jueves, 25 de agosto de 2016

Encuentro nocturno, Ray Bradbury


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Antes de subir hacia las colinas azules, Tomás Gómez se detuvo en la solitaria estación de gasolina.

—Aquí se sentirá usted bastante solo —le dijo al viejo.

El viejo pasó un trapo por el parabrisas de la camioneta.

—No me quejo.

—¿Le gusta Marte?

—Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no esperar nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de aquí, y qué diferentes son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo marciano. Un calor de mil demonios de día y un frío de mil demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera diferente. Un viejo necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con él, y con los otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me instalaré en una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ganar lo suficiente para vivir y me quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.

—Ha dado usted en el clavo —dijo Tomás. Sus manos le descansaban sobre el volante. Estaba contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nuevas colonias y ahora tenía dos días libres e iba a una fiesta.

—Ya nada me sorprende —prosiguió el viejo—. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta a Marte como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro; el suelo, el aire, los canales, los indígenas (aun no los he visto, pero dicen que andan por aquí) y los relojes. Hasta mi reloj anda de un modo gracioso. Hasta el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy solo, como si yo fuese el único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me siento como si me hubiera encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay sitio como éste para un viejo! Estoy siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es Marte? Es como un juguete que me regalaron en Navidad, hace setenta años. No sé si usted lo conoce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin aliento. ¡Cuántos dibujos! Bueno, pues así es Marte. Disfrútelo. Tómelo como es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera marciana tiene dieciséis siglos y aún está en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias. Buenas noches.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Dos pesos de agua, Juan Bosch


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La vieja Remigia sujeta el aparejo, alza la pequeña cara y dice:

—Dele ese rial fuerte a las ánimas pa que llueva, Felipa.

Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el cielo con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra sin una mancha. Es de una limpieza desesperante.

—Y no se ve nadita de nubes —comenta.

Baja entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan a la distancia. Allá, al pie de la loma, un bohío. La gente que vive en él, y en los otros, y en los más remotos, estará pensando como ella y como la vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta bien larga de meses! Los hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor de los candelazos chamusca las escasas hojas de los maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo para que ascienda el humo a los cielos, para que llueva… Y nada. Nada.

—Nos vamos a acabar, Remigia —dice.

La vieja comenta:

—Pa lo que nos falta.

La sequía había empezado matando la primera cosecha; cuando se hubo hecho larga y le sacó todo el jugo a la tierra, les cayó encima a los arroyos; poco a poco los cauces le fueron quedando anchos al agua, las piedras surgieron cubiertas de lama y los pececillos emigraron corriente abajo. Infinidad de caños acabaron por agotarse, otros por tornarse lagunas, otros lodazales.

Sedientos y desesperados, muchos hombres abandonaron los conucos, aparejaron caballos y se fueron con las familias en busca de lugares menos áridos.

La vieja Remigia se resistía a salir. Algún día caería el agua; alguna tarde se cargaría el cielo de nubes; alguna noche rompería el canto del aguacero sobre el ardido techo de yaguas. Algún día…

martes, 23 de agosto de 2016

El huésped, Amparo Dávila


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Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.

Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.

No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.

Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…” No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.

No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.

Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo, él pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.

Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.

La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambilias.

lunes, 22 de agosto de 2016

Los hombres del pantano, José Revueltas


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La cuestión era escuchar algo vivo, y todos esperaban que este anhelado acontecimiento se produjera una vez más, de cualquier modo y como fuese, después de las dos ocasiones, ya tan lejanas al parecer, en que había ocurrido y en que esto los hizo respirar con un alivio cínico, puro y ruin, ahí metidos como estaban, con el agua cenagosa hasta el pecho.

Tres insoportables días de infierno, de silencio enloquecedor, las dos patrullas enemigas una frente de la otra, absolutamente nada más vigilándose, pero con una vigilancia ciega, que no disponía sino tan sólo de los ruidos para orientar el fuego de sus armas en medio del espeso manglar.

