lunes, 30 de noviembre de 2015

La ciudad hermana, Brian Lumley



(Este manuscrito se incluye como "Anexo A" en el informe número M-Y-127/52, fechado el 7 de agosto de 1952.)

Hacia el final de la guerra, cuando bombardearon nuestra casa de Londres y murieron mis padres, fui hospitalizado debido a mis heridas y tuve que pasar casi dos años enteros postrado. Yo era joven —tenía sólo diecisiete años cuando salí del hospital—, y fue entonces cuando se despertó en mí el entusiasmo, que años después se convirtió en un anhelo insaciable, por los viajes, las aventuras y por conocer las antigüedades más grandes de la Tierra. Siempre he tenido una naturaleza vagabunda, pero estuve tan sujeto durante esos dos pesados años que, cuando finalmente me llegó la ocasión de emprender la aventura, me resarcí del tiempo perdido dejando que esa inclinación mía campase por sus respetos.

No es que esos largos y dolorosos meses estuviesen totalmente exentos de placeres. Entre una y otra operación, cuando mi salud lo permitía, leía ávidamente en la biblioteca del hospital, principalmente para olvidar mi desgracia, y después para dejarme llevar a esos mundos antiguos y maravillosos creados por Walter Scott en sus encantadoras Noches arábigas.

Aparte de deleitarme tremendamente, el libro contribuyó a desviar mi atención de las cosas que había oído decir sobre mí en las salas. Se comentaba en voz baja que yo era diferente; al parecer los médicos habían encontrado algo extraño en mi constitución física. Había rumores sobre las peculiares cualidades de mi piel y el cartílago córneo ligeramente prolongado de mi espina dorsal. Se hablaba del hecho de que los dedos de mis manos y de mis pies fuesen ligeramente palmeados, y de mi total carencia de pelo, de modo que me había convertido en objeto de muchas miradas extrañas.

Estas circunstancias, y mi nombre, Robert Krug, no contribuyeron precisamente a aumentar mi popularidad en el hospital. De hecho, en la época en que Hitler devastaba de cuando en cuando Londres con sus bombas, un apellido como el de Krug, con todas sus implicaciones de ascendencia germana, era probablemente un obstáculo mayor para granjearme amistades que todas mis otras peculiaridades juntas.

Al final de la guerra me encontré con que era rico: fui nombrado heredero único de la riqueza de mi padre, y aún no había cumplido los veinte años. Había dejado muy atrás a los Jinns, Gules y Efreets de Scott, pero había regresado al mismo tipo de emoción de las Noches arábigas con la publicación de las Excavaciones de los lugares sumerios, de Lloyd. En líneas generales, este libro fue el responsable del miedo que siempre me han inspirado esas mágicas palabras de «Ciudades Perdidas».

En los meses subsiguientes, y ya durante todos los demás años de mi formación, la obra de Lloyd quedó como un hito, pese a que fue seguida de otros muchos volúmenes de talante similar. Leí ávidamente Nínive y Babilonia y Primeras aventuras en Persia, Susa y Babilonia, de Layard. Leí morosamente obras tales como Origen y progreso de la Asiriología, de Budge, y Viajes a Siria y Tierra Santa, de Burckhardt.

Pero no fueron las fabulosas tierras de Mesopotamia los únicos lugares de interés para mí. Las ficticias Shangri-La y Ephiroth se situaban asimismo junto a la realidad de Micenas, Knosos, Palmira y Tebas. Leí entusiasmado las historias de la Atlántida y de Chichén-Itzá, sin molestarme nunca en separar lo real de lo fantástico, y pensaba con igual anhelo en el Palacio de Minos en Creta que en la Ignorada Kadath de la Inmensidad Fría.

La cena, Alfonso Reyes



Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.

Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?

Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron de manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados… No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.

De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana: aquél era el término.

Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:

«Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...»

Ni una letra más.

Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: «¡Ah, si no faltara!...», tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges de la calzada de algún templo egipcio.

La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.

Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Chac Mool, Carlos Fuentes

Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque había sido despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout endulzado por los sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria en La Quebrada y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien; pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, a la medianoche, el largo trecho entre Caleta y la isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le velara, a pesar de ser un cliente tan antiguo, en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido dentro de su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos con lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.

Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Mientras desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico derogado de la ciudad de México. Cachos de lotería. El pasaje de ida -¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol.

Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómitos y cierto sentimiento natural de respeto por la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría -sí, empezaba con eso- nuestra cotidiana labor en la oficina; quizá sabría, al fin, por qué fue declinado, olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio Efectivo No Reelección”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidaba la pensión, sin respetar los escalafones.

“Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho, librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían por su baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos de ellos (quizá los más humildes) llegarían muy alto y aquí, en la Escuela, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, nos quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en las sillas modernizadas -también hay, como barricada de una invasión, una fuente de sodas- y pretendí leer expedientes. Vi a muchos antiguos compañeros, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían; o no me querían reconocer. A lo sumo -uno o dos- una mano gorda y rápida sobre el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo mediaban los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron en mi memoria los años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y, también todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos, las espadas de madera? Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin embargo, había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? En ocasiones me asaltaba el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver la mirada a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina.”

miércoles, 25 de noviembre de 2015

El mejor safari, Nadine Gordimer



Aquella noche nuestra madre fue a la tienda y no regresó. Nunca. ¿Qué había pasado? No lo sé. También mi padre se había marchado un día para nunca regresar; pero es que él fue a la guerra. Donde nosotros estábamos también había guerra, pero éramos pequeños y, al igual que la abuela y el abuelo, no teníamos armas. Aquellos contra quienes mi padre luchaba -los bandidos, los llama nuestro gobierno- irrumpían en el lugar donde vivíamos y nosotros huíamos de ellos como gallinas perseguidas por perros. No sabíamos adónde ir. Nuestra madre fue a la tienda porque decían que se podía comprar aceite para cocinar. Nos alegró porque hacía mucho que no probábamos el aceite. Puede que comprase aceite y que alguien la atacase en la oscuridad y le quitase aquel aceite. Puede que se topase con los bandidos. Si te encuentras con ellos, te matan. En dos ocasiones entraron en nuestro pueblo y corrimos a ocultarnos en el bosque, y cuando se hubieron marchado regresamos y descubrimos que se lo habían llevado todo. Pero la tercera vez que vinieron no quedaba nada que pudieran llevarse, ni aceite ni comida, así que le prendieron fuego a la paja y los techos de nuestras casas se hundieron. Mi madre encontró unas chapas de hojalata y las pusimos para cubrir parte de la casa. La esperamos allí la noche que no regresó.

Nos daba pánico salir, incluso para hacer nuestras cosas, porque sí que habían llegado los bandidos; no a nuestra casa -sin techo debía de parecer que no había nadie, que todos se habían ido-, pero sí al pueblo. Oíamos que la gente gritaba y corría. Nos daba miedo incluso correr, sin que nuestra madre nos dijese hacia dónde. Yo soy la segunda, la chica, y mi hermanito se agarraba a mi estómago, rodeándome el cuello con los brazos y la cintura con las piernas, igual que un monito a su madre. Mi hermano mayor se pasó toda la noche con un trozo de madera astillada en la mano, parte de uno de los palos que sostenían la casa y se habían quemado; era para defenderse si los bandidos lo encontraban.

Nos quedamos allí todo el día. Aguardándola. No sé que día era; en nuestro pueblo ya no había escuela ni iglesia, así que no sabíamos si era domingo o lunes.

