domingo, 27 de septiembre de 2015

El ángel de la señora Rinaldi, Thomas Ligotti



En ocasiones, durante mi infancia, los asombrosos sueños que experimentaba por las noches resultaban brutalmente vívidos y hacían que me despertase gritando. Tras los gritos, me volvía a hundir en la cama en un estado de excesiva enervación debido a las incorpóreas aventuras impuestas a mi yo dormido. Sin embargo, mi cuerpo se veía afectado sin duda por este régimen nocturno, ejercido severamente por visiones a un tiempo cristalinas y confusas. Esta actividad, a pesar de su naturaleza inmaterial, sólo servía para agotar mis reservas de fuerza y, en algunas ocasiones, me privaba de los beneficios de una noche completa de sueño. No obstante, aunque se me privada del privilegio del descanso natural, quizá obtuviera algún beneficio: la terrible opulencia del sueño, un mundo rico y henchido alimentado de la extenuación de la carne. El mundo, de hecho, tal como es. En comparación, cualquier otra esfera me parecía ausencia, como mucho un lapso en el fértil cementerio de la vida.

Por supuesto, mis padres no compartían mis sentimientos respecto a este tema.

“¿Qué le ocurre?”, escuché a mi padre bramar en el pasillo del piso de abajo, con un tono lleno de reproche. Poco después mi madre venía a mi lado. “Parece que cada vez son peores”, solía decir ella. Hasta que, en cierta ocasión, mi madre susurró: “Creo que ha llegado el momento de que hagamos algo con este problema”.

El tono de su voz me convenció de que lo que tenía en mente no era una visita al doctor, recomendada con tanta frecuencia por mi padre. La suya era una búsqueda de curación más turbia, aunque sin duda también más apropiada para mi “dolencia”. Mi madre siempre sintió cierta debilidad por las tentaciones de la superstición, y mis tortuosos sueños parecían justificar cierta indulgencia con métodos poco ortodoxos. Su brillante y solemne mirada revelaba los deseos que albergaba de traficar con fuerzas esotéricas, de relacionarse con especialistas de un universo secreto, con empresarios de lo intangible.

-Mañana tu padre se va pronto a trabajar. Vuelve a casa en lugar de ir al colegio e iremos a visitar a una mujer que conozco.

Al día siguiente, y ya bien entrada la mañana mi madre y yo nos dirigimos a una casa en uno de los barrios periféricos de la ciudad, donde fuimos amablemente invitados a sentarnos en el salón de estar de la señora Rinaldi, viuda desde había mucho tiempo. Quizá fuera simplemente la fatiga que mis sueños nocturnos me provocaban lo que dificultó que pudiera fijar algún pensamiento o sentimiento lúcido sobre la anciana y su remoto lugar. Aunque el ordenado lugar brillaba con luz solar, esta iluminación actuaba de alguna manera como un baño de agua sobre una acuarela, emborronando el contorno de las cosas y atenuando la nitidez de las superficies. Esta oscuridad no se dispersaba ni tan siquiera con la luz de una enorme lámpara de abigarrada pantalla que la señora Rinaldi tenía encendida junto al pequeño diván en el que ella y mi madre estaban sentadas. Yo estaba cerca de ellas en un sillón viejo pero dignamente tapizado, y sin embargo sus siluetas rehusaban enfocarse, al igual que el resto de los objetos dentro de esa habitación se resistía a quedar definido. Qué bien conocía tales ambientes, esos profundos interiores del sueño donde todo está saturado de irrealidad y se disuelve más o menos ante la propia mirada. Podría contarles lo cuidadosamente ordenado que estaba este particular interior…cuadros perfectamente rectos y firmemente clavados en las paredes, figurillas bien desempolvadas y dispuestas sobre estantes, tapetes con puntillas colocados en su lugar exacto, y delicadas flores de seda en delgados jarrones de cristal de colores. Sin embargo, había algo sumamente frágil en el equilibro que mantenían estas cosas, como si todas estuvieran expuestas a una repentina confusión al más mínimo contratiempo, por muy sutil que este fuera, en el sistema secreto que los mantenía juntos. Esta volatilidad parecía extenderse hasta la mismísima señora Rinaldi, aunque, de hecho, quizás ella fuera su origen.

