viernes, 22 de enero de 2016

Padre fundador, Isaac Asimov


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La combinación de catástrofes había ocurrido cinco años atrás. Cinco revoluciones en ese planeta, HC—12549d según los mapas y anónimo en otros sentidos. Más de seis revoluciones en la Tierra; pero ¿y quién estaba llevando la cuenta ya?

Si los habitantes de la Tierra se enterasen, dirían que era una lucha heroica, una saga épica del Cuerpo Galáctico; cinco hombres contra un mundo hostil, resistiendo durante cinco (o más de seis) años. Y estaban agonizando, tras haber perdido la batalla. Tres se encontraban en coma, otro aún mantenía abiertos sus ojos amarillentos y el quinto continuaba en pie.

Pero no se trataba de una cuestión de heroísmo. Eran cinco hombres luchando contra el tedio y la desesperación en esa burbuja metálica, y por la poco heroica razón de que no había otra cosa que hacer mientras siguieran con vida.

Si alguno se sentía estimulado por la batalla, jamás lo mencionaba. Al cabo del primer año dejaron de hablar de rescate y, al cabo del segundo, dejaron de usar la palabra «Tierra».

Pero una palabra estaba siempre presente; si nadie la pronunciaba, permanecía en sus pensamientos: amoníaco.

Pensaron en ella por primera vez mientras improvisaban el aterrizaje contra viento y marca, con los motores jadeantes y en un cascajo maltrecho.

Siempre se tenía presente la posibilidad de que hubiese accidentes, desde luego, y siempre se esperaba que ocurrieran unos cuantos; pero de uno en uno. Si una explosión estelar achicharraba los hipercircuitos, se podían reparar, siempre y cuando se contase con tiempo para ello; si un meteorito desajustaba las válvulas de alimentación, se podían reparar, siempre y cuando se contase con tiempo para ello; si, bajo una gran tensión, se calculaba mal una trayectoria y una aceleración momentáneamente insoportable arrancaba las antenas de salto estelar y embotaba los sentidos de todos los miembros de la tripulación, pues las antenas se podían reemplazar y la tripulación acababa recobrando los sentidos, siempre y cuando se contase con tiempo para ello.

Hay una probabilidad, entre una innumerable cantidad de ellas, de que las tres cosas ocurran simultáneamente, y menos durante un aterrizaje endemoniado, cuando el tiempo, lo que más se necesita en el momento de corregir los errores, es precisamente lo que más escasea.

El «Crucero Juan» dio con esa probabilidad entre una innumerable cantidad de ellas y efectuó su último aterrizaje, pues nunca más volvió a despegar de una superficie planetaria.

Ya era un milagro que aterrizara casi intacto. Los cinco tripulantes dispusieron así al menos de varios años de vida. Al margen de eso, sólo la fortuita llegada de otra nave podría ayudarlos, pero no contaban con ello. Eran conscientes de haber tropezado con todas las coincidencias que podían concurrir en una vida, y todas ellas malas.

No había escapatoria.

jueves, 21 de enero de 2016

La viuda Afrodisia, Marguerite Yourcenar


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Le llamaban Kostis el Rojo porque tenía el pelo de color rojizo, porque su conciencia se hallaba manchada con una gran cantidad de sangre vertida y, sobre todo, porque solía llevar una chaqueta roja cuando bajaba insolentemente a la feria de ganado para obligar a cualquiera de los aterrorizados campesinos que allí había a que le vendiese su mejor montura a bajo precio, so pena de exponerse a diversas variedades de muerte súbita. Había vivido oculto en la montaña, a unas horas de camino de su pueblo natal, sus fechorías se limitaron, durante mucho tiempo, a diversos asesinatos políticos y al rapto de una docena de corderos flacos. Hubiera podido volver a la fragua sin que nadie le molestara, pero pertenecía a esa clase de hombres que prefieren el sabor del aire libre y de la comida robada a cualquier otra cosa. Más tarde, dos o tres crímenes de derecho común pusieron en pie de guerra a los habitantes del pueblo. Lo acorralaron, como si de un lobo se tratase, y lo acosaron como a un jabalí. Finalmente, lograron atraparlo en la noche de San Jorge, y lo habían llevado al pueblo atravesado en la silla de un caballo, con la garganta abierta, como uno de esos animales que cuelgan en las carnicerías; los tres o cuatro jóvenes a quienes había arrastrado consigo en su vida aventurera terminaron igual que él, agujereados por las balas y por las cuchilladas. Pusieron sus cabezas en unas horcas y con ellas adornaron la plaza del pueblo; los cuerpos yacían uno encima de otro a la entrada del cementerio; los aldeanos vencedores festejaban su victoria protegidos del sol y de las moscas por las persianas echadas, y la viuda del viejo pope al que Kostaki había asesinado seis años antes, en un camino desierto, lloraba en la cocina mientras enjuagaba los vasos que acababa de ofrecer, llenos de aguardiente, a los campesinos que la habían vengado.

La viuda Afrodisia se limpió las lágrimas y se sentó en el único taburete que había en la cocina, apoyando las dos manos en el borde de la mesa, y en sus manos la barbilla, que temblaba como la de una anciana. Unos sollozos reprimidos le sacudían el pecho por debajo de los profundos pliegues de su vestido de estameña. Se adormecía sin querer, mecida por su propia queja; se enderezó, sobresaltada: aún no le había llegado la hora de la siesta y del olvido. Durante tres días y tres noches, las mujeres del pueblo habían estado esperando en la plaza, chillando cada vez que resonaba un disparo, allá en la montaña era devuelto por el eco, y los gritos de Afrodisia eran más fuertes aún que los de sus compañeras, tal como corresponde a la mujer de un personaje tan respetado como el anciano pope, tendido en su tumba desde hacía seis años. Se había sentido enferma cuando volvieron los campesinos, al alba del tercer día, con su sangrienta carga sobre una mula derrengada, y sus vecinos habían tenido que acompañarla hasta la casita en donde vivía apartada desde que se había quedado viuda; no obstante, en cuanto había vuelto en sí, había insistido para ofrecer alguna bebida a sus vengadores. Con las piernas y manos todavía temblorosas, se acercó alternativamente a cada uno de aquellos hombres, que dejaban en la estancia un olor casi insoportable a cuero y a cansancio y, como no le fue posible aliñar con veneno las rebanadas de pan y de queso que les había ofrecido se contentó con escupir encima a escondidas, deseando que la luna de otoño se levantara sobre sus tumbas.

miércoles, 20 de enero de 2016

La compañía de los lobos, Angela Carter


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Una fiera y sólo una aúlla en las noches del bosque.

