sábado, 31 de octubre de 2015

La máscara de la Muerte Roja, Edgar Allan Poe



La Muerte Roja había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.

viernes, 30 de octubre de 2015

El modelo de Pickman (Pickman's Model), H. P. Lovecraft




No es necesario afirmar que he enloquecido, Eliot: hay mucha gente que tiene prejuicios más extravagantes que éste. ¿Por qué no te burlas del abuelo de Oliver, por ejemplo, que nunca se ha subido a un vehículo con motor? Si no puedo soportar ese maldito ferrocarril metropolitano es cosa mía; y, por otra parte, hemos llegado mucho más rápido que si hubiésemos venido en taxi. De haber elegido el metro, habríamos tenido que subir a pie la colina de Park Street.

Confieso que me encuentro más nervioso que el año pasado, cuando me viste, pero no creo que sea razón suficiente como para que me recomiendes el asilo. El Señor sabe bien que tengo vastos motivos para estar conmovido, y creo que soy muy afortunado por haber conservado la lucidez hasta ahora. ¿Por qué el tercer grado? Antes no eras tan cruel.

Bien, si tienes que escucharlo, no veo razón para que no lo hagas. Quizá hasta te asista el derecho a saberlo, ya que fuiste el único en escribirme, como si fueras un pariente agraviado, cuando te enteraste de que ya no frecuentaba el Art Club y que me mantenía distanciado de Pickman. Ahora que Pickman ya no está, de vez en cuando me doy una vuelta por el club, pero desde ya que mis nervios no son los de antes.

No, no sé qué ha sido de Pickman y tampoco me gusta entregarme a las conjeturas. Pudiste sospechar que yo sabía algo importante cuando me distancié de él... y esta es la causa por la que me niego a pensar hacia dónde habrá ido. Dejemos que la policía investigue cuanto pueda. No creo que sea mucho, teniendo en cuenta que todavía no sabe nada acerca de la casa que, bajo el nombre de Peters, alquiló en el North End. Tampoco estoy seguro de que yo mismo sea capaz de encontrarla otra vez... ni siquiera de que piense en ir a encontrarla, aún a plena luz del día. Sí, creo saber por qué la alquiló. Sobre esto puedo hablarte. Así sabrás, mucho antes de que haya concluido, por qué motivo no voy a la policía. Me obligarían a que los llevara hasta ella, pero la verdad es que no podría regresar a esa casa aunque conociera el camino. Bien, por eso no puedo tomar el metro, ni bajar a sótano o bodega alguna, y esto también te causará risa.

Me pareció que podrías entender que mi distanciamiento con Pickman no se debió a las mismas razones estúpidas que produjeron la misma reacción en hombres como el doctor Reid o Joe Minot o Rosworth. El arte que se ocupa de lo morboso no me interesa en absoluto, pero cuando alguien tiene la genialidad que tenía Pickman, para mí resulta un honor conocerlo, al márgen de los cauces que tome su obra. Boston jamás ha contado con un pintor tan notable como Richard Upton Pickman. Lo dije desde un principio y continúo afirmándolo; también lo sostuve cuando dio a conocer aquel "Vampiro alimentándose". Según recordarás, por esa obra Minot dejó de saludarlo.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Popsy, Stephen King



Sheridan conducía con lentitud frente a la larga fachada lisa del centro comercial, cuando vio al chiquillo salir por las puertas principales, situadas bajo el cartel iluminado que rezaba COUSINSTOWN. Era un niño, de tal vez algo más de tres años, aunque, sin duda, no pasaba de los cinco. En su rostro se leía una expresión a la que Sheridan se había tornado muy perceptivo. Estaba intentando contener las lágrimas, pero no tardaría en echarse a llorar.

Sheridan se detuvo un instante mientras le acometía la familiar sensación de disgusto..., aunque cada vez que se llevaba a un niño, la sensación se hacía menos acuciante. La primera vez no había pegado ojo en una semana. No podía dejar de pensar en aquel turco enorme y grasiento que se hacía llamar señor Brujo..., de pensar en qué haría con los niños. “Los mando a dar un paseo en barca, señor Sheridan” le había explicado el turco, aunque, en su caso, la frase había sonado algo así como “Loj mando a da unpazeo en baca, seño Se-ridan.”. El turco había esbozado una sonrisa. “Y si sabe lo que le conviene, dejará de hacer preguntas”, decía aquella sonrisa, y lo decía alto y claro, sin acento alguno.

Sheridan había dejado de hacer preguntas, pero eso no significaba que hubiera dejado de pensar en el asunto. Sobre todo después. Dando vueltas y más vueltas sobre el tema, deseando poder volver atrás para poder dar otro giro al asunto, para poder alejarse de la tentación. La segunda vez lo había pasado casi igual de mal... La tercera vez algo menos, y a la cuarta ya había dejado de pensar en el paseo en barca y en lo que podría esperar a los niños a su término.

Sheridan aparcó la furgoneta en una de las plazas más cercanas al centro comercial y reservadas a los inválidos. En la parte trasera de la furgoneta llevaba una matrícula especial que el estado concede a los inválidos. La matrícula valía su peso en oro, porque impedía que los guardias de seguridad sospecharan y, además, porque esas plazas resultaban muy prácticas y casi siempre estaban vacías. «Finges que no buscas nada, pero siempre robas una matrícula de inválido uno o dos días antes.» Al diablo con esas chorradas. Estaba metido en un lío y ese niño era el único que podía resolver sus problemas.

Se apeó de la furgoneta y caminó hacia el pequeño, que miraba a su alrededor con una expresión de creciente pánico. «Sí, señor -pensó Sheridan- unos cinco años, tal vez seis, pero muy menudito.» Bajo las estridentes luces fluorescentes que emanaba el interior del edificio, el niño aparecía blanco como la nieve, no sólo asustado, sino realmente enfermo. Sheridan supuso que su aspecto se debía al miedo. Por lo general, reconocía aquella expresión en cuanto la veía, porque había visto un gran terror reflejado en su propio espejo durante el último año y medio.

El niño alzó los ojos esperanzado hacia las personas que pasaban junto a él, personas que entraban en el centro comercial ansiosas por comprar, que salían cargadas de paquetes, con el rostro soñador, casi como drogado, impregnado de algo que probablemente tomaban por satisfacción.

martes, 27 de octubre de 2015

Almas perdidas (Una historia de horror de Navidad), Clive Barker



Todo lo que la mujer ciega le había dicho que había visto parecía indiscutiblemente real. Fuera cual fuese el ojo interno que poseyera Norma Paine (aquella extraordinaria habilidad que le permitía escudriñar la isla de Manhattan desde el Puente de Broadway hasta Pattery Park sin moverse ni una pulgada de su habitación en la setenta y cinco), era agudo como el cuchillo de un ilusionista. Aquí estaba la casa abandonaba de Ridge Street, con las manchas de humo ensuciando el ladrillo. Aquí estaba el perro muerto que había descrito, tendido en la acera como si estuviera dormido, pero sin la mitad de la cabeza. Aquí también, si había que creer a Norma, estaba el demonio que Harry había venido a buscar: el tímido y sublimemente maligno Cha'Chat.

Harry pensó que la casa no era un lugar muy adecuado para la residencia de un desesperado como Cha'Chat. Aunque los engendros infernales podían ser una panda de brutos, era la propaganda cristiana la que los vendía como habitantes del hielo y los excrementos. Era más probable que el demonio huido estuviera tragando huevos de mosca y vodka en el Waldorf-Astoria que ocultándose entre estas ruinas.

Pero Harry había acudido desesperado a la vieja clarividente, tras fracasar en localizar a Cha'Chat por cualquier medio más convencional disponible para un detective privado como él. Había admitido ante la mujer que era responsable del hecho de que el demonio anduviera suelto. Parecía que nunca había aprendido, en sus demasiados frecuentes encuentros con el Abismo y su progenie, que el infierno poseía habilidad para engañarle. ¿Por qué si no había creído en el niño que había aparecido ante sus ojos justo cuando apuntaba a Cha'Chat con su pistola?... Un niño, por supuesto, que se había evaporado en una nube de aire en cuanto la diversión fue redundante y el demonio hizo su escapada.

Ahora, después de casi tres semanas de vana persecución, era casi Navidad en Nueva York; la época de la buena voluntad y los suicidios. Las calles estaban atestadas; el aire, como sal en las heridas; Mammon en su gloria. Un patio de juegos más perfecto para Cha'Chat apenas podía imaginarlo. Harry tenía que encontrar rápidamente al demonio, antes de que hiciera ningún daño de importancia; encontrarlo y devolverlo al pozo del que provenía. En caso de necesitarlo, incluso utilizaría las palabras atadoras que el fallecido padre Hesse le había confiado una vez, acompañándolas de advertencias tales que Harry nunca había llegado a anotarlas. Lo que hiciera falta. Siempre que Cha'Chat no viera la Navidad a este lado del Cisma.