A primera vista, la señora parecía poseer tan sólo los misterios usuales de las ancianas a las que se les supone un acento cerrado, lo tengan o no realmente. Hacía gala de la rotundidad corporal y la sencilla indumentaria de una campesina, y su tranquila actitud era sin duda un ejemplo de la quietud campesina según la creencia popular: unas manos entrelazadas sin temblor alguno sobre un amplio regazo y unos ojos gentilmente atentos. Pero esos ojos eran de un color muy claro, como lo eran también la piel de su rostro y sus cabellos vaporosos. Era como si una gran presión hubiera desvanecido, y continuara desvaneciendo, los colores intensos que en otro tiempo la iluminaron, mermando sus poderes y dejándola vulnerable a algún tenue ataque. Durante el tiempo en que mi madre estuvo explicándole la razón de porqué buscábamos su ayuda, la señora Rinaldi podría haber degenerado en cualquier momento ante nuestros ojos, podría haber sucumbido a las aflicciones espectrales que llevaba tanto tiempo eludiendo, tanto por ella misma como por otros. Y, sin embargo, podría haber sido fácilmente confundida con una mujer tan sencilla como cualquier otra, cuyo pulcro salón de estar no exhibía ningún objeto o imagen que delatara su pasatiempo más cuestionable y peligroso.

-Señora –dijo a mi madre, aunque tenía los ojos puestos en mía-, me gustaría llevar a su hijo a otro cuarto de la casa. Allí creo que podría comenzar a ayudarle.

Mi madre asintió y la señora Rinaldi me guió por el pasillo hasta una habitación en la parte trasera de la casa. La habitación me recordaba un poco a algún tipo de tienda, un lugar en el que se guardaban los productos escondidos en oscuros armarios en las paredes, en grandes baúles sobre el sueño, en cajas y maletas de todo tipo apiladas aquí y allá. No había nada expuesto a la vista, excepto estos receptáculos, esta variedad de contenedores multiformes. La única ventana estaba cerrada a cal y canto, y una bombilla desnuda colgada era la única iluminación.

No había ningún sitio donde sentarse, sólo el espacio vació del sueño; la señora Rinaldi me llevó de la mano hasta el centro de la estancia, Tras mirarme fijamente durante unos segundos con expresión sumamente severa, comenzó a andar lentamente a mi alrededor.

-¿Sabes lo que son los sueños? -me preguntó en voz baja, y acto seguido comenzó a responder a su propia pregunta-. Son parásitos…gusanos de la mente y el alma que se alimentan de la mente y el alma como los gusanos se alimentan de la carne. Y al alimentarse de la mente y el alma también devoran el cuerpo, lo cual a su vez afecta de nueva la mente y el alma, y así hasta causar la muerte. Y es que estas cosas no pueden estar separadas, ni ninguna otra cosa. Porque todo está terriblemente vinculado y afecta a todo lo demás. Incluso las cosas más dispares están conectadas con el resto de las cosas. Y, por ello, si estos sueños no poseen un mundo propio que los alimente pueden entrar en tu mundo y poseerlo, agotarlo poco a poco cada noche. Se apoderan de tu mundo y consumen. Desastan tu rostro y los rostros de las cosas que conoces: usan las cosas que son tuyas a su propia manera. Y pueden utilizar a algunas personas con una facilidad pasmosa, y con mucha dureza. Pero utilizan a todos, y siempre han utilizado a todos, porque pertenecen a tiempos remotos, antes de que los mundos se despertasen de una larga y desamparada noche. Y estos sueños, estas cosas llamadas sueños, siguen actuando para arrojarnos de nuevo a aquella enorme y demente oscuridad, para consumirnos a todos nosotros durante nuestro solitario sueño y agotarnos hasta la muerte. Poco a poco, noche tras noche, nos arrebatan de nosotros mismos y de la verdad de las cosas. Yo misma sé muy bien cómo son los sueños y qué pueden hacernos. Nos hacen bailar al ritmo de extraños delirios hasta que estamos demasiado exhaustos para seguir viviendo. Y ellos te han encontrado, niño, una dócil pareja para su terrible baile.

