lunes, 21 de septiembre de 2015

El chico que quería la luna, leyenda de Congo.


En los días en que los monos eran hombres, vivía en África un rey llamado Bahanga que gobernaba el antiguo pueblo de Bandimba.

No podemos encontrar a Bandimba en un mapa. En la época de que hablamos los mapas no existían. Sin embargo, el Rey Bahanga sabía cuánta tierra le pertenecía, porque una vez al año escalaba una enorme montaña que había en el centro del país. Cuando estaba arriba miraba a su alrededor y decía:

— ¡Todo esto es mío!

El rey Bahanga vivía sabiamente y gobernaba bien. Habitaba un gran palacio de madera y cosechaba los mejores plátanos de Bandimba. Era querido por su pueblo y amado por sus muchas esposas. Sólo había una cosa que Bahanga deseaba y no tenía: un hijo, pues toda su descendencia estaba formada por mujeres.

Finalmente, después de que Bahanga había gobernado durante muchos años, una de sus esposas dio a luz a un hijo. Bahanga estaba muy contento. Dio a todo su pueblo una semana de vacaciones, con lo cual este se sintió igualmente muy contento.
El Príncipe Bahang, como llamaron al muchacho, creció rápidamente. Siempre fue más alto y fuerte que los otros niños de su edad. Su padre le daba todo lo que queria; hasta le permitía compartir el poder real. El príncipe Bahang gobernaba a los niños de su edad y a los más chicos. Cuando tuvo cinco años, todos los niños, desde su edad para abajo, tenían que llamarle “Rey”. Cuando cumplió los dieciséis, era el “Rey Bahang” para la mitad de los adolescentes del país. No transcurrió mucho tiempo cuando el muchacho ya gobernaba a más gente que su padre.

Pero a pesar de todo este honor, el príncipe no se sentía todavía satisfecho. Cuantos más súbditos tenía, más quería gobernar. Cuantas más cosas tenía, más deseaba tener. Cuando veía algo, quería poseerlo. Así Bahang tuvo todo lo que quiso. El rey le amaba tanto que no podía decirle no.

El príncipe Bahang se convirtió en un joven muy orgulloso. Se alababa más de lo que debía. Nunca hacia uso de las cosas que poseía, pero se jactaba de ellas todo el tiempo.

—Tengo todo lo que se puede poseer —decía a sus amigos—. Mi padre el rey no puede decirme no.

Los amigos de Bahang solían cansarse de su vanidad. Un día se pasaron toda una hora oyendo hablar al príncipe de su nueva canoa. Cuando Bahang se fue, hicieron un plan.

—Vamos a fastidiar a Bahang—decidieron—. Le haremos rabiar porque no posee la Luna.
Y así lo hicieron. Pero el príncipe no estaba acostumbrado a que le molestasen y no lo pudo soportar. En lugar de reírse se enojo y fue corriendo con el rey.

—Mis amigos dicen que no me darás la Luna —gimió— Pero les mostraremos que son unos tontos, ¿no es así?

El Rey Bahanga sonrió.

—La Luna no es mía, y por tanto no puedo regalarla—explicó—.

— ¿Por que? —exclamó Bahang—. Está suspendida en el cielo sobre Bandimba, ¿no es así? Pensé que todo lo que podías ver desde la cima de la montaña era tuyo.

Al rey Bahanga nunca se le había ocurrido aquello.

—Es verdad —dijo—. Supongo que la Luna me pertenece, después de todo.

—Entonces la quiero —dijo Bahang al instante—. Quiero que me des la Luna.

El rey se rió.

—Está bien, hijo mío ——dijo sonriendo—. Te doy la Luna. Tómala. Desde ahora la Luna es tuya.

El Príncipe Bahang se enojó. Primero sus amigos se habían reído en su cara y ahora era su padre.

— ¡Pero yo quiero poseer la Luna —gritó— No quiero únicamente verla en lo alto del Cielo! ¡Quiero tenerla aquí, conmigo, en mis manos!

El rey trató de explicar las cosas a su hijo. Dijo que nadie tenía idea de cuánto pesaba la Luna, ni a qué altura estaba atada al cielo. No le seria posible poseer realmente la Luna.

Pero Bahang no estaba acostumbrado a oír la palabra no. Su temperamento se desbordó salvajemente.

— ¡Quiero la Luna!——gritaba—. ¡La quiero! ¿Lo oyes? ¡La Luna será mía o moriré!

Estas últimas palabras fueron demasiado para el buen Rey Bahanga. La idea de la muerte de su hijo le estremeció de miedo. Si Bahang muriese, ¿quién gobernaría el país cuando el se hiciera viejo? No quedaría nadie para conservar el nombre de la familia.

—Está bien —dijo el rey después de un momento—. Te prometo que trataré de conseguirte la Luna, pero a cambio debes hacerme una promesa: nunca volverás a hablar de tu muerte.

El príncipe asintió.