Parecía que dentro de la casa de Ridge Street hacía más frío que fuera. Harry podía sentirlo introduciéndose entre sus dos pares de calcetines y empezando a aturdirle los pies. Se dirigía al primer piso cuando oyó el suspiro. Se dirigió, esperando ver a Cha'Chat allí, de pie, su ojo facetado mirando a una docena de lugares al mismo tiempo, su pelaje ondulando. Pero no. En su lugar había una mujer joven al otro extremo del pasillo. Sus rasgos desnutridos sugerían extracción puertorriqueña, pero eso (y el hecho de que estaba embarazada) fue todo lo que Harry tuvo tiempo de ver antes de que saliera corriendo escalera abajo.

Al escuchar bajar a la muchacha, Harry supo que Norma se había equivocado. Si Cha'Chat hubiera estado aquí, una víctima tan perfecta no habría escapado con los ojos en la cara. El demonio no se encontraba aquí.

Lo que dejaba el resto de Manhattan para buscarle.

El loco, Guy de Maupassant



Cuando murió presidía uno de los más altos tribunales de Justicia de Francia y era conocido en el resto por su trayectoria ejemplar. Se había ganado el profundo respeto de abogados, fiscales y jueces, que se inclinaban ante su elevada figura de rostro grave, pálido y enjuto y mirada penetrante.

Su única preocupación había consistido en perseguir a los criminales y defender a los más débiles. Los asesinos y los estafadores le tenían por su peor enemigo, ya que parecía ser capaz de leer sus pensamientos y adivinar las intenciones que ocultaban en los rincones más oscuros de sus almas.

Su muerte, a la edad de 82 años, había provocado una sucesión de homenajes y el pesar de todo un pueblo. Había sido escoltado hasta su tumba por soldados vestidos con pantalones rojos, e ilustres magistrados habían derramado sobre su ataúd lágrimas que parecían sinceras.

Sin embargo, poco después de su entierro, el notario descubrió un estremecedor documento en el escritorio donde solía guardar los sumarios de sus grandes casos. Su primera hoja estaba encabezada por el título: «¿POR QUÉ?».

"20 de junio de 1851. Acabo de dictar sentencia. ¡He condenado a muerte a Blondel! Me pregunto por qué mató este hombre a sus cinco hijos. ¿Por qué? Uno se encuentra a menudo con personas para quienes el hecho de quitar la vida a otra parece suponer un placer. Sí, debe de ser un placer, quizá el mayor de todos. ¿Acaso matar no es lo que más se asemeja a crear? ¡Hacer y destruir! La historia del mundo, la historia del universo, todo lo que existe... absolutamente todo se resume en estas dos palabras. ¿Por qué es tan embriagador matar?

25 de junio. Un ser vive, anda, corre... ¿Un ser? ¿Qué es un ser? Es una cosa animada que contiene el principio del movimiento y una voluntad que dirige este principio. Pero esa cosa acaba convirtiéndose en nada. Sus pies carecen de raíces que los sujeten al suelo. Constituye un grano de vida que se mueve separado de la tierra; un grano de vida, procedente de un lugar que desconozco, que puede ser destruido por deseo de cualquiera. Entonces ya no es nada. Nada. Desaparece; se acaba.

26 de junio. ¿Por qué es un crimen matar? ¿Por qué, si es la ley suprema de la Naturaleza? Todos los seres tienen esta misión: matar para vivir y vivir para matar. Nuestra propia condición está sujeta a este hecho. Las bestias matan continuamente, durante todos los instantes de cada uno de los días de su vida. El hombre mata para alimentarse; pero, como también necesita matar por puro placer, ha inventado la caza. El niño mata a los insectos, a los pajaritos... a todos los animalillos que caen en sus manos. Todo ello no basta para calmar la irresistible necesidad que todos sentimos. Matar animales no es suficiente para nosotros; necesitamos también matar personas. Las civilizaciones antiguas satisfacían su ansia con sacrificios humanos. Hoy, vivir en sociedad nos ha obligado a convertir el asesinato en un grave delito y, como no podemos entregarnos libremente a este instinto natural, cada cierto tiempo desencadenamos una guerra para calmarlo. Así, todo un pueblo se dedica a aplastar a otro en un derroche de sangre que hace perder la cabeza a los ejércitos y que embriaga también a la población civil: mujeres y niños, que a la luz de las velas, leen por la noche el exaltado relato de las matanzas.

lunes, 26 de octubre de 2015

La Tona, Francisco Rojas González


Crisanta descendió por la vereda que culebreaba entre los peñascos de la loma clavada entre la aldehuela y el río, de aquel río bronco al que tributaban los torrentes que, abriéndose paso entre jarales y yerbajos, se precipitaban arrastrando tras sí costras de roble hurtadas al monte. Tendido en la hondonada, Tapijulapa, el pueblo de indios pastores. Las torrecitas de la capilla, patinadas de fervores y lamosas de años, perforaban la nube aprisionada entre los brazos de la cruz de hierro.

Crisanta, india joven, casi niña, bajaba por el sendero; el aire de la media tarde calosfriaba su cuerpo encorvado al peso de un tercio de leña; la cabeza gacha y sobre la frente un manojo de cabellos empapados de sudor. Sus pies -garras a ratos, pezuñas por momentos- resbalaban sobre las lajas, se hundían en los líquenes o se asentaban como extremidades de plantígrado en las planadas del senderillo... Los muslos de la hembra, negros y macizos, asomaban por entre los harapos de la enagua de algodón, que alzaba por delante hasta arriba de las rodillas, porque el vientre estaba urgido de preñez... la marcha se hacía más penosa a cada paso; la muchacha deteníase por instantes a tomar alientos; mas luego, sin levantar la cara, reanudaba el camino con ímpetus de bestia que embistiera al fantasma del aire.

Pero hubo un momento en que las piernas se negaron al impulso, vacilaron. Crisanta alzó por primera vez la cabeza e hizo vagar sus ojos en la extensión. En el rostro de la mujercita zoque cayó un velo de angustia; sus labios temblaron y las aletas de su nariz latieron, tal si olfatearan. Con pasos inseguros la india buscó las riberas; diríase llevada entonces por un instinto, mejor que impulsada por un pensamiento. El río estaba cerca, a no más de veinte pasos de la vereda. Cuando estuvo en las márgenes, desató el “mecapal” anudado en su frente y con apremios depositó en el suelo el fardo de leña; luego, como lo hacen todas las zoques, todas:
la abuela,
la madre,
la hermana,
la amiga,
la enemiga,
remangó hasta arriba de la cintura su faldita andrajosa, para sentarse en cuclillas, con las piernas abiertas y las manos crispadas sobre las rodillas amoratadas y ásperas. Entonces se esforzó al lancetazo del dolor. Respiró profunda, irregularmente, tal si todas las dolencias hubiéransele anidado en la garganta. Después hizo de sus manos, de aquellas manos duras, agrietadas y rugosas de fatigas, utensilios de consuelo, cuando las pasó por el excesivo vientre ahora convulso y acalambrado. Los ojos escurrían lágrimas que brotaban de las escleróticas congestionadas. Pero todo esfuerzo fue vano. Llevó después sus dedos, únicos instrumentos de alivio, hasta la entrepierna ardorosa, tumefacta y de ahí los separó por inútiles... Luego los encajó en la tierra con fiereza y así los mantuvo, pujando rabia y desesperación... De pronto la sed se hizo otra tortura... y allá fue, arrastrándose como coyota, hasta llegar al río: tendióse sobre la arena, intentó beber, pero la náusea se opuso cuantas veces quiso pasar un trago; entonces mugió si desesperación y rodó en la arena entre convulsiones. Así la halló Simón su marido.

Cuando el mozo llegó hasta su Crisanta, ella lo recibió con palabras duras en lengua zoque; pero Simón se había hecho sordo. Con delicadeza la levantó en brazos para conducirla a su choza, aquel jacal pajizo, incrustado en la falda de la loma. El hombrecito depositó en el petate la carga trémula de dos vidas y fue en busca de Altagracia, la comadrona vieja que moría de hambre en aquel pueblo en donde las mujeres se las arreglaban solas, a orillas del río, sin más ayuda que sus manos, su esfuerzo y sus gemidos.

Un corazón de oro, Boris Vian



1

Aulne caminaba pegado a la pared y cada cuatro pasos miraba hacia atrás con gesto receloso. Acababa de robar el corazón de oro del padre Mimile. Por supuesto, se había visto forzado a destripar un poco al pobre hombre, y, en particular, a hundirle el tórax a golpes de podadera. Pero, cuando hay de por medio un corazón de oro, no es cuestión de pararse en barras en cuanto a procedimientos.

Cuando hubo caminado trescientos metros, se quitó de manera ostentosa su gorra de ladrón y, tirándola a una alcantarilla, la reemplazó por el sombrero flexible de un hombre honrado. Su paso se hizo más seguro. Sin embargo, el corazón de oro del padre Mimile, todavía caliente, no cesaba de molestarle, porque seguía latiéndole desagradablemente en el bolsillo. Además, le hubiera gustado contemplarlo con tranquilidad, pues era un corazón que, con sólo verlo, ponía a cualquiera casi en la obligación de delinquir.

Ciento veinte brazas más adelante y aprovechando una alcantarilla de dimensiones superiores a las de la anterior, Aulne se desembarazó de la porra y de la podadera. Ambos instrumentos estaban recubiertos de cabellos pegados y de sangre, y como a Aulne le gustaba hacer las cosas cuidadosamente, seguro que también abundaban de huellas digitales. Sin embargo, conservó, sin tocarla la misma indumentaria, por completo salpicada de sangre pegajosa, pues, dado que a los viandantes no les suele caber en la cabeza que un asesino vista como todo el mundo, tampoco era cuestión de infringir el código del medio.