Con estas palabras la señora Rinaldi no sólo reveló un aspecto de sí misma que distaba bastante de la serena y sabia mujer que mi madre había visto, sino que también me adentró mucho más profundamente en lo que yo simplemente había sospechado hasta ese día en aquel cuarto donde se apilaban por todas partes baúles y extrañas cajas, y donde enormes armarios se cernían desde las paredes… cuántas puertas y cajones herméticamente cerrados y tapas candadas…y cuántas cosas escondidas al otro lado.

-Por supuesto –continuó la anciana., tus sueños no pueden ser totalmente borrados de tu vida, tan sólo se les puede hacer retroceder para que no causen un daño extraordinario. Y aún así terminarán triunfando, negándonos algo más que el descanso del sueño nocturno. Y es que al final, nos arrebatan el tiempo que hubiera podido otorgarnos la inmortalidad. Nos corrompen de todas las maneras posibles, abduciéndonos de las filas de los ángeles de las que hubiéramos podido formar parte, puros y sosegados y eternos. Es debido a esos sueños que padecemos por lo que nos asigna un número tan escaso de años de vida, con toda su miseria. Esto es todo lo que puedo ofrecerte, niño, aunque no puedas entender lo que significa. Porque, ciertamente, no deberías sufrir la corrupción máxima antes de que llegue tu hora.

Tras acabar su discurso, la señora Rinaldi permaneció furente a mí, enorme e inmóvil, respirando ahora con cierta dificultad. Debo confesar que sus teorías me intrigaron más allá de lo que llegaba a comprender, porque entonces sus afirmaciones sobre el significado y los mecanismos del sueño me parecía que estaban basadas en presunciones un tanto cuestionables e innecesariamente descabelladas y alejadas de las ortodoxias más antiguas sobre la creación. Sin embargo, decidí no resistirme, fuera cual fuera la puesta en práctica de sus ideas. Por su parte, la anciana escudriñaba con la mirada mi pequeña silueta con cierta intensidad, ocupada en lo que parecía una evaluación psíquica de mi presencia, como si dudase seriamente si era seguro o no llevarme al siguiente estadio. Tras despejar aparentemente sus dudas, se aproximó arrastrando los pies hasta un armario alto, abrió la puerta con una llave que llevaba en un bolsillo abultado del vestido, y sacó del interior dos objetos: un delgado decantador medio lleno con un líquido rojo oscuro, presumiblemente vino, y un vaso corto de boca ancha. Acercó estos objetos a donde yo estaba, extendió la mano derecha en la que sostenía el vaso y dijo:

-Toma esto y escupe dentro.

Tras hacerlo, la anciana vertió un poco de vino en el vaso y luego volvió a colocar el decantador en el armario, que volvió a cerrar con llave.

-Ahora arrodíllate en el sueño –ordenó-. Ten cuidado de no derramar ni una sola gota del vaso y no te levantes hasta que te lo diga. Voy a apagar la luz.

A pesar de la total oscuridad, la señora Rinaldi podía moverse bien por el cuarto y sus pasos de nuevo se alejaron de mí. Escuché cómo abría otro armario, o quizás fuera uno de los enormes baúles cuya tapa levantó con cierta dificultad mientras las bisagras chirriaban en la oscuridad. Una ligera ráfaga de aire atravesó la estancia, una breve corriente sin aroma y que no era ni cálida ni fría. La señora Rinaldi entonces se acercó a mí, moviéndose con más lentitud que antes, como si transportase algún objeto pesado. Con un gran gemido, colocó el objeto en el sueño y oí cómo lo arrastraba por el sueño a unos pocos centímetros de donde yo estaba arrodillado, aunque no podía ver de qué se trataba.

