viernes, 2 de octubre de 2015

Repirador de éter, Theodore Sturgeon



Era “La Concha”. Tenía que haber sido “La Concha”. La escribí primero como relato corto y la rechazaron. Luego la convertí en novela corte, y después en una novela. Luego en un ultracorto. A continuación en un episodio de tres líneas. Y seguía sin venderlo. Reescribir “La Concha” se convirtió en una especia de fetiche. Tras una temporada, los editores se acostumbraron tanto a ella que la rechazaban nada más verla. Yo tenía suficientes cartas de rechazo como para empapelar todas las habitaciones de mi casa. Así que cuando vendí…bueno, fue casi como la muerte de un amigo. No me gustó perderla.

Entonces era una obra de teatro, pero no había cambiado mucho. Seguía siendo la misma historia blanda sobre una pareja de niños que crecen y se encuentran sólo tres veces a medida que pasan los años, y una pequeña concha que pasa de mano en mano cada vez que se encuentran. La trama, si es que la tenía, no importa mucho. Los diálogos eran…bueno, blandos. Ingenuos. Nada sofisticados. Muy agradables, y prácticamente imposibles de vender. Pero llamó la atención a un joven redactor de la Associated Television Inc., que estaba buscando algo de esa especia, que pudiera ser catalogado como “artístico”; algo que no requiriera mucho esfuerzo mental por parte de la audiencia, para que pudiera relajarse y apreciar la nueva técnica polícroma de la retransmisión. Ya saben: blando.

Mientras me recostaba en mi viejo sillón-reliquia aquella noche y contemplaba la versión de mi hijo retrasado, tuve que admirar la forma en que la había adaptado. Aquella “Concha”, en la pantalla, era casi buena. Era muy adecuada para la ocasión. Era un programa patrocinado por una casa de perfumes y se trataba de conseguir que la nueva transmisión en color fuera un medio publicitario. Me gustaron los dos primeros actos. Fue en el intermedio, al cabo de media hora, cuando recibí la primera patada en la espinilla. Era una pausa de dos minutos para emitir el anuncio.

Una pareja alta y elegante estaba sentada en unas escalinatas de mármol, en un decorado salón de un teatro. Y ella le dice a él:

-¿Qué le parece la obra, señor Robinson?

Y él le dice a ella:

-Apesta.

Exactamente así. Como cualquier otro espectador, estoy acostumbrado a no prestar ninguna atención a los anuncios. Per ése me hizo saltar de la silla. Después de todo, era mi obra, aunque fuera “La Concha”. No podían hacerme eso.

Pero la muchachita sonriente que aparecía en la pantalla del televisor parecía no tenerlo muy en cuenta. Dijo suavemente:

-Eso me parece a mí también.

Él la miró melosamente a los ojos.

-¿Qué perfume usa, querida? –preguntó.

-Doux Rêves, de Berbelot. ¿Qué le parece?

-Ya ha oído lo que opino de la obra.

No esperé a que terminara el anuncio, la identificación de la emisora y el acto tercero. Corrí al videófono y marqué el número de la Associated. Estaba echando chispas.

-¡Ponme con Griff! ¡Rápido! –ordené, cuando la secretaria de rostro petulante apareció en mi pantalla.

-El señor Griff está comunicando, señor Hamilton –canturreó-. ¿Quiere esperar o le vuelvo a llamar?

-Nada de eso, Dorothe –rugí. Dorothe y yo habíamos ido juntos al instituto; en realidad, fui yo quien le consiguió el trabajo con Griff, que era el jefe de los guionistas de la Associated-. No me importa con quién esté hablando Griff. Córtalo y ponme en comunicación con él. No puede hacerme esto. Le demandaré, eso es lo que voy a hacer. Arruinaré a la compañía. Les…

-Tranquilízate, Ted –Dijo ella-. ¿Qué es lo que pasa hoy a todo el mundo? Por si lo quiere saber, el hombre que está hablando ahora con Griff es el mismísimo Berbelot. Parece que también quiere demandar a la Associated. ¿Qué es lo que pasa?

Pero yo estaba ya prácticamente diciendo incoherencias.

-Berbelot, ¿eh? Le demandaré también. ¡Maldita rata! Sucio y rastrero… Pero ¿de qué te ríes?