La primera ocasión fue cuando el cabo Frank Robles, de Arizona, comenzó a chillar como un estúpido y en seguida una ráfaga de plomo japonés lo hizo callar para siempre. La segunda fue en el otro extremo del pantano —a muy corta distancia y también durante el primer día—, entre los juncos donde estaba el enemigo: alguien que no pudo reprimir un acceso de tos, por lo visto alguien delicado de salud y susceptible a los resfriados, de los que, después de esto, ya no tendría oportunidad de contraer jamás ningún otro. Los dos hombres habían lanzado al morir un alarido espantoso —el de Arizona y el japonés a su turno respectivo—, un alarido que pareció reconfortar, tonificar de igual manera a los dos bandos, en aquella lucha de silencios, de inmovilidad absoluta, que era peor que cualquier otra cosa del mundo.

Se trataba únicamente de oírse, de oírse nada más, y no importaba que el grito representara una baja japonesa o norteamericana, sino que todos supieran, mediante ese grito, mediante esa muerte, que cada uno de ellos no estaba solo ni muerto sobre la superficie de la tierra.

Tres días sin moverse, torturados por el hambre y el frío, sin que ningúno pudiera saber en qué lugar se encontraría su compañero más próximo, ni el enemigo, cada quien a solas, a solas con su vida y su cuerpo, sin nadie, cada quien con la conciencia de su propia soledad, cada quien víctima de la desvinculación, una desvinculación definitiva, total, envueltos en aquello sin sentido, sin lógica, que ya era algo más que la guerra, algo que estaba más allá de la guerra, y que sin embargo era la guerra, y era la sociedad, y eran los hombres, sólo que todo ello visto hasta lo más desnudo del ser, hasta lo más exacto de su desnudez.

De pronto se dieron cuenta de que el prodigio iba a repetirse. Sucedió que del lado americano —americano aunque todos ellos eran mexicanos de Texas, Nuevo México y California, unos veinte hombres en números redondos—, algún imprudente o loco se había movido, confiado tal vez en las sombras de la noche, agitando ruidosamente los juncos y produciendo un rumor asombrosamente claro, preciso, increíble ahí en el pantano, donde aquello significaba la muerte.

viernes, 12 de agosto de 2016

Finis, Santiago Dabove


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En cierta circunstancia tuve que ir al cementerio de disidentes, hoy desaparecido, a sacar las cenizas de un pariente lejano que estaba en un antiguo sepulcro. Me había sido encomendado que las pusiera en una urna porque expropiaban la bóveda y demás el cementerio iba a ser suprimido de ese lugar. El sepulcro era un simple cuadrilongo de mármol en cuya juntura sólo bastaba meter una buena y adecuada palanca para abrirlo. Así lo hicimos el encargado, yo y un peón, porque el enterrador ya no prestaba sus servicios.

A quienes no están acostumbrados les impresiona siempre la apertura de un sepulcro. Es como un falso misterio que se quisiera develar, o como una terquedad que pidiera esclarecimientos de donde no pueden venir... pues bien sabe uno todo el secreto que encierran las tumbas.

Cuando cedió la loza y pude ver el interior, me encontré con que el ataúd había reventado y estaba partido y raído en forma tal, que sólo unos listones de madera acompañaban a los huesos, todavía no desarticulados, como si quisieran entablillarlos. Nada más que un olor de humedad. ¿Sí? ¡No! Junto al brazo plegado, mis ojos descubrieron una especie de cilindro de metal que agarré enseguida. Le destornillé la tapa y encontré una envoltura de cuero o tafilete que guardaba unos papeles en parte deteriorados. Con la curiosidad que es de imaginar, me apoderé de ellos, esperando llegar a mi casa para leerlos. Regresé, pues, con un manuscrito y una urna chica que contenía unos huesos rotos y en parte casi pulverizados, trabajo lento del tiempo y de los agentes destructores que vienen a hacer lo mismo que el horno crematorio, pero más a la larga.

Con un buen fuego por delante —era invierno— me puse a revisar el manuscrito que
parecía a ratos una profecía, y otros, un simple desahogo literario. Pero noté cierto acento conmovido, como si el autor hubiera tenido una premonición. Hasta creo que él “sabe” más del futuro que muchos historiadores acerca del pasado, y, si se pudiera hacer una seria compulsa de las causas históricas, me atrevería a decir que la mayoría de los historiadores pasarían a ser artistas, novelistas, poetas semicreadores, o, simplemente, lastimosos inventores del pretérito (antiprofetas).

