lunes, 21 de septiembre de 2015

La ciudad, Hermann Hesse



¡Esto marcha! -exclamó el ingeniero cuando llegó el segundo convoy por el tramo de ferrocarril recién colocado el día anterior, cargado de hombres, carbón, herramientas y víveres. La pradera rutilaba suavemente a los áureos rayos del sol, azul y brumosa se alzaba en el horizonte la alta cordillera poblada de bosques. Perros salvajes y asombrados búfalos vieron irrumpir en la comarca solitaria el trabajo y la agitación, y presenciaron la aparición en la verde campiña de manchas de carbón y ceniza, de desechos de papel y hojalata. En el estremecido paisaje rechinó la primera garlopa, sonó el primer disparo de rifle, retumbando su eco en la montaña, gimió el primer yunque con limpio son bajo los ágiles golpes del martillo. Apareció una casa de hojalata, al día siguiente una de madera, y luego otras más, y pronto también de piedra. Los perros salvajes y los búfalos se retiraron, la comarca se civilizó y se hizo fértil; ya en la siguiente primavera ondeaban las llanuras rebosantes de verdes mieses y frutos; surgieron granjas, establos y cobertizos; los caminos cruzaron el despoblado.

La estación quedó terminada y fue inaugurada, y luego el palacio de gobierno y la banca, y a los pocos meses aparecieron ciudades hermanas en las cercanías. Llegaron trabajado-res de todo el mundo, campesinos y gentes de ciudad, acudieron comerciantes y abogados, predicadores y profesores; se fundó una escuela, tres comunidades religiosas, dos periódicos. Al oeste se descubrieron pozos de petróleo, comenzó una era de prosperidad para la nueva ciudad. Al ario siguiente ya había rateros, rufianes, delincuentes, un gran almacén comercial, una liga antialcohólica, un modisto de París, una cervecería bávara. La competencia de las ciudades vecinas aceleraba el ritmo. Nada faltaba, desde campañas electorales a huelgas, desde salas de cine hasta el club de espiritistas. En la ciudad podía encontrarse vino francés, arenques noruegos, salchichas italianas, tejido inglés, caviar ruso. Cantantes, bailarines y músicos de segundo orden incluían ya a la población en sus giras artísticas.

Y lentamente llegó también la cultura. La ciudad, que en sus orígenes fuera sólo una factoría, comenzaba a convertirse en patria. Existía en ella una forma de saludar, una manera de inclinar la cabeza al encontrarse las personas, que se diferenciaba sutilmente de la de otras ciudades. Los hombres que habían tomado parte en la fundación de la ciudad eran objeto de especial respeto y cariño, un cierto halo de nobleza irradiaba de ellos. Creció una nueva generación que veía ya la ciudad como vieja patria, de origen casi eterno. El tiempo en que resonó allí el primer martillazo, se cometió el primer asesinato, se celebró el primer oficio religioso, se imprimió el primer periódico, pertenecía a un pasado remoto, era ya historia.

La ciudad se había erigido en cabeza de las poblaciones vecinas y en capital de una gran comarca. En calles amplias y hermosas, donde antaño se construyeran, junto a montones de ceniza y charcas de agua, las primeras chozas de tablas y hojalata, se alzaban, graves y dignos edificios oficiales y bancos, teatros e iglesias; los estudiantes desfilaban camino de la universidad, silenciosas ambulancias se dirigían a las clínicas, la gente reconocía y saludaba el coche de un diputado, cada año se celebraba en veinte enormes edificios escolares de piedra y acero el día de la fundación de la famosa ciudad con cantos y conferencias. La antigua pradera quedó cubierta de campos de cultivo, fábricas, pueblos, y la cruzaban veinte líneas de vía férrea; la cordillera se hizo más próxima y fue explorada por el ferrocarril de montaña hasta sus más recónditas entrañas. Allí -o lejos, a orillas del mar- tenían los ricos sus residencias de verano.

