martes, 17 de mayo de 2016

Segmento brillante, Theodore Sturgeon


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Nunca había tenido a una chica en sus brazos. No estaba aterrorizado; ya había gastado todo ese sentimiento cuando la entró en la habitación y cerró la puerta a su espalda de una patada, mientras oía el continuo gotear de la sangre de su falda empapada, y antes de eso, al creer que estaba muerta allí, junto al bordillo, y también cuando ella emitió aquel sonido, suspiro o gemido que parecía un susurro. La había llevado a su habitación y al ver toda aquella sangre, se volvió hacia la izquierda, y luego hacia la derecha y la dejó en el suelo, con una confusión absoluta en su mente, y sus sienes latiendo a causa de aquel ejercicio desacostumbrado. La única guía que tenía para sus acciones era No dejes que caiga sangre encima del cubrecama. Encendió la luz del techo, y, por un instante, se quedó inmóvil, parpadeando y respirando con fuerza; de repente, saltó hacia la ventana para bajar la persiana y protegerse de la luz de la calle, que parecía mirarle, y de todos los demás ojos posibles. Vio como sus manos se alargaban hacia la persiana y detuvo su gesto: estaban rojas, preparadas para teñir cuanto rozara con ellas. Emitió un sonido que una parte alejada de su mente reconoció como el duplicado exacto de aquel murmullo agónico que ella había emitido en la oscura y húmeda calle; entonces, saltó hacia el interruptor de la luz, y observó el manchón rojizo que había ya en él, a sabiendas de que, al pasar su mano sobre él, estaba dejando otro. Tambaleándose, se dirigió hacia la pileta del rincón y se lavó las manos, una y otra vez; cada cinco o seis segundos, miraba el cuerpo de la chica por encima de su hombro y aquel grueso y aplastado dedo de sangre que se arrastraba hacia él, por encima del linóleo.

Ya había recuperado el aliento y se dirigió hacia la ventana. Bajó la persiana, y cerró las cortinas; después, examinó tanto los lados como el suelo para asegurarse de que no quedaban rendijas. Sumido en la negrura más completa, avanzó a tientas hasta la otra pared, siguiendo los contornos del linóleo, y volvió a encender la luz. El dedo de sangre se había convertido en un tentáculo que se dirigía hacia los poco sólidos tablones del suelo, hambrientos de pintura. Se hizo con una esponja de plástico que había en la mesa esmaltada junto al hornillo y la dejó caer sobre la punta del tentáculo, la que buscaba los tablones. En ese momento, se sintió complacido porque aquello había dejado de ser una criatura que se movía hacia él, sólo era algo que había caído al suelo y que se podía limpiar.

Quitó el cubrecama y lo colgó en la metálica cabecera del lecho. Cogió sus dos manteles de plástico, el que había en el armario de la vajilla y el que tenía en el cajoncito de la mesa plegable. Cubrió la cama con ellos, dejando que rozaran el suelo, y luego se quedó un momento parado, meciéndose hacia atrás y hacia adelante, lleno de preocupación, al tiempo que se daba tironcitos del labio inferior con el pulgar y el índice. «Hazlo bien —se dijo a sí mismo con firmeza—. ¿Que se muere antes de que lo hayas hecho? No importa, hazlo bien.»