El lobo es carnívoro encarnado y es tan ladino como feroz; si ha gustado el sabor de carne humana, ya ninguna otra lo satisfará.

De noche, los ojos de los lobos relucen como llamas de candil, amarillentos, rojizos; pero ello es así porque las pupilas de sus ojos se dilatan en la oscuridad y captan la luz de tu linterna para reflejarla sobre ti… peligro rojo; cuando los ojos de un lobo reflejan tan sólo la luz de la luna, destellan un verde frío, sobrenatural, un color taladrante, mineral. El viajero anochecido que ve de súbito esas lentejuelas luminosas, terribles, engarzadas en los negros matorrales, sabe que debe echar a correr, si es que el terror no lo ha paralizado.

Pero esos ojos son todo cuanto podrás vislumbrar de los asesinos del bosque que se apiñarán, invisibles, en torno de tu olor a carne, si cruzas el bosque a horas imprudentemente tardías. Serán como sombras, como espectros, los grises cofrades de una congregación de pesadilla; ¡escucha!, escucha el largo y ululante aullido…, un aria de terror súbitamente audible.

La melopea de los lobos es el trémolo del desgarro que habrás de sufrir, de suyo una muerte violenta.

Invierno. Invierno y frío. En esta región de bosques y montañas no ha quedado para los lobos nada que comer. Sin cabras ni ovejas, ahora encerradas en los establos, sin los venados que han partido hacia laderas más meridionales en busca de las últimas pasturas, los lobos están enflaquecidos, hambrientos. Tan escasa es su carne que podrías contar, a través del pellejo, las costillas de esas alimañas famélicas, si acaso te dieran tiempo antes de abalanzarse sobre ti. Esas mandíbulas que rezuman baba; la lengua jadeante; la escarcha de saliva en el barbijo canoso. De todos los peligros que acechan en la noche y el bosque —parecidos, trasgos, ogros que asan niños en la parrilla, brujas que ceban cautivos en jaulas para sus festines caníbales—, de todos, el lobo es el peor porque no atiende razones.

En el bosque, donde nadie habita, siempre estás en peligro. Si traspones los portales de los grandes pinos, allí donde las ramas hirsutas se enmarañan para encerrarte, para atrapar en sus redes al viajero incauto, como si la vegetación misma estuviera confabulada con los lobos que allí moran, como si los pérfidos árboles salieran de pesca para sus amigos…, si traspones los soportales del bosque, hazlo con la mayor cautela y con infinitas precauciones, pues si por un instante te desvías de tu senda, los lobos te devorarán. Son grises como la hambruna, despiadados como la peste.

Los niños de ojos graves de las desperdigadas aldehuelas siempre llevan cuchillos cuando salen a pastorear las pequeñas majadas de cabras que proveen a las familias de leche agria y de quesos rancios y agusanados. Sus cuchillos son casi tan grandes como ellos; y las hojas se afilan cada día.

Pero los lobos saben cómo allegarse hasta tu mismo fogón.

martes, 19 de enero de 2016

El cerebro rojo, Donald Wandrei


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Al alcance de la mano yace la muerte tibia del universo. ¿Podría el frío intelecto subsistir, o...?

Una tras otra, las pálidas estrellas que poblaban el firmamento titilaron cada vez más débilmente, hasta desaparecer. Una tras otra, aquellas luces llameantes se atenuaron y oscurecieron. Una tras otra se habían desvanecido para siempre, y en su lugar se formaron como enormes manchas de tinta que emborronaban inmensas áreas del cielo que en otro tiempo estuviera iluminado por las estrellas.

Transcurrieron años; siglos enteros huyeron hacia el pasado; los milenios se acumularon hasta convertirse en millones, y también ellos se perdieron en el olvido de la Eternidad. La Tierra había desaparecido. El Sol se había enfriado y endurecido y se disolvió en el polvo de su tumba. Tanto el sistema solar como otros innumerables sistemas se desmenuzaron y desaparecieron, y sus fragmentos se convirtieron en nubes de polvo que fueron tragándose el universo entero. A lo largo de billones de años, y barriéndolo todo hacia un destino común, los inmensos cuerpos, en otro tiempo incontables, que habían salpicado el firmamento desplazándose a través de distancias inconmensurables en el espacio, fueron disminuyendo en número a medida que se desintegraban, hasta que en el negro dosel del firmamento quedaron unos pocos y aislados puntos de luz tenue, que cada vez se iba haciendo más débil y macilenta.

Nadie sabía cuándo empezó a concentrarse el polvo, pero lejos, en el aura olvidada de los tiempos, los mundos muertos desaparecieron sin que nadie volviera a recordarlos ni lo lamentara.

Aquéllos fueron los embriones del polvo. Fueron los progenitores de la disolución universal que ahora tocaba a su fin. Fueron las primeras estrellas que se consumieron, murieron y se desperdigaron en miríadas de átomos. Fueron el primer cultivo que se redujo a la nada convertido en una mota de polvo.

Poco a poco, los claros enjambres se transformaron en nubes, las nubes en mares, y los mares en monstruosos océanos de polvo que lentamente se iba acumulando, polvo que procedía de mundos muertos y agonizantes, de colisiones interestelares causadas por los astros en su caída, de meteoros y cometas que, envueltos en llamas, llegaban del vacío para precipitarse en el abismo.

El polvo se extendía más y más. La apagada luminosidad de los cielos siguió debilitándose a medida que en las profundidades del espacio iban apareciendo grandes tachaduras negras. A lo largo de los millones, billones y trillones de años que habían huido hacia el pasado, el polvo cósmico siguió agrupándose y la grey estelar se vio cada vez más diezmada. Hubo un tiempo en que el universo estaba formado por centenares de millones de estrellas, planetas y soles; pero eran tan efímeros como la vida o los sueños, y se apagaron y desvanecieron uno tras otro.

viernes, 15 de enero de 2016

Más allá se encuentra el wub, Philip K. Dick


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Faltaba poco para terminar de cargar. El optus, de pie, con los brazos cruzados, fruncía el ceño. El capitán Franco bajó despacio por la pasarela y sonrió.

—¿Qué ocurre? —le preguntó—. Te pagan por esto.

