lunes, 4 de enero de 2016

Los mudos, Albert Camus


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Estábamos en pleno invierno y sin embargo una jornada radiante se levantó sobre la actividad de la ciudad. El mar y el cielo se confundían en la punta del malecón con idéntico resplandor. Yvars sin embargo no lo veía. Circulaba pesadamente a lo largo de los bulevares que dominan el puerto. Su pierna inválida descansaba inmóvil sobre el pedal fijo de la bicicleta, mientras la otra se esforzaba por vencer los adoquines todavía mojados de humedad nocturna. Menudo sobre el sillín, evitaba los raíles del antiguo tranvía sin levantar la cabeza, y se apartaba con un golpe brusco de manillar para dejar pasar a los automóviles que le adelantaban, y de vez en cuando, de un codazo, echaba atrás sobre los ríñones el morral en el que Fernande había puesto su almuerzo. Entonces pensaba con amargura en el contenido del morral. Entre dos rebanadas de pan de hogaza, en lugar de la tortilla española que tanto le gustaba o del filete frito en aceite, sólo había queso.

Nunca le había parecido tan largo el camino del taller. Cierto que se estaba haciendo viejo. Aunque siguiera tan seco como un sarmiento de vid, los músculos ya no se calientan tan rápido a los cuarenta años. A veces, al leer las crónicas deportivas donde llamaban veterano a un atleta de treinta años, se encogía de hombros. «Si eso es ser un veterano —decía a Fernande—, entonces yo soy un fiambre.» Sin embargo sabía que el periodista no se equivocaba del todo. A los treinta años, el resuello disminuye, imperceptiblemente. A los cuarenta no se es un fiambre, no, pero uno se prepara a serlo, con tiempo, por adelantado. ¿No sería por eso por lo que hacía tiempo que durante el trayecto que le llevaba a la otra punta de la ciudad, a la fábrica de toneles, ya no miraba el mar? Cuando tenía veinte años no se cansaba de contemplarlo; era la promesa de un fin de semana feliz, en la playa. A pesar o a causa de su cojera, siempre le había gustado nadar. Después habían pasado los años, había aparecido Fernande, había nacido el muchacho y, para vivir, vinieron las horas suplementarias el sábado, en la tonelería, y el domingo las pequeñas chapuzas en casas particulares. Poco a poco había perdido la costumbre de aquellas jornadas violentas que le saciaban. El agua profunda y clara, el fuerte sol, las muchachas, la vida del cuerpo, no había más felicidad que aquélla en su tierra. Y aquella felicidad se desvanecía con la juventud. A Yvars le seguía gustando el mar, pero sólo al final del día, cuando las aguas de la bahía se oscurecían un poco. Era una hora suave en la terraza de su casa, cuando se sentaba después del trabajo, contento con la camisa limpia que Fernande planchaba con tanto esmero y con el vaso empañado de anís. Caía la tarde, una breve dulzura se instalaba en el cielo, los vecinos que charlaban con Yvars bajaban de repente la voz. Entonces no sabía si era feliz o si tenía ganas de llorar. Al menos en aquellos momentos sabía que lo único que podía hacer era esperar, suavemente, sin saber a ciencia cierta qué.