Al día siguiente el Rey Bahanga reunió a sus consejeros. Les ordenó que le bajasen la Luna de los cielos. Los consejeros se preguntaban si su rey se habría vuelto loco. Nadie en Bandimba había subido más allá que la copa del árbol más alto.

—Se le dará una buena recompensa al hombre que me traiga la Luna, dijo Bahanga a sus consejeros. Tendrá riquezas, tierras y mucha comida. Podrá dejar incluso su puesto de consejero.

Los sabios convocaron a los pocos ingenieros que había en Bandimba. Sólo uno de ellos sabía cómo alcanzar la Luna. Los sabios y los ingenieros discutieron durante muchos días. Al fin se comunicaron con el rey. Le dijeron que tenían que construir una gran torre de madera sobre la montaña. Sólo así podrían alcanzar la Luna.

—Pero ¿es posible? —preguntó el rey Bahanga.

—La Luna está arriba en el cielo —contestaron los consejeros—. Así es que si construimos una torre lo suficientemente alta esta llegará a la Luna.

Bahanga reflexionó. La cosa parecía tener sentido.

—Bien —dijo de pronto—. Comunicare inmediatamente nuestro plan al pueblo. Lo llamaremos el Plan Bahanga. Nadie descansará en Bandimba hasta que se alcance la Luna.

El Plan Bahanga hizo que cambiasen muchas vidas. Se envió a los hombres de Bandimba a los bosques a fin de que cortasen troncos para la torre. Los niños hicieron los kilómetros de cuerda que se necesitaron para atar los leños. Las niñas cocinaban y cuidaban a los más pequeños. Y las mujeres fueron a trabajar a los campos.

En pocas semanas la torre empezó a crecer. Cada uno de los cuatro pilares que la sustentaban era más ancho que todo el palacio del rey, y estaban tan separados que el príncipe no podía alcanzarlos con un tiro de piedra. Día tras día se colocaban nuevas vigas, atándolas firmemente en su lugar.

A los dos meses la parte alta de la torre no se alcanzaba a ver desde el suelo. Llegaba gente de toda África a ver la torre que desaparecía en el cielo.

— ¡Magnífico! —decían—. ¡Maravilla de maravillas! ¡Que toda la gloria sea para Bahanga!

Pero a algunos no les gustaba la torre de Bahanga. Uno de ellos era Aruwimi, el más sabio de todos los hombres de Bandimba.

—Habrá problemas si se quita a la Luna de su lugar —advertía Aruwimi—. Nadie debe tratar de alcanzarla; pertenece a los dioses, y ellos se enojarán.

Aruwimi construyó una inmensa canoa del tamaño suficiente para transportar a toda su familia.

—La vida en Bandimba se ha vuelto demasiado peligrosa —decía a la gente—. Todos deberían abandonar el pueblo.

Pero casi todas las personas se reían de Aruwimi. No podían comprender sus temores. Confiaban en su rey demasiado para escuchar al hombre sabio. Solamente unas cuantas familias abandonaron Bandimba con Aruwimi.

El Rey Bahanga se emocionaba más cada día. Pensaba únicamente en alcanzar la Luna. Los hombres que bajaban de la torre decían que se acercaban más y más. Bahanga apenas podía esperar. Pasaba los días observando cómo colocaban las Vigas cada vez más altas. Y por la noche se sentaba a mirar la Luna suspendida en el cielo de Bandimba como una manzana madura que sólo espera que la corten.

Al fin llegó el gran día. El mismo ingeniero principal descendió a la tierra.

—Se ha terminado la torre —dijo al Rey Bahanga. Extendió su mano derecha ante él.

—Con los dedos de esta mano he tocado la Luna.

Bahanga abrazó al ingeniero y le besó ambas mejillas.

¡Se había alcanzado la Luna! ¡La Luna era de él!

Sentía picazón en las manos con el deseo de tomar la Luna. ¡Qué orgulloso estaría cuando se la diera a su hijo!

Bahanga decidió escalar la torre por sí mismo. Alguien tenía que bajar la Luna del cielo. ¿Por qué no podría ser él esa persona?

A la mañana siguiente muy temprano Bahanga emprendió la ascensión, escaleras arriba, hacia la Luna. Le seguían el príncipe y el ingeniero principal.

Paso tras paso fueron subiendo arriba, arriba, arriba. La gente que estaba en el suelo pronto pareció enana, luego muñecos, y después puntos. A mediodía la multitud que esperaba al pie de la torre había desaparecido de su vista. Era un día despejado y el continente entero de África se desplegaba a sus pies.

Bahanga se detuvo para mirar. Lejos, hacia el sur, estaba el cabo de Buena Esperanza. En el norte se extendía un enorme desierto. Y a todo alrededor brillaba el agua azul.

—Mira —dijo el rey a su hijo——. Aquí está. . . ¡África! ¡Toda entera!

—Entonces es toda tuya —exclamó el Príncipe Bahang—. ¡Si puedes verla es tuya!

