viernes, 16 de octubre de 2015

La impaciencia de la multitud, Auguste Villiers de L'Isle-Adam



Al señor Victor Hugo
Hombre, ve a decir a Lacedemonia que aquí
hemos muerto por obedecer sus santas leyes.
-Simonides

La gran puerta de Esparta, con su batiente pegado a la muralla como un escudo de bronce apoyado en el pecho de un guerrero, se abría ante el Taygeto. La polvorienta pendiente del monte enrojecía con fríos fuegos un atardecer de los primeros días del invierno, y la árida ladera enviaba a las murallas de la ciudad de Heracles la imagen de un sacrificio ofrecido en una profunda noche cruel.

Por encima del cívico portal, el muro se erguía pesadamente. En la nivelada cumbre había una multitud, roja por el atardecer. Las luces de hierro de las armaduras, las jabalinas, los carros, las puntas de las lanzas brillaban con la sangre del astro. Únicamente los ojos de esa multitud estaban sombríos: contemplaban fijamente, con miradas agudas como jabalinas, la cima del monte, de donde se esperaba alguna gran noticia.

La víspera, los Trescientos habían marchado con el rey. Coronados con flores, partieron al festín de la Patria. Quienes tenían que cenar en los infiernos habían peinado sus cabelleras por última vez en el templo de Licurgo. Después, los jóvenes, tras coger los escudos y golpearlos con sus espadas, entre los aplausos de las mujeres, habían desaparecido en la aurora mientras cantaban versos de Tirteo... Ahora, sin duda, las altas hierbas del Desfiladero rozaban sus desnudas piernas, como si la tierra que iban a defender quisiera todavía acariciar a sus hijos antes de recogerlos en su verdadero seno.

Por la mañana, el fragor de las armas, traído por el viento, y los gritos triunfales, habían confirmado los informes de los desperdigados pastores. Los Persas habían retrocedido dos veces, en una inmensa derrota, dejando a diez mil Inmortales sin sepultura. ¡La Lócrida había visto tales victorias! Tesalia se sublevaba. Tebas misma se había despertado ante tal ejemplo. Atenas había enviado sus legiones y se armaba bajo las órdenes de Milcíades; siete mil soldados reforzaban la falange laconiana.

Pero he aquí que entre los cantos de gloria y las plegarias en el templo de Diana, los cinco Eforos se miraron, después de haber escuchado a los mensajeros llegados de improviso. Inmediatamente, el Senado había dado órdenes de defender la Ciudad. De ahí esos apresurados atrincheramientos, porque la orgullosa Esparta tenía a sus ciudadanos como única fortificación.

Una sombra había desvanecido todas las alegrías. Ya no daban crédito a los discursos de los pastores; de golpe, olvidaron las sublimes noticias como si fueran fábulas. Los sacerdotes se habían estremecido. Iluminados por la llama de los trípodes, los brazos de los augures se habían alzado invocando a las divinidades infernales. Inmediatamente, se dijeron breves y terribles palabras. Y se hizo salir a las vírgenes porque se iba a pronunciar el nombre de un traidor. Sus largos vestidos pasaron sobre los Ilotas, tumbados, borrachos de vino negro, y cuando atravesaron las escalinatas de los pórticos, caminaron por encima de ellos sin percibirlos.

Entonces resonó la desesperada noticia.

Alguien había mostrado a los enemigos un paso secreto en la Fócida. Un pastor mesenio había vendido la tierra de Hélade. Efialtes había vendido la madre patria a Jerjes. Y la caballería persa, a cuyo frente resplandecían las armaduras de oro de los sátrapas, invadían ya el suelo de los dioses, hollaban los pies de la nodriza de los héroes. ¡Adiós, templos, moradas de los antepasados, llanuras sagradas! Ellos, los pálidos y afeminados, vendrán con cadenas, y escogerán a sus esclavos entre tus hijas, ¡oh Lacedemonia!

Cuando los ciudadanos se dirigieron a la muralla, al ver el aspecto de la montaña, creció la consternación.

El viento se lamentaba en los rocosos barrancos, entre los pinos que se plegaban y se rompían, confundiendo sus desnudas ramas, semejantes a los cabellos de una cabeza inclinada hacia atrás con horror. La Gorgona, cuyos velos parecían moldear su rostro, corría por entre las nubes. Y la multitud, color de incendio, se amontonaba en los huecos para contemplar la áspera desolación de la tierra bajo la amenaza del cielo. Sin embargo, este gentío de severas bocas se condenaba al silencio a causa de las vírgenes. No había que agitar su seno ni angustiar su sangre con acusadoras impresiones hacia un hombre de la Hélade. Pensaban en los futuros niños.

La impaciencia, la decepcionante espera, la incertidumbre del desastre aumentaban la angustia. Cada uno intentaba empeorar aún más su futuro, y la proximidad de la destrucción les parecía inminente.