Por el contrario, cuando se dirigía a su trabajo por las mañanas ya no le gustaba mirar el mar, siempre fiel a la cita, y sólo lo contemplaría al atardecer. Aquella mañana circulaba con la cabeza baja, más pesada aun que de costumbre, y con el corazón igualmente apesadumbrado. La víspera por la noche, al volver de la reunión, anunció que reanudaban el trabajo y Fernande había preguntado alegremente: «¿Entonces el patrón os sube la paga?» Pero el patrón no subía nada, la huelga había fracasado. Había que reconocer que habían maniobrado mal. Había sido una huelga colérica, y el sindicato había tenido razón apoyándola sin entusiasmo. Además, quince obreros no representan gran cosa; el sindicato tenía en cuenta otras tonelerías que no habían seguido el movimiento. No se les podía guardar rencor. La industria de la tonelería, amenazada por los barcos y los camiones cisterna, no iba del todo bien. Cada vez se fabricaban menos barriles y menos cubas bordelesas; se reparaban sobre todo las grandes cubas ya existentes. Los patronos veían peligrar sus negocios, eso era cierto, pero al mismo tiempo querían salvaguardar su margen de beneficios; les parecía una vez más que lo más sencillo era frenar los salarios, a pesar de la subida de precios. ¿Qué pueden hacer los toneleros cuando la tonelería desaparece? Cuando uno se ha tomado el trabajo de aprender un oficio no se cambia; y aquel era un oficio difícil, necesitaba un largo aprendizaje. Era raro encontrar un buen tonelero, el que ajusta las duelas curvadas, las une casi herméticamente con un aro de hierro calentado al fuego, sin utilizar rafia o estopa. Yvars lo sabía y estaba orgulloso de ello. Cambiar de oficio no es nada, pero no es fácil renunciar a lo que uno sabe, a la propia habilidad. Un buen oficio sin empleo, estaban listos, había que resignarse. Pero tampoco la resignación es fácil. Era difícil callarse la boca, no poder discutirlo de verdad y tomar cada mañana el mismo camino con una fatiga acumulada para recibir únicamente al final de la semana lo que buenamente se os quiere dar, y que cada vez resulta más insuficiente.

Y en consecuencia se habían encolerizado. Dos o tres de ellos dudaban, pero se dejaron ganar por la cólera después de las primeras discusiones con el patrón. Les había dicho, en efecto, muy seco, que era para tomarlo o dejarlo. Un hombre no habla así. «¡Qué se cree! —había dicho Esposito—, ¿que nos vamos a bajar los pantalones?» Por otro lado el patrón no era mal tipo. Había sucedido a su padre, había crecido en el taller y hacía años que conocía a casi todos los obreros. A veces les invitaba a merendar en la tonelería; asaban sardinas o morcillas sobre una hoguera de virutas, y después de darle al vino era muy amable. Para Año Nuevo entregaba a cada obrero cinco botellas de vino de marca, y a menudo, cuando alguno de ellos caía enfermo o simplemente se producía algún acontecimiento, como una boda o una primera comunión, les regalaba dinero. Cuando nació su hija había repartido almendras a todo el mundo. Había invitado dos o tres veces a Yvars a cazar en su finca de la costa. No cabía duda de que le gustaban sus obreros, y a menudo repetía que su padre había empezado de aprendiz. Pero nunca había ido a sus casas y no podía darse cuenta. Sólo pensaba en él, porque sólo conocía lo suyo, y ahora venía eso de lo tomas o lo dejas. O dicho de otro modo, también él se había cerrado en banda. Pero él se lo podía permitir.

Habían forzado la mano al sindicato y el taller había cerrado sus puertas. «No os toméis la molestia de poner piquetes de huelga —había dicho el patrón—. Cuando el taller no funciona ahorro dinero.» No era verdad, pero aquello había empeorado las cosas al echarles en cara que les daba trabajo por caridad. Esposito se había vuelto loco de rabia y le había dicho que no era un hombre. El otro tenía la sangre caliente y había habido que separarles. Pero al mismo tiempo los obreros quedaron impresionados. Veinte días de huelga, las mujeres tristes en casa, dos o tres de ellos se desanimaron y para colmo el sindicato les aconsejó ceder bajo promesa de un arbitraje y de la recuperación de las jornadas de huelga con horas suplementarias. Decidieron volver al trabajo, pero manteniendo el tipo, por supuesto, diciendo que aquello no se había ventilado, que todo estaba por jugar. Pero aquella mañana, con una fatiga que parecía el peso de la derrota, con el queso en lugar de la carne, no era posible mantener la ilusión. Por mucho que brillara el sol, el mar ya no prometía nada. Yvars pisaba su pedal único y a cada vuelta de rueda le parecía envejecer un poco más. No podía pensar que iba a encontrarse otra vez en el taller, con los camaradas y con el patrón, sin acongojarse un poco más. Fernande se había preocupado: «¿Qué le vais a decir?» «Nada». Yvars se subió a la bicicleta y sacudió la cabeza. Apretó los dientes; su rostro pequeño, moreno y arrugado, de rasgos finos, se cerró. «Trabajamos. Con eso basta.»

Ahora circulaba con los dientes todavía apretados, con una cólera triste y seca que ensombrecía el mismo cielo.