En la parada de taxis eligió uno bien vistoso y reconocible. Se trataba de un antiguo Bernazizi, modelo 1923, con asientos de imitación esterilla, trasero puntiagudo, conductor tuerto y parachoques de atrás medio caído. Los colores frambuesa y amarillo de la capota de satén rayado añadían al conjunto un toque inolvidable. Aulne pasó a su interior.

-¿Dónde le llevo, burgués? -preguntó el chófer, un ruso ucraniano a juzgar por su acento.

-Dé la vuelta a la manzana... -respondió Aulne.

-¿Cuántas veces?

-Todas las que sean necesarias hasta que la bofia nos eche el ojo encima.

-¡Ah, ah! -reflexionó el taxista de manera audible-. Bueno... bien... veamos... Como posiblemente me será difícil llegar a marchar con exceso de velocidad ¿qué le parece si circulo por la izquierda? ¿Eh?

-Correcto -aceptó Aulne.

Bajó a tope la capota y se sentó lo más estirado posible para que pudiera verse con facilidad la sangre que adornaba su indumentaria. Eso, combinado con el sombrero de hombre honrado que lucía, haría evidente a cualquiera que tenía algo que ocultar.

Los gatos de Ulthar (The cats of Ulthar), H. P. Lovecraft



Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.
En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivía un viejo campesino y su esposa, quienes se deleitaban en atrapar y asesinar a los gatos de los vecinos. Por qué lo hacían, no lo sé; excepto que muchos odian la voz del gato en la noche, y les parece mal que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer se deleitaban atrapando y matando a cada gato que se acercara a su cabaña; y, a partir de los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la manera de asesinarlos era extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la expresión habitual de sus marchitos rostros, y porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan oscuramente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero. La verdad era, que por más que los dueños de los gatos odiaran a estas extrañas personas, les temían más; y, en vez de confrontarlos como asesinos brutales, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero apreciado, fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se escuchaban ruidos después del anochecer, el perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el que de esa manera había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabía de dónde vinieron todos los gatos.

Un día, una caravana de extraños peregrinos procedentes del Sur entró a las estrechas y empedradas calles de Ulthar. Oscuros eran aquellos peregrinos, y diferentes a los otros vagabundos que pasaban por la ciudad dos veces al año. En el mercado vieron la fortuna a cambio de plata, y compraron alegres cuentas a los mercaderes. Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie podía decirlo; pero se les vio entregados a extrañas oraciones, y que habían pintado en los costados de sus carros extrañas figuras, de cuerpos humanos con cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los cuernos.

En esta singular caravana había un niño pequeño sin padre ni madre, sino con sólo un gatito negro a quien cuidar. La plaga no había sido generosa con él, mas le había dejado esta pequeña y peluda cosa para mitigar su dolor; y cuando uno es muy joven, uno puede encontrar un gran alivio en las vivaces travesuras de un gatito negro. De esta forma, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes, sonreía más frecuentemente de lo que lloraba mientras se sentaba jugando con su gracioso gatito en los escalones de un carro pintado de manera extraña.

El cohete, Ray Bradbury



Fiorello Bodoni se despertaba de noche y oía los cohetes que pasaban suspirando por el cielo oscuro. Se levantaba y salía de puntillas al aire de la noche. Durante unos instantes no sentiría los olores a comida vieja de la casita junto al río. Durante un silencioso instante dejaría que su corazón subiera hacia el espacio, siguiendo a los cohetes.

Ahora, esta noche, de pie y semidesnudo en la oscuridad, observaba las fuentes de fuego que murmuraban en el aire. ¡Los cohetes en sus largos y veloces viajes a Marte, Saturno y Venus!

-Bueno, bueno, Bodoni.

Bodoni dio un salto.

En un cajón, junto a la orilla del silencioso río, estaba sentado un viejo que también observaba los cohetes en la medianoche tranquila.

-Oh, eres tú, Bramante.

-¿Sales todas las noches, Bodoni?

-Sólo a tomar aire.

-¿Sí? Yo prefiero mirar los cohetes -dijo el viejo Bramante-. Yo era aún un niño cuando empezaron a volar. Hace ochenta años. Y nunca he estado todavía en uno.

-Yo haré un viaje uno de estos días.

-No seas tonto -dijo Bramante-. No lo harás. Este mundo es para la gente rica. -El viejo sacudió su cabeza gris, recordando-. Cuando yo era joven alguien escribió unos carteles, con letras de fuego: El mundo del futuro. Ciencia, confort y novedades para todos. ¡Ja! Ochenta años. El futuro ha llegado. ¿Volamos en cohetes? No. Vivimos en chozas como nuestros padres.

-Quizá mis hijos -dijo Bodoni.

-¡Ni siquiera los hijos de tus hijos! -gritó el hombre viejo-. ¡Sólo los ricos tienen sueños y cohetes!

Bodoni titubeó.

-Bramante, he ahorrado tres mil dólares. Tardé seis años en juntarlos. Para mi taller, para invertirlos en maquinaria. Pero desde hace un mes me despierto todas las noches. Oigo los cohetes. Pienso. Y esta noche, al fin, me he decidido. ¡Uno de nosotros irá a Marte!

Los ojos de Bodoni eran brillantes y oscuros.

La expiación, Silvina Ocampo



Antonio nos llamó a Ruperto y a mí al cuarto del fondo de la casa. Con voz imperiosa ordenó que nos sentáramos. La cama estaba tendida. Salió al patio para abrir la puerta de la pajarera, volvió y se echó en la cama.

-Voy a mostrarles una prueba -nos dijo.

-¿Van a contratarte en un circo? -le pregunté.

Silbó dos o tres veces y entraron en el cuarto Favorita, la María Callas y Mandarín, que es coloradito. Mirando el techo fijamente volvió a silbar con un silbido más agudo y trémulo ¿Era ésa la prueba? ¿Por qué nos llamaba a Ruperto y a mí? ¿Por qué no esperaba que llegara Cleóbula? Pensé que toda esa representación serviría para demostrar que Ruperto no era ciego, sino más bien loco; que en algún momento de emoción frente a la destreza de Antonio lo demostraría. El vaivén de los canarios me daba sueño. Mis recuerdos volaban en mi mente con la misma persistencia. Dicen que en el momento de morir uno revive su vida: yo la reviví esa tarde con remoto desconsuelo.

Vi, como pintado en la pared, mi casamiento con Antonio a las cinco de la tarde, en el mes de diciembre. Hacía calor ya, y cuando llegamos a nuestra casa, desde la ventana del dormitorio donde me quité el vestido y el tul de novia, vi con sorpresa un canario. Ahora me doy cuenta de que era el mismo Mandarín que picoteaba la única naranja que había quedado en el árbol del patio. Antonio no interrumpió sus besos al verme tan interesada en ese espectáculo. El ensañamiento del pájaro con la naranja me fascinaba. Contemplé la escena hasta que Antonio me arrastró temblando a la cama nupcial, cuya colcha, entre los regalos, había sido para él fuente de felicidad y para mí terror durante las vísperas de nuestro casamiento. La colcha de terciopelo granate llevaba bordado un viaje en diligencia. Cerré los ojos y apenas supe lo que sucedió después. El amor es también un viaje; durante muchos días fui aprendiendo sus lecciones, sin ver ni comprender en qué consistían las dulzuras y suplicios que prodiga. Al principio, creo que Antonio y yo nos amábamos parejamente, sin dificultad, salvo la que nos imponía mi inocencia y su timidez.

Esta casa diminuta que tiene un jardín igualmente diminuto está situada en la entrada del pueblo. El aire saludable de las montañas nos rodea: el campo queda cerca y lo vemos al abrir las ventanas.

Teníamos ya una radio y una heladera. Numerosos amigos frecuentaban nuestra casa en los días de fiesta o para festejar alguna fecha de familia. ¿Qué más podíamos pedir? Cleóbula y Ruperto nos visitaban más a menudo porque eran nuestros amigos de infancia. Antonio se había enamorado de mí, ellos lo sabían. No me había buscado, no me había elegido; era más bien yo la que lo había elegido a él. Su única ambición era ser amado por su mujer, conservar su fidelidad. Poca importancia le daba al dinero.

Ruperto se sentaba en un rincón del patio y sin preámbulos mientras afinaba la guitarra, pedía un mate, o bien una naranjada cuando hacía calor. Yo lo consideraba como uno de los tantos amigos o parientes que forman, casi podría decir, parte de los muebles de una casa y que uno advierte sólo cuándo están estropeados o colocados en distinto lugar del habitual.

El viaje de Ossian a Tir na nÓg, leyenda irlandesa



El mítico poeta y guerrero Ossian, hijo de Fingel, fue el líder de los fenianos, y según cuenta la leyenda, fue uno de los pocos mortales a los que se permitió la entrada a Tir na nÓg, una de las islas habitadas por las hadas.