¡Seguramente, la vanguardia de los ejércitos aparecería al atardecer! Algunos creían ver en los cielos y cortando el horizonte, el reflejo de la caballería de Jerjes, incluso su carro. Los sacerdotes, aguzando el oído, distinguían unos clamores venidos del norte -decían-, a pesar del viento de los mares meridionales que agitaba sus mantos.

Las balistas rodaban, tomando posiciones; se tensaban sus escorpiones y los montones de dardos eran depositados junto a las ruedas. Las niñas preparaban las brasas para hacer hervir la pez; los veteranos, revestidos con sus armaduras, calculaban, con los brazos cruzados, el número de enemigos que abatirían antes de morir; iban a fortificar las puertas, pues Esparta no se rendiría, ni siquiera si era tomada al asalto; se calculaban los víveres, se aconsejaba el suicidio a las mujeres, se consultaba unas entrañas abandonadas que humeaban aquí y allá.

Como había que pasar la noche en la muralla por temor a un posible ataque sorpresa de los Persas, el llamado Nogacles, el cocinero de los guardias, una especie de magistrado, preparaba, en la misma muralla, el público sustento. De pie, junto a un enorme tonel, manejaba su pesada maza de piedra y, mientras aplastaba distraídamente el grano en la leche salada, también él miraba, preocupado, la montaña.

Todos esperaban. Ya se insinuaban infames sugerencias sobre los combatientes. La desesperación de la masa es calumniosa; y los hermanos de aquéllos que desterrarían un día a Arístides, Temístocles y a Milcíades no soportaban, sin furor, su preocupación. Pero entonces, unas mujeres muy viejas sacudían la cabeza mientras trenzaban sus grandes cabelleras blancas. Ellas estaban seguras de sus hijos y guardaban la orgullosa tranquilidad de las lobas que han dejado de amamantar.

Una brusca oscuridad invadió el cielo; no eran las sombras de la noche. Una inmensa bandada de cuervos apareció, surgida de las profundidades del sur, y pasó sobre Esparta con terribles gritos de alegría; cubrían el espacio ensombreciendo la luz. Se posaron en todas las ramas de los árboles sagrados que rodeaban el Taygeto. Allí permanecieron, vigilantes, inmóviles, con el pico orientado hacia el norte y los ojos encendidos.

Se oyó una clamorosa y estruendosa maldición que los persiguió. Las catapultas retumbaron al enviar una andanada de piedras cuyos choques sonaron tras mil silbidos y restallaron al penetrar en los árboles.

Intentaron asustarlos tendiéndoles el puño o elevando los brazos al cielo. Ellos permanecieron impasibles, como si un divino olor de héroes muertos les hubiera fascinado, y no abandonaron las ramas, que se doblaban bajo su peso.

Ante esta aparición, las madres se estremecieron en silencio.

Ahora las vírgenes se preocuparon. Les habían entregado las hojas santas, colgadas desde hacía siglos en los templos. «¿Para quién estas espadas?» -preguntaban. Y sus miradas, aún tiernas, iban del reflejo de las armas a los fríos ojos de quienes las habían engendrado. Les sonreían por respeto, les dejaban en la incertidumbre de las víctimas; en el último momento les dirían que esas espadas eran para ellas.

De repente, los niños gritaron. Sus ojos habían distinguido algo en la lejanía. Allá, en la ahora azulada cima del desierto monte, un hombre, impulsado por el viento de una fuga anterior, se dirigía hacia la Ciudad.

Todas las miradas convergieron en él.

Venía con la cabeza baja, con el brazo extendido hacia una especie de bastón ramoso -cortado apresuradamente, sin duda-, que sostenía su carrera hacia la puerta espartana.

Ahora, cuando llegó a la zona en que el sol lanzaba sus últimos rayos hacia el centro del monte, se podía distinguir su gran manto enrollado alrededor de su cuerpo; el hombre debía de haberse caído en el camino, porque su manto y su bastón estaban completamente manchados de fango. No podía ser un soldado: no tenía escudo.

Un triste silencio acogió esta visión.

-¿De qué horrible lugar huía? ¡Mal presagio!

-Tal carrera no era digna de un hombre. ¿Qué querría?

-¿Refugio?... ¿Lo perseguían? ¿El enemigo? ¡Ya! ¡ya!...

En el momento en que la oblicua luz del agonizante astro lo iluminó de la cabeza a los pies, pudieron ver las canilleras.

Una oleada de furor y de vergüenza trastornó los pensamientos. Olvidaron la presencia de las vírgenes, que se tornaron siniestras y más blancas que auténticos lirios.

Resonó un nombre, escupido por el terror y el estupor general. ¡Era un Espartano!, ¡uno de los Trescientos! Lo reconocían. ¡Él!, ¡era él! ¡Un soldado de la ciudad que había arrojado su escudo! ¡Qué huía! ¿Y los otros? ¿También ellos, los valientes, se habían dado a la fuga? Y la ansiedad crispaba los rostros. Ver a ese hombre equivalía a contemplar la derrota. ¡Ah!, ¡por qué esconder por más tiempo tan inmensa desgracia! ¡Habían huido! ¡Todos!... ¡Lo seguían! ¡Aparecerían de un momento a otro!... ¡Perseguidos por los jinetes persas! Y el cocinero, poniéndose la mano sobre los ojos, exclamó que los veía en la bruma...