Dejó el bulevar y el mar y entró en las calles húmedas del viejo barrio español. Desembocaban en una zona ocupada únicamente por cocheras, almacenes de ferralla y garajes, donde se encontraba el taller: era una especie de galpón de fábrica de mampostería hasta media altura y el resto encristalado hasta el techo, de chapa ondulada. Aquel taller daba a la antigua tonelería, un patio rodeado de viejas construcciones que habían sido desalojadas al crecer la empresa y que ahora servía únicamente de depósito de maquinaria fuera de uso y de barricas viejas. Más allá del patio, y separado de él por una especie de camino cubierto de tejavana, empezaba el jardín del patrón, al fondo del cual se levantaba la casa. A pesar de ser grande y fea resultaba sin embargo atractiva, por la parra virgen y la escuálida madreselva que rodeaban su escalera exterior.

Yvars vio enseguida que las puertas del taller estaban cerradas. Delante de ellas se hallaba un grupo de obreros silenciosos. Era la primera vez desde que trabajaba allí que se encontraba las puertas cerradas al llegar. El patrón había querido marcar el tanto. Yvars se dirigió hacia la izquierda, dejó su bicicleta bajo el alero que prolongaba el galpón por aquel lado y fue hacia la puerta. Reconoció de lejos a Esposito, un muchachote moreno y peludo que trabajaba a su lado; a Marcou, el delegado sindical con su cara de tenor de opereta; a Said, el único árabe del taller, y a todos los demás que, en silencio, le vieron acercarse. Pero antes de que tuviera tiempo de reunirse con ellos de repente se dieron la vuelta hacia las puertas del taller, que habían empezado a abrirse. Ballester, el encargado, apareció en el umbral. Abrió una de las pesadas hojas y volviendo la espalda a los obreros la empujó lentamente sobre su carril de hierro.

Ballester, que era el más viejo de todos ellos, no había aprobado la huelga, pero a partir del momento en que Esposito le dijo que servía los intereses del patrón se había callado. Ahora se había colocado junto a la puerta, ancho y pequeño en su jersey azul marino, ya con los pies desnudos (junto con Said, era el único que trabajaba con los píes desnudos), y según iban entrando de uno en uno les fue mirando con aquellos ojos suyos tan claros que parecían no tener color en su rostro curtido, con su boca triste bajo los bigotes espesos y lacios. Ellos callaban, humillados por aquella entrada de vencidos, furiosos por su propio silencio, pero cada vez menos capaces de romperlo a medida que se prolongaba. Pasaban sin mirar a Ballester porque sabían que haciéndoles entrar de aquella manera ejecutaba una orden, y porque su aspecto amargo y contrito les daba a entender lo que pensaba de ello. Pero Yvars le miró. Ballester, que le apreciaba, meneó la cabeza sin decir nada.

Ahora se encontraban todos en el pequeño vestuario, a la derecha de la entrada: una serie de cabinas abiertas, separadas por tablas de madera sin barnizar a cada uno de cuyos lados se había colocado un pequeño armario con cerradura; la última cabina a partir de la entrada, pegada a las paredes del galpón, había sido transformada en ducha, sobre un desagüe abierto en el propio suelo de tierra apisonada. Según los lugares de trabajo, en el centro del galpón se veían las cubas bordelesas, ya terminadas pero con los aros sueltos esperando ser ajustados al fuego, y también los gruesos bancos, surcados por una larga hendidura (y en algunos de ellos se veían, deslizados en la hendidura, los fondos circulares de madera, esperando el acabado a la garlopa), y finalmente los fuegos negruzcos. A la izquierda de la entrada, a lo largo del muro, se alineaban los bancos de trabajo. Frente a ellos se amontonaban las duelas por cepillar. No lejos del vestuario, contra el muro de la derecha, brillaban dos grandes sierras mecánicas, fuertes, silenciosas y bien aceitadas.