Al ponerse el sol, llegaron la abuela y el abuelo. Alguien del pueblo les había dicho que los niños estábamos solos; nuestra madre no había regresado. Digo «abuela» antes que «abuelo» porque es así: nuestra abuela es alta y fuerte, y aún no es vieja, y nuestro abuelo es bajito, apenas se le ve en sus holgados pantalones, sonríe pero no ha oído lo que le dices, y lleva el pelo que parece lleno de restos de jabón, La abuela nos llevó -a mí, al chiquitín, a mi hermano mayor y al abuelo- a su casa y todos teníamos miedo (salvo el chiquitín, que iba dormido en la espalda de la abuela) de encontrarnos a los bandidos por el camino. Estuvimos esperando mucho tiempo en casa de la abuela. Puede que un mes. Teníamos hambre. Nuestra madre nunca regresó. Durante el tiempo que estuvimos esperando que viniese a buscarnos, la abuela no pudo darnos comida, no tenía comida para el abuelo ni para ella. Una mujer que tenía leche en los pechos nos dio un poco para mi hermanito, aunque él en casa comía gachas, igual que nosotros. La abuela nos llevó a buscar espinacas silvestres, pero toda la gente del pueblo hacía lo mismo y no quedaba ni una hoja.

El abuelo, aunque se quedaba un poquito atrás, salió a pie con unos jóvenes a buscar a nuestra madre, pero no la encontró. Nuestra abuela lloró con otras mujeres y yo canté los himnos con ellas. Trajeron un poco de comida -alubias- pero al cabo de dos días nos quedamos otra vez sin nada. El abuelo tuvo tres ovejas y una vaca y un huerto, pero ya hacía mucho tiempo que los bandidos le habían quitado las ovejas y la vaca, porque ellos también pasaban hambre; y al llegar la época de la siembra el abuelo se había quedado sin semillas que sembrar.

martes, 24 de noviembre de 2015

La aventura de un matrimonio, Italo Calvino


El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.

A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.

En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.

A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.

Pero de pronto Elide:

-¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? -y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Margarita o el poder de la farmacopea, Adolfo Bioy Casares


No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión:

-A vos todo te sale bien.

El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:

-No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.

-El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho -contestaba.

-Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.

-No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.

A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de "Caras y Caretas", la gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano recurre el mundo hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio.

Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo XIX, la típica niña que según una tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano con los ángeles.

Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.

-Margarita no tiene la culpa.

Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.

domingo, 15 de noviembre de 2015

La última visita del caballero enfermo, Giovanni Papini



Nadie supo jamás el verdadero nombre de aquel a quien todos llamaban el Caballero Enfermo. No ha quedado de él, después de su impensada desaparición, más que el recuerdo de sus sonrisas y un retrato de Sebastianbo del Piombo, que lo representa envuelto en una pelliza, con una mano enguantada que cae blandamente como la de un ser dormido. Alguno de los que más lo quisieron -yo estoy entre esos pocos- recuerda también su cutis de un pálido amarillo, transparente, la ligereza casi femenina de los pasos, la languidez habitual de los ojos.

Era, verdaderamente, un sembrado de espanto. Su presencia daba un color fantástico a las cosas más sencillas; cuando su mano tocaba algún objeto, parecía que éste ingresara al mundo de los sueños. Nadie le preguntó cuál era su enfermedad y por qué no se cuidaba. Vivía andando siempre, sin detenerse, día y noche. Nadie supo nunca dónde estaba su casa, nadie le conoció padres o hermanos. Apareció un día en la ciudad y, después de algunos años, otro día, desapareció.

La víspera de este día, a primera hora de la mañana, cuando apenas el cielo empezaba a iluminarse, vino a despertarme a mi cuarto. Sentí la caricia de su guante sobre mi frente y lo vi ante mí, con la sonrisa que parecía el recuerdo de una sonrisa y los ojos más extraviados que de costumbre. Me di cuenta, a causa del enrojecimiento de los párpados, que había pasado toda la noche velando y que debía haber esperado la aurora con gran ansiedad porque sus manos temblaban y todo su cuerpo parecía presa de fiebre.

-¿Qué le pasa? -le pregunté-. ¿Su enfermedad lo hace sufrir más que otros días?

-¿Mi enfermedad? -respondió-. ¿Usted cree, como todos, que yo tengo una enfermedad? ¿Que se trata de una enfermedad mía? ¿Por qué no decir que yo soy una enfermedad? Nada me pertenece. ¡Pero yo soy de alguien y hay alguien a quien pertenezco!

Estaba acostumbrado a sus extraños discursos y por eso no le contesté. Se acercó a mi cama y me tocó otra vez la frente con su guante.

-No tiene usted ningún rastro de fiebre -continuó diciéndome-, está usted perfectamente sano y tranquilo. Puedo, pues, decirle algo que tal vez lo espantará; puedo decirle quién soy. Escúcheme con atención, se lo ruego, porque tal vez no podré repetirle las mismas cosas y es, sin embargo, necesario que las diga al menos una vez.

Al decir esto se tumbó en un sillón y continuó con voz más alta:

-No soy un hombre real. No soy un hombre como los otros, un hombre con huesos y músculos, un hombre generado por hombres. Yo soy, y quiero decirlo a pesar de que tal vez no quiera creerme, yo no soy más que la figura de un sueño. Una imagen de Shakespeare es, con respecto a mí, literal y trágicamente exacta; ¡yo soy de la misma sustancia de que están hechos los sueños! Existo porque hay uno que me sueña, hay uno que duerme y suena y me ve obrar y vivir y moverme y en este momento sueña que yo digo todo esto. Cuando ese uno empezó a soñarme, yo empecé a existir; cuando se despierte cesaré de existir. Yo soy una imaginación, una creación, un huésped de sus largas fantasías nocturnas. El sueño de este uno es tan intenso que me ha hecho visible incluso a los hombres que están despiertos. Pero el mundo de la vigilia no es el mío. Mi verdadera vida es la que discurre lentamente en el alma de mi durmiente creador.

Gil Braltar, Jules Verne



I

Había allí unos setecientos u ochocientos, cuanto menos. De talla promedio, pero robustos, ágiles, flexibles, hechos para los saltos prodigiosos, se movían iluminados por los últimos rayos del sol que se ponía al otro lado de las montañas ubicadas al oeste de la rada. Pronto, el rojizo disco desapareció y la oscuridad comenzó a invadir el centro de aquel valle encajado en las lejanas sierras de Sanorra, de Ronda y del desolado país del Cuervo.

De pronto, toda la tropa se inmovilizó. Su jefe acababa de aparecer montado en la cresta misma de la montaña, como sobre el lomo de un flaco asno. Del puesto de soldados que se encontraban sobre la parte superior de la enorme piedra, ninguno fue capaz de ver lo que estaba sucediendo bajo los árboles.

-¡Uiss, uiss! -silbó el jefe, cuyos labios, recogidos como un culo de pollo, dieron a ese silbido una extraordinaria intensidad.

-¡Uiss, uiss! -repitió aquella extraña tropa, formando un conjunto completo.

Un ser singular era sin duda alguna aquel jefe de estatura alta, vestido con una piel de mono con el pelo al exterior, su cabeza rodeada de una enmarañada y espesa caballera, la cara erizada por una corta barba, sus pies desnudos y duros por debajo como un casco de caballo.

Levantó el brazo derecho y lo extendió hacia la parte inferior de la montaña. Todos repitieron de inmediato aquel gesto con precisión militar, mejor dicho, mecánica, como auténticos muñecos movidos por un mismo resorte. El jefe bajó su brazo y todos los demás bajaron sus brazos. Él se inclinó hacia el suelo. Ellos se inclinaron igualmente adoptando la misma actitud. Él empuñó un sólido bastón que comenzó a ondear. Ellos ondearon sus bastones y ejecutaron un molinete similar al suyo, aquel molinete que los esgrimistas llaman "la rosa cubierta".

Entonces, el jefe se dio la vuelta, se deslizó entre las hierbas y se arrastró bajo los árboles. La tropa lo siguió mientras se arrastraban al mismo tiempo.

En menos de diez minutos fueron recorridos los senderos del monte, descarnados por las lluvias sin que el movimiento de una piedra hubiera puesto al descubierto la presencia de esta masa en marcha.