He aquí lo que decía el manuscrito:

En el primer tercio del año 1..34, (de la fecha estaban borradas dos cifras y la tercera
quedaba dudosa, no podía verse bien si era 8 o 3) los astrónomos descubrieron un hecho singular: las rutas de los asteroides o más bien planetoides, fueron casi repentinamente alteradas y sin causa aparente. Los que dirigieron sus potentes anteojos a esos planetitas telescópicos que están entre Marte y Júpiter, como se sabe, los observaron como picados de la tarántula. Fuera de la regularidad de sus movimientos, se conducían como un enjambre de efímeros, frente a un foco de luz. Esto que podría haber sido un motivo de diversión para las criaturas, fue un tema de cavilación para los astrónomos ¿Cuál era la causa que alteraba la gravedad y solemnidad clásicas del enjambre estelar? Nuevas interrogaciones de los anteojos al cielo. Nada. Transcurrió un tiempo y algunos planetoides desaparecieron. Como la causa incógnita parecía intensificar su potencia, paralelamente entre los astrónomos aumentó el recelo. Por analogía se pensó que, tras los planetas telescópicos, vendríamos nosotros a ingresar en la danza. Ese justo temor fue como el alerta o el prólogo de lo que debía venir.

jueves, 11 de agosto de 2016

El sacerdote, William Faulkner


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Había casi terminado sus estudios eclesiásticos. Mañana sería ordenado, mañana alcanzaría la unión completa y mística con el Señor que apasionadamente había deseado. Durante su estudiosa juventud había sido aleccionado para esperarla día tras día; él había tenido la esperanza de alcanzarla a través de la confesión, a través de la charla con aquellos que parecían haberla alcanzado; mediante una vida de expiación y de negación de sí mismo hasta que los fuegos terrenales que lo atormentaban se extinguieran con el tiempo. Deseaba apasionadamente la mitigación y cesación del hambre y de los apetitos de su sangre y de su carne, los cuales, según le habían enseñado, eran perniciosos: esperaba algo como el sueño, un estado que habría de alcanzar y en el cual las voces de su sangre serían aquietadas. 0, mejor aún, domeñadas. Que, cuando menos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que las voces se perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no serían sino un eco carente de sentido entre los desfiladeros y las cumbres mayestáticas de la Gloria de Dios.

Pero no lo había alcanzado. En el seminario, tras una charla con un sacerdote, solía volver a su dormitorio en un éxtasis espiritual, un estado emocional en el cual su cuerpo no era sino un letrero con un mensaje llameante que habría de agitar el mundo. Y veía aliviadas sus dudas; no albergaba duda ni tampoco pensamiento. La finalidad de la vida estaba clara: sufrir, utilizar la sangre y los huesos y la carne como medios para alcanzar la gloria eterna, algo magnífico y asombroso, siempre que se olvide que fue la historia y no la época quien creó los Savonarola y los Thomas Becket. Ser de los elegidos, pese a las hambres y las roeduras de la carne, alcanzar la unión espiritual con el Infinito, morir, ¿cómo podía compararse con esto el placer físico anhelado por su sangre?

Pero, una vez entre sus compañeros seminaristas, ¡cuán pronto olvidaba todo aquello! Los puntos de vista y la insensibilidad de sus condiscípulos eran un enigma para él. ¿Cómo podía alguien a un tiempo pertenecer y no pertenecer al mundo? Y la pavorosa duda de que acaso se estaba perdiendo algo, de que acaso, después de todo, fuera cierto que la vida se limitaba sólo a lo que uno pudiera obtener en los breves setenta años que al hombre caben. ¿Quién lo sabía? ¿Quién podía saberlo? Existía el cardenal Bembo, que vivió en Italia en una era semejante a plata, semejante a una flor imperecedera, y que creó un culto al amor más allá de la carne, esquilmado de las torturas de la carne. Pero ¿no sería esto sino una excusa, sino un paliativo a los terribles miedos y dudas? ¿No era la vida de aquel hombre apasionado y hacía tanto tiempo muerto semejante a la suya; un tejido de miedo y duda y una apasionada persecución de algo bello y excelso? Sólo que algo bello y excelso significaba para él no una Virgen sosegada por el dolor y fijada como una bendición vigilante en el cielo del oeste, sino una criatura joven y esbelta e indefensa y (en cierto modo) herida, que había sido sorprendida por la vida y utilizada y torturada; una pequeña criatura de marfil despojada de su primogénito, que alza los brazos vanamente en la tarde que declina. Para decirlo de otro modo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay de apasionada persecución del hoy, del instante mismo; pues sabe que el mañana tal vez no llegue nunca y que sólo el hoy importa, porque el hoy es suyo. Se ha tomado una niña y se ha hecho de ella el símbolo de los viejos pesares del hombre, pensó, y también yo soy un niño despojado de su niñez.

domingo, 7 de agosto de 2016

Historia de los dos que soñaron, cuento árabe


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Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme) que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño a un desconocido que le dijo:

-Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla.