Bahanga aspiró profundamente.

—Sí —dijo con un suspiro—. Supongo que así es.

La idea de poseer toda África no le complacía. La responsabilidad sería demasiado grande.

Pero nada era demasiado grande para el Príncipe Bahang. Había visto África. La quería y... la pidió.

—Algún día será, hijo mío —respondió su padre—. Pero primero, la Luna.

Era una larga y calurosa tarde. El sol quemaba las desnudas espaldas de los tres hombres. Pero el Rey Bahanga no se detuvo ni siquiera a descansar. Según transcurría el día, él escalaba con más rapidez. Cuando vio ante el la cúspide de la torre, subió todavía con mayor presteza. Pero el príncipe, a pesar de lo grande y fuerte que era, no pudo continuar subiendo.

Sólo cuando el sol se puso, Bahanga alcanzó la cumbre de la torre. Permaneció solo en la plana plataforma de madera. A menos de un metro colgaba la Luna. . . ¡su Luna! El rey había esperado poder verla, pero ahora apenas podía creer a sus ojos.

La Luna era más grande de lo que Bahanga había supuesto. Sus brazos podían abarcarla hasta la mitad, pero no más. Brillaba con una luz que parecía salir de dentro.

Bahanga caminó con cuidado por la plataforma. Se estiró y alcanzó la Luna con la punta de los dedos. Estaba tibia, pero no caliente. Parecía estar hecha con una clase de piedra arenosa. La golpeó ligeramente con el dorso de la mano. ¡Pero si sonaba a hueco! La empujó con fuerza y vio que se mecía fácilmente hacia atrás y hacia adelante.

Bahanga quería desprender la Luna del cielo. ¿Podría hacerlo por sí mismo? No, decidió. Parecía demasiado pesada para que un solo hombre la sostuviera. Tendría que esperar a su hijo y a su ingeniero principal.

Pronto apareció la cabeza del príncipe sobre la orilla de la plataforma. Su rostro mostraba fatiga, pero sus ojos se abrieron explosivamente cuando vio la Luna. Corrió a través de la plataforma. Entonces tocó, golpeó ligeramente y meció la Luna tal como su padre lo había hecho.

El último en llegar fue el ingeniero jefe.

—Todo está listo —dijo. Señaló hacia un montón de cuerdas que estaban a un lado de la plataforma—. Podemos desprender la Luna ahora mismo. Aquí están las cuerdas que subí para bajarla a la Tierra.

Bahanga quería descolgarla el mismo. Dijo al príncipe y al ingeniero que se pusieran de pie a ambos lados de la enorme bola brillante. Luego colocó su hombro contra la Luna. Empujó. La Luna sólo se meció hacia un lado y hacia el otro, así es que empujó más fuerte cada vez. Brotaron de su cara grandes gotas de sudor, que brillaban como diamantes con la luz de la Luna. Muy lentamente, la Luna comenzó a rodar hacia arriba.

De pronto se oyó un fuerte crujido. El hombro de Bahanga había quebrado la corteza de la Luna. La gran bola se abrió por varias partes, y brotó fuego de una docena de agujeros. Una lluvia de chispas cubrió el cielo nocturno. ¡La torre ardía! Una inmensa llama blanca cubrió a los tres hombres.

Abajo, en la Tierra, la gente había gritado de felicidad cuando vio que la Luna se movía.

— ¡Bahanga lo ha logrado! —gritaban.

Pero los gritos de alegría no duraron mucho.

¡Boom! La Luna estallaba. Fuegos artificiales iluminaron el cielo. Luego la torre se incendió. Los maderos ardientes caían al suelo. Las llamas se esparcieron por todo el bosque. La gente lanzaba alaridos.

— ¡Corran! ¡Corran para salvar la vida!

Hombres, mujeres y niños escapaban en todas direcciones. Mientras corrían entre el humo, se hacían más pequeños. El pelo cubría sus brazos y piernas. Tropezaban con sus nuevas colas. ¡Se habían convertido en monos!

El sabio Aruwimi Vio cómo los monos salían corriendo del bosque en llamas. A algunos los había conocido como hombres. Los más pequeños y ágiles se habían convertido en pequeños monos ágiles. Los hombres más grandes y lentos se habían convertido en grandes y lentos monos. Las lágrimas cubrieron los ojos de Aruwimi. Ahora sabía lo que los dioses habían hecho: convertir a los hombres que eran tontos en tontos animales con cola.

Si no crees la historia, observa bien la Luna alguna noche. Mira cuidadosamente las manchas oscuras que algunos llaman “el hombre de la luna”, y verás que no se parece a la cara de un hombre. Parecen exactamente lo que son… los agujeros causados por el Rey Bahanga, el hombre que poseyó la Luna.
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No se econtraron enlaces disponibles, transcrito por Lea, no sea pendejo de "Mitos y Leyendas del mundo", Robert R. Potter y H. Alan Robinson, Grupo Patria Cultural.

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