Un cuarto de hora después, el jefe se detuvo. Todos se detuvieron como si se hubieran quedado congelados en el lugar.

A doscientos metros más abajo se veía la ciudad, cobijada por la extensa y oscura rada. Numerosas luces centelleantes hacían visible un confuso grupo de muelles, de casas, de villas, de cuarteles. Más allá se distinguían los fanales de los barcos de guerra, los fuegos de los buques comerciales y de los pontones anclados en el muelle y que eran reflejados en la superficie de las tranquilas aguas. Más lejos, en la extremidad de la Punta de Europa, el faro proyectaba su haz luminoso sobre el estrecho.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Los arqueros, Arthur Machen



Ocurrió durante la Retirada de los 80 mil, y la autoridad de la censura es suficiente excusa para no ser más explícito. Pero pasó durante el más terrible día de aquella terrible época, el día en que la ruina y el desastre llegaron tan cerca que su sombra cayó sobre Londres; y, sin ninguna noticia certera, los corazones de los hombres se angustiaron; como si la agonía de los ejércitos en el campo de batalla hubiera ingresado en sus almas.

Aquel día espantoso, cuando trescientos mil soldados con sus artillerías se desbordaron como una inundación contra la pequeña compañía inglesa, había un punto específico en nuestra línea de batalla que estaba en peligro atroz, no de mera derrota, sino de suprema aniquilación. Con el permiso de la Censura y de los expertos militares, esa posición podía ser descrita como una saliente, y si esa unidad que la defendía era aplastada y quebrada, entonces, todas las fuerzas británicas serían despedazadas, y los Aliados deberían retroceder y se perdería inevitablemente como en Sedán.

Durante toda la mañana los cañones alemanes habían tronado y desgarrado el área, y a los cientos o más de hombres que la defendían. Los hombres bromeaban sobre los cañonazos y encontraban nombres graciosos para estos, hacían apuestas y los recibían con pequeñas canciones. Pero las balas seguían explotando y desgarrando las extremidades de buenos ingleses, y a medida que las horas del día avanzaban, también lo hacían los terribles cañonazos. Parecía que no había auxilio. La artillería inglesa era buena, pero no había suficientes unidades cerca y las que quedaban, habían sido rápidamente reducidas a chatarra por las explosiones.

Hay momentos en una tormenta en el mar en que la gente se dice entre sí, "esto es lo peor; no puede ser más duro." y entonces hay un trueno diez veces más fiero que todos los anteriores. Así estaban en esa trinchera los británicos. No había corazones más fuertes en el mundo entero que los de aquellos hombres; pero igualmente se veían espantados por esos mortíferos cañonazos alemanes que les caían encima y los aplastaban. Y en un momento pudieron divisar desde sus cubrimientos, que una tremenda muchedumbre se estaba movilizando hacia sus líneas. Los quinientos supervivientes que aún resistían pudieron divisar a lo lejos a la infantería alemana que venía a presionarlos, columna tras columna, una hueste de hombres grises, diez mil de ellos.

No había mucha esperanza. Algunos de ellos se chocaron las manos. Un hombre improvisó una nueva versión del canto de batalla, "Adiós, adiós a Tipperary," terminando con "y no volveremos más". Todos se comenzaron a despedir con rapidez. Los oficiales creían que esta sería una buena oportunidad de ascenso; en tanto los alemanes avanzaban línea tras línea. El humorista de Tipperary preguntó: "¿Qué precio tiene en Sidney Street?" Y un par de ametralladoras hicieron lo mejor posible. Pero todos sabían que era inútil. Los cuerpos grises seguían su avance en compañías y batallones, y otros se les unían, y se expandían y avanzaban más y más.

Prue, Alice Munro



Prue vivía con Gordon. Eso fue después de que Gordon hubiese dejado a su mujer y antes de que volviese con ella (un año y cuatro meses en total). Algún tiempo después, él y su mujer se divorciaron. Después vino un período de indecisión, de vivir juntos de vez en cuando; luego la esposa se fue a Nueva Zelanda, probablemente para siempre.

Prue no volvió a la isla de Vancouver donde Gordon la había conocido cuando estaba trabajando como camarera en un hotel de temporada. Consiguió un empleo en Toronto, en una floristería. En aquella época tenía muchos amigos en Toronto, la mayoría de ellos amigos de Gordon y de su mujer. Les gustaba Prue y estaban dispuestos a sentirlo por ella, pero ella se burlaba hasta que lo dejaban. Es muy agradable. Tiene lo que los canadienses del este llaman un acento inglés, aunque nació en Canadá, en Duncan, en la isla de Vancouver. Su acento le sirve para decir las cosas más cínicas de forma simpática y despreocupada. Ella presenta su vida en anécdotas y, aunque el sentido de la mayoría de sus anécdotas sea que las esperanzas se han desvanecido, que los sueños son ridículos, que las cosas nunca resultan ser como se esperaba, que todo se altera de un modo grotesco y nunca hay una explicación, las personas siempre se sienten animadas después de escucharla; dicen de ella que es un alivio encontrarse con alguien que no se tome demasiado en serio, que sea tan poco vehemente, tan civilizada, y que nunca formule ninguna petición ni queja auténticas.

La única cosa de la que se queja fácilmente es de su nombre. Prue es de colegiala, dice, y Prudence es de doncella vieja. Los padres que le dieron aquel nombre debían de haber sido demasiado cortos de vista incluso para tener en cuenta la pubertad. ¿Qué hubiera sucedido, dice, si se hubiese desarrollado mucho de pecho, o si hubiera llegado a tener una mirada voluptuosa? ¿O era el mismo nombre una garantía para que no llegase a ello? Ahora, a sus cuarenta y muchos, delgada y agradable, atendiendo a los clientes con una respetuosa vivacidad, complaciendo a los invitados, podría no hallarse lejos de lo que aquellos padres tenían en mente: brillante y atenta, una espectadora jovial. Es difícil admitir su madurez, su maternidad, sus problemas reales.

Sus hijos ya adultos, fruto de un prematuro matrimonio en la isla de Vancouver que ella llama un desastre cósmico, vienen a verla y, en lugar de querer dinero, como los hijos de otras personas, le traen regalos, intentan arreglarle las cuentas, hacen que le pongan aislamiento en la casa. Ella está encantada con sus regalos, escucha sus consejos y, como una hija alocada, olvida responder a sus cartas.

Sus hijos esperan que no esté en Toronto por Gordon. Todo el mundo lo espera. Ella se reiría de la idea. Da fiestas y va a fiestas; a veces sale con otros hombres. Su actitud hacia el sexo es muy tranquilizadora para aquellos de sus amigos que caen en terribles estados de pasión y de celos y quieren zafarse de sus amarras. Parece considerar el sexo como un capricho saludable y algo tonto, como el bailar o la buena comida, algo que no debería interferir con que las personas sean amables y agradables las unas para con las otras.

Ahora que su mujer se ha ido para siempre, Gordon va a ver a Prue de vez en cuando, y a veces la invita a cenar fuera. A veces no van a un restaurante, a veces van a su casa. Gordon es un buen cocinero. Cuando Prue o su mujer vivían con él, era incapaz de cocinar, pero en cuanto se puso a ello se convirtió, y lo dice en serio, en mejor que cualquiera de ellas.

El gato que caminaba solo, Rudyard Kipling



Sucedieron estos hechos que voy a contarte, oh, querido mío, cuando los animales domésticos eran salvajes. El Perro era salvaje, como lo eran también el Caballo, la Vaca, la Oveja y el Cerdo, tan salvajes como pueda imaginarse, y vagaban por la húmeda y salvaje espesura en compañía de sus salvajes parientes; pero el más salvaje de todos los animales salvajes era el Gato. El Gato caminaba solo y no le importaba estar aquí o allá.