A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la cárcel. El juez lo hizo comparecer y le dijo:

-¿Quién eres y cuál es tu patria?

El hombre declaró:

-Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí.

El juez le preguntó:

-¿Qué te trajo a Persia?

El hombre optó por la verdad y le dijo:

-Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que la fortuna que me prometió ha de ser esta cárcel.

El juez echó a reír.

-Hombre desatinado -le dijo-, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín. Y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol, una higuera, y bajo la higuera un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma estas monedas y vete.

El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la higuera de su casa (que era la del sueño del juez) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó.

Los puercos de Nicolás Mangana, Jorge Ibargüengoitia


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Nicolás Mangana era un campesino pobre, pero ahorrativo. Su mayor ilusión era juntar dinero para comprar unos puercos y dedicarse a engordarlos.

—No hay manera más fácil de hacerse rico— decía. —Los puercos están comiendo y el dueño nomás los mira. Cuando ve que ya no van a engordar más, los vende por kilo. Cada vez que a Nicolás Mangana se le antojaba una copa de mezcal, decía para sus adentros:

—Quítate, mal pensamiento. Sacaba de la bolsa dos pesos, que era lo que costaba el mezcal en la tienda del pueblo donde vivía, y los echaba por la rendija del puerco de barro que le servía de alcancía.

—En puerco se han de convertir— decía al oír sonar las monedas.

Cuando alguno de sus hijos le pedía cincuenta centavos para una nieve, Nicolás decía:

—Quítate esa idea de la cabeza, muchacho— Luego sacaba un tostón de la bolsa, lo echaba en el puerco de barro y el niño se quedaba sin nieve. Cuando la esposa le pedía rebozo nuevo, pasaba lo mismo. Veinticinco pesos entraban en la alcancía y la señora seguía tapándose con el rebozo luido.
Compró un libro que decía cuáles son los alimentos que deben comer los puercos para engordar más pronto, y lo leía por las tardes, sentado a la sombra de un mezquite.

Tantas copas de mezcal no se tomó Nicolás, tantas nieves no probaron sus hijos y tantos rebozos no estrenó su mujer, que el puerco de barro se llenó. Cuando Nicolás vio que ya no cabía un quinto más, rompió la alcancía y contó el dinero, llevó la morralla a la tienda y la cambió por un billete nuevecito que tenía grabada junto al número mil, la cara de Cuauhtémoc. Regresó a la casa, juntó a la familia y le dijo:

—No somos ricos, pero ya mero. Con este billete que ven ustedes aquí voy a ir a la feria de San Antonio y voy a comprar unos puerquitos, los vamos a poner en el corral de atrás, los vamos a engordar, los vamos a vender y vamos a comprar más puerquitos, los vamos a engordar y los vamos a vender y vamos a comprar todavía más puerquitos y así vamos a seguir hasta que seamos de veras ricos.

viernes, 5 de agosto de 2016

Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre, Horacio Quiroga



Había una vez un coatí que tenía tres hijos. Vivían en el monte comiendo frutas, raíces y huevos de pajaritos. Cuando estaban arriba de los árboles y sentían un gran ruido, se tiraban al suelo de cabeza y salían corriendo con la cola levantada.

Una vez que los coaticitos fueron un poco grandes, su madre los reunió un día arriba de un naranjo y les habló así:

-Coaticitos: ustedes son bastante grandes para buscarse la comida solos. Deben aprenderlo, porque cuando sean viejos andarán siempre solos, como todos los coatís. El mayor de ustedes, que es muy amigo de cazar cascarudos, puede encontrarlos entre los palos podridos, porque allí hay muchos cascarudos y cucarachas. El segundo, que es gran comedor de frutas, puede encontrarlas en este naranjal; hasta diciembre habrá naranjas. El tercero, que no quiere comer sino huevos de pájaros, puede ir a todas partes, porque en todas partes hay nidos de pájaros. Pero que no vaya nunca a buscar nidos al campo, porque es peligroso.