De repente, una fina línea de luz se dibujó en la negrura, y pude ver el decrépito dedo de la señora Rinaldi alzando la tapa de una caja alargada y poco profunda de donde emanaba la luminosidad. La línea brillante fue ensanchándose a medida que la tapa se abría, revelando finalmente un pálido brillo que parecía totalmente confinado al interior de la propia caja y que no proyectaba ni el más mínimo fulgor en el cuarto. El origen de esta luz era una especie de vapor incandescente que se enroscaba de forma que parecía atraer la oscuridad del cuarto hacia su luminoso reino, que aparentemente se extendía más allá de los límites de lo visible y otorgaba a la caja una apariencia de no tener fondo. Pero yo mismo pude sentir su fondo cuando la susurrante voz de la señora Rinaldi me ordenó colocar en la caja el vaso que sujetaba. Y así pues, ofrecí el vaso a aquella neblina fluorescente, a esas volutas de un vapor que, en cierta forma, era eléctrico y chispeante y con destellos infinitesimales de una intensa luz salpicada con polvo de diamantes.

Esperaba notar algo cuando introduje la mano en la fulgente caja y coloqué suavemente el vaso sobre su fondo no muy profundo y bastante sólido… Pero no había nada que sentir, ningún tipo de sensación….ni siquiera sentía mi propia mano. Parecía que existía algún poder tras este prodigio, pero se trata de un poder terriblemente inactivo, una catarata de la luz más pura desplomándose silenciosamente sobre la negrura del espacio. Si hubiera podido expresarse, habría hablado con una suave y reverberante voz sobre la solitaria paz de los planetas, el deshabitado paraíso de las nubes y un antiséptico infinito.

Tras colocar el vaso de vino y saliva en la caja, la luz del interior cambió de color a un tono rosado durante unos segundos, y a continuación retomó su reluciente blancura. Había aceptado el ofrecimiento. La señora Rinaldi susurró “amén”; luego, cuidadosamente, cerró la tapa sobre la caja devolviendo la oscuridad al cuarto. Oí cómo la anciana colocaba el objeto de nuevo en su tabernáculo, donde quiera que estuviera situado. Finalmente las luces volvieron a encenderse.

-Ya puedes levantarte –dijo la señora Rinaldi-. Y límpiate las rodillas, están un poco sucias.

Cuando terminé de sacudirme el pantalón, me percaté de que la señora Rinaldi estaba de nuevo mirándome fijamente en busca de alguna señal que delatase algún posible error o quizá algún fallo que yo pudiera revelarle. En esos momentos creí que la anciana estaba a punto de decirme: “No preguntes acerca de lo que has visto en este cuarto”. Pero, de hecho, me dijo:

-Te sentirás mejor ahora, pero nunca intentes averiguar qué hay dentro d esa caja. No pretendas averiguar más sobre ella.

No se detuvo para escuchar mi respuesta a sus instrucciones, porque, en efecto, era una mujer sabia y, como tal, sabía que en asuntos como estos ningún juramente informal de abstención era de fiar, aunque existieran las mejores de las intenciones.

En cuanto salimos del hogar de la señora Rinaldi, mi madre me preguntó qué había pasado y yo le describí la ceremonia con todo detalle. Sin embargo, no despejó del todo sus dudas al escuchar lo que yo le conté: aunque ella ya suponía que los métodos de la señora Rinaldi podrían ser sumamente inusuales, también conocía la gran imaginación de su propio hijo. Sin embargo, se vio obligada a mantener su fe en los arcanos procesos que ella misma había puesto en marcha. Así pues, tras mi recuento de los incidentes que tuvieron lugar en aquel cuarto, mi madre asintió en silencio y, tal vez, vacilante.


Debo reconocer que durante un periodo de tiempo la fe de mi madre en la señora Rinaldi no parecía haber sido erróneamente depositada. El día de nuestra visita a la anciana fue pare mí el comienzo de una fase única de experiencia. Incluso mi padre notó el cambio en mis hábitos nocturnos, así como una recién descubierta personalidad que yo mostraba durante el día. “El chico parece más silencioso ahora”, le comentó a mi madre.

En efecto, me sentía cercano a una serenidad casi vergonzosa por su expansión, que me sumergía en una plácida rutina que contrastaba violentamente con mi anterior vida. Dormía de un tirón todas las noches y apenas revolvía las sábanas. Con esto no quiero decir que mis noches estuvieran totalmente libres de sueños. Pero estos no eran más que tenues ondas sobre amplias aguas calmadas, pequeños gestos patéticos de algo que intentaba agitar la inmovilidad de un mundo vasto y sin colores. Podrían aparecer algunas figuras, trémulas como humo, pero eran meras alucinaciones lisiadas, sin fuerza para hablar o alzar la mano contra mi terrible paz.