Hacía mucho tiempo que el galpón era demasiado grande para el puñado de hombres que lo ocupaban. Durante los calores fuertes era una ventaja, pero en invierno resultaba un inconveniente. Pero aquel día, en aquel espacio, con el trabajo allí plantado, los toneles arrinconados con un aro único sujetando en el pie las duelas que se abrían en lo alto como toscas flores de madera, el polvo de serrín recubriendo los bancos, las cajas de herramientas y las máquinas, todo aquello daba al taller un aspecto de abandono. Vestidos ya con sus viejos jerseys, con sus pantalones deslavados y remendados, contemplaban aquello y dudaban. Ballester les observaba. «¿Empezamos, pues?», dijo. Uno a uno se fueron incorporando a su sitio sin decir nada. Ballester fue de un lugar a otro recordando brevemente el trabajo que había por terminar o por empezar. Nadie respondía. Pronto resonó el primer martillo contra la cuña de madera ferrada, ajustando un aro en la parte gruesa de un tonel, y una garlopa gimió sobre un nudo de madera, y una de las sierras, conectada por Esposito, arrancó con un gran ruido de cuchillas estremecidas. Said iba acercando duelas según se las iban solicitando, o encendía las hogueras de virutas sobre las cuales se colocaban los toneles para que se hincharan en su corsé de aros de hierro. Cuando nadie le llamaba ponía remaches en un banco a los anchos aros herrumbrosos con grandes martillazos. El olor de las virutas quemadas empezó a llenar el galpón. Yvars, que cepillaba y ajustaba las duelas que Esposito aserraba, reconoció el viejo aroma y su corazón se alivió un poco. Todos trabajaban en silencio, pero poco a poco fue renaciendo en el taller una especie de calor y de vida. Una luz fresca llenaba el galpón a través de las grandes cristaleras. El humo azuleaba en el aire dorado; Yvars oyó incluso un insecto zumbar cerca de él.

En aquel momento se abrió la puerta que comunicaba con la antigua tonelería, en la pared del fondo, y el señor Lassalle, el patrón, apareció en el dintel. Delgado y moreno, apenas pasaba de la treintena. Con la camisa blanca ampliamente abierta bajo un traje de gabardina beis, parecía a gusto consigo mismo. A pesar de su rostro, muy huesudo, como labrado a cuchillo, normalmente inspiraba simpatía, como la mayor parte de las personas a quienes la práctica del deporte comunica actitudes libres. Sin embargo al franquear la puerta parecía algo molesto. Su saludo no fue tan sonoro como de costumbre; en todo caso nadie respondió. El ruido de los martillos se alteró un instante, perdió algo de ritmo y se reanudó con la misma intensidad. El señor Lassalle avanzó indeciso algunos pasos, después se dirigió hacia el pequeño Valéry que trabajaba con ellos desde hacía sólo un año. Se hallaba colocando un fondo de cuba en una bordelesa, junto a la sierra mecánica, a pocos pasos de Yvars, y el patrón se paró a ver la labor. Valéry continuó trabajando sin decir nada. «Bueno, chico —dijo el señor Lassalle—, ¿qué tal todo?» De repente los gestos del jovencito se hicieron más torpes. Echó una ojeada a Esposito que, cerca de él, amontonaba con sus enormes brazos una pila de duelas para llevárselas a Yvars. Esposito le miró también, sin dejar su trabajo, y Valéry volvió a hundir la nariz en su bordelesa sin responder nada al patrón. Lassalle, algo cortado, permaneció un instante plantado frente al joven, después se encogió de hombros y se volvió hacia Marcou. A horcajadas en su banco, éste terminaba de afilar con pequeños golpes precisos y lentos la arista de un fondo de cuba. «Buenos días, Marcou», dijo Lassalle con un tono más seco. Marcou no respondió, atento únicamente a sacar de la madera lige-rísimas virutas. «Qué mosca os ha picado —dijo Lassalle con voz fuerte, volviéndose esta vez a los demás obreros—. No hemos llegado a un acuerdo, ya lo sabemos. Pero eso no impide que tengamos que trabajar juntos. Entonces, ¿para qué sirve ponerse así?» Marcou se levantó alzando su fondo de cuba, verificó con la palma de la mano la arista circular, cerró los ojos lánguidos con aire de gran satisfacción y, todavía silencioso, se dirigió hacía otro obrero que estaba ajustando una bordelesa. Sólo se oía el ruido de los martillos y de la sierra metálica en todo el taller. «Bien —dijo Lassalle—, cuando se os haya pasado, mandáis a Bailester a que me lo vaya a decir.» Salió del taller con pasos tranquilos.

