasgos del devorador.

Davidson se apeó del coche para ver mejor. Entre un montón de vehículos aplastados y capós salpicados de sangre pudo hacerse una idea más cabal de la escena. Los demonios se estaban alejando de la batalla, dejando en la vanguardia aquel extraordinario monstruo. En voz baja, Davidson dedicó una oración de gracias a cualquier deidad que pasara por allí. Los demonios estaban desapareciendo. No habría ninguna batalla campal; ninguna pelea de manos contra tentáculos. Se comerían vivo al niño o harían lo que tenían planeado con el pobrecillo bastardo. Pero ¿no podría ver a Aaron desde donde estaba? ¿No era la frágil figura que los demonios que se batían en retirada llevaban tan alto, como un trofeo?

Con las blasfemias y las acusaciones de Eleanor en los oídos, los policías que cubrían el ataque empezaron a salir de sus escondites para rodear al demonio que quedaba. A fin de cuentas, ya sólo había que enfrentarse a uno, que además tenía a su Napoleón en su delgado puño. Le lanzaron una descarga tras otra sobre sus arrugas y pliegues y contra la geometría perfecta de su cabeza, pero el demonio no parecía darse por aludido. Sólo después de agitar el coche de Packard hasta que el shériff traqueteó como una rana muerta en una lata, éste dejó de interesarle y soltó el vehículo. El aire se llenó de un olor a gasolina que revolvió el estómago de Davidson.

Entonces se oyó un grito:

–¡Cuerpo a tierra!

¿Era una granada?

Seguro que no; era imposible, con tanta gasolina sobre el...

Davidson cayó al suelo. Hubo un silencio súbito, en el que pudo oírse a un hombre gimiendo en alguna parte, entre el caos, y luego el ruido sordo de una granada rebotando contra el suelo.

Alguien exclamó «¡Jesucristo!» con un tono triunfal en la voz.

Jesucristo. En nombre de... Por la gloria de...

El demonio estaba en llamas. El fino tejido de su espalda empapada de gasolina ardía; la explosión le había arrancado un miembro y destruido parcialmente otro; el muñón y las heridas se le salpicaron de una sangre espesa e incolora. En el aire había olor a caramelo quemado: claramente, la criatura estaba muriendo incinerada. Su cuerpo se tambaleaba y estremecía mientras se enroscaba alrededor de su cara vacía, y se alejó de sus torturadores dando traspiés, sin una sola queja de dolor. A Davidson le hizo gracia ver cómo se quemaba: era como el sencillo placer de plantar el tacón de la bota en medio de una medusa. Fue una ocupación favorita de los veranos de su infancia, en las tardes calurosas de Maine: hundir buques de guerra.

A Packard lo estaban sacando a rastras de entre los despojos de su coche. ¡Dios mío, aquel hombre estaba hecho de acero!: se encontraba de pie, increpando a sus hombres para que avanzaran contra el enemigo. En el mejor momento de su alocución, una chispa de fuego cayó del demonio que se venía abajo y tocó el lago de gasolina en que se encontraba Packard. Un segundo más tarde, él, el coche y dos de sus salvadores estaban envueltos en una encrespada nube de fuego blanco. No tenían posibilidades de sobrevivir: las llamas los disolvieron. Davidson pudo ver cómo se deshacían sus figuras oscuras en el centro de aquel infierno, envueltas en lenguas de fuego, retorciéndose sobre sí mismas mientras perecían.

Casi antes de que el cuerpo de Packard hubiera caído al suelo, Davidson oyó la voz de Eugene por encima de las llamas:

–¿Veis lo que han hecho? ¿Veis lo que han hecho?

Los policías lanzaron feroces aullidos como respuesta a esa acusación.

–¡Acabad con ellos! –chillaba Eugene–. ¡Acabad con ellos!


Lucy distinguía el ruido de la batalla, pero no hizo ademán de acercarse al pie de las colinas. Algo en la forma en que estaba suspendida la luna en el cielo y en el olor de la brisa le habían quitado las ganas de moverse. Exhausta y hechizada, se quedó en pleno desierto y observó el cielo.

Cuando, después de una eternidad, bajó la vista para vislumbrar el horizonte, vio dos cosas que le interesaron. Fuera de las colinas, una sucia mancha de humo, y, en el límite de su percepción, a la delicada luz de la noche, una fila de criaturas que salían corriendo de las colinas. De repente, echó a correr.

Mientras corría se le ocurrió que su paso era tan ágil como el de una jovencita, y que tenía el mismo móvil que una jovencita, es decir, que estaba persiguiendo a su amante.