También el Hombre era salvaje, claro está. Era terriblemente salvaje. No comenzó a domesticarse hasta que conoció a la Mujer y ella repudió su montaraz modo de vida. La Mujer escogió para dormir una bonita cueva sin humedades en lugar de un montón de hojas mojadas, y esparció arena limpia sobre el suelo, encendió un buen fuego de leña al fondo de la cueva y colgó una piel de Caballo Salvaje, con la cola hacia abajo, sobre la entrada; después dijo:

-Límpiate los pies antes de entrar; de ahora en adelante tendremos un hogar.

Esa noche, querido mío, comieron Cordero Salvaje asado sobre piedras calientes y sazonado con ajo y pimienta silvestres, y Pato Salvaje relleno de arroz silvestre, y alholva y cilantro silvestres, y tuétano de Buey Salvaje, y cerezas y granadillas silvestres. Luego, cuando el Hombre se durmió más feliz que un niño delante de la hoguera, la Mujer se sentó a cardar lana. Cogió un hueso del hombro de cordero, la gran paletilla plana, contempló los portentosos signos que había en él, arrojó más leña al fuego e hizo un conjuro, el primer Conjuro Cantado del mundo.

En la húmeda y salvaje espesura, los animales salvajes se congregaron en un lugar desde donde se alcanzaba a divisar desde muy lejos la luz del fuego y se preguntaron qué podría significar aquello.

Entonces Caballo Salvaje golpeó el suelo con la pezuña y dijo:

-Oh, amigos y enemigos míos, ¿por qué han hecho esa luz tan grande el Hombre y la Mujer en esa enorme cueva? ¿Cómo nos perjudicará a nosotros?

Perro Salvaje alzó el morro, olfateó el aroma del asado de cordero y dijo:

-Voy a ir allí, observaré todo y me enteraré de lo que sucede, y me quedaré, porque creo que es algo bueno. Acompáñame, Gato.

-¡ Ni hablar! -replicó el Gato-. Soy el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá. No pienso acompañarte.

-Entonces nunca volveremos a ser amigos -apostilló Perro Salvaje, y se marchó trotando hacia la cueva.

Pero cuando el Perro se hubo alejado un corto trecho, el Gato se dijo a sí mismo:

-Si no me importa estar aquí o allá, ¿por qué no he de ir allí para observarlo todo y enterarme de lo que sucede y después marcharme?

El torneo de los maestros cantores, E. T. A. Hoffmann



I. En la Corte de Turingia:

El landgrave que gobernaba en Turingia en 1208 era un gran amigo y protector de los maestros cantores. Estos formaban asociaciones reglamentadas compuestas por discípulos, poetas, músicos y amigos del arte lírico.

El duque que en aquella época tenía a su cargo el gobierno de Turingia había reunido a seis ilustres maestros cantores, que intervenían en brillantes fiestas y torneos. Entre las damas de la corte había una particularmente aficionada a ese arte, la condesa Matilde. Enrique de Ofterdingen era un joven y apuesto maestro cantor a quien el landgrave distinguía sobre los demás. Este favorito de la corte estaba enamorado de la condesa Matilde; pero ésta, que conservaba el recuerdo de su difunto marido como un sagrado culto, no correspondía a sus galanteos.

La llegada de otro maestro cantor, Wolfram, eclipsó en parte gloria y el prestigio del afortunado joven Enrique. A pesar de querer mucho a su rival y de haber aceptado con resignación el olvido en que lo tenía el landgrave, Enrique se sentía desdichado.

Poco tiempo después, positivamente enfermo, abandonó el castillo de Wartburgo, y se fue a la ciudad de Eisenach. Los maestros compañeros suyos se afligieron mucho al ver su estado. Únicamente Wolfram pareció alegrarse. Decía que ahora que su enfermedad era física a todas luces, debía de estar próxima su total curación. Pero viendo que el tiempo pasaba y que no tenía noticias del restablecimiento de su amigo, decidió un día visitarlo. Cuando el enfermo notó la presencia de su amigo en el dormitorio, se incorporó con dificultad y le tendió la mano.

-Sé que mi mal es mal de amor- le dijo-. Estoy perdidamente enamorado de la condesa Matilde. Y como estoy convencido de que nunca podré ser correspondido por ella, he preferido venir a terminar mis días lejos del castillo renunciando a ella definitivamente.

-Haces mal en peder las esperanzas.

-Agradezco tu buena intención, pero sé que tú también la amas y que ella te corresponde.

A pesar de su promesa de no regresar al castillo de Wartburgo, el pobre enamorado intentó más de una vez emprender el viaje. Y un día, al anochecer, sin saber cómo, se encontró de pronto en la selva que circulaba el castillo. No comprendiendo lo que le pasaba y presa de gran desesperación se echó sobre el pasto. De pronto oyó a sus espaldas una risa estridente que le heló la sangre. Se volvió asustado y vio una figura alta y oscura que con voz irónica y destemplada le dijo:

-No dudo que yo puedo ser el más grande de los maestros, pero no debo daros lecciones.

-¿Es posible?- preguntó Enrique.

-Sí. Pero no os desaniméis. Puedo daros varios consejos tan valiosos como un curso completo. ¿Habéis oído hablar alguna vez de un célebre maestro cantor llamado Klingsohr?

jueves, 12 de noviembre de 2015

La cueva de la mora, Gustavo Adolfo Bécquer



Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies corre el río Alhama, se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe, célebre en los fastos gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro de grandes y memorables hazañas, así por parte de los que lo defendieron, como de los que valerosamente clavaron sobre sus almenas el estandarte de la cruz.

De los muros no quedan más que algunos ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya han caído unas sobre otras al foso, y lo han cegado por completo; en el patio de armas crecen zarzales y matas de jaramago; por todas partes adonde se vuelven los ojos no se ven más que arcos rotos, sillares oscuros y carcomidos; aquí un lienzo de barbacana, entre cuyas hendiduras nace la hiedra; allí un torreón, que aún se tiene en pie como por milagro; más allá los postes de argamasa, con las anillas de hierro que sostenían el puente colgante.

Durante mi estancia en los baños, ya por hacer ejercicio que, según me decían, era conveniente al estado de mi salud, ya arrastrado por la curiosidad, todas las tardes tomaba entre aquellos vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe, y allí me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar si estaban huecos y sorprender el escondrijo de un tesoro, y metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la entrada de algunos de esos subterráneos que es fama existen en todos los castillos de los moros.

Mis diligentes pesquisas fueron por demás infructuosas.

Sin embargo, una tarde, en que ya desesperanzado de hallar algo nuevo y curioso en lo alto de la roca sobre que se asienta el castillo, renuncié a subir á ella y limité mi paseo a las orillas del río que corre a sus pies, andando a lo largo de la ribera, vi una especie de boquerón abierto en la peña viva y medio oculto por frondosos y espesísimos matorrales. No sin mi poquito de temor separé el ramaje que cubría la entrada de aquello que me pareció cueva formada por la naturaleza, y que después que anduve algunos pasos vi era un subterráneo abierto a pico. No pudiendo penetrar hasta el fondo, que se perdía entre las sombras, me limité á observar cuidadosamente las particularidades de la bóveda y del piso, que me pareció que se elevaba formando como unos grandes peldaños en dirección a la altura en que se halla el castillo de que ya he hecho mención, y en cuyas ruinas recordé entonces haber visto una poterna cegada. Sin duda había descubierto uno de esos caminos secretos tan comunes en las obras militares de aquella época, el cual debió servir para hacer salidas falsas, o coger, durante el sitio, el agua del río que corre allí inmediato.

Para cerciorarme de la verdad que pudiera haber en mis inducciones, después que salí de la cueva por donde mismo había entrado, trabé conversación con un trabajador que andaba podando unas viñas en aquellos vericuetos, y al cual me acerqué so pretexto de pedirle lumbre para encender un cigarrillo.

