domingo, 1 de noviembre de 2015

A donde voy siempre es de noche, Bernardo Esquinca



El hombre caminaba por la orilla de la carretera con su mochila al hombro. Dos autos pasaron junto a él y ni siquiera los miró. A Everardo le extrañó que no pidiera aventón: sólo había árboles a kilómetros a la redonda. Sintió curiosidad. Disminuyó la marcha de la camioneta hasta colocarse a su lado y bajó el vidrio del copiloto.

-¿A dónde vas?

El sujeto tenía barba espesa y usaba un gorro con orejeras. Parecía estar sumido en profundas meditaciones. Lo miró con unos intensos ojos azules y respondió:

-A las montañas.

Everardo detuvo el auto y levantó el seguro de la puerta.

-Te llevo, si continuas a ese paso llegarás de madrugada.

El hombre subió y colocó la mochila en el asiento trasero.

-A donde voy siempre es de noche -dijo con voz rasposa-. Me llamo Jacobo.

Se estrecharon la mano. Everardo volvió a pisar el acelerador.

-¿A qué te dedicas?

-Soy espeleólogo. Paso buena parte de mi tiempo metido en cuevas subterráneas.

-¿Y por qué tan solo? ¿No se supone que ustedes andan en grupo?

Jacobo miró concentrado el paisaje por la ventana: pinos, colinas amarillas, la tarde nublada.

-Prefiero moverme solo. Soy un cazarecompensas.

-Carajo, eso suena a película del Viejo Oeste… No me digas que te dedicas a buscar minas de oro.

-Para nada –Jacobo se pasó una mano por la barba-. Un día leí en el periódico el anuncio de una señora que ofrecía una recompensa por el cadáver de su hijo: un joven espeleólogo que se había accidentado un mes atrás. El muchacho llegó muy lejos y los rescatistas no pudieron recuperar el cuerpo. No es por presumir, pero poseo una marca nacional de descenso. Gracias a mí, la señora pudo enterrar a su hijo… Después lo convertí en mi trabajo: ahora voy por distintas regiones sacando los cadáveres de mis desafortunados colegas.

Everardo encendió un cigarro. Tras una curva, aparecieron en el horizonte las montañas. Miró el débil resplandor del cielo: no tardaría en anochecer.

-Y ahora vas a… ¿trabajar?

-Exacto

-¿Qué sucedió? –preguntó Everardo sin esconder su creciente morbo.

Jacobo le clavó los ojos azules. Su mirada era fría; parecía forjada en cimas colmadas de nieve y no en cavernas donde los primates encendieron las primeras fogatas.

-No es una historia agradable.

Everardo le dio tres caladas al cigarro y desaceleró instintivamente, como si quisiera demostrarle a ese extraño que no tenía prisa en bajarlo del coche.

-Anda cuéntame. De todos modos no dormiré, voy lejos y pasaré la noche conduciendo…

-Aún no me has dicho a qué te dedicas tú.

-Soy fotógrafo.

-¿Periodista?

-No… -Everardo titubeó-. Retrato modelos.

-Un trabajo envidiable.

Jacobo se recostó en el asiento y cruzó los brazos. Su rostro adquirió la misma expresión meditabunda que tenía cuando Everardo lo recogió en la orilla de la carretera. Continuó:

-Hace una semana, tres hombres entraron en un conjunto de cuevas poco explorado de estas montañas. Mientras se arrastraban en fila por un estrecho pasaje en el que sólo cabían sus cuerpos, una enorme piedra se desprendió del techo y le rompió la espalda al que iba en medio. Quedó atorado; a sus compañeros les fue imposible mover la roca. El sujeto que iba al último de la fila, a quien llamaré el espeleólogo número tres, retrocedió y fue a buscar ayuda. El que iba hasta adelante, el número uno, no podía salir; el cuerpo y la roca que tenía enfrente se lo impedían. Luego de una breve exploración descubrió que de su lado ya no había camino. Tras recibir el impacto, el número dos se desmayó, pero cuando recuperó la conciencia algunos minutos después, comenzó a dar alaridos. El número tres regresó horas más tarde con una mala noticia: los rescatistas no habían podido llegar hasta ellos. Les dejó medicinas y calmantes, pero de nada sirvieron: el número dos no paraba de aullar. El número tres volvió los cuatro primeros días para ver cómo se encontraban. Después no regresó más: el hedor y los gritos eran insoportables. El número uno sólo tenía dos opciones: esperar a que su compañero muriera o matarlo. La única manera en que podía salir de ahí era utilizando el piolet para romper la roca que aplastaba a su colega…

-¿Matarlo? –dijo Everardo, consternado-. Yo no podría hacer eso…

-Si lo piensas bien, la segunda opción no es tan descabellada: imagina la desesperación del número dos, inmovilizado, clavado en el suelo como la mariposa de un coleccionista. Un suplicio espantoso…

-¿Y qué ocurrió finalmente? –Everardo tiró la colilla de su cigarro por la ventana y encendió las luces del auto. Las montañas aguardaban a unos kilómetros, silenciosas, ajenas al drama que se había vivido en sus profundidades.