-¡Quiere demandarte a ti! –rió ella-. Y apuesto a que Griff también lo hará, con tal de que Berbelot se calle. ¡Esto puede acabar siendo realmente gracioso!

Antes de que me diera tiempo de asimilar lo que decía, me puso con Griff.

Griff se estaba secando la frente con un pañuelo.

-¿Bien? –preguntó con voz preocupada-

-¿Qué es lo que eres, un chistoso? –estallé-. ¿Qué clase de gracias has introducido en el anuncio de mi obra? Además, ¿de quién fue la idea? ¿De Berbelot? ¿Qué demonios…?

-Tranquilo, Hamilton, no te excites de esta forma –dijo Griff suavemente. Pude ver que le temblaban las manos; evidentemente el viejo Berbelot se había puesto duro-. No ha sucedido nada extraño. Tienes que estar equivocado. Te lo aseguro.

-Sociófago pomposo –rugí, desperdiciando con él una magnifica palabra de dos dólares-, no me llames mentiroso. He estado viendo el programa y sé bien lo que he oído. Voy a demandarte. Y a Berbelot. Y si intentas pasarles la pelota a los actores del anuncio, también les demandaré. Y si vuelves a decir que estoy equivocado, voy a ir para allá y te romperé los dientes. Luego te demandaré en persona, a ti y a la Associated.

Colgué y regresé al televisor, echando humo. El programa continuaba como si no hubiera pasado nada. Mientras me enfriaba -y me enfrío despacio- empecé a darme cuenta de que la segunda mitad de "La Concha" era aún mejor que la primera. Ya saben, la perdición del escritor es enamorarse de su propia obra; pero, qué demonios, a veces uno se encuentra con una obra que realmente buena. Uno intenta ser crítico y no puede. La secuencia de "La Concha" en Punta Delgada era así:

La chica estaba en un crucero y el chico en una fragata. Se encuentran en las Islas Azores. Muy enternecedor. La última vez que se vieron todavía eran unos adolescentes, pero mientras tanto han tenido sus sueños. ¿Captan la idea? Muy blando. Y lo hicieron muy bien. Las tomas de Punta Delgada y el escenario de las Azores eran magníficas. Llegó el momento, después de cuatro minutos de diálogo intrascendente, en que él la mira, la luz del amor maduro y verdadero resplandeciendo en su joven cara.

-Bueno... - decía ella tímidamente.

Ahora bien, su diálogo, tal como estaba escrito (y yo debemos saber cómo era, ¿no?) decía:

-Rosalind... eres tú, ¿verdad? Oh, tengo miedo. -La cogía por los hombros...-. Tengo miedo de que todo esto no sea real. He visto a gente que se te parece tantas veces, sin que lo fuera... Rosalind, Rosalind, ángel de la guarda, razón de mi vida, amada... amada...

Abrazo.

Bueno, como digo, así estaba escrito, incluyendo el abrazo. Pero entonces vino la sorpresa. El separo sus labios de los de ella, enterró su cara en su cuello y dijo claramente:

-Odio tus ----- tripas. Y esa «----- » era el adjetivo obsceno mejor pronunciado que he oído en mi vida.


No puedo explicar con exactitud lo que sucedió a continuación. Supongo que me puse hecho una fiera. Esparcí los restos de un televisor de doscientos veinte dólares por las tres habitaciones de mi apartamento. Lo siguiente que recuerdo es que estaba en un vehiculo de presión, dirigiéndome al rascacielos de trescientos pisos que albergaba a la Associated Television. Nunca antes había notado que uno de esos vehículos de presión, impulsados con aire comprimido por tubos situados bajo la ciudad, se moviera tan lentamente, pero puede que haya sido mi imaginación. Si de mi dependiera, iba a ver un guionista jefe muerto allá arriba.

Y a quien me encontré en el piso veintinueve era nada más y nada menos que el viejo Berbelot en persona. El rey del perfume tenía los ojos inyectados en sangre. A través de la neblina de furia que me rodeaba, empecé a darme cuenta de que las cosas se iban a poner muy duras para Griff. Y estaba dispuesto a echar una mano en lo que pudiera.

Berbelot me vio en el mismo instante, y pareció leer mis pensamientos.