“Coaticitos: hay una sola cosa a la cual deben tener gran miedo. Son los perros. Yo peleé una vez con ellos, y sé lo que les digo; por eso tengo un diente roto. Detrás de los perros vienen siempre los hombres con un gran ruido, que mata. Cuando oigan cerca este ruido, tírense de cabeza al suelo, por alto que sea el árbol. Si no lo hacen así los mataran con seguridad de un tiro.”

Así habló la madre. Todos se bajaron entonces y se separaron, caminando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como si hubieran perdido algo, porque así caminan los coatís.

El mayor, que quería comer cascarudos, buscó entre los palos podridos y las hojas de los yuyos, y encontró tantos, que comió hasta quedarse dormido. El segundo, que prefería las frutas a cualquier cosa, comió cuantas naranjas quiso, porque aquel naranjal estaba dentro del monte, como pasa en el Paraguay y Misiones, y ningún hombre vino a incomodarlo. El tercero, que era loco por los huevos de pájaros, tuvo que andar todo el día para encontrar únicamente dos nidos; uno de tucán, que tenía tres huevos, y uno de tórtolas, que tenía sólo dos. Total, cinco huevos chiquitos, que era muy poca comida; de modo que al caer la tarde el coaticito tenía tanta hambre como de mañana, y se sentó muy triste a la orilla del monte. Desde allí veía el campo, y pensó en la recomendación de su madre.

jueves, 4 de agosto de 2016

Aceite de perro, Ambrose Bierce

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Me llamo Boffer Bing. Mis respetables padres eran de clase muy humilde: él fabricaba aceite de perro y mi madre tenía un pequeño local junto a la iglesia del pueblo, en donde se deshacía de los niños no deseados. Desde mi adolescencia me inculcaron hábitos de trabajo: ayudaba a mi padre a capturar perros para sus calderos y a veces mi madre me empleaba para hacer desaparecer los «restos» de su labor. Para llevar a cabo esta última tarea tuve que recurrir con frecuencia a mi talento natural, pues todos los guardias del barrio estaban en contra del negocio materno. No se trataba de una cuestión política, ya que los guardias que salían elegidos no eran de la oposición; era sólo una cuestión de gusto, nada más. La actividad de mi padre era, lógicamente, menos impopular, aunque los dueños de los perros desaparecidos le miraban con una desconfianza que, en cierta medida, se hacía extensible a mí. Mi padre contaba con el apoyo tácito de los médicos del pueblo, quienes raras veces recetaban algo que no contuviera lo que ellos gustaban llamar “Oil can”*. Y es que realmente el aceite de perro es una de las más valiosas medicinas jamás descubiertas. A pesar de ello, mucha gente no estaba dispuesta a hacer un sacrificio para ayudar a los afligidos y no dejaban que los perros más gordos del pueblo jugaran conmigo; eso hirió mi joven sensibilidad, y me faltó poco para hacerme pirata.

Cuando recuerdo aquellos días a veces siento que, al haber ocasionado indirectamente la muerte de mis padres, tuve la culpa de las desgracias que afectaron tan profundamente mi futuro.

Una noche, cuando volvía del local de mi madre de recoger el cuerpo de un huérfano, pasé junto a la fábrica de aceite y vi a un guardia que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Me habían enseñado que los guardias, hagan lo que hagan, siempre actúan inspirados por los más execrables motivos; así que, para eludirle, me escabullí por una puerta lateral del edificio, que por casualidad estaba entreabierta. Una vez dentro cerré rápidamente y me quedé a solas con el pequeño cadáver. Mi padre ya se había ido a descansar. La única luz visible era la del fuego que, al arder con fuerza bajo uno de los calderos, producía unos reflejos rojizos en las paredes. El aceite hervía con lentitud y de vez en cuando un trozo de perro asomaba a la superficie. Me senté a esperar que el guardia se fuera y empecé a acariciar el pelo corto y sedoso del niño cuyo cuerpo desnudo había colocado en mi regazo. ¡Qué hermoso era! A pesar de mi corta edad ya me gustaban apasionadamente los niños, y al contemplar a aquel angelito deseé con todo mi corazón que la pequeña herida roja que había sobre su pecho, obra de mi querida madre, hubiera sido mortal.

miércoles, 3 de agosto de 2016

Regreso, Theodore Sturgeon


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Cuando Paul escapó de su casa, no se encontró con nadie, y no vio a nadie mientras alcanzaba la carretera. La carretera se abría de pronto muy ancha en la vuelta de la loma, pasaba el extremo del camino municipal y se estrechaba hasta perderse en una punta de alfiler clavada en el horizonte. Después de un tiempo Paul pudo ver el coche.