Hablamos de varias cosas indiferentes; de las propiedades medicinales de las aguas de Fitero, de la cosecha pasada y la por venir, de las mujeres de Navarra y el cultivo de las viñas; hablamos en fin, de todo lo que al buen hombre se le ocurrió, primero que de la cueva objeto de mi curiosidad.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

El lobo-hombre, Boris Vian


En el Bois des Fausses-Reposes, al pie de la costa de Picardía, vivía un muy agraciado lobo adulto de negro pelaje y grandes ojos rojos. Se llamaba Denis, y su distracción favorita consistía en contemplar cómo se ponían a todo gas los coches procedentes de Ville-d'Avray, para acometer la lustrosa pendiente sobre la que un aguacero extiende, de vez en cuando, el oliváceo reflejo de los árboles majestuosos. También le gustaba, en las tardes de estío, merodear por las espesuras para sorprender a los impacientes enamorados en su lucha con el enredo de las cintas elásticas que, desgraciadamente, complican en la actualidad lo esencial de la lencería. Consideraba con filosofía el resultado de tales afanes, en ocasiones coronados por el éxito, y, meneando la cabeza, se alejaba púdicamente cuando ocurría que una víctima complaciente era pasada, como suele decirse, por la piedra.

Descendiente de un antiguo linaje de lobos civilizados, Denis se alimentaba de hierba y de jacintos azules, dieta que reforzaba en otoño con algunos champiñones escogidos y, en invierno, muy a su pesar, con botellas de leche birladas al gran camión amarillo de la Central. La leche le producía náuseas, a causa de su sabor animal y, de noviembre a febrero, maldecía la inclemencia de una estación que le obligaba a estragarse de tal manera el estómago.

Denis vivía en buenas relaciones con sus vecinos, pues éstos, dada su discreción, ignoraban incluso que existiese. Moraba en una pequeña caverna excavada, muchos años atrás, por un desesperado buscador de oro, quien, castigado por la mala fortuna durante toda su vida, y convencido de no llegar a encontrar jamás el «cesto de las naranjas» (cito a Louis Boussenard), había decidido acabar sus días en clima templado sin dejar de practicar, empero, excavaciones tan infructuosas como maníacas. En dicha cueva Denis se acondicionó una confortable guarida que, con el paso del tiempo, adornó con ruedas, tuercas y otros recambios de automóvil recogidos por él mismo en la carretera, donde los accidentes eran el pan nuestro de cada día. Apasionado de la mecánica, disfrutaba contemplando sus trofeos, y soñaba con el taller de reparaciones que, sin lugar a dudas, habría de poner algún día. Cuatro bielas de aleación ligera sostenían la cubierta de maletero utilizada a manera de mesa; la cama la conformaban los asientos de cuero de un antiguo Amilcar que se enamoró, al pasar, de un opulento y robusto plátano; y sendos neumáticos constituían marcos lujosos para los retratos de unos progenitores siempre bien queridos. El conjunto armonizaba exquisitamente con los elementos más triviales reunidos, en otros tiempos, por el buscador.

Cierta apacible velada de agosto, Denis se daba con parsimonia su cotidiano paseo digestivo. La luna llena recortaba las hojas como encaje de sombras. Al quedar expuestos a la luz, los ojos de Denis cobraban los tenues reflejos rubíes del vino de Arbois. Aproximábase ya al roble que constituía el término ordinario de su andadura, cuando la fatalidad hizo cruzarse en su camino al Mago del Siam, cuyo verdadero nombre se escribía Etienne Pample, y a la diminuta Lisette Cachou, morena camarera del restaurante Groneil arrastrada por el mago con algún pretexto ingenioso a las Fausses-Reposes. Lisette estrenaba un corsé Obsesión último diseño, cuya destrucción acababa de costar seis horas al Mago del Siam, y era a tal circunstancia, a la que Denis debía agradecer tan tardío encuentro.

martes, 10 de noviembre de 2015

Moisés y Gaspar, Amparo Dávila



El tren llegó cerca de las seis de la mañana de un día de noviembre húmedo y frío. Y casi no se veía a causa de la niebla. Llevaba yo el cuello del abrigo levantado y el sombrero metido hasta las orejas; sin embargo, la niebla me penetraba hasta los huesos. El departamento de Leónidas se encontraba en un barrio alejado del centro, en el sexto piso de un modesto edificio. Todo: escalera, pasillos, habitaciones, estaba invadido por la niebla. Mientras subía creí que iba llegando a la eternidad, a una eternidad de nieblas y silencio. ¡Leónidas, hermano, ante la puerta de tu departamento me sentí morir de dolor! El año anterior había venido a visitarte, en mis vacaciones de Navidad... "Cenaremos pavo, relleno de aceitunas y castañas, espumoso italiano y frutas secas" me dijiste, radiante de alegría, "¡Moisés, Gaspar, estamos de fiesta!" Fueron días de fiesta todos. Bebimos mucho, platicamos de nuestros padres, de los pasteles de manzana, de las veladas junto al fuego, de la pipa del viejo, de su mirada cabizbaja y ausente que no podríamos olvidar, de los suéteres que mamá nos tejía para los inviernos, de aquella tía materna que enterraba todo su dinero y se moría de hambre, del profesor de matemáticas con sus cuellos muy almidonados y sus corbatas de moño, de las muchachas de la botica que llevábamos al cine los domingos, de aquellas películas que nunca veíamos, de los pañuelos llenos de lipstick que teníamos que tirar en algún basurero... En mi dolor olvidé pedir a la portera que me abriera el departamento de Leónidas. Tuve que despertarla; subió medio dormida, arrastrando los pies. Allí estaban Moisés y Gaspar, pero al verme huyeron despavoridos. La mujer dijo que les había llevado de comer, dos veces al día; sin embargo, ellos me parecieron completamente trasijados.

—Fue horrible, señor Kraus, con estos ojos lo vi, aquí en esta silla, como recostado sobre la mesa. Moisés y Gaspar estaban echados a sus pies. Al principio creí que todos dormían, ¡tan quietos estaban!, pero ya era muy tarde y el señor Leónidas se levantaba temprano y salía a comprar la comida para Moisés y Gaspar. Él comía en el centro, pero a ellos los dejaba siempre comidos; de pronto me di cuenta que...

Preparé un poco de café y esperé tranquilizarme lo suficiente para poder llegar hasta la agencia funeraria. ¡Leónidas, Leónidas, cómo era posible que tú, el vigoroso Leónidas estuvieras inmóvil en una fría gaveta del refrigerador...!

A las cuatro de la tarde fue el entierro. Llovía y el frío era intenso. Todo estaba gris, y sólo cortaban esa monotonía los paraguas y los sombreros negros; las gabardinas y los rostros se borraban entre la niebla y la lluvia. Asistieron bastantes personas al entierro, tal vez, los compañeros de trabajo de Leónidas y algunos amigos. Yo me movía en el más amargo de los sueños. Deseaba pasar de golpe a otro día, despertar sin aquel nudo en la garganta y aquel desgarramiento tan profundo que embotaba mi mente por completo. Un viejo sacerdote pronunció una oración y bendijo la sepultura. Después alguien, que no conocía, me ofreció un cigarrillo y me tomó del brazo con familiaridad, expresándome sus condolencias. Salimos del cementerio. Allí quedaba para siempre Leónidas.

domingo, 8 de noviembre de 2015

La nave abandonada, William Hope Hodgson



-Es el material. -dijo el viejo médico de a bordo-. Más las condiciones y, quizás un tercer factor. Sí, un tercer factor, aunque habría que ver, habría que ver. Interrumpió su frase y empezó a cargar la pipa.
-Siga, doctor. -dijimos, alentándolo.