El optus no dijo nada. Recogió sus túnicas y dio media vuelta. El capitán pisó el borde de la túnica.

—Espera un momento, no te vayas; aún no he terminado.

—¿De veras? —El optus se giró con dignidad—. Vuelvo a la aldea. —Contempló los animales y los pájaros que eran conducidos hacia la nave—. He de organizar nuevas cacerías.

Franco encendió un cigarrillo.

—¿Por qué no? A vosotros os basta con salir a campo abierto y seguir pistas. Pero cuando estemos a mitad de camino entre Marte y la Tierra...

El optus se marchó sin contestar. Franco se reunió con el primer piloto al pie de la pasarela.

—¿Cómo va todo? —Consultó el reloj—. Hemos hecho un buen negocio.

El piloto le miró con cara de pocos amigos.

—¿Cómo explica eso?

—¿Qué le pasa? Los necesitamos más que ellos.

—Nos veremos después, capitán.

El piloto subió por la pasarela, y se abrió paso entre las aves zancudas marcianas. Franco le vio desaparecer en el interior de la nave. Iba a seguirle los pasos hacia la portilla cuando lo vio.

—¡Dios mío!

Se quedó mirando con las manos en las caderas. Peterson venía por el sendero, con la cara congestionada, arrastrándolo con una cuerda.

—Lo siento, capitán —dijo, manteniendo la cuerda tensa.

Franco avanzó hacia él.

—¿Qué es eso?

El wub desplomó su enorme cuerpo lentamente. Se sentó con los ojos entornados. Algunas moscas zumbaban sobre su flanco y las espantó con la cola.

Se hizo el silencio.

—Es un wub —explicó Peterson—. Se lo compré a un nativo por cincuenta centavos. Dijo que era un animal muy raro. Muy respetado.

jueves, 14 de enero de 2016

La sopa de piedra, fábula anónima



Hace muchos años, llegaron unos viajeros a una pequeña aldea de Rusia. Eran dos jóvenes y un hombre mayor llamado Iván. Estaban muy cansados y hambrientos, porque habían recorrido una gran distancia. Cuando vieron la aldea se pusieron muy contentos, y pensaron que al fin podrían comer y descansar de su largo camino.

—Compañeros —comentó Iván—, estoy seguro de que la gente de este pueblo compartirá su cena con nosotros si le decimos cuánto hemos caminado.

—¡Qué bueno que llegamos! Siento un hoyo en el estómago por el hambre que tengo—dijo Boris, uno de los jóvenes viajeros.

Iván se acercó a una casa y tocó la puerta.

—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer.

—Somos tres viajeros camino a nuestros hogares. ¿Podrías compartir con nosotros un poco de tu comida, buena mujer?

—¿Comida? No, no puedo. No tengo nada que compartir con ustedes.

—Gracias —contestaron los tres hombres.

Iván se acercó a otra puerta,

—Buenas tardes —saludó Iván.

—¿Qué quieren? —preguntó sin cortesía una voz ronca.

—Quisiéramos algo de comer. Somos tres viajeros camino a nuestra casa. Hemos recorrido un tramo larguísimo y estamos hambrientos. —No tengo nada que invitarles— contestó el hombre desde la ventana.

Iván tocó otra puerta, pero obtuvo el mismo resultado, nadie abrió y mucho menos los invitaron a cenar.

—¡Qué gente tan egoísta! —dijo Boris.

—No saben compartir —confirmó Mikolka, el otro viajero.

—¡Ya sé! —exclamó Iván—. Vamos a darles una lección a estas personas. Les enseñaremos a hacer sopa de piedra!

—¡Qué buena idea!—dijeron sus compañeros,.

Algunos de los aldeanos miraban por las ventanas, esperando que los extraños se fueran del lugar

—¿Todavía no se van? —preguntó un viejo.

—¡Aquí no queremos vagabundos! —amenazó una mujer.

Mientras tanto los viajeros prendieron una fogata en medio de la aldea. Sobre el fuego colocaron una olla que encontraron abandonada en un patio.

—Vamos al arroyo por agua —dijo Boris.

La perla, Yukio Mishima



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El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.

Estas señoras integraban la sociedad "Guardemos nuestras edades en secreto" y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta clase.

Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.

Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.

Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.

El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de sus amigas. Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y apagar las velas de la torta. Todas se congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la complicada tarea de encender cuarenta y tres velitas.

Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada capacidad pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y su apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.

Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo tiempo.

La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas de cumpleaños.

En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su boca.

miércoles, 13 de enero de 2016

Las mujeres-flor, Clark Asthon Smith


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–Athlé –dijo Maal Dweb–, sufro la terrible maldición de la omnipotencia. En todo Xiccarph y en los cinco planetas exteriores de los triples soles no hay nadie, no hay nada, que pueda disputar mi dominio. Por consiguiente, mi aburrimiento se ha convertido en intolerable.

Los virginales ojos de Athlé contemplaban al mago con una mirada de imperecedero asombro que, sin embargo, no se debía a su extraña afirmación. Era la última de las cincuenta y una mujeres que Maal Dweb había convertido en estatuas con el fin de preservar su frágil y corruptible belleza del mordisqueo, como de mil gusanos, del tiempo. Y dado que, a causa de un loable deseo de evitar la monotonía, había decidido no volver a repetir nunca aquel embrujo específico, el mago apreciaba a Athlé con el afecto que un artista siente por la obra maestra final de una serie. La había colocado sobre un pequeño pedestal, junto al trono de marfil en su cámara de meditación. A menudo se dirigía a ella en sus preguntas o monólogos; y el hecho de que no le replicase o siquiera le contestase era, para él, una clara señal y una infalible recomendación.

–Solo hay un remedio para este aburrimiento mío –prosiguió–, la renuncia, al menos por un tiempo, de esa torre demasiado clara, de la que brota. Por consiguiente, yo, Maal Dweb, el dueño de seis mundos y todas sus lunas, partiré solo, sin escolta y sin más equipo que aquél que pudiera poseer cualquier brujo principiante. De este modo, quizá recupere el perdido encanto de la incertidumbre, el desaparecido embeleso del peligro. Serán mías aventuras que no he previsto, y el futuro llevará puesto el atractivo velo de lo misterioso. No obstante, aún queda por elegir el campo de mis aventuras.