-Vamos -dijo brevemente, y cruzamos juntos la caterva de secretarias y ayudantes e irrumpimos en el despacho de Griff.

Griff se puso en pie y trató de aparentar dignidad, pero con poco éxito. Me incliné sobre la mesa de cristal y le agarré por las solapas de su chaqueta hasta que empezó a boquear.

Berbelot parecía estar disfrutando.

-No le mate, Hamilton -dijo después de un rato-. Quiero hacerlo yo.

Le soné. Se derrumbó en el suelo, jadeando. Parecía un niño asustado. Era gracioso.

Le dejamos recuperar el aliento. Se puso en pie, se sentó ante la mesa y alarg6 la mano hacia toda una serie de interruptores. Berbelot agarró un abrecartas de metal y apuntó maliciosamente a la mano, que se retiro.

-¿Puedo preguntar por el motivo de esta agresión no provocada? -pregunto Griff pesadamente.

Berbelot me guiñó un ojo.

-¿Puede?

-Puede explicarnos de que va toda esta historia -dije yo.

Griff se aclaro dolorosamente la garganta.

-Ya les dije a ambos por teléfono... hum... caballeros, que en lo que a mí respecta, no ha habido nada anómalo en nuestra interpretación de su obra, señor Hamilton, ni en la publicidad de la emisión, señor Berbelot. Después de sus protestas, yo mismo fui a ver la segunda parte de la emisión. No paso nada raro. Y como es la primera emisión comercial en color, ha sido grabada. Si no están satisfechos con lo que digo, les invito a que vean la grabación ahora mismo.

¿Qué más podíamos pedir? Los dos pensamos que Griff estaba diciendo la verdad y que creía que estábamos locos. Yo mismo empecé a pensarlo.

-Griff -dijo Berbelot-, ¿ha oído usted el diálogo final, cuando los dos protagonistas estaban en la playa?

Griff asintió.

-Recuérdelo -continúo Berbelot-. ¿Qué le dijo el chico a la chica cuando acercó la cara a su pelo?

-«Te quiero» -dijo conscientemente Griff, y se ruborizó-. Lo dijo dos veces. Berbelot y yo nos miramos.

-Vamos a ver esa grabación -dije yo. Bien, así lo hicimos, en la lujosa sala particular de proyección de Griff. Espero no tener que volver a vivir otra hora como aquella. Si no fuera por el hecho de que Berbelot estaba viendo lo mismo que yo y se sentía igual, habría ido a un psiquiatra. Porque el programa que emitía el proyector de Griff era completamente inocuo. Mi guión estaba tal cual; el anuncio de Berbelot era correcto. Aquel anuncio que lo había empezado todo, cuando el hombre y la mujer esperaban en el vestíbulo del teatro, tenia el siguiente dialogo:

-¿Qué le parece la obra, señor Robinson?

-Encantadora... y eso va también por usted. ¿Qué perfume usa?

-Doux Rêves, de Berbelot. ¿Qué le parece?

-Ya ha oído lo que opino de la obra.

Bien, ahí lo tienen. En la grabación, el guión de la secuencia de las Azores era tal como decía Griff. Me quedé de piedra.

-Creo que puedo hablar en nombre del señor Hamilton cuando digo que, si ésta es una grabación real, le debemos una disculpa -le dijo Berbelot a Griff cuando terminó-. También le quiero decir que no aceptaremos su evidencia hasta que la haya confrontado con la mía. Grabé el programa, como grabo todos mis anuncios. Le veremos mañana y traeremos una copia del sonido. ¿Nos vamos, señor Hamilton?

Asentí y nos marchamos, dejando a Griff mordiéndose los labios.


Me gustaría resumir brevemente la pesadilla de aquella noche. Berbelot recogió en el camino a un cámara experto y revelamos la película una hora después de llegar a la fantástica «Casa construida por el Perfume». Si yo estaba loco, también lo estaba Berbelot. Y si el lo estaba, también lo estaba el cámara. El maldito programa apareció en la pantalla de Berbelot exactamente como yo lo vi en mi aparato y el lo había visto en el suyo. Si hay alguien a quien haya maldecido de lejos, ese fue Griff aquella noche.