En una zona vacía del desierto, la asamblea de demonios desapareció sin más de la vista. Desde donde se encontraba Lucy, jadeando en medio de ninguna parte, parecía que la tierra se los hubiera tragado. Echó de nuevo a correr. ¿Podría volver a ver a su hijo y a los padres de éste antes de que se fueran para siempre? ¿O hasta eso le iban a negar después de tantos años de espera?

El coche que iba en cabeza lo conducía Davidson, siguiendo las órdenes de Eugene, con quien de momento no se podía discutir. Algo en su manera de empuñar el fusil indicaba que dispararía primero y preguntaría después. Dos tercios de las órdenes que daba a su desparramado ejército eran obscenidades incoherentes, y sólo un tercio inteligibles. Los ojos le brillaban de histeria; la boca le babeaba ligeramente. Estaba loco y tenía aterrorizado a Davidson. Pero ya era demasiado tarde para darse la vuelta: estaba ligado a aquel hombre durante aquella última y apocalíptica persecución.

–¡Mira, esos hijos de puta de ojos negros no tienen cabeza, los muy jodidos! – chillaba Eugene por encima del estertor dolorido del motor–. ¿Por qué vas tan despacio, chico? Hundió su fusil en la entrepierna de Davidson. –Conduce o te volaré los sesos.

–¡No sé por dónde han ido! –le respondió el otro gritando.

–¿Qué quieres decir? ¡Enséñamelo!

–No te puedo enseñar el camino si han desaparecido.

Eugene apreció vagamente la cordura de esa respuesta.

–Reduce, chico. Se asomó por la ventanilla del coche para detener al resto del ejército.

–¡Parad el coche..., parad el coche! Davidson frenó. –¡Y apagad esas jodidas luces! ¡Todos!

Apagaron los faros. Por detrás, el resto de la columna los imitó.

Se hizo una súbita oscuridad. Un súbito silencio. No se veía ni se oía nada por parte alguna. Habían desaparecido; toda la tribu cacofónica de demonios se había desvanecido en el aire, como una quimera.

El panorama desértico se aclaró cuando sus ojos se habituaron al brillo de la luz lunar, Eugene se apeó del coche, con el fusil todavía a punto de ser usado, y contempló la arena deseando que ésta le diera explicaciones.

–¡Cabrones! –dijo, con mucha suavidad.

Lucy había dejado de correr. Ahora andaba en dirección a la fila de coches. Ya había acabado todo. Los había engañado a todos: la desaparición fue una baza que nadie había previsto.

Entonces oyó a Aaron.

No podía verlo, pero su voz era tan nítida como la de una campana; y, al igual que una campana, convocaba. Igual que una campana decía a voz en grito: es tiempo de carnaval; celebradlo con nosotros.

Eugene también lo oyó y sonrió.

–¡Hey! –dijo la voz del chico.

–¿Dónde está? ¿Lo ves, Davidson?

Éste negó con la cabeza. Y entonces...

–¡Espera! ¡Espera! Veo una luz... Mira, delante mismo, a lo lejos.

–Ya la veo.

Con una precaución exagerada, Eugene empujó nuevamente a Davidson hacia el asiento del conductor.

–Conduce, chico. Pero despacio y con las luces apagadas.

Davidson asintió. «Más medusas que aplastar», pensó; al final iban a alcanzar a aquellos bastardos. ¿Y no merecía eso correr un poco de riesgo? El convoy se puso en marcha una vez más, avanzando sigilosamente y muy despacio.

Lucy echó a correr otra vez: ahora podía ver la pequeña figura de Aaron, de pie en el borde de una depresión de la arena. Los coches se dirigían hacia allí.

Al verlos acercarse, Aaron dejó de llamarlos y empezó a alejarse, bajando por la depresión. No era necesario esperar más; estaba claro que lo seguían. Sus pies descalzos dejaban huellas apenas perceptibles sobre el declive de arena suave que llevaba fuera de las idioteces de este mundo. En las sombras que había en la hondonada podía ver a su familia, vigilándolo y sonriéndole.

–Va a desaparecer –observó Davidson.

–Entonces sigue a ese pequeño bastardo –le apremió Eugene–. A lo mejor el chico no sabe lo que hace. Ilumínalo.

Los faros enfocaron a Aaron. Tenía las ropas andrajosas y por su forma de andar parecía exhausto.

A unos cuantos metros a la derecha, Lucy observó cómo el primer coche dejaba atrás el borde de tierra y, cuesta abajo, seguía al chico en dirección a...

–¡No –se dijo–, no lo hagáis!

Davidson tuvo miedo de repente. Empezó a disminuir la marcha.