Maal Dweb se alzó de su curiosamente tallado trono e hizo un gesto negativo hacia los cuatro autómatas de hierro, que tenían el aspecto de hombres armados, que saltaron en pie para seguir sus pasos. Atravesó solo las estancias de su palacio, donde colgadas pinturas contaban en bermellón y púrpura las aterradoras leyendas de su poder. Cruzando puertas de ébano que se abrieron sin ruido alguno al pronunciar una palabra de tono agudo, entró en la cámara que era su planetario. La sala tenía paredes, suelo y bóveda de un cristal obscuro repleto de diminutos e incontables destellos, que daban la ilusión del espacio infinito con todas sus estrellas. En medio del aire, sin cadenas ni ningún otro medio visible de sostén, colgaba un conjunto de diversos globos que representaban los tres soles, los seis planetas y las trece lunas del sistema gobernado por Maal Dweb. Los soles en miniatura, de ámbar, esmeralda y carmín, bañaban los mundos que los circundaban de modo intrincado con una iluminación que reproducía, en cada momento, las condiciones diurnas del mismo sistema; y los diminutos satélites mantenían siempre sus correspondientes órbitas y posiciones relativas.

lunes, 11 de enero de 2016

El poder de los nombres, Ursula K. Le Guin


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El señor Bajocolina salió de debajo de su colina, sonriendo y respirando con dificultad. Cada resoplido salía disparado por las ventanas de su nariz como una doble bocanada de vapor, blanca nieve bajo el sol matinal. El señor Bajocolina contempló el cielo brillante de diciembre y sonrió más ampliamente que nunca, mostrando unos dientes blancos como la nieve. Luego se dirigió al pueblo.

– Día, señor Bajocolina – le decían los aldeanos cuando se cruzaban con él por la calle angosta, entre casas de tejados cónicos y sobresalientes como los sombreretes rojos y gruesos de las setas venenosas.

– ¡Día, día! – respondía él a todos. (Por supuesto que desear a cualquiera un buen día traía mala suerte; en un lugar tan afectado por Influencias como Sattins Island, donde un adjetivo descuidado puede cambiar el tiempo por una semana, era suficiente con decir sólo el momento del día.) Todos le hablaban, algunos con cariño, otros con cariñoso desdén. Era todo lo que la pequeña isla poseía a modo de mago, y por lo tanto merecía respeto… ¿pero cómo se podía respetar a un hombrecillo regordete y cincuentón que se tambaleaba con los pies hacia adentro, sonriendo y exhalando vapor? En el trabajo tampoco era gran cosa. Se esmeraba medianamente en los fuegos artificiales, pero sus elixires eran ineficaces con frecuencia. Las verrugas que hechizaba reaparecían a los tres días; los tomates que encantaba no llegaban a ser más grandes que los melones; y durante los contados días en que alguna nave extraña se detenía en el puerto de Sattins, el señor Bajocolina permanecía siempre debajo de su colina; por temor, explicaba, al mal de ojo. En otras palabras, era un mago por la misma razón por la que el zarco Gan era un carpintero: por negligencia. Por esta generación los aldeanos se las apañaban con puertas mal colocadas y hechizos inútiles, y descargaban su irritación tratando al señor Bajocolina con bastante familiaridad, como un simple aldeano más. Hasta lo invitaban a cenar. Una vez él invitó a cenar a algunos de ellos, y sirvió una colación espléndida, con plata, cristal, albaricoque, ganso asado, un chispeante Andrades 639, y budín inglés con salsa fermentada; pero estuvo tan nervioso que quitó toda alegría a la comida, y además, todos volvieron a estar hambrientos media hora después. No le gustaba que nadie visitara su cueva, ni siquiera la antecámara, más allá de la cual en realidad no había llegado nadie. Cuando veía que se acercaba gente a la colina, salía trotando a recibirla. «¡Sentémonos aquí, bajo los pinos!», decía sonriendo y señalando hacia el bosquecillo de abetos; o si llovía: «Vayamos a tomar un trago a la taberna, ¿eh?», aunque todos sabían que él no bebía nada más fuerte que agua de pozo.

Algunos de los niños de la aldea, tentados por aquella cueva, curioseaban y escudriñaban y hacían incursiones cuando el señor Bajocolina salía; pero la puertecilla que conducía a la habitación interior estaba cerrada por medio de un encantamiento, y al parecer, por una vez, se trataba de un encantamiento eficaz. Una vez que dos niños creían que el hechicero se encontraba en la Costa Oeste curando el burro enfermo de la señora Ruuna, llevaron allí una palanca y un hacha, pero al primer golpe surgió del interior un rugido de ira y una nube de vapor purpúreo. El señor Bajocolina había regresado temprano. Los niños huyeron. El no salió, y los niños no sufrieron ningún daño, aunque dijeron que de no escucharlo, nadie podría creer que aquel hombrecillo regordete produjera ese horrible y enorme grito-bramido-aullido-silbido.

viernes, 8 de enero de 2016

La paridora, Patricia Highsmith


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Para Elaine, el matrimonio significaba hijos. El matrimonio significaba también otras muchas cosas, naturalmente, tales como crear un hogar, levantar la moral a su marido, ser una alegre compañera, todo eso. Pero sobre todo, hijos... para eso servía el matrimonio, ése era su sentido.

Elaine, cuando se casó con Douglas, se propuso convertirse en la criatura de su imaginación, y al cabo de cuatro meses lo había logrado. La casa deslumbraba por su limpieza y encanto, sus fiestas eran un éxito, y Douglas tuvo un pequeño ascenso en su empresa, la Compañía de Seguros Atenas. Sólo faltaba un detalle: Elaine no estaba embarazada. Una consulta a su médico corrigió este problema, ya que algo estaba desviado; pero pasaron tres meses más y Elaine aún no había concebido. ¿Sería culpa de Douglas? De mala gana, con cierta timidez, Douglas fue a ver al médico y éste declaró que estaba en perfectas condiciones. ¿Qué pasaba, entonces? Unas pruebas más minuciosas revelaron que el óvulo fertilizado (de hecho, al menos un óvulo había sido fertilizado) había viajado hacia arriba en lugar de hacia abajo, en aparente desafío a la fuerza de la gravedad, y en vez de desarrollarse en algún sitio, simplemente se había desvanecido.

—Debería levantarse de la cama y hacer el pino —le dijo a Douglas un bromista de la oficina, después de un par de copas a la hora de comer.