Mis ensoñaciones diurnas eran, de hecho, más interesantes, aunque también eran terriblemente vagas y sin tensión alguna. Sentado tranquilamente en clase en el colegio, con frecuencia me quedaba mirando las nubes y la luz del sol por la ventana, contemplando cómo los rayos del sol penetraban en las nubles y cómo las nubles se llenaban a un mismo tiempo de luz solar y de sombras. Sin embargo, nunca surgían imágenes o ideas en esta visión, como sí había ocurrido antes. Sólo tenía lugar una meditación ausente, unas cavilaciones sin tema concreto. Podía sentir que algo intentaba emerger en mi imaginación, un exuberante y colorido drama que se mantenía muy alejado de mí, tan alejado como aquellas nubles, y que permanecía vaporoso y vacío de cualquier sentido o sensación. Y, si intentaba dibujar algo en mi libreta y permitía a mi mano la mayor libertad posible (para averiguar si ella podía sentir y recordar lo que yo no podía), me sorprendía a mí mismo dibujando una y otra la misma cosa: cajas, cajas, cajas…

No obstante, no puedo decir que fuera infeliz durante este tiempo. Mis pesadillas y todo lo relacionado con ellas habían quedado expulsadas de mi cuerpo, se habían consumido mientras dormía. Había sido purificado de sustancias corruptas, limpiado totalmente de manchas extrañamente coloreadas en mi mente y mi alma. Sentía la insípida alegría de un ser aliviado, una especie de claridad que parecía en cierta manera verdadera e incluso virtuosa. Pero esta moratoria de cualquier forma de oscuridad duró tan sólo un breve tiempo antes de que los antiguos impulsos se reivindicaran de nuevo en mi interior, y avanzaran como una manda de lobos hambrientos en busca de lo que antes les alimentaba y les volvería a alimentar.

Durante unas cuantas noches mis sueños continuaron siendo un tanto anémicos y sólo presentaban personajes y escenas desvaídos. Se habían debilitado demasiado para usarme como lo hacían antes, apoderándose como solían hacer del contenido de mi vida –mis memorias y emociones, toda la parafernalia de una historia privada- y moldeándolo a su manera, dando forma a cosas que no poseían forma propia y, en consecuencia, agotando mi cuerpo y mi alma. La teoría de la señora Rinaldi acerca de estos parásitos llamados sueños era, por lo tanto, correcta… en cuanto a lo que había ocurrido hasta el momento. Pero la anciana no había llegado a considerar, o quizá se negaba a reconocer, que el soñado por su parte obtiene algo del sueño, gana una cantidad de experiencia que de otra forma es imposible de obtener, y atesora los enigmas grotescos o banales de la noche para llenar los grandes espacios vacíos del día. Y mis sueños habían dejado de realizar esta función, o al menos ya no se adecuaban a mis necesidades… ese apetito que había descubierto en mí mismo por saciarme de lo absurdo y lo horrible, incluso de lo perfectamente maligno. Fue esta privación, creo, lo que ocasionó el cambio en la naturaleza de mis sueños.

Al tener tan poco sustento con el que nutrir mis gustos –tan sólo precarios demonios e insípidos decorados-, debí de ser atraído de nuevo a mi propia consciencia… hasta que finalmente fui plenamente consciente de mi estado de ensoñación, un espeleólogo intensamente lúcido dentro de las cuevas del sueño. Entonces, a lo largo de varias noches, percibí un nuevo o anterior fenómeno oscuro, algo que existía en la distancia de aquellos paisajes ruinosos que había comenzado a explorar. Era una especie de nauseabunda niebla que flotaba sobre el horizonte de cada sueño y que ejercía un claro magnetismo, una atracción sobre las austeras escenas, que las envolvía por todos lados, y que incluso planeaba por las alturas como un cielo animado, una bóveda celestial que brillaba tenuemente. Sin embargo, estos sueños eran proyectados con tonalidades mortecinas y contenían un escaso ruinoso mobiliario.