–Adelante, chico. –Eugene le volvió a hundir el fusil en la entrepierna–. Los tenemos acorralados. Tenemos todo el nido ahí delante. El chico nos está llevando directamente hacia ellos.

Todos los coches estaban ya descendiendo por la depresión, en pos del primero, con las ruedas resbalando en la arena.

Aaron se dio la vuelta. Detrás de él, iluminados exclusivamente por la fosforescencia de su propia materia, estaban los demonios; era una masa de geometrías imposibles. Todos los atributos de Lucifer estaban repartidos entre los cuerpos de los padres. Unas anatomías extraordinarias, unas cabezas de espirales ilusorias, escamas, faldas, garras, podaderas.

Eugene mandó detener el convoy, se apeó del coche y empezó a andar hacia Aaron.

–Gracias, hijo. Ven aquí... Ahora te cuidaremos. Ya son nuestros. Estás a salvo.

Aaron se quedó mirando a su padre sin comprenderlo.

Detrás de Eugene, el ejército estaba apeándose de los coches, preparando las armas. Cargaban precipitadamente un lanzagranadas, amartillaban los fusiles, activaban las granadas. –Ven con papá, chico –rogó Eugene.

Aaron no se movió, por lo que su padre se acercó unos cuantos metros más al fondo, Davidson ya estaba fuera del coche, temblando de la cabeza a los pies.

–Quizá deberías soltar el fusil. A lo mejor tiene miedo –sugirió.

Eugene gruñó y dejó caer unos centímetros la boca del fusil.

–Estás a salvo –dijo Davidson–. No tengas miedo.

–Ven con nosotros, chico. Despacio.

La cara de Aaron empezó a enrojecer. Hasta bajo la luz engañosa de los faros se apreciaba claramente su mutación. Las mejillas se le hinchaban como globos y la piel de su frente se estaba arrugando como si estuviera llena de gusanos. La cabeza parecía licuársele, convertirse en una sopa de formas que cambiaran y eclosionaran como una nube. La fachada de su niñez se desmoronaba a medida que el padre que había dentro del hijo mostraba su inmenso e inimaginable rostro.

En cuanto Aaron se hubo convertido en hijo verdadero de su padre, el declive empezó a reblandecerse. Davidson fue el primero en notarlo: un ligero cambio en la consistencia de la arena, como si le hubieran dado una orden sutil pero imperativa.

Lo único que podía hacer Eugene era quedarse boquiabierto ante la transformación de Aaron, cuyo cuerpo entero estaba sobrecogido por los estremecimientos de la mutación. El estómago se le había distendido y toda una cosecha de conos sobresalía de él, conos que florecían inmediatamente en docenas de piernas espirales. El cambio era maravilloso por su complejidad, como si de la sustancia íntima del chico surgieran nuevas glorias.

Sin avisar, Eugene levantó el fusil y disparó a su hijo.

La bala alcanzó al niño-demonio en mitad de la cara. Aaron cayó hacia atrás, mientras su transformación seguía su curso al tiempo que su sangre, en un chorro medio escarlata medio plateado, manaba de la herida hasta caer sobre la tierra licuante.

Las geometrías de la oscuridad salieron de su escondite para ayudar al niño. Sus intrincadas formas parecían más sencillas a la luz de los faros, pero, según surgían, daban la sensación de estar cambiando de nuevo: los cuerpos se volvían delgados de pena, de sus corazones salía un gemido de lamentación semejante a un sólido muro de sonido.

Eugene levantó el fusil por segunda vez, gritando ante su victoria. Los tenía a su merced... ¡Dios mío, los tenía a su merced! Sucios, apestosos cabrones sin cara...

Pero el limo que tenía a los pies se convirtió en una melaza caliente al subírsele por las espinillas, y al disparar perdió el equilibrio. Gritó pidiendo ayuda, pero Davidson ya se alejaba tambaleando cuesta arriba de la hondonada, en una batalla perdida de antemano contra el lodazal que se estaba formando. El resto del ejército quedaba atrapado de forma similar a medida que el desierto se licuaba a sus pies y el barro gelatinoso empezaba a arrastrarse cuesta arriba.

Los demonios se habían ido: se habían desvanecido en la oscuridad, y su lamento se desvaneció.

Eugene, estirado sobre la espalda en la arena que se hundía, hizo dos disparos inútiles y vehementes contra la oscuridad que había detrás del cadáver de Aaron. Estaba pataleando como un cerdo degollado, y a cada puntapié el cuerpo se le hundía un poco más. Cuando su cara desapareció bajo el barro, sólo consiguió entrever a Lucy, de pie sobre el borde de la hondonada contemplando el cuerpo de Aaron. Luego la ciénaga le cubrió el rostro y acabó con él.