Douglas se rió cortésmente. Pero puede que hubiera algo de verdad en aquello. ¿No había dicho el médico algo semejante? Esa tarde, Douglas le sugirió a Elaine la idea del pino.

A eso de la medianoche, Elaine saltó de la cama y se puso cabeza abajo, los pies contra la pared. Su cara adquirió un tono rosa fuerte. Douglas se alarmó, pero Elaine aguantó como una espartana, hasta que, después de casi diez minutos, acabó derrumbándose.

Así nació su primer hijo, Edward. Edward echó a rodar la bola, y algo menos de un año después llegaron las gemelas. Los padres de Elaine y de Douglas estaban encantados. Ser abuelos era para ellos una alegría tan grande como lo había sido convertirse en padres, y ambos matrimonios dieron una fiesta para celebrarlo. Tanto Douglas como Elaine eran hijos únicos, así que los abuelos se sentían felices de que continuara su descendencia. Elaine ya no tenía que hacer el pino. Diez meses más tarde nació un segundo hijo, Peter. Después vino Philip y luego, Madeleine.

Con ésta había ya seis niños pequeños en la casa, y Elaine y Douglas tuvieron que trasladarse a un apartamento algo mayor, que tenía una habitación más. Se mudaron precipitadamente, sin darse cuenta de que el casero no era muy aficionado a los niños (le habían mentido diciéndole que tenían cuatro), especialmente a los pequeñitos, que berreaban por la noche. Al cabo de seis meses les pidió que se marcharan..., puesto que era evidente que Elaine tendría pronto otro hijo. A estas alturas, Douglas se encontraba en apuros económicos, pero sus padres le regalaron 2.000 dólares y los de Elaine aportaron 3.000 para que dieran la entrada de una casa a quince minutos de coche de la oficina de Douglas.

—Me alegro de que tengamos casa propia, cariño —le dijo a Elaine—. Pero tenemos que controlar hasta el último céntimo si queremos pagar la hipoteca. Yo creo que, al menos durante algún tiempo, no deberíamos tener más hijos. Siete, después de todo...

jueves, 7 de enero de 2016

No oyes ladrar los perros, Juan Rulfo


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—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

—No se ve nada.

—Ya debemos estar cerca.

—Sí, pero no se oye nada.

—Mira bien.

—No se ve nada.

—Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

—Sí, pero no veo rastro de nada.

—Me estoy cansando.

—Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

—¿Cómo te sientes?

—Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

—¿Te duele mucho?

—Algo —contestaba él.

martes, 5 de enero de 2016

Lemmings, Richard Matheson



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—¿De dónde vienen? —preguntó Reordon.

—De todas partes —replicó Carmack.

Ambos hombres permanecían junto a la carretera de la costa, y, hasta donde alcanzaban sus miradas, no podían ver más que coches. Miles de automóviles se encontraban embotellados, costado contra costado y paragolpe contra paragolpe. La carretera formaba una sólida masa con ellos.

—Ahí vienen unos cuantos más —señaló Carmack.

Los dos policías miraron a la multitud que caminaba hacia la playa. Muchos charlaban y reían. Algunos permanecían silenciosos y serios. Pero todos iban hacia la playa.

—No lo comprendo —dijo Reordon, meneando la cabeza. En aquella semana debía de ser la centésima vez que hacía el mismo comentario—. No puedo comprenderlo.
Carmack se encogió de hombros.

—No pienses en ello. Ocurre. Eso es todo.

—¡Pero es una locura!

—Sí, pero ahí van —replicó Carmack.

Mientras los dos policías observaban, el gentío atravesó las grises arenas de la playa y comenzó a adentrarse en las aguas del mar. Algunos empezaron a nadar. La mayor parte no pudo, ya que sus ropas se lo impidieron. Carmack observó a una joven que luchaba con las olas y que se hundió al fin a causa de su abrigo de pieles.

Pocos minutos más tarde todos habían desaparecido. Los dos policías observaron el punto en que la gente se había metido en el agua.

—¿Durante cuánto tiempo seguirá esto? —preguntó Reordon.

—Hasta que todos se hayan ido, supongo —replicó Carmack.

—Pero…, ¿por qué?

—¿Nunca has leído nada acerca de los Lemmings?

—No.

—Son unos roedores que viven en los Países Escandinavos. Se multiplican incesantemente hasta que acaban con toda su reserva de comida. Entonces comienzan una migración a lo largo del territorio, arrasando cuanto se encuentran a su paso. Al llegar al océano, siguen su marcha. Nadan hasta agotar sus energías. Y son millones y millones.

—¿Y crees que eso es lo que ocurre ahora?

Las esposas de los muertos, Nathaniel Hawthorne



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El relato siguiente, cuyos incidentes simples y domésticos parecieron escasamente dignos de ser relatados, después de un lapso muy prolongado, despertó algún grado de interés, hace cien años, en un puerto importante de la Bay Province. El crepúsculo lluvioso de un día de otoño, la sala en el segundo piso de una casa pequeña sencillamente amueblada, como correspondía a la situación modesta de sus habitantes, decorada con pequeños objetos de allende el mar y algunos delicados ejemplos de la manufactura india, son los únicos detalles a señalar en cuanto a la escena y el momento. Dos mujeres jóvenes y hermosas se sentaron juntas al lado del fuego con sus propias y mutuas penas. Eran las esposas recientes de dos hermanos, un marino y un combatiente voluntario; en días anteriores les trajeron noticias acerca de la muerte de ambos, por los azares de la guerra canadiense y de la guerra del Atlántico. La solidaridad general que suscitó este suceso trajo a numerosos invitados que llegaban a dar su pésame a las hermanas viudas. Algunos, entre quienes estaba el pastor, permanecieron hasta entrada ya la noche, cuando de uno en uno, susurrando confortables pasajes de las Escrituras, que eran contestados con lágrimas abundantes, comenzaron a retirarse y partieron hacia sus más felices hogares. Las dolientes mujeres, aunque no eran insensibles a la amabilidad de sus amigos, habían deseado que las dejaran solas. Unidas por la relación con los vivos, ahora lo estaban más estrechamente por la de los muertos. Cada una sentía que su pena podía admitir el consuelo que la otra podía otorgarle. Reunieron sus corazones y lloraron juntas y silenciosamente. Después de una hora de tal indulgencia consigo mismas, una de ellas, cuyas emociones eran influidas por un carácter suave, tranquilo aunque no endeble, comenzó a recordar los preceptos de la resignación y de la resistencia que la piedad le había enseñado, cuando no creyó necesitarlos. Además, sus desgracias, tan rápidamente conocidas, deberían terminar rápidamente de interferir en sus deberes habituales; de acuerdo con esto, acercó una mesa al fuego y dispuso una comida frugal, mientras tomaba la mano de su compañera.