-El desenlace tendrá que esperar –dijo Jacobo-. ¿Puedes detenerte un segundo? Necesito orinar.

Everardo orilló la camioneta, apagó el motor y activó las intermitentes. Mientras observaba cómo Jacobo se perdía detrás de un árbol, tuvo un impulso: se inclinó sobre el asiento trasero y revisó la mochila con movimientos rápidos. Su mano tocó algo frío y filoso; extrajo el piolet y lo observó bajo la flama del encendedor: la punta estaba manchada con sangre seca. Sintió una punzada en el estómago y su mente se bloqueó unos segundos; en un acto reflejo guardó la herramienta y cerró la mochila. Por el rabillo del ojo vio la sombra de Jacobo estirando el brazo para abrir la puerta. Giró el cuerpo y colocó las manos en el volante.

-Listo –dijo el espeleólogo, frotándose las manos y sentándose a su lado-. Está haciendo un frío de su puta madre, qué bueno que me recogiste. ¿Nos vamos?

Everardo encendió el vehículo y arrancó. Sintió que la mirada de Jacobo lo envolvía como una neblina azul; sus ojos lo observaban con recelo.

-No se lo dirás a nadie, ¿verdad? –dijo al fin el espeleólogo, tras un prolongado silencio.

Everardo negó con la cabeza. La noche se había cerrado, disolviendo el paisaje. Sólo estaban ellos dos y la carretera.

-Te mentí…Trabajo en equipo. Aunque esta vez no intentábamos sacar un cuerpo, era sólo diversión. ¿Qué ironía, no?

-Yo también te mentí: trabajo para un periódico, en la sección de nota roja, pero ahora estoy de vacaciones. Entiendo lo que tuviste que hacer…

Los dos hombres se miraron por un instante en la oscuridad. Everardo le sonrió a Jacobo con complicidad.

-Hay una cosa más que debo aclararte –dijo Jacobo-. Tú crees, porque viste la sangre en el piolet, que soy el espeleólogo número uno, pero en realidad soy el número tres.

-¿Y la sangre?

-No revisaste bien la mochila. Adentro está la cabeza del espeleólogo número uno. Él esperó a que el número dos muriera, y salió. Pero afuera estaba yo, aguardándolo… Nunca busqué a los rescatistas ni les llevé medicinas.

Everardo tragó saliva. Sus manos nerviosas se aferraron al volante.

-¿Por qué?

-Podría decirte que por dinero: tenían años aprovechándose de mí, engañándome con la repartición de las recompensas…Pero igual sólo tuve un arrebato de locura. No lo planeé, solo aproveché la situación.

-¿Y a qué regresas ahora?

-Tú eres el que trabaja en la nota roja. ¿No te enseñaron que los homicidas siempre retornan a la escena del crimen?

Everardo suspiró. Tenía una pregunta más:

-¿Qué vas a hacer conmigo?

-Nada –respondió Jacobo. Su voz sonaba cansada. Dejé los cuerpos en una caverna muy profunda. Nadie podrá comprobar esta historia… si es que te atreves a contarla.

Everardo vio cómo los faros de la camioneta iluminaban la sombra gris de las montañas cada vez más cercanas. Jacobo continuó:

-Piensa también que esto puede ser una de esas historias que la gente cuenta en la carretera o en torno a una fogata. En realidad nunca viste la cabeza en la mochila, y la sangre en el piolet puede ser arcilla y barro. ¿Con cual versión prefieres quedarte?

Tras meditarlo, Everardo respondió:

-No sé… Supongo que es más interesante toparse con un asesino que con un mentiroso.

-No menosprecies a los mentirosos: son grandes contadores de historias. En todo caso, lo que hayas creído dice mucho más de ti que de mí. Ésa es la clave de todo relato.

Afuera de la camioneta, la noche creció como una presencia. Everardo y Jacobo intercambiaron una última mirada y después se concentraron en las líneas de la carretera. Durante el resto del trayecto no volvieron a dirigirse la palabra.

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