Unos momentos después un timbre sonó dos veces por encima del estrépito del taller. Bailester, que acababa de sentarse para liar un cigarrillo, se levantó pesadamente y se dirigió hacia la pequeña puerta del fondo. Después de que hubo salido los martillos sonaron con menos fuerza; incluso uno de los obreros se había parado ya cuando Bailester regresó. Dijo solamente desde la puerta: «Marcou, Yvars, el patrón quiere veros». El primer impulso de Yvars fue ir a lavarse las manos, pero Marcou le agarró a su paso por el brazo y le siguió cojeando.

Fuera, en el patio, la luz era tan fresca, tan líquida, que Yvars la sentía sobre su rostro y sobre sus brazos desnudos. Subieron por la escalera exterior, bajo la madreselva, que ya mostraba algunas flores. Cuando entraron en el corredor tapizado de diplomas oyeron el llanto de un niño y la voz del señor Lassalle que decía: «La acostarás después del almuerzo. Llamaremos al médico si no se le pasa». Después el patrón apareció en el corredor y les hizo pasar a un pequeño despacho que ya conocían, amueblado en falso estilo rústico, con las paredes adornadas de trofeos deportivos. «Sentaos —dijo Lassalle acomodándose detrás del escritorio. Se quedaron de pie—. Os he mandado venir porque tú, Marcou, eres el delegado, y tú, Yvars, eres el empleado de más antigüedad después de Ballester. No quiero volver a empezar las discusiones que ya hemos dado por concluidas. No puedo daros lo que me pedís, es absolutamente imposible. El asunto está cerrado y hemos llegado a la conclusión de que había que volver al trabajo. Ya he visto que me guardáis rencor y eso me resulta penoso, os lo digo como lo siento. Quiero simplemente añadir lo siguiente: lo que no he podido hacer esta vez quizá pueda hacerlo cuando los negocios vayan mejor. Y si puedo hacerlo lo haré antes incluso de que me lo pidáis. Mientras tanto, intentemos trabajar en buena armonía.» Se calló, parecía reflexionar, después alzó los ojos hacia ellos. «¿Qué os parece?», dijo. Marcou miraba fuera. Yvars, con los dientes apretados, quería hablar pero no podía. «Escuchad —dijo Lassalle—, creo que os habéis obcecado. Eso se os pasará. Y cuando os hayáis vuelto razonables acordaos de lo que os acabo de decir.» Se levantó, se acercó a Marcou y le tendió la mano. «Chao», dijo. Marcou palideció de golpe, su rostro de tenor sentimental se endureció y por espacio de un segundo adquirió una expresión malvada. Después giró bruscamente sobre sus talones y salió. Lassalle, también pálido, miró a Yvars sin tenderle la mano. «Idos a la mierda», gritó.

Cuando regresaron al taller los obreros almorzaban.

Ballester había salido. Marcou dijo solamente: «Palabras en el aire», y volvió a su lugar de trabajo. Esposito dejó de morder su pedazo de pan y preguntó lo que habían contestado; Yvars dijo que no habían contestado nada. Después fue a buscar su morral y regresó a sentarse en el banco en que trabajaba. Había empezado a comer cuando vio no lejos de él a Said, tumbado de espaldas sobre un montón de virutas, con la mirada perdida en la cristalera que empezaba ya a azulear sobre un cielo menos luminoso. Le preguntó sí ya había terminado. Said dijo que ya se había comido sus higos. Yvars dejó de comer. El malestar que no le había abandonado desde la entrevista con Lassalle desapareció de repente únicamente para dejar lugar a un impulso afectuoso. Se levantó partiendo el pan y, ante el rechazo de Said dijo que la semana próxima todo iría mejor. «Entonces te llegará el turno de invitarme», dijo. Said sonrió. Empezó a morder un pedazo del bocadillo de Yvars, pero desapegadamente, como un hombre que no está hambriento.