—Ven, querida hermana, hoy no has comido —dijo. —Levántate, te lo ruego, y pidamos la bendición por aquello que sí se nos ha otorgado.

Su cuñada tenía un temperamento irritable y las primeras muestras de su pena habían sido expresadas por convulsiones y por un apasionado lamento. Ahora rehusó las sugerencias de Mary como un sufriente herido lo haría ante la mano que trata de revivir su corazón.

—No hay bendición para mí, ni tampoco la pediría —exclamó Margaret, con un nuevo período de lágrimas. —Que sea su voluntad si yo no pruebo alimento ninguno.

La sirena, Ray Bradbury


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Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma.

-Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? -preguntó McDunn.

-Sí -dije-. Afortunadamente, es usted un buen conversador.

-Bueno, mañana irás a tierra -agregó McDunn sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar ginebra.

-¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?

-En los misterios del mar.

McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.

-Los misterios del mar -dijo McDunn pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa en qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?

Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.

-Oh, hay tantas cosas en el mar -McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa-. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300,000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa.

lunes, 4 de enero de 2016

Huitzilopoxtli, Rubén Darío



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Tuve que ir, hace poco tiempo, en una comisión periodística, de una ciudad frontera de los Estados Unidos, a un punto mexicano en que había un destacamento de Carranza. Allí se me dio una recomendación y un salvoconducto para penetrar en la parte de territorio dependiente de Pancho Villa, el guerrillero y caudillo militar formidable. Yo tenía que ver un amigo, teniente en las milicias revolucionarias, el cual me había ofrecido datos para mis informaciones, asegurándome que nada tendría que temer durante mi permanencia en su campo.

Hice el viaje, en automóvil, hasta un poco más allá de la línea fronteriza en compañía de mister John Perhaps, médico, y también hombre de periodismo, al servicio de diarios yanquis, y del Coronel Reguera, o mejor dicho, el Padre Reguera, uno de los hombres más raros y terribles que haya conocido en mi vida. El Padre Reguera es un antiguo fraile que, joven en tiempo de Maximiliano, imperialista, naturalmente, cambió en el tiempo de Porfirio Díaz de Emperador sin cambiar en nada de lo demás. Es un viejo fraile vasco que cree en que todo está dispuesto por la resolución divina. Sobre todo, el derecho divino del mando es para él indiscutible.

-Porfirio dominó -decía- porque Dios lo quiso. Porque así debía ser.

-¡No diga macanas! -contestaba mister Perhaps, que había estado en la Argentina.

-Pero a Porfirio le faltó la comunicación con la Divinidad... ¡Al que no respeta el misterio se lo lleva el diablo! Y Porfirio nos hizo andar sin sotana por las calles. En cambio Madero...

Aquí en México, sobre todo, se vive en un suelo que está repleto de misterio. Todos esos indios que hay no respiran otra cosa. Y el destino de la nación mexicana está todavía en poder de las primitivas divinidades de los aborígenes. En otras partes se dice: "Rascad... y aparecerá el...". Aquí no hay que rascar nada. El misterio azteca, o maya, vive en todo mexicano por mucha mezcla social que haya en su sangre, y esto en pocos.

-Coronel, ¡tome un whisky! dijo mister Perhaps, tendiéndole su frasco de ruolz.

-Prefiero el comiteco- respondió el Padre Reguera, y me tendió un papel con sal, que sacó de un bolsón, y una cantimplora llena de licor mexicano.

Andando, andando, llegamos al extremo de un bosque, en donde oímos un grito:

"¡Alto!". Nos detuvimos. No se podía pasar por ahí. Unos cuantos soldados indios, descalzos, con sus grandes sombrerones y sus rifles listos, nos detuvieron.

El Viejo Reguera parlamentó con el principal, quien conocía también al yanqui. Todo acabó bien. Tuvimos dos mulas y un caballejo para llegar al punto de nuestro destino. Hacía luna cuando seguimos la marcha. Fuimos paso a paso. De pronto exclamé dirigiéndome al viejo Reguera:

-Reguera, ¿cómo quiere que le llame, Coronel o Padre?

-¡Como la que lo parió! - bufó el apergaminado personaje.

Los mudos, Albert Camus


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Estábamos en pleno invierno y sin embargo una jornada radiante se levantó sobre la actividad de la ciudad. El mar y el cielo se confundían en la punta del malecón con idéntico resplandor. Yvars sin embargo no lo veía. Circulaba pesadamente a lo largo de los bulevares que dominan el puerto. Su pierna inválida descansaba inmóvil sobre el pedal fijo de la bicicleta, mientras la otra se esforzaba por vencer los adoquines todavía mojados de humedad nocturna. Menudo sobre el sillín, evitaba los raíles del antiguo tranvía sin levantar la cabeza, y se apartaba con un golpe brusco de manillar para dejar pasar a los automóviles que le adelantaban, y de vez en cuando, de un codazo, echaba atrás sobre los ríñones el morral en el que Fernande había puesto su almuerzo. Entonces pensaba con amargura en el contenido del morral. Entre dos rebanadas de pan de hogaza, en lugar de la tortilla española que tanto le gustaba o del filete frito en aceite, sólo había queso.