Un grito acalló todos los rumores. Acababa de ser lanzado por un viejo y una anciana. Ambos, escondiendo sus prohibidos rostros, habían pronunciado esas horribles palabras: «¡Mi hijo!»

Entonces se elevó un huracán de alaridos. Los puños se alzaron hacia el fugitivo.

-Te equivocas. Aquí no está el campo de batalla.

-No corras tanto. Cuídate.

-¿Compran a buen precio los Persas los escudos y las espadas?

-Efialtes es rico.

-¡Ten cuidado a tu derecha! Los huesos de Pelops, de Heracles y, de Pólux están bajo tus pies. ¡Maldición! Vas a despertar a los manes del Antepasado, pero él estará orgulloso de ti.

-¡Mercurio te ha prestado las alas de sus pies! ¡Por la laguna Estigia, que ganarás el premio en las Olimpíadas!

El soldado parecía no oír y seguía corriendo hacia la Ciudad.

Y como no respondía ni se detenía, se exasperaron aún más. Las injurias fueron espantosas. Las muchachas observaban con estupor.

Y los sacerdotes:

-¡Cobarde! ¡Estás manchado de barro! ¡Tú no has abrazado a la tierra natal; tú la has mordido!

-¡Viene hacia la puerta! ¡Ah! ¡Por los dioses infernales! ¡No entrarás!

Millares de brazos se levantaron.

-¡Atrás! ¡Te espera el báratro! Si no... ¡Atrás! ¡No queremos tu sangre en nuestros abismos!

-¡Al combate! ¡Vuelve!

-Teme las sombras de los héroes a tu alrededor.

-¡Los Persas te darán coronas y liras! ¡Vete a amenizar sus festines, esclavo!

Ante tal palabra, las jóvenes Lacedemonias inclinaron sus frente sobre el pecho, y, apretando en sus brazos las espadas portadas por los reyes libres en remotas épocas, vertieron silenciosas lágrimas.

Ellas enriquecían, con sus heroicos llantos, la ruda empuñadura de las espadas. Por la patria, todo lo comprendían y se consagraban a la muerte.

De pronto, una de ellas, esbelta y pálida, se aproximó a la muralla: le abrieron paso. Era la que iba a ser, un día, la esposa del fugitivo.

-¡No mires, Semeis!... -le gritaron sus compañeras.

Pero ella observó al hombre y, tras coger una piedra, la lanzó contra él.

La piedra alcanzó al desgraciado: éste alzó los ojos y se detuvo. Y entonces pareció que un temblor lo agitaba. Su cabeza volvió a caer sobre su pecho después de haberla levantado un momento.

Dio la impresión de que soñaba. ¿En qué?

Los niños lo observaban; las madres, mientras se lo señalaban, les hablaban en voz baja.

El enorme y belicoso cocinero interrumpió su labor y abandonó su maza. Una especie de cólera sagrada le hizo olvidarse de sus deberes. Se alejó del tonel y se colgó de un vano de la muralla. Luego, juntando todas sus fuerzas e hinchando sus carrillos, el veterano escupió al tránsfuga. Y el viento que soplaba llevó, cómplice de tan santa indignación, la infame espuma hasta la frente del miserable.

Resonó una exclamación aprobando tan enérgica muestra de ira.

Se habían vengado.

El soldado, pensativo, apoyado en su bastón, contemplaba fijamente la abierta entrada de la Ciudad.

A la señal de un jefe, la pesada puerta se interpuso entre él y el interior de las murallas y se encajó entre las dos masas de granito.

Entonces, ante la puerta cerrada que lo proscribía para siempre, el fugitivo cayó hacia atrás, estirado, tendido en la montaña.

En ese mismo instante, con el crepúsculo y ocaso del sol, los cuervos se precipitaron hacia ese hombre; esta vez los aplaudieron y su velo criminal lo ocultó súbitamente de los ultrajes de la masa humana.

Luego cayó el rocío de la noche que humedeció el polvo a su alrededor.

Al amanecer, sólo quedaban del hombre algunos huesos dispersos.

Así murió, con el alma loca por la única gloria que los dioses envidian y con los párpados piadosamente cerrados para que el aspecto de la realidad no estropease con alguna vana tristeza la sublime concepción que tenía de la Patria; así murió, sin palabras, apretando en su mano la palma fúnebre y triunfal y solamente separado de su barro natal por el manto púrpura de su sangre, el augusto guerrero elegido, a causa de sus mortales heridas, como mensajero de la Victoria por los Trescientos, quienes, tras haber lanzado su escudo y su espada a los torrentes de las Termópilas, lo empujaron hacia Esparta, lejos del Desfiladero, persuadiéndolo de que debía utilizar sus últimas fuerzas para salvar a la República; así desapareció en la muerte, aclamado o no por aquellos por quienes él perecía, EL ENVIADO DE LEONIDAS.

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