En el último sueño que tuve de este tipo, vagaba entre unas cuantas ruinas desperdigadas que parecían haberse alzado de algún abismo submarino, erosionadas y pálidas tras su oscuro confinamiento. Como los escenarios de los otros sueños, este me resultaba familiar, aunque incompleto, como si contemplara los restos decadentes de algo que hubiera conocido durante mis horas de vigilia. Y es que aquellas torres que se alzaban ante mí no eran torres devoradas por el paso del tiempo, y a mis pies no había arcas hundidas desmoronándose como carne putrefacta, Esos objetos eran más parecidos a los armarios y cajas que recordaba haber visto en aquel cuarto de la casa de la señora Rinaldi, aunque ahora ese recuerdo degeneraba, y era arrastrado poco a poco, digerido, por aquella niebla que rodeaba y roía todas las cosas. Y cuanto más me aproximaba a esta niebla, más descompuesto se tornaba el paisaje del sueño, hasta que todo quedaba consumido y lo único que podía ver era aquel chispeante remolino de vapor.

Y fue entonces, al penetrar en este vacío brumoso, cuando recobré de nuevo la verdadera sensación de sueño, el terror inherente de mis visiones. Había aquí una especie de pantano hacia el cual las profundidades de mis sueños estaban siendo dirigidas, dejando tan solo un excedente poco profundo que fluía con un exiguo hilillo a través de mis noches. Y digo aquí sin saber realmente qué lugar o plano de existencia era: algún tipo de escenario espectral, un terreno baldío situado en el callejón del sueño, un puesto fronterizo del propio universo… o quizás simplemente el interior de una caja escondida en la casa de una anciana, una caja dentro de la cual algo existía en toda su insensible pureza, un éter nebuloso libre de formas corruptas y conocimiento, y que libremente purificaba a otros con su gracia estéril.

En cualquier caso, sentía que los habituales límites de mi mundo de sueño se habían expandido hasta otro reino. Y descubrí que era aquí donde los sueños perdidos permanecían totalmente vivos en su esencia. Consumidos dentro de aquel vapor yermo al que le había visto ingerir una mezcla de mi propia saliva y el vino más oscuro, estos sueños vivían exiliados de aquella multitud de anfitriones inconsciente cuyas experiencias habían usado en otro tiempo como los armarios donde llevar a cabo sus inquietantes representaciones tras el telón del sueño. Estos eran los parásitos que forzaban al durmiente a adoptar el doble papel de ejecutor y testigo de las manipulaciones de sus recuerdos y sus emociones, la abducción no deseada de su historia privada por aquellas imprudentes celebraciones llamadas sueños. Pero aquí, en esta prisión de resplandeciente pureza, habían quedado reducidos a su estado primigenio…sueños abstractos, cosas sin rostro ni forma procedentes de viejos tiempos y que una mujer muy anciana me había revelado. Y aunque no tenían ni rostro ni forma, y no llevaban ninguno de los múltiples disfraces en los que siempre los había visto, su presencia a mi alrededor seguía siendo bastante palpable, y se cernían sobre la recargada lucidez que llevé conmigo a un lugar del que yo no formaba parte.

Fue desarrollándose una lucha a medida que esta niebla angelical –agente de mi salvación- mantenía a raya a aquellas cosas que ansiaban mi mente y mi alma, mi propia consciencia. Pero en lugar de unirme a esa lucha, me rendí ante este voraz asedio, ofreciendo mi ser consciente a lo que se había apropiado de él, otorgando todos los tesoros de mi vida a esta tierra baldía de abstracciones.

Entonces la propia blancura infinita se inundó de los colores de los innumerables rostros y formas, un cielo blanco súbitamente repleto de arco iris, hasta que todo se saturó de tal manera de celebraciones y se empapó de tanto frenesí que finalmente adoptó la total negrura de los viejos tiempos. Y en esa negrura me desperté, gritando al mundo.