Nunca le había parecido tan largo el camino del taller. Cierto que se estaba haciendo viejo. Aunque siguiera tan seco como un sarmiento de vid, los músculos ya no se calientan tan rápido a los cuarenta años. A veces, al leer las crónicas deportivas donde llamaban veterano a un atleta de treinta años, se encogía de hombros. «Si eso es ser un veterano —decía a Fernande—, entonces yo soy un fiambre.» Sin embargo sabía que el periodista no se equivocaba del todo. A los treinta años, el resuello disminuye, imperceptiblemente. A los cuarenta no se es un fiambre, no, pero uno se prepara a serlo, con tiempo, por adelantado. ¿No sería por eso por lo que hacía tiempo que durante el trayecto que le llevaba a la otra punta de la ciudad, a la fábrica de toneles, ya no miraba el mar? Cuando tenía veinte años no se cansaba de contemplarlo; era la promesa de un fin de semana feliz, en la playa. A pesar o a causa de su cojera, siempre le había gustado nadar. Después habían pasado los años, había aparecido Fernande, había nacido el muchacho y, para vivir, vinieron las horas suplementarias el sábado, en la tonelería, y el domingo las pequeñas chapuzas en casas particulares. Poco a poco había perdido la costumbre de aquellas jornadas violentas que le saciaban. El agua profunda y clara, el fuerte sol, las muchachas, la vida del cuerpo, no había más felicidad que aquélla en su tierra. Y aquella felicidad se desvanecía con la juventud. A Yvars le seguía gustando el mar, pero sólo al final del día, cuando las aguas de la bahía se oscurecían un poco. Era una hora suave en la terraza de su casa, cuando se sentaba después del trabajo, contento con la camisa limpia que Fernande planchaba con tanto esmero y con el vaso empañado de anís. Caía la tarde, una breve dulzura se instalaba en el cielo, los vecinos que charlaban con Yvars bajaban de repente la voz. Entonces no sabía si era feliz o si tenía ganas de llorar. Al menos en aquellos momentos sabía que lo único que podía hacer era esperar, suavemente, sin saber a ciencia cierta qué.

A la espera, Ramsey Campbell


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Cincuenta años después, volvió. Había estado en el colegio y en la Universidad; tras un año de buscar empleo sin ningún resultado, empezó a escribir una novela: rápidamente destacó como uno de los mejores libros que se había escrito hablando de la infancia; nunca dejó de reeditarse. Antes de que lo llamasen de Hollywood para que escribiese el guión cinematográfico de su novela, había estado casado y se había divorciado; tuvo un asuntillo con una actriz, antes de que el novio de ella le enviase una limusina, con dos fornidos individuos monosilábicos embutidos en unos impecables trajes grises, y que se aseguraron de su partida hacia Inglaterra, después de que hubo entregado el original de su adaptación al Gremio de Escritores. Escribió un par de libros más, que fueron recibidos con expectación, y cuyas ventas resultaron moderadamente interesantes; pasó una noche en la habitación de un hotel con dos mellizas adolescentes. Pero nada de todo ello consiguió incrementar el bagaje de sus recuerdos; nada permanecía, excepto, cada vez más intensamente revivido, aquel día en el bosque cincuenta años atrás.

Había algunos coches aparcados en el camino forestal; ninguno en los aparcamientos al lado de la ruta. Paró junto al poste indicador del sendero, y se quedó sentado dentro del vehículo. Era la primera vez que tomaba en consideración una carretera: nunca había observado lo mucho que se retorcía; parecía una enorme manguera semienterrada en la tierra, con su superficie desnuda como los árboles a su alrededor. No había ningún coche al alcance de los ojos. El viento helado entraba por la ventanilla del coche, haciéndole temblar de frío. Se forzó a salir, el oro se hundió pesadamente en los bolsillos de su grueso abrigo, y se adentró por el sendero de cantos rodados.

Quedó empapado en unos instantes. Un pájaro pasó volando ruidosamente; luego, el silencio. Las ramas de los árboles relucían bajo el pálido cielo, panzudo de nubes. Tenues gotas de lluvia titilaban sobre la yerba que bordeaba el sendero. Un camión roncó en la lejanía. Cuando se dio la vuelta, ya no pudo ver su coche.

El sendero culebreaba una y otra vez. Los lingotes ahondaban en sus bolsillos, golpeándole las caderas. No pensaba que el oro pudiera pesar tanto, o, pensó retorcidamente, que fuese tan difícil de conseguir.

Le dolían los pies y las piernas. Hollywood y sus «noches» le parecía tan lejano como las estrellas. Rayos de sol derramaban su luz, cual haces blanquinosos, por entre la brillante enramada, desmenuzando su luminosidad en minúsculos arcos iris al incidir sobre las gotitas de lluvia; y relucían sobre el fango de unas pistas que asemejaban senderos entre los árboles. Pero ¿cómo podía seguir caminando sin perder el equilibrio entre tanto fango? Se dedicó a observar los alrededores en busca de alguna señal.

Sin darse cuenta se hallaba en las profundidades del bosque. Si pasaba algún coche por la carretera, el sonido de sus motores quedaba lejos de su oído. Por todas partes se veían pistas que conducían a oscuras e impenetrables masas de vegetación. Agotado, andaba buscando un lugar donde sentarse, y casi se le pasó por alto aquel árbol que parecía un arco.

Cuando sólo tenía diez años debía ser mucho más parecido a un arco; recordaba cómo se escondió en el agujero curvo de su tronco. Por unos instantes, tuvo la impresión de que tal reconocimiento iba a ser demasiado para su corazón. Se detuvo, y con un crujido de sus huesos se introdujo, agachándose, en el agujero.

domingo, 3 de enero de 2016

La manta, Charles Bukowski


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He estado durmiendo mal últimamente, pero no se trata concretamente de eso. Es cuando parece que voy a dormir cuando pasa. Digo «parece que voy a dormir» porque es justo eso. Últimamente, cada vez más, parezco estar dormido, tengo la sensación de que estoy durmiendo, y sueño, sin embargo, en mi sueño con mi habitación, sueño que estoy dormido y que todo está exactamente donde lo dejé al acostarme. El periódico en el suelo, una botella de cerveza vacía en una silla, mi carpa dorada dando lentas vueltas en el fondo de su pecera, todas las cosas íntimas que son tan parte de mí como mi pelo, Y, muchas veces, cuando NO estoy dormido, pero estoy en la cama, mirando las paredes, adormilado, esperando dormir, suelo preguntarme: ¿aún estoy despierto o estoy dormido ya y sueño con mi habitación?

Las cosas han ido mal últimamente. Muertes; caballos que corren mal; dolor de muelas; hemorragias, otras cosas inmencionables. Tengo a veces la sensación de que, bueno, de que las cosas no pueden ponerse ya peor. Y entonces pienso, en fin, aún tienes una habitación, no estás en la calle. Hubo tiempos en que no me importaban las calles. Ahora, no puedo soportarlas. Puedo soportar ya muy poco. Me han pinchado, acuchillado y sí, bombardeado incluso... tan a menudo, que sencillamente estoy harto; no puedo soportar todo esto.