Supusimos, naturalmente, que nos había proyectado una falsificación para que no pudiéramos demandarlo. Haría lo mismo ante un tribunal. Se lo dije a Berbelot y él sacudió la cabeza.

-No, Hamilton, no podemos llevarle a un tribunal. La Associated me concedió esa emisión, la primera en color, con la condición de que descartaría cualquier responsabilidad por «una emisión incompleta, inadecuada o insatisfactoria del programa». No se fiaban mucho del nuevo aparato, ya ve.

-Bien, entonces yo les demandaré por los dos.

-¿Le compraron todos los derechos?

-Sí... ¡maldición! ¡También me tienen atrapado! Tienen derecho legal a hacer lo que quieran.

Tiré el cigarrillo a la chimenea eléctrica y me dirigí al gran televisor de Berbelot y conecté la emisora XZB de la Associated.

No sucedió nada.

-¡Eh! ¡Su televisor está estropeado! -dije.

Berbelot se levantó y empezó a manejar el dial. Yo estaba equivocado. Al aparato no le pasaba nada. Sus cuatro estaciones habían perdido la señal. Nos miramos mutuamente.

-Sintonice la XZW -dijo Berbelot-. Es una afiliada encubierta de la Associated. Tal vez podamos...

La XZW apareció cuando hice girar el dial. Era un programa de baile. De repente, apareció un locutor en la pantalla.

-Un boletín del Servicio de Noticias Iconoscópicas -dijo en tono coloquial-. La FCC ha clausurado la Associated Television y sus estaciones. No se han explicado las razones, pero parece que tiene que ver con el vocabulario un poco fuerte utilizado en el estreno mundial de la nueva transmisión en color de la Associated. Eso es todo.

-Me lo esperaba -sonrió Berbelot-. Me pregunto cómo va a explicarse Griff ahora. Si intenta usar la grabación que tiene, gustosamente entregaré la mía al gobierno y podremos demandarle por perjurio.

-Parece que la Associated lo tiene difícil, ¿eh?

-No demasiado. Ya conoce esas grandes corporaciones. La Associated consigue millones de sus cuatro cadenas, pero esos millones son sólo una gota en un vaso de agua comparado con los otros pasteles donde tiene metidos los dedos. Esa técnica del color, por ejemplo. Ahora que no pueden utilizarlo durante una temporada, ¿cuántos otros grupos perderán la oportunidad de pujar por el método y el equipo? Perderán algunos contratos de publicidad, y ahorrarán dinero al no emitir. Ni siquiera lo sentirán. Apuesto a que veremos transmisiones en color dentro de cuarenta y ocho horas en cualquier cadena rival.

Tenía razón. Dos días después, Cinerradio programó una emisión en color y se armó el taco. Lo que hicieron con el espacio de Berbelot y mi «Concha» fue realmente moderado.

El programa estaba patrocinado por una de las industrias antigravedad; he olvidado cuál era. Habían contratado a Raouls Stavisk, el compositor, para que tocara una de las antiguas óperas francesas que había rescatado. Era una obra llamada «Carmen», y había sido olvidada durante prácticamente dos siglos. La noticia había creado una conmoción entre los amantes de la música, aunque a mí personalmente no me llamó la atención. Era demasiado primitiva. Demasiado difícil de escuchar cuando uno se ha acostumbrado a oír cinco compases toda la vida. Y los antiguos no habían oído hablar del cuarto de tono.

De todas formas, fue un suceso importante. Lo transmitieron en directo desde el gran Auditórium Ciudadano, que tenía algo más de media entrada, unas ciento treinta mil personas. Prácticamente todos los aficionados a la música de esa parte de la ciudad. Sí, ciento treinta mil pares de ojos vieron el espectáculo allí mismo, e incontables millones lo vieron en sus pantallas. Recuerden eso.

Por lo que he oído, los que lo vieron en el Auditórium salieron satisfechos de haber gastado su dinero en eso. Vieron la ópera entera; la vieron desarrollarse según estaba previsto. La soprano, Maria Jeff, tenía una voz perfecta, y la orquesta de Stavisk interpretó perfectamente los antiguos compases. ¿Y entonces, qué?