Esposito tomó una vieja cacerola y encendió una fogata de virutas y madera. Calentó café que había traído en una botella. Dijo que era un regalo que su tendero hacía al taller una vez enterado del fracaso de la huelga. El vaso de un frasco de mostaza circuló de mano en mano. Cada vez Esposito lo llenaba de café ya azucarado. Said lo bebió con más gusto que el que había tenido comiendo. Esposito bebió el café de la misma cacerola caliente, con juramentos, chasqueando los labios. En aquel momento Ballester entró para anunciar el fin de la pausa.

Mientras se levantaban y recogían papeles y recipientes en los morrales, Ballester se colocó en medio de ellos y de repente dijo que era un golpe duro para todos, y también para él, pero que ése no era motivo para portarse como críos y que de nada servía poner malas caras. Esposito se volvió hacia él con la cacerola en la mano; su rostro, espeso y largo, había enrojecido de golpe. Yvars sabía lo que iba a decir, algo que todos estaban pensando al mismo tiempo que él, que ellos no ponían malas caras, que les estaban cerrando la boca, lo tomas o lo dejas, y que a veces la cólera y la impotencia duelen tanto que ni siquiera se puede gritar. Eran hombres, eso era todo, y no iban a empezar a sonreír y hacer monerías. Pero Esposito no dijo nada de eso, finalmente su rostro se relajó y dio suavemente unas palmadas a Ballester en el hombro mientras los demás volvían al trabajo. De nuevo resonaron los martillos, el galpón se llenó del estrépito familiar, del olor de las virutas y de la ropa vieja empapada de sudor. La gran sierra rugía y mordía la madera fresca de la duela que Esposito empujaba lentamente delante de él. En el lugar del corte iba surgiendo una viruta mojada y una especie de serrín como pan rallado iba cubriendo las fuertes manos peludas, firmemente apretadas sobre la plancha de madera, de cada lado de la rugiente hoja. Cuando se acababa el corte de la duela sólo se oía el ruido del motor.

Yvars sentía ahora la crispación de su espalda inclinada sobre la garlopa. Normalmente la fatiga llegaba más tarde. Era evidente que durante las semanas de inactividad había perdido entrenamiento. Pero también pensaba que la edad hace más duro el trabajo de las manos, cuando ese trabajo no es de simple precisión. Aquella crispación también le anunciaba la vejez. Cuando los músculos juegan un papel el trabajo acaba por convertirse en una maldición, precede a la muerte, y precisamente en la noche, después del esfuerzo, el sueño es como la muerte. El chico quería ser maestro, tenía razón, todos los que hacen discursos sobre el trabajo manual no saben de lo que hablan.

Cuando Yvars se incorporó para tomar aliento y también para apartar aquellos malos pensamientos, el timbre sonó de nuevo. Era insistente, pero de una forma tan curiosa, con paradas cortas renovadas imperiosamente, que los obreros pararon el trabajo. Sorprendido, Ballester escuchó, después se decidió y se dirigió lentamente hacia la puerta. Hacía unos segundos que había desaparecido cuando al fin cesó el timbre. Volvieron al trabajo. La puerta se abrió de nuevo, brutalmente, y Ballester se precipitó hacia el vestuario. Salió calzándose las alpargatas, poniéndose la chaqueta y al pasar dijo a Yvars: «La cría ha tenido un ataque. Voy a buscar a Germain», y salió corriendo hacia la puerta grande. El doctor Germain atendía el taller; vivía en el barrio. Yvars repitió la noticia sin comentarios. Se habían reunido a su alrededor y se miraban, molestos. Sólo se oía el motor de la sierra mecánica que giraba libremente. «No será nada grave», dijo alguien. Volvieron a sus sitios y el ruido llenó de nuevo el taller, pero trabajaban lentamente, como a la espera de algo.

Al cabo de un cuarto de hora entró de nuevo Ballester, se quitó la chaqueta y sin decir palabra volvió a salir por la puerta pequeña. La luz iba cayendo en la cristalera. Poco después, en un intervalo, cuando la sierra no estaba cortando madera, se oyó la sirena mate de una ambulancia, primero lejana, después acercándose, al fin presente y luego silenciosa. Al cabo de un momento Ballester regresó y todos se acercaron a él. Esposito había desconectado el motor y Ballester dijo que la niña se había caído al suelo de golpe, mientras se desnudaba en su habitación, como si le hubieran cortado los pies. «¡Qué cosas!», dijo Marcou. Ballester movió la cabeza haciendo un gesto vago hacia el taller, pero se encontraba muy afectado. De nuevo se oyó la sirena de la ambulancia. Todos estaban allí, en el taller silencioso, bajo la inundación de luz amarilla que derramaba la cristalera, con sus manos rudas, inútiles, colgando a lo largo de sus viejos pantalones cubiertos de serrín.