Un buen día. Ossian salió de cacería acompañado por un grupo de fenianos y para su sorpresa, se encontraron con una mujer de dorados cabellos y una extraordinaria hermosura, montada sobre un caballo. La doncella, cuyo nombre era Niamh, quedó prendada de Ossian y le invitó a viajar con él a la legendaria tierra de Tir na nÓg, más allá del mar y los dominios de los mortales.

Ossian aceptó y juntos viajaron a lomo de caballo hasta aquel mágico lugar pasando por los más extraños y fantásticos paisajes. Ante la visión de un palacio que se alzaba sobre el mar, Niamh pidió a Ossian que liberase a una de las damiselas de Danann, quien había sido apresada por el demonio marino Fomor. Sin pensárselo dos veces, el valeroso Ossian derrotó al demonio y cumplió así el deseo de su compañera, antes de proseguir el viaje.

Una vez que llegaron a Tir na nÓg, Ossian permaneció junto a la hermosa Niamh durante tres siglos en los que apenas echó de menos a sus parientes y amigos. Pero un día sintió un fuerte deseo de volver a su tierra de origen v estar entre los suyos, así que pidió a Niamh que le permitiese regresar brevemente. La doncella de dorados cabellos le proporcionó un caballo para el viaje, pero le advirtió que bajo ningún concepto sus pies deberían tocar el suelo de los mortales. Tras asegurar a la muchacha que lo recordaría, salió veloz hacia la Irlanda de sus orígenes.

Para su sorpresa y decepción, Ossian contempló como todo había cambiado, y también como sus familiares, amigos e incluso su pueblo habían pasado a formar parte del pasado. Vio con pesar como San Patricio había convertido al cristianismo a los irlandeses, terminando así con sus tradiciones y leyendas.

Además tuvo la impresión de que los hombres que ahora poblaban aquellas tierras eran mas pequeños y, cuando vio a tres de ellos que trataban sin éxito de levantar una enorme roca se acercó a ayudarles. Quiso la desgracia que, al tratar de levantar la roca, se rompiese la cincha de su montura, haciéndole caer al suelo. En ese momento su caballo se esfumó antes sus ojos y los de los tres atónitos lugareños. En un instante. Ossian envejeció de súbito los 300 años que había pasado en la tierra de las hadas, quedando además ciego.

Existen diferentes versiones del final de la historia de Ossian, aunque la mas extendida nos cuenta que el mismo San Patricio encontró al anciano guerrero y le llevó hasta su casa, donde le cuidó durante los últimos días de su vida. El santo trató en vano de convertirle al cristianismo, con objeto de que su alma descansara en el paraíso, pero Ossian no renunció a sus creencias, aludiendo que prefería ir al infierno, donde al menos disfrutaría de la compañía de los fenianos y de su padre, a quienes tanto añoraba.

¡Abajo, Satán!, Clive Barker



Las circunstancias habían hecho a Gregorius un hombre incalculablemente rico. Poseía flotillas, palacios, sementales, ciudades. En realidad, eran tantas sus posesiones que a los encargados de enumerarlas —cuando los acontecimientos de esta historia llegaron a su monstruosa conclusión— les parecía a veces más rápido hacer una lista de las cosas que Gregorius no poseía.

Era rico, pero distaba mucho de ser feliz. Lo habían criado en la religión católica, y en sus primeros años —antes de su vertiginoso ascenso a la fortuna— había encontrado solaz en la fe. Pero la había abandonado luego, y a la edad de cincuenta y cinco años, con el mundo a sus pies, despertó una noche para descubrir que carecía de Dios.

Fue un amargo golpe, pero de inmediato tomó las medidas necesarias para subsanar la pérdida. Viajó a Roma, habló con el Sumo Pontífice, rezó día y noche; fundó seminarios y colonias de leprosos. Pero Dios se negaba a mostrarle siquiera la uña del dedo gordo del pie. Al parecer, Gregorius estaba dejado de la mano de Dios.

Desesperado, se le metió en la cabeza que la única manera de conseguir su propósito de volver a los brazos del Hacedor sería arriesgar el alma del modo más disparatado. La idea tenía sus meritos. «Supongamos que lograra concertar un encuentro con Satán, el enemigo mayor —penso Gregorius—; ¿acaso Dios, al verme in extremis, no se sentiría obligado a intervenir para hacerme volver al redil?»

Se trataba de un buen plan, pero ¿cómo llevarlo a cabo? El Diablo no acudía con una simple llamada, aunque proviniera de un magnate como Gregorius, y sus búsquedas no tardaron en demostrarle que los métodos tradicionales de invocar al Señor de las Tinieblas —mancillar el Sagrado Sacramento, el sacrificio de criaturas— no fueron más efectivos que las buenas obras para provocar a Jehová. Solo al cabo de un año de deliberaciones logró dar con un plan maestro. Mandaría construir un Infierno en la Tierra, un infierno moderno tan monstruoso que el Tentador se sentiría tentado e iría allí a establecer su reino como lo hace el cuco en los nidos robados.

Buscó por todo el mundo un arquitecto, y en las afueras de Florencia, languideciendo en un manicomio, encontró a un hombre llamado Leopardo, cuyos planos para los palacios de Mussolini poseían una grandeza demencial que se adaptaba perfectamente al proyecto de Gregorius. Leopardo fue sacado de su celda —era un hombre fétido, una piltrafa— y le devolvieron sus sueños. Su prodigioso genio no le había abandonado.

Para alimentar su inventiva, recorrieron las grandes bibliotecas del mundo en busca de las descripciones de los Infiernos, tanto seglares como metafísicas; las bóvedas de los museos fueron saqueadas en busca de las imágenes prohibidas del martirio. No se dejó piedra por levantar si se sospechaba que debajo se ocultaba algo perverso.

Los planos acabados debían algo a Sade y a Dante, y algo más a Freud y a Kraft-Ebbing, pero también contenían elementos que ninguna mente había concebido jamás, o al menos, nadie se había atrevido a consignarlos sobre el papel.

Los que se alejan de Omelas, Ursula K. Le Guin



Con un clamor de campanas que impulsó a las golondrinas a levantar el vuelo, el Festival del Verano llegaba a la ciudad de Omelas, que descollaba radiante junto al mar. En el puerto, los aparejos de los barcos destellaban con banderas. En las calles, entre las casas de rojos tejados y pintadas tapias, entre los viejos jardines donde crece el musgo y bajo los árboles de las avenidas; frente a los grandes parques y los edificios públicos desfilaba la multitud. Decorosos ancianos con largas túnicas rígidas malva y gris; graves y silenciosos artesanos, alegres mujeres que llevaban a sus hijos y charlaban al caminar. En otras calles, la música sonaba más veloz, un trémulo de batintines y panderetas y la gente iba bailando; la procesión era una danza. Los niños correteaban de una parte a otra y sus gritos se alzaban sobre la música y los cantos como el vuelo cruzado de las golondrinas. Todos los desfiles serpenteaban hacia el norte de la ciudad, donde en la gran vega llamada Verdes Campos, chicos y chicas, desnudos en el luminoso aire, con los pies, los tobillos y los largos y ágiles brazos salpicados de lodo ejercitaban a sus inquietos caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban ningún tipo de pertrecho, sólo un ronzal sin bocado. Las crines trenzadas con cordones de plata, oro y verde. Resoplaban por los dilatados ollares, hacían cabriolas y se engallaban. Al ser el caballo el único animal que había adoptado nuestras ceremonias como propias, se hallaba muy excitado. A lo lejos, por el norte y el oeste, las montañas se alzaban sobre la bahía de Omelas casi envolviéndola. El aire de la mañana era tan límpido que la nieve, coronado aún los Ocho Picos, despedía reflejos oro y blanco a través de las millas de aire iluminado por el sol, bajo el azul profundo del cielo. Soplaba el suficiente viento como para que los gallardetes que marcaban el curso de la carrera ondearan y chasquearan de vez en cuando. En el silencio verde de la amplia vega se oía la música que recorría las calles de la ciudad, y de todas partes y acercándose siempre, una alegre fragancia de aire que de vez en cuando se acumulaba y estallaba con el gozoso repique de las campanas.

¡Gozoso! ¿Cómo se puede explicar el gozo? ¿cómo describir a los habitantes de Omelas?

Berenice, Edgar Allan Poe



Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,
curas meas aliquantulum fore levatas.

-Ebn Zaiat

La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.

En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.

La carretera imposible, Oscar J. Friend



El doctor Albert Nelson miró a su joven ayudante, Robert Mackensie, y frunció el ceño.

— ¡Esto era justo lo que necesitaba! —exclamó—. Dejar mi laboratorio y hacer una excursión contigo por las Ozarks. Unas vacaciones encantadoras. ¡Bah!

—Pero doctor —protestó mansamente Mackensie—, necesita usted unas vacaciones. No es culpa mía que tuviéramos un accidente. —Una mueca asomó en su cara juvenil— Además, es casi divertido... idos, científicos eruditos ¡indefensos como bebés en el bosque!

Pero el doctor Nelson no podía entender la gracia de la situación. Estaban perdidos en las profundidades de las Montañas Ozark, y su brújula estaba irremediablemente rota. Y aquello le molestaba muchísimo.