Estábamos en el salón de fumar del San-a-lea, viajando por el Atlántico Norte; el doctor era todo un personaje. Encendió la pipa; se acomodó y empezó a explicarse:

-El material es el medio de expresión de la fuerza de la vida, el punto de apoyo, en cuya ausencia es incapaz de expresarse o, en realidad, de expresarse en cualquier forma inteligible para nosotros. El papel del material en la producción de eso que llamamos Vida es tan poderoso y la fuerza de la vida está tan ansiosa de expresarse que estoy convencido de que, dadas las condiciones correctas, ésta se manifiesta incluso a través de un medio tan poco prometedor como es un pedazo de madera. Afirmo, caballeros, que la fuerza de la vida es a un tiempo tan ferozmente apremiante y tan indiscriminada como el fuego. Sin embargo, hay quienes consideran la esencia de la vida como exuberante. Hay aquí una paradoja.

-Sí, doctor. -dije- En resumen, usted argumenta que la vida es una cosa, un estado, un hecho o como quiera, que demanda un material a través del cual manifestarse, y que dado el material, más las condiciones, el resultado es la vida. En otras palabras, que la vida es un producto de la evolución... ¿No es cierto?
-Tal como entendemos la palabra. -dijo el doctor-. Aunque podría haber un tercer factor. Pero estoy convencido de que es una cuestión de química; y una vez dadas las condiciones, el animal es tan omnipotente que se aferrará a cualquier cosa en la que pueda manifestarse. Es una fuerza engendrada por las condiciones, pero, con todo, esto no nos acerca ni un milímetro a su explicación, no más que a las explicaciones de la electricidad o del fuego. Pertenecen, los tres, a las fuerzas externas: monstruos del vacío. Nada que esté a nuestro alcance puede crear alguna de ellas; nuestro poder se limita a hacer, suministrando las condiciones, para que cada una de ellas se manifieste a nuestros sentidos físicos. ¿Me explico?

-En cierto sentido. -dije- Pero no estoy de acuerdo. Tanto la electricidad como el fuego son cosas naturales, pero la vida es algo abstracto, una especie de vigilia que todo lo penetra. Oh, no puedo explicarlo, ¡quien podría! Pero es espiritual; no sólo surgido de una condición, como el fuego, o la electricidad. El suyo es un pensamiento horrible. La vida es una especie de misterio espiritual.

-Tranquilo, muchacho. -dijo el doctor, sonriendo- O de lo contrario podría pedirte que demostraras el misterio de la vida de la lapa o del cangrejo, digamos. -Me dirigió una sonrisa de inefable perversidad- De todos modos, -continuó-, supongo que como todos habrán adivinado, tengo una historia increíble que apoya teoría de que la vida no constituye un misterio o un milagro mayor que el fuego o la electricidad. Pero recuerden, caballeros, que aunque hayamos logrado darles nombre y aprovecharlas, estas dos fuerzas, siguen siendo, en lo fundamental, tan misteriosas como antes. Y, de cualquier manera, lo que voy a contarles no explicará el misterio de la vida; sólo les brindará uno de los pretextos sobre los que descansa mi sensación de que la vida es, como he dicho, una fuerza que se manifiesta a través de condiciones y que puede tomar para sus propósitos y necesidad la materia más increíble e improbable porque sin materia, no puede existir, no puede manifestarse.

-No estoy de acuerdo, doctor. -interrumpí- Su teoría destruiría toda creencia en una vida posterior a la muerte. Haría que...
-Silencio, hijo -dijo el anciano-. Primero escucha.

La voz en la noche, William Hope Hodgson



Era un noche oscura y sin estrellas. La falta de viento nos tenía detenidos en el Pacífico norte. No sé cuál era nuestra posición exacta, pues durante un semana fatigosa y jadeante el sol había permanecido oculto detrás de un tenue neblina que parecía flotar sobre nosotros, aunque a veces descendía para envolver el mar que nos rodeaba.

Ante la falta de viento, habíamos sujetado en posición firme la caña del timón y yo era el único hombre que se encontraba en cubierta. La tripulación, que consistía en dos marineros y un grumete, dormía en su camarote de proa, mientras Will —mi amigo y a la vez patrón de nuestra pequeña embarcación— se hallaba en su litera de popa, en el lado de babor. De pronto, surgió un llamada de entre las tinieblas que nos rodeaban:

-¡Ah de la goleta! -Fue tan inesperada, que la sorpresa me impidió contestar inmediatamente. Volvió a oírse la llamada; un voz curiosamente gutural e inhumana nos llamaba desde alguna parte del mar tenebroso, por el lado de babor.
-¡Ah de la goleta!
-¡Eh! -grité, después de reponerme un poco de mi sorpresa- ¿Qué sois? ¿Qué queréis?
-No temáis -contestó la voz extraña, que probablemente había captado cierto tono de confusión en la mía- No soy más que un hombre... anciano.

La pausa resultó extraña, pero hasta más adelante no le encontraría sentido.

-Si es así, ¿por qué no atracas a nuestro costado? —pregunté con cierta sequedad, pues no me gustaba la insinuación de que me había mostrado un tanto confundido.
-No... no puedo. Sería peligroso. Yo...
La voz enmudeció y todo volvió a quedar en silencio.
-¿Qué quieres decir? -pregunté, cada vez más asombrado- ¿Por qué sería peligroso? ¿Dónde estás?

Escuché durante un momento, pero no hubo respuesta. Y entonces, un sospecha súbita e indefinida, aunque no sabía de qué, se apoderó de mí. Me acerqué rápidamente a la bitácora y saqué la lámpara encendida. Al mismo tiempo golpeé la cubierta con el tacón para despertar a Will. Luego me aproximé de nuevo al costado y proyecté el haz de luz amarilla hacia la silenciosa inmensidad que había más allá de nuestra borda. Al hacerlo, oí un grito leve y sofocado y luego un chapoteo, como si alguien acabase de sumergir los remos precipitadamente. Pese a ello, no puedo decir que viera nada con certeza, excepto, me pareció, que el primer destello de luz había iluminado algo en el agua, allí donde ahora no había nada.

-¡Eh! -llamé- ¿Qué broma es ésta?

Pero lo único que oí fueron los confusos ruidos de un embarcación que se alejaba de nosotros y se internaba en la noche. Entonces oí la voz de Will que venía de popa.

-¿Qué pasa, George?
-¡Ven aquí, Will! -dije.
-¿De qué se trata? -preguntó, cruzando la cubierta. Le conté el raro incidente que acababa de producirse. Él me hizo varias preguntas; luego, tras un momento de silencio, hizo bocina con las manos y llamó: ¡Ah del barco!

El diablo de la botella, Robert Louis Stevenson



Había un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe; porque la verdad es que aún vive y que su nombre debe permanecer secreto; pero su lugar de nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo; leía y escribía tan bien como un maestro de escuela; además era un marinero de primera clase que había trabajado durante algún tiempo en los vapores de la isla y pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las ciudades extranjeras y se embarcó con rumbo a San Francisco.

San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una colina que está cubierta de palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta colina con mucho dinero en el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan buenas!», iba pensando, «y ¡qué felices deben de ser las personas que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del mañana!». Seguía aún reflexionando sobre esto cuando llegó a la altura de una casa más pequeña que algunas de las otras, pero muy bien acabada y tan bonita como un juguete; los escalones de la entrada brillaban como plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo, maravillándose de la excelencia de todo. Al pararse, se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a través de una ventana tan transparente que Keawe lo veía como se ve a un pez en una cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro tenía una expresión pesarosa y suspiraba amargamente. Lo cierto es que mientras Keawe contemplaba al hombre y el hombre observaba a Keawe, cada uno de ellos envidiaba al otro.

De repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un gesto a Keawe para que entrara y se reunió con él en la puerta de la casa.

–Es muy hermosa esta casa mía –dijo el hombre, suspirando amargamente–. ¿No le gustaría ver las habitaciones?

Y así fue como Keawe recorrió con él la casa, desde el sótano hasta el tejado; todo lo que había en ella era perfecto en su estilo y Keawe manifestó su gran admiración.

