viernes, 23 de octubre de 2015

El prado de los muertos, Cesare Pavese



La ventana desde donde se podían presenciar los crímenes daba a un paseo herboso, cerrado al fondo por unos barracones de madera. Bajo la ventana corría un canal, de esos desbordantes aunque lentos, que salen de debajo de las casas por una reja negra. En tiempos el canal servía para los suicidios, pero ahora ya no se cometen. Por la mañana se encontraba en la explanada solitaria a la víctima, tendida entre sangre, apaleada, o también estrangulada. Daban pena las chicas, vestidas de colores, a veces elegantes. Había una sala de baile en la avenida, a doscientos metros, con grandes emparrados y un juego de bochas. De allí venían estas chicas. Venían también los hombres —deportistas, obreros, negociantes— y ellos acababan siempre apuñalados.

Por el ventanuco, en las noches de luna, se veía perfectamente la escena. Una pareja doblaba la esquina —hombre y mujer, o bien dos hombres, a veces hasta dos viejos— y bordeando el canal avanzaban por la explanada con una inexplicable temeridad. Y es que casi siempre discutían, o bien, si callaban, estaban absortos en ponerse de morros, en desesperarse, en calmar al otro. Y así sucedía que llegaban hasta el prado, bajo la luna, y allí el imprevisto estorbo de la hierba les hacía alzar la cabeza y mirar a su alrededor. Sus palabras sonaban límpidas en la noche. Casi nunca eran gritos o rugidos histéricos y cavernosos. Hablaban, en cambio, con una sombra de cansancio, como si aquellas cosas ya las hubieran dicho y repetido hasta la saciedad y se tratase ahora de recapitular para llegar a una conclusión. Este intercambio de ideas antes del crimen se producía siempre. Quizá, en el pasado, en la explanada desierta se habían agredido desconocidos, pero ahora eso no ocurría desde hacía tiempo. Por lo demás, ¿cómo tender emboscadas en aquel rincón muerto por donde no pasaba nunca nadie? No, allí se iba en parejas, como de paseo. Podría apostarse a que la víctima, cuando lanzaba su grito sofocado como un gemido, y las raras veces que se quedaba después sobre la hierba agonizando y debatiéndose aún, vislumbraba en su mente la idea de que siempre había sabido que acabaría así.

Tampoco faltaba el asesino que, cometida la acción, se detenía indeciso a mirar al cielo, al horizonte bajo. Probablemente se preguntaba cuál sería el aspecto de la explanada a pleno día, e intentaba despojar la escena de su horror lunar e imaginarla como un lugar cualquiera bajo el sol, enmarcado por las colinas del fondo como toda la ciudad. Era en esos momentos cuando llegaba por encima de las casas un clamor de orquesta o un golpeteo de bochas. Entonces el asesino escapaba. Escapaba y desaparecía, nunca se sabía adónde. Muchos probablemente volvían a la sala de baile, aflojando el paso a medida que se aproximaban, y echando un vistazo átono al gran espejo de la entrada. Una vez hubo uno que cruzó la calle y fue a lavarse las manos en el agua del canal. Pero fue uno solo.

La víctima se quedaba bajo la luna hasta la mañana. Al mirar por el ventanuco de noche, ¿quién podía saber de sus cardenales o del lago de sangre? Estas cosas existirían por la mañana; ahora los minutos transcurrían tranquilos, la orquesta había terminado hacía rato y también la pasión, los intereses y la furia que por un instante habían colmado la noche se habían disipado, como los vapores al despuntar la luna. Ni siquiera hacía frío. Había solo una persona que durante toda la noche sentía en los huesos un poco de hielo, y esa persona había escapado. La víctima descansaba en paz.

Una noche hubo dos. Vino un tipo con una chica y la estranguló. Al cabo de media hora de luna, apareció por la esquina una pareja de ancianos, un poco tambaleantes, que estuvieron en un tris de caer al canal. Pero los borrachos saben lo que quieren. Caminaron por el prado reprochándose una antigua injuria. A dos pasos de la primera víctima se oyó un suspiro ronco y uno de ellos se quedó de pie, limpiándose el cuchillo en los pantalones. Después se marchó, bajo la luna.

No parecía que valiese la pena seguir mirando: por aquella noche se había acabado. Quien no lo hubiera presenciado antes jamás habría reconocido los dos montones oscuros, tendidos uno junto al otro, inmóviles. Eran altas horas de la noche; el agua gorgoteaba en el canal, la luna reinaba sola. Fue entonces cuando un murmullo bronco (el ventanuco estaba alto; ¿es posible que se oyese desde allí?) llenó toda la noche.

Decía:
—Mujer, ¿estamos lejos de casa?

Y la voz de ella:

—Demos una vuelta más, luego tengo que marcharme.

El diálogo cesó. Era evidente que los dos no tenían más que decirse y callaron tan tranquilos. Pero poco después la chica prosiguió:

—Volveremos mañana y estaremos nosotros solos.

—¿Qué quieres decir? ¿Que no aguanto el camino?

Se oyó lloriquear:

—¿No te da vergüenza la luna?

—Mujer, ¿estamos lejos de casa?

Ahora hablaban, hablaban. Cada uno con su voz más solitaria, como convencido de que el otro no lo escuchaba, como si lo escuchase la luna. Era noche avanzada, y empezaban a pasar nubes por delante de la luna, ocultando la explanada, los barracones, todo. Daba pena pensar que los dos muertos se esforzaban tan inútilmente. Pero poco a poco las voces se adelgazaron y bajo un nubarrón mayor que los demás enmudecieron definitivamente.

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