Pues que los que lo presenciaron en casa vieron la primera mitad del programa a medida que se retransmitía... naturalmente. Pero -y apunten el dato-, vieron que Maria Jeff, en primer plano, en mitad de un aria, echaba hacia atrás la cabeza, dejaba de cantar y decía desdeñosamente:

-¡Al infierno con esto! ¡Dadle marcha, tíos!

Oyeron a la orquesta interrumpir aquella vieja música de dos por cuatro («Habanera», creo que la llamaban), y ponerse a tocar una vieja balada picante sobre «Alice la alcohólica», la chica que no creía en la eugenesia. Vieron a Maria Jeff dar unos cuantos pasos por el escenario y quitarse la ropa... no es que la acuse de nada por eso; se supone que era muy suya, y tal vez hacía calor. Pero hubo algo raro en la forma en que lo hizo.

Nunca había visto nada parecido. Al principio, pensé que era parte de la ópera, porque, por lo que aprendí en la escuela, sé que los antiguos solían hacer cosas así. No estoy seguro. Pero supe que no se trataba de ópera cuando el viejo Stavisk saltó al escenario y empezó a bailar con la «prima donna». Las cámaras se dirigieron al público, y allí estaban todos, bailando por los pasillos. Y quiero decir bailando. ¡Guau!

Bien, pueden imaginar los problemas que causó todo esto. Los de Cinerradio Inc. se quedaron de piedra cuando la FCC les obligó a clausurar las emisiones, igual que a la Associated. Igual de sorprendidos quedaron las ciento treinta mil personas que habían visto la ópera y habían pensado que era buena. Nadie había viso a Stavisk saltar al escenario. No tenía sentido.

Cinerradio, naturalmente, tenía una grabación. Y también la FCC. Cada una de las grabaciones apoyó a su grupo respectivo. La de Cinerradio, registrada por un magnetofón allí mismo, en el Auditórium, mostraba un programa musical. La de la FCC, grabada por orden gubernamental, registraba el jaleo que yo y millones de otras personas habíamos visto en el televisor. Era demasiado para mí. Me fui a ver a Berbelot. El viejo tenía mucho sentido común, y había visto el principio de esta historia de locos. Pareció alegrarse cuando vio mi cara en el televisor de su casa.

-iHamilton! -exclamó-. ¡Venga! ¡He telefoneado a cinco distritos enteros intentando localizarle!

Pulsó un botón en la puerta y el recibidor se cerró a mis espaldas. Fui llevado directamente a sus habitaciones. Su combinación de recibidor y ascensor es un artilugio curioso.

-Imagino que no tengo que preguntarle por qué ha venido -dijo mientras nos dábamos la mano-. Cinerradio se ha encontrado con un hueso duro de roer, ¿no?

-Sí y no -contesté-. Estoy empezando a pensar que Griff tenía razón cuando decía que, por lo que sabía, el programa era correcto. Pero si tenía razón, ¿de qué va todo esto? ¿Cómo puede un programa llegar a quien lo transmite en perfecto estado, y aparecer por todos los receptores de la nación como la idea que un bromista tiene de lo que es el paraíso?

-No lo sé -dijo Berbelot, y se frotó la barbilla pensativo-. Pero ha sucedido. Tres veces.

-¿Tres? ¿Cuándo...?

-Ahora mismo, antes de que llegara. El Secretario de Estado estaba haciendo un discurso en la XZM, de Consolidated Atomic, ya sabe. La ZXM consiguió el equipo en color de Cinerradio, en cuanto la FCC les obligó a cerrar. Bien, el honorable Secretario repitió lo de siempre durante doce minutos y medio. De repente se paró, sonrió a la cámara y dijo: «Oigan, ¿saben ustedes el chiste del granjero viajante y la hija del vendedor?».

-Yo lo sé -dije-. Dios santo, no me diga que lo contó.

-Exacto. Con todo lujo de detalles a través de las ondas. Llamé inmediatamente, pero no pude conseguir la conexión. Las líneas de la ZXM estaban saturadas. Una secretaria de aspecto muy preocupado conectó no sé cuántas líneas y dijo: «Si están ustedes llamando por el discurso del Secretario, no pasa nada raro. ¡Ahora despejen las líneas, por favor!».