–Esta casa –dijo Keawe– es en verdad muy hermosa; si yo viviera en otra parecida, me pasaría el día riendo. ¿Cómo es posible, entonces, que no haga usted más que suspirar?

–No hay ninguna razón –dijo el hombre–, para que no tenga una casa en todo semejante a ésta, y aún más hermosa, si así lo desea. Posee usted algún dinero, ¿no es cierto?

–Tengo cincuenta dólares –dijo Keawe–, pero una casa como ésta costará más de cincuenta dólares.

El hombre hizo un cálculo.

–Siento que no tenga más –dijo–, porque eso podría causarle problemas en el futuro, pero será suya por cincuenta dólares.

–¿La casa? –preguntó Keawe.

martes, 3 de noviembre de 2015

Jasón y el vellocino de oro, mito griego.



La reina Ino, que odiaba y conspiraba contra la vida de su hijastro Frixo, convenció a las mujeres de Beocia, el país donde vivían ella y el padre de Frixo, el rey Atamante, para que asaran en sus hornos, sin que nadie lo supiera, todo el grano de cebada que existía, de manera que cuando fuese sembrado en primavera no germinara ni una sola semilla. Como sabía que entonces Atamante enviaría mensajeros al oráculo de Delfos, para averiguar si los dioses del Olimpo estaban enfadados con él, la reina sobornó a los heraldos para que, cuando regresaran, contaran una mentira:

—El oráculo dice que a menos que Atamante sacrifique a su hijo Frixo en la cima de una montaña, la cebada nunca volverá a crecer en Beocia.

Atamante creyó que debía obedecer. Y se llevó a Frixo a la cumbre de una montaña cercana a Tebas. Allí lo hubiera sacrificado, si Heracles, de regreso a casa, no hubiera estado presente en aquel momento, después de capturar las yeguas del rey Diomedes.

—Zeus detesta los sacrificios humanos —gritó Heracles, quitándole a Atamante, de un manotazo, el cuchillo de la mano.

—Pero debo obedecer el oráculo de Delfos —dijo Atamante, entre sollozos.

En aquel instante, Zeus envió un carnero áureo alado que descendió volando desde el Olimpo. Frixos se subió a su lomo. Y su hermana pequeña, Hele, que lo adoraba, le suplicó:

—¡Llévame contigo, si no nuestro padre me matará a mí en tu lugar!

Frixos subió a su hermana detrás de él y el carnero se dirigió al este, hacia el país de Cólquide, al otro lado del mar Negro. Pero Hele se mareó a medio camino y se cayó del carnero, ahogándose en el estrecho que más tarde se llamó Helesponto.

Frixos continuó su vuelo. Y cuando llegó a Cólquide, sacrificó el carnero a Zeus y colgó su vellón de oro en el templo de Ares, donde lo dejó custodiado por una enorme serpiente. Frixos vivió varios años más y se casó con una princesa de Cólquide, con la que tuvo cuatro hijos. Pero en Cólquide, los hombres no eran enterrados como es debido: envolvían sus cuerpos en una piel de buey y los ataban a la copa de los árboles, donde eran devorados por los buitres. El espíritu de Frixos regresó y protestó ante su amigo, el rey Pelias, que se había apoderado recientemente del trono de Yolco, en Tesalia, diciéndole que así no le permitirían entrar en el Tártaro.

El oráculo de Delfos le había profetizado a Pelias que un pariente joven suyo lo mataría, por lo que invitó a todos sus primos y sobrinos a un banquete y los exterminó. Aquella misma tarde, sin embargo, nació un nuevo sobrino llamado Jasón, cuya madre ordenó a sus doncellas que llorasen mucho, como si el bebé hubiera muerto nada más nacer. Más tarde, Pelias mató a la madre de Jasón para evitar que tuviera más hijos, pero Jasón había sido trasladado en secreto, sano y salvo, hasta el monte Pellón, donde Quirón, el centauro sabio, lo educó también en secreto. El oráculo, entonces, advirtió a Pelias:

—¡Ten cuidado de un hombre que lleve una sola sandalia!

El niño de la manita, Fiódor Dostoyevski



Los niños son unas personitas un tanto particulares. Uno sueña con ellos y se los imagina. En Navidades, o el mismo día de Nochebuena, tropecé en la esquina de una famosa calle con un muchachillo que no tendría más de siete años. Hacía un frío espantoso y el niño vestía ropa de verano y unos trapos viejos atados al cuello que hacían de bufanda (lo que significaba que a pesar de todo, había alguien que se los ponía antes de salir a la calle). Andaba él “con la manita extendida”, un término técnico que significa... pedir limosna. Lo acuñaron los propios muchachos. Hay muchos chicos como él que se cruzan en tu camino repitiendo lo mismo (y aullando algo ya aprendido). Pero este niño no lo hacía, hablaba ingenuamente y con un estilo poco corriente y sincero, mirándote a los ojos; quizás se estuviera iniciando en el oficio. A mis preguntas respondió que tenía una hermana que no trabajaba y estaba enferma. Probablemente fuera cierto, pero después me enteré de que hay una multitud de esos muchachos: los echan a la calle “con la manita” aunque haga un frío terrible y, en caso de no recoger limosna, seguramente les aguarde después una paliza. Tras reunir algunas monedas, el niño, con las manos ateridas y enrojecidas, se dirige al sótano, donde algún grupo de gente se emborracha a su costa: son aquellos que “tras holgar del sábado al domingo, no regresan a sus puestos de trabajo hasta el miércoles por la tarde”. Y allí, en los sótanos, se emborrachan junto a ellos sus hambrientas y apaleadas mujeres, y allí mismo gimen sus bebés. El vodka; suciedad y depravación, pero que no falte vodka. Con los cópecs reunidos envían rápidamente al niño a otra taberna a por más vino. Para divertirse, a veces también le dan un poco de alcohol, mientras el niño, medio ahogado, cae inconsciente al suelo,

... y en su boca vierten despiadadamente el desagradable vodka...

En cuanto estos muchachos crecen un poco los envían a trabajar a alguna fábrica y se ven nuevamente obligados a entregar cuanto ganen a esos bribones que se lo gastan en alcohol. Pero ya antes de empezar a trabajar esos niños se convierten en auténticos delincuentes. Deambulan por la ciudad y llegan a conocer todo tipo de sótanos donde pueden pasar la noche sin que nadie repare en ellos. Uno de esos muchachos pasó varias noches seguidas en una portería dentro de una cesta y nadie se percató de su presencia. Se convierten en unos ladronzuelos sin darse cuenta. Incluso en niños de ocho años, el hurto se torna pasión y apenas son conscientes del delito cometido. Finalmente, lo padecen todo —hambre, frío y palizas—, y sólo para conservar la libertad, y huyen de esos bribones para mendigar por su cuenta. Esos pequeños salvajes a veces no saben nada, ni dónde viven, ni de qué nacionalidad son, ni si existe Dios, y se comentan a veces de ellos tales cosas que hasta le parece a uno mentira oírlas; y, sin embargo, todo eso son hechos.

Pero soy un novelista y creo que una de esas “historias” fui yo mismo quien la inventó. Y si he dicho “creo” es porque soy consciente de haberla inventado y, sin embargo, me parece que realmente sucedió en algún lugar, y, para más exactitud, en vísperas de Navidad, en alguna ciudad terriblemente grande, un día que hacía mucho frío.

Los dos claveles, Amado Nervo



I

Antonia y yo nos conocimos desde la infancia. Ella era hija de don Basilio, administrador hacía muchos años de las numerosas fincas urbanas de mi madre, viejo probo, si los hay: “pobre, pero honrado”, como dice la frase de cajón más socorrida en achaque de biografías.

Diariamente veía yo a la muchacha, ya en mi casa, ya en la suya, adonde mamá, no obstante sus intransigencias pseudo-aristocráticas y el escrúpulo con que escogía mis amistades, me permitía ir con frecuencia, en razón del cariño que don Basilio había profesado a mi padre, del cual fue el servidor más abnegado y fiel.