El resto de la tarde se fue prolongando. Yvars ya sólo sentía su fatiga y su corazón acongojado. Le hubiera gustado hablar. Pero no tenía nada que decir y los demás tampoco. En sus rostros taciturnos sólo se leía la pena y una especie de obstinación. A veces se formaba en él la palabra desgracia, pero era sólo un instante, y al momento desaparecía lo mismo que una burbuja se forma y estalla al mismo tiempo. Tenía ganas de volver a casa y de encontrarse con Fernande y con el chico, y también de estar en la terraza. Precisamente entonces Ballester anunció el final. Las máquinas pararon. Empezaron a apagar los fuegos sin apresurarse, poniendo en orden sus bancos, y luego se dirigieron de uno en uno hacia el vestuario. Said se quedó el último, porque tenía que limpiar los lugares de trabajo y regar el suelo polvoriento. Cuando Yvars llegó al vestuario, Esposito, enorme y peludo, estaba ya bajo la ducha. Le volvía la espalda mientras se enjabonaba con grandes ruidos. Normalmente le gastaban bromas sobre su pudor; en efecto, aquel gran oso ocultaba obstinadamente sus partes nobles. Pero aquel día nadie pareció darse cuenta de ello. Esposito salió de espaldas y se enrolló alrededor de las caderas una toalla como un taparrabos. Los otros siguieron su turno y cuando Marcou se palmeaba vigorosamente los flancos desnudos se oyó el desliz pesado de la gran puerta sobre su carril de hierro. Lassalle entró.

Estaba vestido como cuando su primera visita, pero tenía el cabello algo despeinado. Se detuvo en el umbral, contempló el amplio taller desierto, avanzó unos pasos, se detuvo de nuevo y miró hacia el vestuario. Esposito, cubierto aún con su taparrabos, se volvió hacia él. Desnudo, molesto, se apoyaba alternativamente en uno y otro pie. Yvars pensó que Marcou debía decir algo. Pero Marcou seguía invisible detrás de la cortina de agua que le rodeaba. Esposito alcanzó una camisa y se la puso rápidamente cuando Lassalie dijo: «Buenas tardes», con una voz un poco desafinada, y empezó a caminar hacia la puerta pequeña. La puerta se cerraba ya cuando Yvars pensó que había que llamarle.

Entonces Yvars empezó a vestirse sin lavarse, dio también las buenas tardes, pero de todo corazón, y todos le respondieron calurosamente. Salió rápidamente, tomó la bicicleta y cuando montó en ella sintió sus agujetas. Ahora circulaba en la tarde agonizante, a través de la ciudad atestada de tráfico. Iba deprisa, quería llegar a la vieja casa y a la terraza. Se ducharía en el lavadero antes de sentarse a contemplar el mar que ya le acompañaba, más oscuro que por la mañana, por encima de las barandillas del bulevar. Pero también la niña le acompañaba y no podía dejar de pensar en ella.

En casa, el chaval había vuelto de la escuela y leía unas revistas. Fernande preguntó a Yvars si todo había ido bien. No dijo nada, se duchó en el lavadero y después se sentó en el banco, junto al pequeño muro de la terraza. Por encima de su cabeza estaba tendida una cuerda de ropa interior remendada, el cielo se volvía transparente; mas allá del muro se podía contemplar el mar suave en el atardece, Fernande trajo el anís, dos vasos y la jarra de agua fresca. Se acomodo cerca de su marido. Entonces él le contó todo, cogiéndola por la mano, como en los primeros tiempos de su matrimonio Cuando acabó permaneció inmóvil, volviéndose hacia el mar donde ya empezaba a correr de un extremo a otro el rápido crepúsculo. «¡Ah! Es culpa suya» dijo. Le hubiera gustado ser joven, y que Fernande lo fuera también, y entonces se hubieran marchado del otro lado del mar.

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