-Bien -dije yo-, veamos lo que tenemos. Primero, la emisión sale de los estudios tal como está escrita y programada. ¿Aceptamos eso?

-Sí. Además, ya que ninguna emisión en blanco y negro ha sido afectada, tenemos que considerar que esta extraña conducta está limitada a la técnica en color.

-¿Y qué hay de las grabaciones de los estudios? Eran en color y no fueron alteradas. Berbelot pulsó un botón y una mesa automática salió de su nicho y se detuvo ante nosotros. Nos servimos tabaco y bebida, y la mesa volvió a su sitio.

-La grabación de Cinerradio no era televisiva, Hamilton. Era un magnetófono. Y en cuanto a la Associated... ¡lo tengo! ¡La grabación de Griff fue transmitida a sus monitores de grabación por cable desde los estudios! ¡No salió al aire!

-Tiene usted razón. Entonces podemos suponer que los únicos programas afectados son aquellos en color que se transmiten al exterior de la emisora. Bien, ¿pero adónde nos lleva eso?

-A ningún sitio -admitió Berbelot-. Pero tal vez podamos averiguar-lo. Venga conmigo. Entramos en un ascensor y bajamos tres pisos.

-No sé si ha oído que soy un entusiasta de la televisión -dijo mi anfitrión-. Aquí está mi laboratorio. Me precio de que no existe uno más completo en el mundo.

No pude dudarlo. Nunca en mi vida había visto una cosa así. Era en parte museo y en parte taller. Tenía copias y reliquias auténticas de cada una de las fases de la televisión a través de los años, desde los antiguos aparatos de disco a los últimos receptores atómicos tridimensionales. En un rincón había una masa de aparatos extraordinariamente complicada que reconocí como un transmisor policromo.
-Un hermoso trabajo, ¿verdad? -dijo Berbelot-. Fue desarrollado aquí mismo por uno de los muchachos que ganó la beca Berbelot.

No lo sabía. Empecé a respetar de verdad a aquel hombre sorprendente.

-¿Cómo funciona? -le pregunté.

-Hamilton, tenemos trabajo que hacer. Me llevaría toda la noche contárselo. Pero la idea general es que las vibraciones enviadas por el transmisor están fuera de fase unas con otras. El receptor consigue sintonizarlas por ciertas fusiones de estas vibraciones fuera-de-fase cuando salen de este equipo. El efecto es una especie de vibración irregular..., una vibración en las propias ondas electromagnéticas, que da como resultado un nuevo tipo de onda que un receptor estándar puede captar.

-Ya veo -mentí-. Bien, ¿qué planea hacer?

-Voy a transmitir desde aquí a Mi casa de campo, que está a unos mil doscientos kilómetros al norte, lo que debe ser suficiente. Mis señales serán recibidas y automáticamente nos serán devueltas por cable. -Indicó un receptor que había cerca-. Si hay alguna diferencia entre lo que enviemos y lo que recibamos, tal vez podamos averiguar cuál es el problema.

-¿Y laa FCC? -pregunté yo-. Supongamos..., suena gracioso, pero supongamos que recibimos el tipo de tacos que salieron al aire durante la emisión de mi «Concha». Berbelot sonrió.

-Ya me he encargado de eso. La emisión será direccional. Ningún receptor podrá captarla, excepto el mío.

¡Qué tipo! Pensaba en todo.

-Muy bien -dije-. Adelante.

Berbelot conectó un par de interruptores principales y nos sentamos delante del receptor. Las luces destellaron, y a través de una hilera de botones que tenía en el brazo de su asiento, Berbelot manipuló la transmisión de forma que podíamos ver y ser vistos sin que tuviéramos que volver la cabeza. A una señal de Berbelot, me adelanté y conecté el receptor.

Berbelot miró su reloj.

-Si las cosas salen bien, pasarán entre diez y treinta minutos antes de que recibamos alguna interferencia.

Su voz sonaba un poco metálica. Me di cuenta de que provenía del receptor.

Las imágenes se aclararon en la pantalla a medida que el aparato empezó a calentarse. Vi que Berbelot y yo estábamos sentados uno al lado del otro, igual que si estuviéramos delante de un espejo, sólo que las imágenes no estaban invertidas. Me dediqué algunas burlas y mi imagen devolvió el cumplido.