Y es que el doctor Nelson era un espíritu ordenado. Siempre había sido un tipo lógico. Tenía una mente matemática que funcionaba como una máquina. Para él no existían cabos sueltos. Eso era lo que le convertía en un excelente biólogo. Seguía todo el proceso hasta su origen, y lo almacenaba permanentemente en su cerebro antes de dejarlo salir.

Para el doctor Nelson, dos y dos eran cuatro, y tenía que dar esa respuesta antes de renunciar. Todo lo positivo tenía una contrapartida negativa, cada causa un efecto. En su laboratorio no había nunca ningún trabajo de investigación sin terminar, ningún papel ni basura en su mesa, nada de sobra en su mente. Repudiaba todo aquello que no tenía una explicación lógica. No tenía paciencia con las sinfonías inacabadas, las historias de doncellas y caballeros, los enigmas o los misterios sin resolver. Era un tipo muy definido y positivo.

Por eso se sintió tan desolado y desesperado cuando Mackensie y él llegaron al final de la carretera. No era por la acumulación de circunstancias que les llevó a perderse, el que su brújula se hubiera roto accidentalmente, el hecho que estuvieran dando vueltas desde primeras horas de la mañana y ya fueran las tres de la tarde, el que estuvieran cansados, magullados y muertos de hambre y sed. Nada de esto. Era el hecho inexplicable de la carretera en sí.

— ¿Qué es eso que hay delante de nosotros? —jadeó el doctor Nelson mientras contemplaba una extensión blanca y brillante a través de los árboles y matojos. Habían estado escalando incesantemente durante la última hora, buscando un lugar alto desde el que pudieran divisar los alrededores del terreno y salir del atolladero—. ¿Una extensión de agua o el cielo?

Mackensie se adelantó. Su voz juvenil flotó cargada de ansiedad.

— ¡Es una carretera, doctor! ¡Una carretera asfaltada! Gracias a Dios, ahora podremos encontrar un camino de vuelta a la civilización.

Era una carretera, de acuerdo. Nelson arrugó las cejas pensativo mientras aceleraba el paso para alcanzar a su compañero. Pero ¿qué hacía una carretera de asfalto en mitad de un país salvaje, en donde los hombres blancos que estaban en sus cabales jamás habían puesto el pie? ¿Cómo podía existir una carretera en estas montañas, donde sólo vivían los gamos salvajes y algún grajo ocasional alzaba la voz, o un buitre salvaje volaba en su solitario esplendor sobre sus cabezas? Y había algo más.

Es que somos muy pobres, Juan Rulfo



Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.

Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río

El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.

Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.

A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.

Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.

Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.

El toro negro de Norroway, cuento popular escocés.



En Norroway, hace mucho tiempo, vivía una distinguida dama que tenía tres hijas: La mayor de ellas le dijo a su madre: "Madre, cocíname un bannock, y ásame un Collop, porque me voy lejos a buscar mi fortuna". Su madre lo hizo; y la hija mayor se fue donde una vieja bruja lavandera y le contó su propósito. La vieja le ordenó quedarse ese día, y mirar por la puerta trasera, y ver lo que pudiera ver. El primer día ella no vio nada. El segundo día ella hizo lo mismo y tampoco vio nada. Al tercer día ella volvió a mirar, y vio que se acercaba un carruaje tirado por seis caballos. Corrió adentro y le dijo a la vieja mujer lo que vio. "Bueno", dijo la anciana, "ese es para ti!". Así que la subieron al carruaje y partieron.

Luego la segunda hija le dijo a su madre: "Madre, cocíname un bannock, y ásame un Collop, porque me voy lejos a buscar mi fortuna". Su madre lo hizo; y la segunda hija se fue donde la vieja bruja lavandera, y le sucedió igual que a su hermana mayor. Al tercer día que ella miró por la puerta trasera, vió que se acercaba un carruaje tirado por cuatro caballos. "Bueno", dijo la anciana, "ese es para ti!". Así que la subieron al carruaje y partieron.

Finalmente la tercera hija le dijo a su madre: "Madre, cocíname un bannock, y ásame un Collop, porque me voy lejos a buscar mi fortuna". Su madre lo hizo; y ella se fue donde la vieja bruja lavandera. La vieja le ordenó mirar por la puerta trasera, y ver lo que pudiera ver. Ella lo hizo; y cuando volvió le dijo que no vio nada. El segundo día ella hizo lo mismo y tampoco vio nada. Al tercer día ella volvió a mirar, y cundo volvió le dijo a la vieja bruja que no vio nada, excepto un gran toro negro que venía canturreando por el camino. "Bueno", dijo la anciana, "ese es para ti!".Al escuchar esto ella estuvo a punto de gritar de dolor y terror; pero la levantaron y la sentaron en la espalda del toro, y partieron.

La salud de los enfermos, Julio Cortázar



Cuando inesperadamente tía Clelia se sintió mal, en la familia hubo un momento de pánico y por varias horas nadie fue capaz de reaccionar y discutir un plan de acción, ni siquiera tío Roque que encontraba siempre la salida más atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a la oficina, Rosa y Pepa despidieron a los alumnos de piano y solfeo, y hasta tía Clelia se preocupó más por mamá que por ella misma. Estaba segura de que lo que sentía no era grave, pero a mamá no se le podían dar noticias inquietantes con su presión y su azúcar, de sobra sabían todos que el doctor Bonifaz había sido el primero en comprender y aprobar que le ocultaran a mamá lo de Alejandro. Si tía Clelia tenía que guardar cama era necesario encontrar alguna manera de que mamá no sospechara que estaba enferma, pero ya lo de Alejandro se había vuelto tan difícil y ahora se agregaba esto; la menor equivocación, y acabaría por saber la verdad. Aunque la casa era grande, había que tener en cuenta el oído tan afinado de mamá y su inquietante capacidad para adivinar dónde estaba cada uno. Pepa, que había llamado al doctor Bonifaz desde el teléfono de arriba, avisó a sus hermanos que el médico vendría lo antes posible y que dejaran entornada la puerta cancel para que entrase sin llamar. Mientras Rosa y tío Roque atendían a tía Clelia que había tenido dos desmayos y se quejaba de un insoportable dolor de cabeza, Carlos se quedó con mamá para contarle las novedades del conflicto diplomático con el Brasil y leerle las últimas noticias. Mamá estaba de buen humor esa tarde y no le dolía la cintura como casi siempre a la hora de la siesta. A todos les fue preguntando qué les pasaba que parecían tan nerviosos, y en la casa se habló de la baja presión y de los efectos nefastos de los mejoradores en el pan. A la hora del té vino tío Roque a charlar con mamá, y Carlos pudo darse un baño y quedarse a la espera del médico. Tía Clelia seguía mejor, pero le costaba moverse en la cama y ya casi no se interesaba por lo que tanto la había preocupado al salir del primer vahído. Pepa y Rosa se turnaron junto a ella, ofreciéndole té y agua sin que les contestara; la casa se apaciguó con el atardecer y los hermanos se dijeron que tal vez lo de tía Clelia no era grave, y que a la tarde siguiente volvería a entrar en el dormitorio de mamá como si no le hubiese pasado nada.

Con Alejandro las cosas habían sido mucho peores, porque Alejandro se había matado en un accidente de auto a poco de llegar a Montevideo donde lo esperaban en casa de un ingeniero amigo. Ya hacía casi un año de eso, pero siempre seguía siendo el primer día para los hermanos y los tíos, para todos menos para mamá ya que para mamá Alejandro estaba en el Brasil donde una firma de Recife le había encargado la instalación de una fábrica de cemento. La idea de preparar a mamá, de insinuarle que Alejandro había tenido un accidente y que estaba levemente herido, no se les había ocurrido siquiera después de las prevenciones del doctor Bonifaz. Hasta María Laura, más allá de toda comprensión en esas primeras horas, había admitido que no era posible darle la noticia a mamá. Carlos y el padre de María Laura viajaron al Uruguay para traer el cuerpo de Alejandro, mientras la familia cuidaba como siempre de mamá que ese día estaba dolorida y difícil. El club de ingeniería aceptó que el velorio se hiciera en su sede y Pepa, la más ocupada con mamá, ni siquiera alcanzó a ver el ataúd de Alejandro mientras los otros se turnaban de hora en hora y acompañaban a la pobre María Laura perdida en un horror sin lágrimas. Como casi siempre, a tío Roque le tocó pensar. Habló de madrugada con Carlos, que lloraba silenciosamente a su hermano con la cabeza apoyada en la carpeta verde de la mesa del comedor donde tantas veces habían jugado a las cartas. Después se les agregó tía Clelia, porque mamá dormía toda la noche y no había que preocuparse por ella. Con el acuerdo tácito de Rosa y de Pepa, decidieron las primeras medidas, empezando por el secuestro de La Nación –a veces mamá se animaba a leer el diario unos minutos– y todos estuvieron de acuerdo con lo que había pensado el tío Roque. Fue así como una empresa brasileña contrató a Alejandro para que pasara un año en Recife, y Alejandro tuvo que renunciar en pocas horas a sus breves vacaciones en casa del ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al primer avión. Mamá tenía que comprender que eran nuevos tiempos, que los industriales no entendían de sentimientos, pero Alejandro ya encontraría la manera de tomarse una semana de vacaciones a mitad de año y bajar a Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien todo eso, aunque lloró un poco y hubo que darle a respirar sus sales. Carlos, que sabía hacerla reír, le dijo que era una vergüenza que llorara por el primer éxito del benjamín de la familia, y que a Alejandro no le hubiera gustado enterarse de que recibían así la noticia de su contrato. Entonces mamá se tranquilizó y dijo que bebería un dedo de málaga a la salud de Alejandro. Carlos salió bruscamente a buscar el vino, pero fue Rosa quien lo trajo y quien brindó con mamá.