Al día siguiente me encontraba de pie en el porche de la señora Rinaldi, viendo cómo mi madre golpeaba repetidamente el llamador de la puerta sin conseguir que apareciera la anciana. Pero algo nos decía que estaba en casa, una sombra que vimos pasar nerviosamente tras la ventana de la fachada. Finalmente, la puerta se abrió ante nosotros, pero quienquiera que la abrió permaneció al otro lado y dijo:

-Señora, llévese a su hijo a casa. No se puede hacer nada más. Me equivoqué con él.

Mi madre se quejo del retorno de mi “enfermedad” y dio un paso hacia el interior de la casa arrastrándome a mí con ella. Pero la señora Rinaldi tan solo dijo:

-No entren aquí. No es apropiado que visiten este lugar ni que me vean.

Por lo que pude observar del saloncito, parecía que había tenido lugar un cambio esencial, como si el frágil equilibrio del cuarto se hubiera roto y la constante amenaza de que su orden pudiera trastornarse hubiera sido por fin ejecutada. Todo en su interior parecía torcido, distorsionado por algún tipo de proceso de descomposición y retorcido hasta perder sus proporciones naturales. Era un cuarto contemplado a través de una ventana combada y de extraño color.

Y mucho más extraño me pareció este color cuando la señora Rinaldi se mostró de repente ante nosotros y pude ver que sus ojos claros en otro tiempo y su rostro cetrino habían adoptado el mismo tono, un vidriado verdoso como de algo a un mismo tiempo putrefacto y de aspecto de reptil. Mi madre enmudeció inmediatamente ante esta visión.

-¿Me harán caso ahora y se marcharán?– dijo la anciana-. Ni tan siquiera puedo ya hacer algo por mí misma. Tú sabes de lo que hablo, niño. Todos esos años los sueños pudieron ser mantenidos a raya. Pero tú has confraternizado con ellos, sé que lo hiciste. Cometí un error contigo. Permitiste que mi Rangel fuera envenenado por los sueños que no pudiste negar. Era un ángel, ¿lo sabías? Estaba libre de cualquier pensamiento y libre de cualquier sueño. Y tú eres quien lo hiciste pensar y soñar, y ahora está muriéndose. Y no está muriendo como ángel, sino como demonio. ¿Quieres ver cómo es ahora?– dijo señalando hacia la puerta que conducía al sótano de la casa-. Sí, está allí abajo porque ya no es como era y ya no podía permanecer donde estaba. Se marchó reptando con su propio cuerpo, el cuerpo de un demonio. Y tiene sus propios sueños, los sueños de un demonio. Está soñando y muriendo con sus sueños. Y también yo estoy muriendo, porque todos los sueños han regresado.

Entonces la señora Rinaldi comenzó a aproximarse a mí, y el color de sus ojos y su rostro pareció oscurecerse. Y fue entonces cuando mi madre me agarró del brazo y me sacó rápidamente de la casa. Mientras no alejábamos corriendo, eché una mirada hacia atrás y vi a la anciana despotricando en la puerta abierta, y maldiciéndome por ser un demonio.

No pasó mucho tiempo cuando nos enteramos de la muerte de la señora Rinaldi. Según su propio diagnóstico, los parásitos se habían apoderado de ella, aunque los rumores locales decían que había padecido durante años de algún tipo de cáncer. También se encontraron pruebas de que otro habitante de la casa sobrevivió a la anciana durante un corto periodo de tiempo. Y ocurrió que varios compañeros míos de la clase me informaron sobre sus incursiones nocturnas en la casa de “la vieja bruja”, un lugar donde mis padres me habían prohibido ir. Así pues, no puedo afirmar que contemplara con mis propios ojos lo que se arrastraba por el sueño en aquella casa iluminada por la luna, algo “como un montón de trapos sucios”, dijo uno de los chicos.

Pero sí soñé sobre este prodigio; e incluso soñé sobre sus sueños mientras arrastraban hasta la última brillante partícula angelical de este ser hacia la negrura de los viejos tiempos. Entonces, todas mis pesadillas se aplacaron tras un tiempo, como siempre habían hecho y siempre harían, usando mi mundo tan sólo a intervalos y disolviendo gradualmente mi vida en la de ellos.

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