A los cien años de su fundación, un terremoto devastó la ciudad, reduciéndola a escombros. La ciudad fue reconstruida, y lo que fue de madera se rehizo en piedra, lo pequeño se hizo grande, y lo que era estrecho se ensanchó. La estación de ferrocarril era la mayor del país, la bolsa era la más importante del continente, arquitectos y artistas adornaron la remozada ciudad con edificios, jardines, fuentes, monumentos. En el curso de este nuevo siglo la ciudad cobró fama de ser la más hermosa y rica del país y un auténtico portento. Políticos y arquitectos, técnicos y alcaldes de ciudades extranjeras llegaban para estudiar los edificios, conducción de aguas, administración y otras instalaciones de la famosa urbe. Por aquella época comenzó la construcción de la nueva casa consistorial, uno de los mayores y más suntuosos edificios del mundo, y como la era de creciente riqueza y esplendor coincidió con un auge del gusto estético sobre todo de la arquitectura y escultura, la ciudad con su ritmo de crecimiento acelerado se convirtió en una despampanante y seductora maravilla. El casco urbano, cuyas edificaciones estaban sin excepción construidas con piedra noble, color gris claro, se rodeaba de un amplio cinturón verde de espléndidos parques públicos, y más allá«de este cinturón se perdían lentamente las prolongaciones de calles y las casas en una vasta extensión, hasta alcanzar el espacio libre y el campo. Era muy visitado y admirado un museo descomunal en cuyas innumerables salas, patios y galerías se exhibía la historia de la ciudad, desde sus orígenes hasta su último desarrollo. El primer antepatio, enorme, de este complejo representaba la antigua pradera, con bien cuidadas plantas y animales y modelos exactos de las humildes casas primitivas, callejas y servicios. Por allí desfilaba la juventud de la ciudad, contemplando el curso de su historia, desde la tienda de campaña y el cobertizo, desde el primer humilde carril hasta la magnificencia de las calles de gran ciudad. Y llegaban a comprender, guiados y aleccionados por sus profesores, las grandiosas leyes del desarrollo y del progreso: cómo de lo tosco nace lo refinado, del animal el hombre, del salvaje el culto, de la necesidad la abundancia, de la naturaleza la cultura.

En la siguiente centuria la ciudad alcanzó el cenit de su esplendor, con una explosión de riqueza y de progreso vertiginoso, hasta que una sangrienta revolución de las clases inferiores le puso término. La chusma incendió muchas de las grandes instalaciones petrolíferas, situadas a algunas millas de la ciudad, con lo cual una gran parte del territorio, con sus fábricas, granjas y pueblos, quedó calcinada o despoblada. La ciudad misma experimentó hecatombes y atrocidades de todo género, pero pudo sobrevivir y se fue recuperando lentamente a través de decenios de austeridad, aunque sin llegar a alcanzar el anterior ritmo de vida fastuosa y de progreso. Durante su época mala, un lejano país de allende los mares prosperó rápidamente; producía cereales y hierro, plata y otros metales preciosos, con la profusión de un suelo inagotable que provee espontáneamente sus riquezas. El nuevo país atrajo a sí irresistiblemente las fuerzas excedentes, los afanes y anhelos del viejo mundo; de la noche a la mañana brotaron de la tierra las ciudades, desaparecieron bosques, se domaron las cataratas de agua.

La bella ciudad comenzó a decaer lentamente. Ya no era el corazón y el cerebro del mundo, ni mercado y bolsa de muchos países. Tuvo que conformarse con sobrevivir y no desentonar demasiado en el concierto de los nuevos tiempos. Las fuerzas excedentes, de no emigrar al lejano Nuevo Mundo, no tenían ya nada que construir y que conquistar, y poco que traficar y ganar. Germinó, en cambio, en el Viejo solar de la cultura una vida intelectual, y la decrépita ciudad dio sabios y artistas, pintores y poetas. Los descendientes de aquellos que un día construyeran sobre el nuevo solar las primeras
casas, pasaban plácidamente sus días en un dulce y tardío florecer de goces y anhelos espirituales, pintaban el melancólico esplendor de Viejos jardines cubiertos de musgo con estatuas erosionadas y aguas verdosas, y cantaban en delicados versos la gloria lejana de la antigua época heroica o los sueños apacibles de hombres fatigados en viejos palacios.