La casa del Juez, Bram Stoker



Próxima la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar solitario donde poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y también desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho tiempo sus encantos. Lo que buscaba era un pueblo donde nada le distrajera del estudio. Frenó sus deseos de pedir consejo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya conocido donde, indudablemente, tendría amigos.

Malcolmson deseaba evitar las amistades así que decidió buscar por sí mismo. Hizo su equipaje, tan sólo una maleta con un poco de ropa y todos los libros que necesitaba, y compró un billete para el primer nombre desconocido que vio en los itinerarios de los trenes de cercanías. Cuando al cabo de tres horas de viaje se apeó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que había conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y la tranquilidad necesarios para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la única fonda del lugar, y tomó una habitación para la noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban regularmente mercados, y una semana de cada mes era invadido por una enorme muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que pueda tener un desierto.

Al día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más aislada y apacible que una fonda tan tranquila como El Buen Viajero. Sólo encontró un lugar que satisfacía realmente sus más exageradas ideas acerca de la tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era la palabra apropiada para aquel sitio; desolación era el único término que podía transmitir una idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de construcción pesada y estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de lo acostumbrado y situadas más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada por un alto muro de ladrillos sólidamente construido. En realidad, daba más la impresión de un edificio fortificado que de una simple vivienda. Pero todo esto era lo que le gustaba a Malcolmson. He aquí —pensó— el lugar que estaba buscando, y sólo si lo consigo me sentiré feliz. Su alegría aumentó cuando se dio cuenta de que estaba sin alquilar en aquel momento.

En la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió mucho al saber que alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor Carnford, abogado local y agente inmobiliario, era un amable caballero de edad avanzada que confesó con franqueza el placer que le producía el que alguien desease alquilar la casa.

-A decir verdad -señaló- me alegraría por los dueños, naturalmente, que alguien ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con ello el pueblo pudiera acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante tanto tiempo que se ha levantado una especie de prejuicio absurdo a su alrededor, y la mejor manera de acabar con él es ocuparla.... aunque sólo sea -añadió, alzando una astuta mirada hacia Malcolmson- por un estudiante, que desea quietud durante algún tiempo.

Malcolmson juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del absurdo prejuicio; sabía que sobre aquel tema podría conseguir más información otro lugar. Pagó por adelantado tres meses, se guardó el recibo y el nombre de una señora que posiblemente se comprometería a ocuparse de él, y se marchó con las llaves en el bolsillo. De ahí fue directamente a hablar con la dueña de la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó las manos con estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse.

La antigua raza (The very old folk) , H. P. Lovecraft



Providence, 3 de noviembre de 1927
Querido Melmoth:

¿Así que estás terriblemente ocupado tratando de descubrir el sombrío pasado de aquel insufrible joven asiático llamado Varius Avitus Bassianus? ¡Puf! ¡Hay pocas personas que aborrezca más que a esa maldita ratita Siria! Yo mismo he sido transportado hace poco a los negros tiempos romanos a causa de mi reciente lectura del Aenied, de James Rhoades, en una traducción que no había leído nunca, más fehaciente para P. Maro que cualquier otra versión, incluyendo la de mi tío, el doctor Clark, que aún no ha sido publicada.

Esta diversión virgiliana, unida a los espectrales incidentes y acontecimientos de la fiesta de Difuntos con sus ceremonias brujeriles en las colinas, me provocaron la noche del lunes pasado un sueño muy vivido y claro desarrollado en los tiempos de los romanos, con tales connotaciones terroríficas que estoy seguro algún día plasmaré en papel. Los sueños sobre los romanos no eran infrecuentes durante mi infancia —generalmente seguía al divino Julio arrasando las Gallas, convertido en un Tribunus Militum—, pero hacía tanto tiempo que no tenía uno que éste me ha impresionado mucho.

Atardecía en un crepúsculo rojizo en la ciudad provinciana de Pompaelo, a los pies de los Pirineos en la Hispania Citerior. El año que trascurría era uno de los del final de la República, ya que la provincia aún estaba gobernada por un procónsul senatorial en vez del legado de Augusto, y el día era el primero de noviembre. Las colinas se erguían rojizas y doradas al norte de la pequeña ciudad, y el sol lucía oblicuo sobre las piedras recién colocadas de los edificios enormes del foro y las paredes de madera del circo, hacia el este. Grupos de ciudadanos — colonos de Roma y nativos romanizados de negros cabellos, junto con gentes mestizas por las uniones entre ellos, vestidos con suaves túnicas— y legionarios armados y hombres de negras barbas llegados de las cercanas tribus de los vascones, caminaban por las calles y el foro con una especie de pasividad vaga e indefinida. Yo mismo acababa de bajarme de una litera que los portadores ilirios habían traído, a través de Iberia, desde Calagurria.

Creo que yo era un cuestor provincial llamado L. Caelius Rufús, y que había sido llamado por el procónsul, P. Scribonius Libo, cohorte de la XII legión, bajo la tribuna militar de Sex. Asellius; el legado de toda la región, Cr. Balbutius, también había venido desde Calagurria, donde se hallaba permanentemente.

La causa de la reunión era un horror que pululaba en las colinas. Los ciudadanos estaban aterrorizados, y habían solicitado la presencia de una cohorte de Calagurria. Estábamos en la terrible estación del otoño, y la gente salvaje de las montañas se preparaba para las aterradoras ceremonias de las que sólo llegaban rumores a la ciudad. Ellos eran la antigua raza que habitaba en lo más alto de las colinas y que hablaban un cortante lenguaje que los vascones no podían entender. Rara vez se los veía; pero algunas veces al año enviaban mensajeros de ojos pequeños y amarillentos (que parecían escitas) para traficar con los mercaderes por medio de señas; y todos los otoños y primaveras realizaban sus ritos ancestrales en los picos de las montañas, y con sus gritos y fogatas aterrorizaban a los ciudadanos de las villas. Siempre era igual; la noche anterior al inicio de mayo y la noche anterior al inicio de noviembre. Mucha gente podía desaparecer antes de esas fechas para no ser vista nunca más. Y había ciertos rumores acerca de que los pastores y agricultores nativos no estaban mal dispuestos con aquella antigua raza, y que más de una cabaña de campesinos se hallaba vacía aquellas noches sabáticas.

viernes, 23 de octubre de 2015

Días de ocio en el Yann, Lord Dunsany



Bajé por el bosque hasta la rivera del Yann y encontré, como había sido profetizado, al barco Pájaro del Río a punto de soltar amarras. El capitán estaba sentado de piernas cruzadas sobre la blanca cubierta, a su lado la cimitarra dentro de su vaina enjoyada, y los marineros afanados en desplegar las ágiles velas para dirigir el barco hacia el centro de la corriente del Yann, cantando durante todo el tiempo dulces canciones antiguas. Y el viento fresco del atardecer, que desciende de las moradas montañosas de los dioses distantes, llegó súbitamente, como las buenas nuevas a una ciudad ansiosa, a las velas con forma de alas.

Así llegamos a la corriente central, donde los marineros bajaron las grandes velas. Pero yo había ido a dar mis reverencias al capitán, y a consultarle acerca de los milagros y apariciones de los más sagrados dioses entre los hombres, cualquiera fuera la tierra de su procedencia. Y el capitán respondió que venía de la lejana Belzoond, y que adoraba a los dioses más pequeños y humildes, aquellos que rara vez enviaban la hambruna o el trueno y que eran fácilmente aplacados con pequeñas batallas. Y yo le conté que venía de Irlanda, que está ubicada en Europa, ante lo cual el capitán y sus marineros rieron porque, dijeron, No hay lugares como ese en todo el País del Sueño.

Cuando acabaron de burlarse, les expliqué que mi imaginación moraba principalmente en el desierto de Cuppar-Nombo, en una hermosa ciudad llamada Golthoth la Maldita, que era custodiada completamente por los lobos y sus sombras, y que ha estado deshabitada por años y años debido a una maldición, a la ira de los dioses, y que desde entonces no han podido revocar. Y algunas veces mis sueños me llevaban tan lejos, hasta Pungar Vees, la ciudad de los muros rojos donde se encuentran los manantiales, la que comercia con Isles y Thul. Cuando dije esto me felicitaron por la morada de mis sueños, diciendo que, aunque ellos jamás han visto dichas ciudades, lugares como esos pueden bien ser imaginados. Durante el resto de la velada negocié con el capitán la suma que debería pagarle por el viaje, si Dios y la marea del Yann, nos llevaban a salvo hasta los arrecifes junto al mar, llamados Bar Wul Yann, la Puerta del Yann.