-Tranquilo, chico -dijo Berbelot-. Si recibimos el mismo tipo de interferencia que las otras emisiones, su imagen hará algo raro. Se echó a reír.

-Ciertamente, maldición -dijo el receptor. Berbelot y yo nos miramos y luego nos volvimos a la pantalla. La cara de Berbelot era la misma, pero la mía tenía una sonrisa maligna. Berbelot comprobó su reloj tranquilamente.

-Ocho cuarenta y seis -dijo-. Menos tiempo en cada emisión. Si esto sigue así, muy pronto la interferencia empezará automáticamente con la emisión.

-No, a menos que empiece a emitir siguiendo un horario regular -dijo la imagen de Berbelot.

Aparentemente se había disociado por completo de Berbelot. Me quedé de una pieza.

-¿Ve? -me susurró Berbelot-. Tarda un minuto en sincronizarse. Hasta que lo haga, es mi imagen.

-¿Qué significa todo esto? -jadeé.

-A mí que me registren -dijo el rey del perfume.

Nos sentamos y esperamos. Y lo mismo hicieron nuestras imágenes, Dios me ayude. ¡Nos estaban mirando!

Berbelot intentó una pregunta directa.

-¿Quiénes son ustedes?

-¿Quiénes parecemos? -dijo mi imagen, y los dos soltaron una ruidosa carcajada.La imagen de Berbelot dio una palmada a la mía.

-Les tenemos hechos polvo, ¿eh, amigos? -rió.

-¡Déjense de tonterías! -dijo Berbelot bruscamente.

Sorprendentemente, las risas cesaron.

-Oh -dijo mi imagen quejumbrosamente-. No se enfaden. No tenemos mala intención. Divirtámonos. Yo me estoy divirtiendo.

-¡Vaya, son como niños! -dije yo.

-Creo que tiene usted razón -repuso Berbelot.

-Miren -habló a las imágenes, que se quedaron allí sentadas, a la expectativa, haciendo pucheros-. Antes de divertirnos, quiero que me digan quiénes son, y cómo aparecen en el receptor, y cómo embarullaron tres emisiones antes de ésta.

-¿Hemos hecho algo malo? -preguntó mi imagen inocentemente.

La otra soltó una risita.

-Son unos hijos de perra graciosos, ¿eh? -dijo Berbelot-. Bien, ¿van a contestar ustedes a mis preguntas, o interrumpo la emisión?

-¡Contestaremos! ¡Contestaremos! -gritaron a coro, frenéticamente-. ¡Por favor, no desconecte!

-¿Cómo demonios se le ocurrió eso? -le susurré a Berbelot.

-Un golpe a ciegas -contestó-. Evidentemente, les gusta aparecer así, y no pueden hacerlo por otro medio que no sea las ondas policromas.

-¿Qué quieren saber? -preguntó la imagen de Berbelot, con los labios temblorosos.

-¿Quiénes son ustedes?

-¿Nosotros? Somos... no lo sé. No tienen ustedes un nombre para nosotros, así que ¿cómo puedo decírselo?

-¿Dónde están?

-Oh, en todas partes. Por ahí.

Berbelot, impaciente, dirigió la mano hacia el interruptor.

-¡No! ¡No lo haga! -gimieron las imágenes-. ¡Esto es divertido!

-Con que divertido, ¿eh? -gruñí yo-. ¡Vamos, cuéntennos la historia o les desconectaremos!

-Por favor, créannos -suplicó mi imagen-. Es la verdad. Estamos en todas partes.

-¿Qué aspecto tienen? -pregunté-. ¡Muéstrense tal como son!

-No podemos -dijo la otra imagen-. Porque no tenemos ningún aspecto. Somos sólo... somos, eso es todo.

-No reflejamos la luz -añadió mi imagen.

Berbelot y yo intercambiamos una mirada de perplejidad.

-O bien se están burlando de nosotros, o nos hemos topado con algo completamente nuevo, de lo que nadie hasta ahora había oído hablar -dijo.

-Desde luego -dijo llena de orgullo la imagen de Berbelot-. Hace mucho que les conocemos..., tal como cuentan ustedes el tiempo.