Así seguía resonando por el mundo el nombre y la fama de esta ciudad. Mientras en el exterior los pueblos sufrían las sacudidas de la guerra y se ocupaban en grandes empresas, en este rincón sabían mantener la paz y conservaban un tenue resplandor de los fenecidos tiempos: calles silenciosas, coronadas de ramas florecidas; fachadas de macizos edificios, descoloridas por las inclemencias atmosféricas, alzándose evocadoras en plazas recoletas; pilones de fuentes cubiertos de musgo y acariciados por aguas juguetonas de musical murmullo.

Durante varios siglos la Vieja ciudad soñadora fue para el nuevo mundo un lugar venerado y querido, cantado por los poetas y visitado por los admiradores. Sin embargo, la historia humana se fue desplazando cada vez con más fuerza hacia otros continentes. Y en la propia ciudad los descendientes de las antiguas familias nativas fueron muriendo o emigraron. Desde hacía mucho tiempo se había agotado el último período de esplendor cultural, y sólo quedaba un tejido en descomposición. Las ciudades menores de su área habían desaparecido ya, convertidas en silenciosos montones de ruinas, visitadas por pintores y turistas extranjeros, o habitadas por gitanos y delincuentes perseguidos por la justicia.

A consecuencia de un terremoto, que por cierto respetó a la ciudad, el curso del río quedó desviado, y una parte del asolado país se transformó en zona pantanosa, la otra en yermo. Y desde las montañas, donde los restos de los vetustos puentes de piedra y de las casas de campo se habían desmoronado, iba avanzando lentamente la selva, la antigua selva. Frente a la vasta comarca desolada, fue anexionando poco a poco en su verde área un trozo tras otro, cubriendo aquí un pantano con follaje rumoroso, allá unos escombros con jóvenes y resistentes coníferas.

Al final ya no eran ciudadanos los que se alojaban en la ciudad, sino chusma, plebe bárbara y salvaje que buscaba refugio en los antiquísimos palacios semiderruidos y apacentaba en lo que antaño fueran jardines y calles sus escuálidas cabras. También esta última población sucumbió poco a poco a las enfermedades y a la degeneración; todo el paraje, desde su transformación en zona palúdica, fue semillero de fiebres y quedó totalmente despoblado.

Los restos de la vieja casa consistorial, que antaño fuera orgullo de su época, se erguían altivos y poderosos, siendo celebrados en los romances de todas las lenguas y dando pábulo a innumerables leyendas entre los países vecinos, cuyas ciudades quedaron igualmente abandonadas y su cultura extinguida. En los cuentos de niños y en melancólicas canciones pastoriles emergían como fantasmas, desfigurados y contrahechos, los nombres de la ciudad y de su pompa pretérita, y a veces llegaban, en arriesgadas expediciones científicas, sabios de pueblos lejanos que vivían su momento de prosperidad, a explorar las ruinas, cuyos misterios eran tema sabroso de conversación entre los escolares de remotos países. Debía de haber allí portones de oro macizo y mausoleos llenos de piedras preciosas, y las salvajes tribus nómadas de la comarca guardaban, desde tiempos inmemoriales, restos olvidados de una magia milenaria.
Pero el bosque seguía creciendo desde las montañas hacia la llanura, surgieron y desaparecieron lagos y ríos, y la selva avanzó y fue conquistando y cubriendo lentamente todo el país: los restos de las antiguas calles, los palacios, templos, museos; y el zorro y la marta, el lobo y el oso poblaron la inhóspita región.

Sobre uno de los palacios derruidos, del que no afloraba ya ni una piedra, se erguía un joven pino que años atrás fuera aún el más avanzado mensajero y precursor de la selva invasora. Pero ahora el pino se veía desbordado por la nueva vegetación.

-¡Esto marcha! -gritó un pájaro carpintero que picoteaba el tronco, y contempló jubiloso la pujanza de la selva y el maravilloso progreso renovador de la tierra.

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