Y ahí está el asunto. Cuando me acuesto y sueño que estoy en mi habitación o si está pasándome realmente y estoy despierto, no sé, en fin, empiezan a pasar cosas. Me doy cuenta de que la puerta del armario está un poquito abierta y estoy seguro de que no lo estaba hace un momento. Luego veo que la abertura de la puerta del tocador y el ventilador (ha hecho calor y tengo el ventilador en el suelo) se alinean apuntando en línea recta a mi cabeza. Con un súbito giro, me aparto bufando de la almohada, y digo «bufando» porque suelo maldecir bastante a «esos» o «eso» que intentan echarme. Ya te oigo decir, «este tío está loco», y en realidad quizás lo esté. Pero de todos modos no tengo la sensación de estarlo. Aunque sea un punto muy débil a mi favor, si lo es en realidad. Cuando estoy fuera, entre gente, me siento incómodo. Ellos hablan y tienen emociones en las que yo no participo. Y es, sin embargo, cuando estoy con ellos cuando más fuerte me siento. Y pienso esto: si ellos pueden existir apoyándose concretamente en esos fragmentos de cosas, yo también puedo existir, sin duda. Pero es cuando estoy solo y todas las comparaciones deben enfrentarse a una comparación de mí mismo frente a las paredes, a la respiración, a la historia, a mi fin, cuando empiezan a pasar cosas extrañas. Evidentemente soy un hombre débil. He probado a recurrir a la Biblia, a los filósofos, a los poetas, pero para mí, no sé por qué, ninguno ha dado en el blanco. Hablan de algo completamente distinto. Por eso dejé de leer hace ya mucho. Hallé una cierta ayuda en la bebida, en el juego y el sexo, en este sentido me he portado como cualquier hombre de la comunidad, la ciudad, la nación. Con la diferencia única de que a mí no me interesaba «triunfar». No quería familia, hogar, trabajo respetable, etc. Y así me veía yo: ni intelectual ni artista, sin las auxiliadoras raíces del hombre normal, colgando como algo etiquetado en medio y supongo, sí, que es el principio de la locura.

¡Y qué vulgar soy! Estiro la mano y me rasco el culo. Tengo hemorroides, almorranas. Es mejor que la relación sexual. Rasco hasta sangrar, hasta que el dolor me obliga a parar. Así hacen los monos. ¿No les has visto nunca en los zoos con los culos rojos y ensangrentados?

Hoja, de Niggle, J. R. R. Tolkien


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Había una vez un pobre hombre llamado Niggle, que tenía que hacer un largo viaje. El no quería; en realidad, todo aquel asunto le resultaba enojoso, pero no estaba en su mano evitarlo. Sabía que en cualquier momento tendría que ponerse en camino, y sin embargo no apresuraba los preparativos.

Niggle era pintor. No muy famoso, en parte porque tenía otras cosas que atender, la mayoría de las cuales se le antojaban un engorro; pero cuando no podía evitarlas (lo que en su opinión ocurría con excesiva frecuencia) ponía en ellas todo su empeño. Las leyes del país eran bastante estrictas. Y existían además otros obstáculos. Algunas veces se sentía un tanto perezoso y no hacía nada. Por otro lado, era en cierta forma un buenazo. Ya conocen esa clase de bondad. Con más frecuencia lo hacía sentirse incómodo que obligado a realizar algo. E incluso cuando pasaba a la acción, ello no era óbice para que gruñese, perdiera la paciencia y maldijese (la mayor parte de las veces por lo bajo)

En cualquier caso lo llevaba a hacer un montón de chapuzas para su vecino el señor Parish, que era cojo. A veces incluso echaba una mano a gente más distantes si acudían a él en busca de ayuda. Al mismo tiempo, y de cuando en cuando, recordaba su viaje y comenzaba sin mucha convicción a empaquetar algunas cosillas. en estas ocasiones no pintaba mucho. Tenía unos cuantos cuadros comenzados, casi todos demasiado grandes y ambiciosos para su capacidad. Era de esa clase de pintores que hacen mejor las hojas que los árboles. Solía pasarse infinidad de tiempo con una sola hoja, intentando captar su forma, su brillo y los reflejos del rocío en sus bordes. Pero su afán era pintar un árbol completo, con todas las hojas de un mismo estilo y todas distintas.

Había un cuadro en especial que le preocupaba. Había comenzado como una hoja arrastrada por el viento y se había convertido en un árbol. Y el árbol creció, dando numerosas ramas y echando las más fantásticas raíces. Llegaron extraños pájaros que se posaron en las ramitas, y hubo que atenderlos. Después, todo alrededor del árbol y detrás de él, en los espacios que dejaban las hojas y las ramas, comenzó a crecer un paisaje. Y aparecieron atisbos de un bosque que avanzaba sobre las tierras de labor y montañas coronadas de nieve. Niggle dejó de interesarse por sus otras pinturas. O si lo hizo fue para intentar adosarlas a los extremos de su gran obra. Pronto el lienzo se había ampliado tanto que tuvo que echar mano de una escalera; y corría, arriba y abajo, dejando una pincelada aquí, borrando allá unos trazos. Cuando llegaban visitas se portaba con la cortesía exigida, aunque no dejaba de jugar con el lápiz sobre la mesa. Escuchaba lo que le decían, sí, pero seguía pensando en su gran lienzo, para el que había levantado un enorme cobertizo en el huerto, sobre una parcela en la que en otro tiempo cultivara patatas.

No podía evitar ser amable. “Me gustaría tener más carácter”, se decía algunas veces, queriendo expresar su deseo de que los problemas de otras personas no le afectasen. Pasó algún tiempo sin que le molestaran mucho. “Cueste lo que cueste”, solía decir, “acabaré este cuadro, mi obra maestra, antes de que me vea obligado a emprender ese maldito viaje”. Pero comenzaba a darse cuenta de que no podría posponerlo indefinidamente. El cuadro tenía que dejar de crecer y había que terminarlo. Un día Niggle se plantó delante de su obra, un poco alejado, y la contempló con especial atención y desapasionamiento. No tenía sobre ella una opinión muy definida, y habría deseado tener algún amigo que le orientase. En realidad no le satisfacía en absoluto, y sin embargo la encontraba muy hermosa, el único cuadro verdaderamente hermoso del mundo. En aquellos momentos le hubiera gustado verse a sí mismo entrar en el cobertizo, darse unas palmaditas en la espalda y decir (con absoluta sinceridad): “¡Realmente magnífico! para mí está muy claro lo que te propones por nada más. Te conseguiremos una subvención oficial para que no tengas problemas.”