-Sí -continuó el otro-. Sabemos de ustedes desde hace algo más de doscientos años. Habíamos sentido sus vibraciones mucho antes, pero no supimos quiénes eran hasta entonces.

-Doscientos años... -musitó Berbelot-. Eso fue en la época de los primeros televisores atómicos.

-¡Eso es! -dijo mi imagen-. Rozaron nuestras corrientes cerebrales y pudimos ver y oír. Sin embargo, no pudimos contactar con ustedes hasta hace poco, cuando nos enviaron esa tontería de la concha.

-Eh, cuidado con lo que dice -espeté furioso.

Berbelot se echó a reír.

-¿Cuántos son ustedes? -preguntó.

-Uno, y muchos. Somos finitos e infinitos. No tenemos forma ni tamaño tal como ustedes los entienden. Simplemente... somos.

Lo aceptamos sin hacer más comentarios. Fue un duro golpe.

-¿Cómo cambiaron los programas? ¿Cómo están cambiando éste? -preguntó Berbelot.

-Esas emisiones pasan directamente a través de nuestras corrientes cerebrales. Nuestros pensamientos las cambian mientras lo hacen. Antes era imposible. Éramos conscientes, pero no podíamos hacernos oír. Esta nueva onda nos lo permite. Sus convulsiones están en fase con nuestro ser.

-¿Por qué eligieron esa forma particular de intervenir? -pregunté yo-. Me refiero a todas esas bufonadas.

Por primera vez, una de las imágenes, la de Berbelot, pareció ruborizarse.

-Queríamos agradar. Queríamos entrar en contacto con ustedes y hacerles reír. Sabíamos cómo. Doscientos años escuchando las emisiones simples, privadas y públicas, nos han enseñado su lenguaje y sus emociones y sus pautas de pensamiento. ¿De verdad que hemos hecho algo malo?

-Parece que nos hemos topado con un sentido del humor cósmico -me recalcó Berbelot, y se dirigió a su imagen-. Sí, en cierto modo lo han hecho. Han hecho que tres grandes compañías hayan tenido que clausurar sus emisiones. Han puesto en ridículo a un hombre llamado Griff y a un Secretario de Estado. Han hecho que mi amigo se enfade mucho. Eso no está nada bien, ¿no?

-No -dijo mi imagen. Y se ruborizó de veras-. No lo haremos más. Estábamos equivocados. Lo sentimos.

-Oh, vale ya -dije yo. También me sentía confundido-. Todo el mundo comete errores.

-Eso está muy bien de su parte -dijo mi imagen en la pantalla del televisor-. Nos gustaría hacer algo por usted. Y por usted también, señor...

-Berbelot -dijo el aludido.
¡Imagínense, presentándose a un aparato de televisión!
-No pueden hacer nada por nosotros -dije yo-, excepto dejar de embarullar las emisiones en color.
-Entonces, de verdad quieren que lo dejemos. -Mi imagen se dirigió a la de Berbelot-. Hemos hecho mal. Hemos herido sus sentimientos y les hemos puesto furiosos.

Se volvió a nosotros.

-No les molestaremos más. ¡Adiós!

-¡Esperen un momento! -grité.

Pero era demasiado tarde. La pantalla mostraba las dos mismas figuras, pero habían perdido su vida peculiar. Éramos Berbelot y yo. Nada más.

-Mire lo que ha hecho -acusó Berbelot.

Empezó a dirigirse al transmisor.

-¡Llamando al interceptor de la onda policroma! ¿Puede oírme? ¿Puede oírme? Llamando...

Se interrumpió y me miró con disgusto.

-Idiota... -dijo suavemente, y tuve ganas de acurrucarme en un rincón y echarme a llorar.

Bien, eso es todo. Los juicios del FCC emitieron un veredicto de «persona o personas desconocidas» y las emisiones en color se convirtieron en una realidad universal. El mundo no ha conocido, hasta ahora, la historia real de aquel asunto. Berbelot se pasó los tres meses siguientes intentando contactar sin éxito con aquella inteligencia del éter. ¿Lo entienden ustedes? ¡Durante doscientos años esperó la oportunidad de entrar en contacto, y luego se molestó y se marchó!

Es culpa mía, desde luego. Pero admitirlo no sirve de nada. Ojalá pudiera hacer algo...

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