Nunca olvidaré la modesta, pero limpia y luminosa vivienda de don Basilio. Pertenecía a un viejo convento, convertido, por obra y gracia de algunos barretazos de más y de algunos tabiques de menos, en casa de vecindad; pues su vetustez y mal trato no le permitieron, a pesar de que estaba situado en buena calle, realizar el anhelo de todo caserón céntrico: la ostentación de un letrero en el zaguán que diga: “Se alquilan despachos”.

Tenía el edificio claustros amplísimos, adonde se colaba, en oleadas de luz, el júbilo de la mañana; un enorme huerto que invadía todo el patio, con árboles frondosos, a la sombra de los cuales las flores desabrochaban la fresca y olorosa seda de sus corpiños, y abrían su ojo zarco y hondo algunos pozos en cuyos brocales enlamados se esperezaban los gatos.

A la vivienda de don Basilio le tocaba un buen pedazo de corredor, limitado por dos barandales de madera pintados de verde; tenía, además, cuatro enormes balcones que miraban a la calle, una calle semicolonial, semimoderna, en que, al lado de los poderosos muros rojos de tezontle, se erguía presuntuosa, con humos de skyscraper, tal o cual construcción de piedra con alma de hierro, semejando una pajarera gigantesca. Y, por último, ¡oh, delicia!, la azotehuela amplia, asoleada, llena de macetas y de gorjeos de canarios, estaba comunicada con la azotea, una inmensa azotea, donde crepitaba, semejante a velamen de barco, la ropa blanca, “tendida a secar”, como en el verso de Bécquer.

Desde la azotea el espectáculo era solazoso y pintoresco. La heteróclita arquitectura de la ciudad, en que se codeaban todos los vejestorios y todas las fantasías de esa nueva escuela yanquilandesa que asaz nos invade; desde la torre cuadrada con su caperuza de azulejos, hasta la mansarda anodina, pintada de azul o rojo; desde el minarete morisco hasta la aguja gótica; desde la luminosa iglesia románica hasta el templecillo protestante, con reminiscencias ojivales y no sé qué de estación de ferrocarril en su conjunto; desde el férreo andamiaje desgarbado y zancón de las duchas, hasta el tubo ventilador que bosteza microbios..., todo en un laberinto loco se destacaba en la atmósfera cristalina o nebulosa, ora sobre la limpieza europea de ciertas calles pavimentadas con esmero, ora sobre la adiposidad de los figones, de las tocinerías y de las “tablas” hormigueantes de gatas y de pelados.

lunes, 2 de noviembre de 2015

La confesión, leyenda mexicana.



Era una noche calmada y de sosiego sin par en la que los citadinos de la ciudad de Guadalajara, en la primera mitad del siglo XVIII, dormían plácidamente, soñando con oro, poder y hermosas parejas, sin que el menor ruido interrumpiera la tranquilidad de sus fantasías nocturnas. La densa oscuridad de la noche encapotada y sin luna se rompía en algunos rincones por farolillos y candiles que iluminaban las imágenes de los santos en sus hornacinas.

Nuestra historia da inicio cuando estas débiles luces dejan entrever la silueta de un fraile encapuchado que camina tan veloz que diera la impresión de deslizarse sin piernas, como si flotara. Nada en su aspecto exterior le diría al observador casual acerca de la mortífera condición del alma de aquel sacerdote, cuyas dudas le han llevado a perder la fe.

Más, quien supiera, vería en su rostro la gigantesca aflicción que estremece al que ha abandonado toda confianza. Envuelto en su capa, va rezando el rosario mientras aprieta contra su pecho el crucifijo. Acto mecánico, desprovisto de genuina devoción; ya que, mientras tanto, su espíritu navega en tierra que solo podríamos llegar a considerar propias de Satán.

Cuando suenan las once campanadas, el fraile observa que las patrullas de policía van y vienen custodiando la paz nocturna de la ciudad tapatía. Casi en cada esquina encuentra un vigilante provisto de un silbato, lo que lo tranquiliza. El desdichado se siente más temeroso de las acciones de los hombres que de la voluntad de Dios. Y nadie podría asegurar que, a pesar de las rondas policiales, por esos barrios bajos se preservara la única paz valedera, la de las almas.

De pronto, un sujeto de fiero aspecto aparece en una de las bocacalles e intenta cerrarle el paso al religioso. Sin hacerle demasiado caso, el fraile lo elude y cambia de acera, sólo para comprobar que aquel cruza la calle y lo sigue.

Con la intención de no alarmar al vecindario, el fraile acelera el paso y descubre que su perseguidor también lo hace. Salta charcos hediondos y elude lodazales que el paso de las carretas ha creado por todas partes. Le palpita el corazón. Siente miedo, mas orgulloso, no se encomienda a Dios sino que prosigue el fatal juego. Camina con la esperanza de que una pareja de vigilantes salga al paso y les pueda pedir ayuda.

Tuerce el rumbo y lo vuelve laberíntico; tenazmente lo sigue el desconocido. Hasta que se encuentra con una callejuela cerrada. Sin escapatoria ni resuello, y tras persignarse carente de fe auténtica, se detiene de súbito y mira de frente al intruso:

-¿Por qué me busca?

-Padrecito, disculpe vuestra merced la brusquedad –profiere aquel sujeto con un aliento aguardientoso. El cura percibe el olor a grasa quemada y tequila rancio, impregnado en las ropas de aquel individuo y no deja de temer un asalto. “Pero, ¿por qué?”, piensa.

-¿Para que soy bueno? –quiere saber el fraile, sacando fuerzas de su debilidad.

domingo, 1 de noviembre de 2015

A donde voy siempre es de noche, Bernardo Esquinca



El hombre caminaba por la orilla de la carretera con su mochila al hombro. Dos autos pasaron junto a él y ni siquiera los miró. A Everardo le extrañó que no pidiera aventón: sólo había árboles a kilómetros a la redonda. Sintió curiosidad. Disminuyó la marcha de la camioneta hasta colocarse a su lado y bajó el vidrio del copiloto.

-¿A dónde vas?

El sujeto tenía barba espesa y usaba un gorro con orejeras. Parecía estar sumido en profundas meditaciones. Lo miró con unos intensos ojos azules y respondió:

-A las montañas.

Everardo detuvo el auto y levantó el seguro de la puerta.

-Te llevo, si continuas a ese paso llegarás de madrugada.

El hombre subió y colocó la mochila en el asiento trasero.

-A donde voy siempre es de noche -dijo con voz rasposa-. Me llamo Jacobo.

Se estrecharon la mano. Everardo volvió a pisar el acelerador.

-¿A qué te dedicas?

-Soy espeleólogo. Paso buena parte de mi tiempo metido en cuevas subterráneas.

-¿Y por qué tan solo? ¿No se supone que ustedes andan en grupo?

Jacobo miró concentrado el paisaje por la ventana: pinos, colinas amarillas, la tarde nublada.

-Prefiero moverme solo. Soy un cazarecompensas.

-Carajo, eso suena a película del Viejo Oeste… No me digas que te dedicas a buscar minas de oro.

-Para nada –Jacobo se pasó una mano por la barba-. Un día leí en el periódico el anuncio de una señora que ofrecía una recompensa por el cadáver de su hijo: un joven espeleólogo que se había accidentado un mes atrás. El muchacho llegó muy lejos y los rescatistas no pudieron recuperar el cuerpo. No es por presumir, pero poseo una marca nacional de descenso. Gracias a mí, la señora pudo enterrar a su hijo… Después lo convertí en mi trabajo: ahora voy por distintas regiones sacando los cadáveres de mis desafortunados colegas.

Everardo encendió un cigarro. Tras una curva, aparecieron en el horizonte las montañas. Miró el débil resplandor del cielo: no tardaría en anochecer.

-Y ahora vas a… ¿trabajar?

-Exacto