Era largo y nuevo, y bajó un poco el morro cuando el conductor frenó, y cuando se detuvo se balanceó una vez, sobre los blandos y suaves amortiguadores.

El conductor era un hombre grande, grande y ostentoso, con una corbata Stetson gris y una chaqueta de color blanco azulado que no se le arrugaba bajo los brazos. La mujer junto a él tenía una frente ancha y un mentón puntiagudo, y una piel con sombras de melocotón, aunque muy tostada. Su cabello era de ese rojo amarillento que un herrero bautizó una vez como «color pajizo» mientras miraba su forja. La mujer le sonrió al hombre y a Paul casi del mismo modo.

—Hola, hijo —dijo el hombre—. ¿Éste es el camino municipal?

—Sí, señor —dijo Paul—. Así es.

—Ya me parecía —dijo el hombre—. Uno no olvida fácilmente.

—No se ha olvidado —dijo Paul.

—No veo el viejo pueblo desde hace veinte años —dijo el hombre—. Imagino que no habrá cambiado mucho.

—Los sitios viejos no cambian mucho —dijo Paul con desprecio.

lunes, 1 de agosto de 2016

Hanrahan El Rojo, William Butler Yeats


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Hanrahan, el maestro de escuela de Hege, un muchacho alto, fuerte, pelirrojo, entró en el cobertizo donde estaban sentados varios de los hombres del pueblo en la fiesta del Samhain. Aquel lugar había sido antes una morada, y cuando el hombre a quien había pertenecido se construyó otra mejor, unió las dos piezas que la componían y la dedicó a almacén de diversas cosas.

Un fuego ardía en el venerable hogar, y también había cirios plantados en botellas y una negra damajuana de vino instalada sobre un par de tablones que estaban cruzados entre dos toneles para que sirvieran de mesa. La mayor parte de los hombres estaban sentados ante el fuego y uno de ellos cantaba una de esas macabras canciones de marcha que narraba cómo uno de Munster y otro de Connacht tuvieron una discusión a propósito de la excelencia de sus dos provincias.

Hanrahan se dirigió al dueño de la casa y dijo:

—Recibí tu mensaje.

Pero una vez pronunciadas estas palabras se cortó, porque había un viejo de las montañas que iba vestido con una camisa y pantalones de franela burda, que estaba sentado a un lado de la entrada, el cual le tenía clavados los ojos encima y le miraba sin cesar al tiempo que manipulaba entre sus manos un viejo juego de cartas.

—No le hagas ningún caso —dijo el dueño de la casa—, no es más que un forastero; llegó hace sólo un rato, y como es la noche de Samhain le hemos acogido con hospitalidad, pero parece que no está en su sano juicio. Escúchalo ahora y te darás cuenta de lo que musita.

Se quedaron escuchando y pudieron oír que el viejo musitaba para sí mismo, mientras barajaba las cartas:

El programa en doce pasos de Godzilla, Joe R. Lansdale

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UNO: TRABAJO HONESTO

Godzilla, rumbo a su trabajo en la fundidora, pasa junto a un alto edificio que parece estar hecho principalmente de cobre brillante y vidrio oscuro que refleja el sol. Observa su propia imagen en los vidrios y recuerda los viejos tiempos. Se pegunta qué se sentirá pisar el edificio, escupirle fuego, besar las ventanas hasta oscurecerlas con su aliento ardiente, y después bailar en éxtasis sobre las ruinas humeantes.

Un día a la vez, se dice. Un día a la vez.

Godzilla se obliga a concentrarse en el edificio. Sigue caminando. Llega a la fundidora. Se pone su caso protector. Dirige su aliento flamígero hacia el gigantesco tanque lleno de partes usadas de carro, y las convierte en metal fundido. El metal escurre a través de las tuberías hacia los nuevos moldes para hacer nuevas partes de automóviles. Puertas. Techos. Etcétera.

Godzilla siente que parte de la tensión ha sido liberada.