El desierto se les estaba viniendo encima a una velocidad vertiginosa.

Uno o dos coches ya estaban completamente sumergidos, y la ola de arena que subía la cuesta alcanzaba implacablemente a los que trataban de escapar. Débiles gritos de socorro se apagaban de súbito al llenarse las bocas de desierto; alguien disparaba al suelo en un intento histérico de detener la marea, pero ésta evolucionaba rápidamente para acabar hasta con el último. Ni siquiera Eleanor Kooker se libró: luchaba, maldiciendo y hundiendo progresivamente en la arena el cuerpo inerte de un policía, debido a sus intentos frenéticos de salir del lodazal.

Ahora se oían aullidos por todas partes. Los hombres, presas del pánico, se empujaban a tientas para sujetarse, intentando desesperadamente mantener la cabeza a flote en aquel mar de arena.

Davidson estaba enterrado hasta la cintura. La tierra que se arremolinaba en torno a la mitad inferior de su cuerpo era cálida y resultaba curiosamente seductora. La intimidad de aquella presión le había provocado una erección. Unos pocos metros detrás, un policía entonaba su canto de cisne a medida que el desierto se lo iba tragando. Más lejos distinguió una cara asomada por encima del suelo en movimiento, como una máscara viviente tirada sobre la tierra. Había un brazo cerca, que se agitaba mientras se hundía, y un par de gruesas nalgas sobresalían del légamo como dos sandias: era la despedida de un agente.

Lucy dio un paso atrás cuando el cieno sobrepasó ligeramente el borde de la hondonada, pero no llegó a alcanzarle el pie. Curiosamente, tampoco se dispersó, como habría hecho una ola marina.

Se endurecía como si fuera cemento, atenazando sus trofeos vivos como moscas en ámbar. De los labios de todas las caras que aún respiraban surgió un nuevo grito de terror cuando sintieron que el suelo del desierto se espesaba alrededor de sus miembros crispados.

Davidson vio a Eleanor Kooker enterrada hasta el pecho. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas; estaba sollozando como una niña pequeña. Él, por su parte, apenas pensaba en sí mismo. No se acordó del Este, de Bárbara, de los niños.

Los hombres cuyas caras estaban sumergidas pero cuyos miembros u otras partes del cuerpo aún asomaban a la superficie, ya estaban muertos de asfixia por entonces. Sólo sobrevivían Eleanor Kooker, Davidson y dos hombres más. Uno estaba aprisionado en la tierra hasta la barbilla. Eleanor se hallaba enterrada de forma que sus pechos reposaban sobre el suelo, y tenía los brazos libres para golpear la tierra que la tenía atrapada firmemente. Davidson permanecía inmovilizado de caderas abajo. Y, lo más horrible de todo, a una patética víctima sólo se le veían la nariz y la boca. Tenía la cabeza dentro del suelo, atenazada por la roca. Pero seguía respirando, seguía gritando.

Eleanor Kooker arañaba el suelo con las uñas rotas, pero aquella arena no estaba suelta. Era inamovible.

–Vete a por ayuda –le suplicó a Lucy, con las manos sangrando.

Las dos mujeres se contemplaron.

–¡Jesucristo! –chilló la Boca.

La Cabeza estaba callada: por su mirada vidriosa se comprendía que aquel hombre se había vuelto loco.

–Por favor, ayúdanos... –imploró el torso de Davidson–. Ve a por ayuda.

Lucy asintió.

–¡Rápido! –pidió Eleanor Kooker–. ¡Vete!

Lucy obedeció inconscientemente. Hacia el Este estaban apareciendo los primeros destellos del amanecer. Pronto el aire estaría ardiendo. En Welcome, a tres horas de marcha, sólo encontraría hombres mayores, mujeres histéricas y niños. A lo mejor tenía que ir a buscar ayuda a ochenta kilómetros de distancia. Todo eso suponiendo que encontrara el camino de vuelta. Todo eso suponiendo que no cayera exhausta sobre la arena y muriera.

Era imposible que antes de mediodía encontrara ayuda para la mujer, el Torso, la Cabeza y la Boca. Para entonces la locura se habría apoderado de ellos. El sol les habría resecado la tapa de los sesos, las serpientes habrían anidado en su cabello, las águilas ratoneras les habrían arrancado los ojos indefensos.

Echó un último vistazo a aquellas figuras insignificantes, achicadas por la caricia creciente del cielo del amanecer. Eran pequeños puntos y comas de dolor humano sobre una hoja blanca de arena; no se preguntó qué pluma los había inscrito allí. Dejó eso para otro día.

Al cabo de un rato, empezó a correr.

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