Ahora el sol se había puesto, y todos los colores del mundo y del cielo han conservado un festival con él, y se han escabullido, uno a uno, antes de la inminente llegada de la noche. Los papagayos de ambas riberas han volado a casa, hacia la jungla; los monos, en hileras, sobre las altas ramas de los árboles, estaban en silencio y dormidos; las luciérnagas, en las profundidades del bosque, iban de arriba abajo; y las grandiosas estrellas salieron brillando para contemplar la superficie del Yann. Entonces los marineros encendieron las linternas y las colgaron alrededor del barco, y la luz destelló repentinamente sobre un Yann encandilado, y los patos que se alimentan a lo largo de sus cenagosas márgenes se elevaron de súbito, y trazaron amplios círculos en el aire, y vieron las distantes extensiones del Yann y la niebla blanca que suavemente cubría la selva, antes de retornar nuevamente a sus ciénagas.

Entonces los marineros se arrodillaron sobre las cubiertas y oraron, no todos a la vez, sino cinco o seis por turno. Lado a lado se arrodillaron juntos cinco o seis, porque sólo oraban al mismo tiempo aquellos hombres con distintas creencias, así ningún dios tendría que oír a dos hombres rezándole a la vez. Tan pronto como alguno terminaba su oración, otro de la misma fe tomaría su lugar. De esta forma, se arrodillaba la fila de cinco o seis con las cabezas inclinadas bajo las flameantes velas, mientras la corriente central del Río Yann los llevaba hacia el océano, y sus oraciones subían entre las lámparas dirigiéndose hacia las estrellas. Y detrás de ellos, en el final del barco, el timonel oraba en voz alta la Oración del Timonel, que es rezada por todos aquellos que ejercen su oficio en el Río Yann, cualquiera sea la fe que tuviera. Y el capitán oraba a sus pequeños dioses menores, a los dioses que bendicen Belzoond.

El prado de los muertos, Cesare Pavese



La ventana desde donde se podían presenciar los crímenes daba a un paseo herboso, cerrado al fondo por unos barracones de madera. Bajo la ventana corría un canal, de esos desbordantes aunque lentos, que salen de debajo de las casas por una reja negra. En tiempos el canal servía para los suicidios, pero ahora ya no se cometen. Por la mañana se encontraba en la explanada solitaria a la víctima, tendida entre sangre, apaleada, o también estrangulada. Daban pena las chicas, vestidas de colores, a veces elegantes. Había una sala de baile en la avenida, a doscientos metros, con grandes emparrados y un juego de bochas. De allí venían estas chicas. Venían también los hombres —deportistas, obreros, negociantes— y ellos acababan siempre apuñalados.

Por el ventanuco, en las noches de luna, se veía perfectamente la escena. Una pareja doblaba la esquina —hombre y mujer, o bien dos hombres, a veces hasta dos viejos— y bordeando el canal avanzaban por la explanada con una inexplicable temeridad. Y es que casi siempre discutían, o bien, si callaban, estaban absortos en ponerse de morros, en desesperarse, en calmar al otro. Y así sucedía que llegaban hasta el prado, bajo la luna, y allí el imprevisto estorbo de la hierba les hacía alzar la cabeza y mirar a su alrededor. Sus palabras sonaban límpidas en la noche. Casi nunca eran gritos o rugidos histéricos y cavernosos. Hablaban, en cambio, con una sombra de cansancio, como si aquellas cosas ya las hubieran dicho y repetido hasta la saciedad y se tratase ahora de recapitular para llegar a una conclusión. Este intercambio de ideas antes del crimen se producía siempre. Quizá, en el pasado, en la explanada desierta se habían agredido desconocidos, pero ahora eso no ocurría desde hacía tiempo. Por lo demás, ¿cómo tender emboscadas en aquel rincón muerto por donde no pasaba nunca nadie? No, allí se iba en parejas, como de paseo. Podría apostarse a que la víctima, cuando lanzaba su grito sofocado como un gemido, y las raras veces que se quedaba después sobre la hierba agonizando y debatiéndose aún, vislumbraba en su mente la idea de que siempre había sabido que acabaría así.

Tampoco faltaba el asesino que, cometida la acción, se detenía indeciso a mirar al cielo, al horizonte bajo. Probablemente se preguntaba cuál sería el aspecto de la explanada a pleno día, e intentaba despojar la escena de su horror lunar e imaginarla como un lugar cualquiera bajo el sol, enmarcado por las colinas del fondo como toda la ciudad. Era en esos momentos cuando llegaba por encima de las casas un clamor de orquesta o un golpeteo de bochas. Entonces el asesino escapaba. Escapaba y desaparecía, nunca se sabía adónde. Muchos probablemente volvían a la sala de baile, aflojando el paso a medida que se aproximaban, y echando un vistazo átono al gran espejo de la entrada. Una vez hubo uno que cruzó la calle y fue a lavarse las manos en el agua del canal. Pero fue uno solo.

El retorno, Roberto Bolaño



Tengo una buena y una mala noticia. La buena es que existe vida (o algo parecido) después de la vida. La mala es que Jean-Claude Villeneuve es necrófilo.
Me sobrevino la muerte en una discoteca de París a las cuatro de la mañana. Mi médico me lo había advertido pero hay cosas que son superiores a la razón. Erróneamente creí (algo de lo que aún ahora me arrepiento) que el baile y la bebida no constituían la más peligrosa de mis pasiones. Además, mi rutina de cuadro medio en FRACSA contribuía a que cada noche buscara en los locales de moda de París aquello que no encontraba en mi trabajo ni en lo que la gente llama vida interior: el calor de una cierta desmesura.

Pero prefiero no hablar o hablar lo menos posible de eso. Me había divorciado hacía poco y tenía treinta y cuatro años cuando acaeció mi deceso. Yo apenas me di cuenta de nada. De repente un pinchazo en el corazón y el rostro de Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, que permanecía impertérrito, y la pista de baile que daba vueltas de forma por demás violenta absorbiendo a los bailarines y a las sombras, y luego un breve instante de oscuridad.

Después todo siguió tal como lo explican en algunas películas y sobre este punto me gustaría decir algunas palabras.

En vida no fui una persona inteligente ni brillante. Sigo sin serlo (aunque he mejorado mucho). Cuando digo inteligente en realidad quiero decir reflexivo. Pero tengo un cierto empuje y un cierto gusto. Es decir, no soy un patán. Objetivamente hablando, siempre he estado lejos de ser un patán. Estudié empresariales, es cierto, pero eso no me impidió leer de vez en cuando una buena novela, ir de vez en cuando al teatro y frecuentar con más asiduidad que el común de la gente las salas cinematográficas. Algunas películas las vi por obligación, empujado por mi ex esposa. El resto las vi por vocación de cinéfilo.

Como tantas otras personas yo también fui a ver Ghost, no sé si la recuerdan, un éxito de taquilla, aquella con Demi Moore y Whoopy Goldberg, esa donde a Patrick Swayze lo matan y el cuerpo queda tirado en una calle de Manhattan, tal vez un callejón, en fin, una calle sucia, mientras el espíritu de Patrick Swayze se separa de su cuerpo, en un alarde de efectos especiales (sobre todo para la época), y contempla estupefacto su cadáver. Bueno, pues a mí (efectos especiales aparte) me pareció una estupidez. Una solución fácil, digna del cine americano, superficial y nada creíble.

Cuando me llegó mi turno, sin embargo, fue exactamente eso lo que sucedió. Me quedé de piedra. En primer lugar, por haberme muerto, algo que siempre resulta inesperado, excepto, supongo, en el caso de algunos suicidas, y después por estar interpretando involuntariamente una de las peores escenas de Ghost. Mi experiencia, entre otras mil cosas, me hace pensar que tras la puerilidad de los norteamericanos a veces se esconde algo que los europeos no podemos o no queremos entender. Pero después de morirme no pensé en eso. Después de morirme de buen grado me hubiera puesto a reír a gritos.

Artefacto, Eric Frank Russell



Hacía mucho tiempo que el Bustler no estaba tan silencioso. Permanecía en el espaciopuerto de Sirio, los tubos fríos, el casco rayado por las partículas, con aspecto de un agotado corredor de fondo al final de la maratón. Existía una buena razón para ello: había regresado de un largo viaje no desprovisto de problemas.

Ahora, en el puerto, se había ganado un merecido descanso, al menos temporalmente. Paz, dulce paz. No más preocupaciones, no más crisis, no más sobresaltos, no más espantosos apuros como efectuar la caída libre al menos dos veces al día. Sólo paz.

¡Ja!

El capitán McNaught descansaba en su cabina, los pies sobre el escritorio, mientras disfrutaba al máximo su relajación. Los motores estaban apagados, su infernal golpeteo ausente por vez primera durante meses. Allí afuera, en la gran ciudad, cuatrocientos de sus tripulantes armaban escándalo bajo un brillante sol. Al atardecer, cuando el Primer Oficial Gregory regresara para hacerse cargo de la guardia, él saldría al fragante crepúsculo y daría una vuelta por la civilización de luces de neón.

Esto era lo bueno de permanecer en tierra largo tiempo. Los hombres podían relajarse, disminuir la tensión acumulada, cada cual según sus gustos. Sin deberes, sin preocupaciones, sin peligros, sin responsabilidades en el espaciopuerto. Un asilo de seguridad y confort para los cansados vagabundos.

De nuevo ¡ja!

Burman, el oficial de radio, entró en la cabina. Era uno de la media docena que quedaban de servicio, y su expresión era la de un hombre que puede pensar en veinte cosas mejores para hacer.

—Acabo de captar una retransmisión, señor.

Le entregó un papel y esperó a que el otro lo leyera, por si había respuesta.

Tomando la hoja, McNaught retiró los pies de encima del escritorio, se sentó erguido, y leyó el mensaje en voz alta:

—«Cuartel General de Tierra a Bustler, Permanezca en Siriopuerto y espere nuevas órdenes. Contralmirante Vane W. Cassidy llegará 17. Feldman. Comando Op. de Marina, Siriosec.»

Levantó la mirada, toda felicidad borrada de sus correosas facciones, y gruñó.

— ¿Algo va mal? —preguntó Burman, ligeramente alarmado.

McNaught señaló los tres delgados libros que había sobre el escritorio.

—El que está en medio. Página veinte.

Hojeándolo, Burman encontró un párrafo que decía: «Vane W. Cassidy, Contralm. Jefe Inspector de Naves y Almacenes».

El mariachi, Juan Villoro



-¿Lo hacemos? -preguntó Brenda.

Vi su pelo blanco, dividido en dos bloques sedosos. Me encantan las mujeres jóvenes de pelo blanco. Brenda tiene cuarenta y tres pero su pelo es así desde los veinte. Le gusta decir que la culpa fue de su primer rodaje. Estaba en el desierto de Sonora como asistente de producción y tuvo que conseguir cuatrocientas tarántulas para un genio del terror. Lo logró, pero amaneció con el pelo blanco. Supongo que lo suyo es genético. De cualquier forma, le gusta verse como una heroína del profesionalismo que encaneció por las tarántulas.

En cambio, no me excitan las albinas. No quiero explicar las razones porque cuando se publican me doy cuenta de que no son razones. Suficiente tuve con lo de los caballos. Nadie me ha visto montar uno. Soy el único astro del mariachi que jamás se ha subido a un caballo. Los periodistas tardaron diecinueve videoclips en darse cuenta. Cuando me preguntaron, dije: «No me gustan los transportes que cagan.» Muy ordinario y muy estúpido. Publicaron la foto de mi BMW plateado y mi 4x4 con asientos de cebra. La Sociedad Protectora de Animales se avergonzó de mí. Además, hay un periodista que me odia y que consiguió una foto mía en Nairobi, con un rifle de alto poder. No cacé ningún león porque no le di a ninguno, pero estaba ahí, disfrazado de safari. Me acusaron de antimexicano por matar animales en África.

Declaré lo de los caballos después de cantar en un palenque de la Feria de San Marcos hasta las tres de la mañana. En dos horas me iba a Irapuato. ¿Alguien sabe lo que se siente estar jodido y tener que salir de madrugada a Irapuato? Quería meterme en un jacuzzi, dejar de ser mariachi. Eso debí haber dicho: «Odio ser mariachi, cantar con un sombrero de dos kilos, desgarrarme por el rencor acumulado en rancherías sin luz eléctrica.» En vez de eso, hablé de caballos.

Me dicen El Gallito de Jojutla porque mi padre es de ahí. Me dicen Gallito pero odio madrugar. Aquel viaje a Irapuato me estaba matando, junto con las muchas otras cosas que me están matando.

«¿Crees que hubiera llegado a neurofisióloga estando así de buena?», me preguntó Catalina una noche. Le dije que no para no discutir. Ella tiene mente de guionista porno: le excita imaginarse como neurofisióloga y despertar tentaciones en el quirófano. Tampoco le dije esto, pero hicimos el amor con una pasión extra, como si tuviéramos que satisfacer a tres curiosos en el cuarto. Entonces le pedí que se pintara el pelo de blanco.

Desde que la conozco. Cata ha tenido el pelo azul, rosa y guinda. «No seas pendejo», me contestó: «No hay tintes blancos.» Entonces supe por qué me gustan las mujeres jóvenes con pelo blanco. Están fuera del comercio. Se lo dije a Cata y volvió a hablar como guionista porno: «Lo que pasa es que te quieres coger a tu mamá.»

Esta frase me ayudó mucho. Me ayudó a dejar a mi psicoanalista. El doctor opinaba lo mismo que Brenda. Había ido con él porque estaba harto de ser mariachi. Antes de acostarme en el diván cometí el error de ver su asiento: tenía una rosca inflable. Tal vez a otros pacientes les ayude saber que su doctor tiene hemorroides. Alguien que sufre de manera íntima puede ayudar a confesar horrores. Pero no a mí. Sólo seguí en terapia porque el psicoanalista era mi fan. Se sabía todas mis canciones (o las canciones que canto: no he compuesto ninguna), le parecía interesantísimo que yo estuviera ahí, con mi célebre voz, diciendo que la canción ranchera me tenía hasta la madre.

El baño suabo, Herta Müller



Es un sábado por la tarde. El calentador del baño tiene el vientre al rojo vivo. La ventanilla de ventilación está herméticamente cerrada. La semana anterior, Arni, un niño de dos años, había cogido un catarro por culpa del aire frío. La madre lava la espalda del pequeño Arni con unos pantaloncitos desteñidos. El pequeño palmetea a su alrededor. La madre saca al pequeño Arni de la bañera. Pobre crío, dice el abuelo. A los niños tan pequeños no hay que bañarlos, dice la abuela. La madre se mete en la bañera. El agua aún está caliente. El jabón hace espuma. La madre se restriega unos fideos grises del cuello. Los fideos de la madre nadan sobre la superficie del agua. La bañera tiene un borde amarillento. La madre sale de la bañera. El agua aún está caliente, le dice la madre al padre. El padre se mete en la bañera. El agua está caliente. El jabón hace espuma. El padre se restriega unos fideos grises del pecho. Los fideos del padre nadan junto con los fideos de la madre sobre la superficie del agua. La bañera tiene un borde parduzco. El padre sale de la ba ñera. El agua aún está caliente, le dice el padre a la abuela. La abuela se mete en la bañera. El agua está tibia. El jabón hace espuma. La abuela se restriega unos fideos grises de los hombros. Los fideos de la abuela nadan junto con los fideos de la madre y del padre sobre la superficie del agua. La bañera tiene un borde negro. La abuela sale de la bañera. El agua aún está caliente, le dice la abuela al abuelo. El abuelo se mete en la bañera. El agua está helada. El jabón hace espuma. El abuelo se restriega unos fideos grises de los codos. Los fideos del abuelo nadan junto con los fideos de la madre, del padre y de la abuela sobre la superficie del agua. La abuela abre la puerta del cuarto de baño. Luego mira en dirección a la bañera. No ve al abuelo. El agua negra se derrama por el borde negro de la bañera. El abuelo ha de estar en la bañera, piensa la abuela, que cierra tras de sí la puerta del cuarto de baño. El abuelo deja correr el agua sucia de la bañera. Los fideos de la madre, del padre, de la abuela y del abuelo dan vueltas sobre la boca del desagüe.

La familia suaba se instala, recién bañada, ante la pantalla del televisor. La familia suaba, recién bañada, aguarda la película del sábado por la noche.

La muerte enamorada, Théophile Gautier



Me preguntáis hermano si he amado; sí. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo. No quiero negaros nada, pero no referiría a otra persona menos experimentada que vos una historia semejante. Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma, pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el día, yo era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando al llegar el alba me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote. Me han quedado recuerdos de objetos y palabras de esta vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme que soy más bien un hombre que lo ha probado todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin ninguna relación con las cosas del siglo.

Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo con un amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!

Desde mi más tierna infancia, había sentido la vocación del sacerdocio; también fueron dirigidos en este sentido todos mis estudios, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue otra cosa que un largo noviciado. Con los estudios de teología terminados, pasé sucesivamente por todas las órdenes menores, y mis superiores me juzgaron digno, a pesar de mi juventud, de alcanzar el último y terrible grado. El día de mi ordenación fue fijado para la semana de Pascua.

Jamás había andado por el mundo. El mundo era para mí el recinto del colegio y del seminario. Sabía vagamente que existía algo que se llamaba mujer, pero no me paraba a pensarlo: mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al año y ésta era toda mi relación con el exterior.

No lamentaba nada, no sentía la más mínima duda ante este compromiso irrevocable; estaba lleno de alegría y de impaciencia. Jamás novia alguna contó las horas con tan febril ardor; no dormía, soñaba que cantaba misa. ¡Ser sacerdote! No había en el mundo nada más hermoso: hubiera rechazado ser rey o poeta. Mi ambición no iba más allá.

Os digo esto para mostraros cómo lo que me sucedió no debió sucederme y cómo fui víctima de tan inexplicable fascinación.

Llegado el gran día caminaba hacia la iglesia tan ligero que me parecía estar sostenido en el aire, o tener alas en los hombros. Me creía un ángel, y me extrañaba la fisonomía sombría y preocupada de mis compañeros, pues éramos varios. Había pasado la noche en oración, y mi estado casi rozaba el éxtasis. El obispo, un anciano venerable, me parecía Dios Padre inclinado en su eternidad, y podía ver el cielo a través de las bóvedas del templo.