DOS: RECREACIÓN

Al salir del trabajo, Godzilla se mantiene alejado del centro de la ciudad. Se siente tenso. Siempre ha sido difícil dejar de escupir fuego después del trabajo. Se dirige al CENTRO DE RECREACIÓN PARA MONSTRUOS GIGANTES.

Ahí está Gorgo. Como siempre, borracha con agua aceitosa de mar. Gorgo habla sobre el pasado. Así es ella. Siempre el pasado.

Salen al patio trasero y utilizan su aliento en los desechos depositados diariamente. Kong anda por ahí. Borracho como un chango. Está jugando con Barbies. Es lo único que hace. Al final, mete las Barbies en el bolsillo de su saco, se apoya en su andadera y se tambalea, alejándose de Gorgo y Godzilla.

miércoles, 15 de junio de 2016

La silla humana, Edogawa Rampo


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YOSHIKO vio a su marido partir hacia su puesto de trabajo en el Ministerio de Asuntos Exteriores poco después de las diez. Ya que una vez más disponía de su propio tiempo con entera libertad, se encerró en el estudio que compartía con su esposo para retomar el relato que tenía intención de remitir al número especial de verano de la revista K-.

Era una autora versátil de gran talento literario y de estilo fluido y sencillo. Incluso la popularidad de su marido como diplomático se veía eclipsada por la suya como escritora.

Los lectores la abrumaban a diario con cartas que elogiaban sus obras. De hecho, aquella misma mañana, en cuanto se hubo sentado ante el escritorio, echó una rápida ojeada a las numerosas misivas que habían llegado con el correo matinal. El contenido de todas seguía las mismas pautas sin excepción, pero, acuciada por un profundo sentido del respeto típicamente femenino, ella siempre leía cada una de ellas sin importarle que fueran o no interesantes.

En primer lugar se dedicó a las cartas más breves, que no le llevaron mucho tiempo. Por último se encontró con una que consistía en un voluminoso montón de páginas con apariencia de manuscrito. A pesar de que nadie le había avisado de un envío de esa índole, lo cierto es que no le resultaba extraño que escritores aficionados le enviaran sus relatos solicitando su apreciada opinión. En la mayoría de los casos se trataba de tentativas largas y absurdas que no incitaban más que al bostezo. No obstante, abrió el sobre que tenía en la mano y sacó las numerosas hojas de apretada escritura que contenía.

Tal y como había intuido, se trataba de un manuscrito que, por otra parte, estaba cuidadosamente dispuesto. Sin embargo, por alguna razón desconocida, no llevaba título ni firma. Comenzaba de forma brusca:

martes, 17 de mayo de 2016

Segmento brillante, Theodore Sturgeon


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Nunca había tenido a una chica en sus brazos. No estaba aterrorizado; ya había gastado todo ese sentimiento cuando la entró en la habitación y cerró la puerta a su espalda de una patada, mientras oía el continuo gotear de la sangre de su falda empapada, y antes de eso, al creer que estaba muerta allí, junto al bordillo, y también cuando ella emitió aquel sonido, suspiro o gemido que parecía un susurro. La había llevado a su habitación y al ver toda aquella sangre, se volvió hacia la izquierda, y luego hacia la derecha y la dejó en el suelo, con una confusión absoluta en su mente, y sus sienes latiendo a causa de aquel ejercicio desacostumbrado. La única guía que tenía para sus acciones era No dejes que caiga sangre encima del cubrecama. Encendió la luz del techo, y, por un instante, se quedó inmóvil, parpadeando y respirando con fuerza; de repente, saltó hacia la ventana para bajar la persiana y protegerse de la luz de la calle, que parecía mirarle, y de todos los demás ojos posibles. Vio como sus manos se alargaban hacia la persiana y detuvo su gesto: estaban rojas, preparadas para teñir cuanto rozara con ellas. Emitió un sonido que una parte alejada de su mente reconoció como el duplicado exacto de aquel murmullo agónico que ella había emitido en la oscura y húmeda calle; entonces, saltó hacia el interruptor de la luz, y observó el manchón rojizo que había ya en él, a sabiendas de que, al pasar su mano sobre él, estaba dejando otro. Tambaleándose, se dirigió hacia la pileta del rincón y se lavó las manos, una y otra vez; cada cinco o seis segundos, miraba el cuerpo de la chica por encima de su hombro y aquel grueso y aplastado dedo de sangre que se arrastraba hacia él, por encima del linóleo.

Ya había recuperado el aliento y se dirigió hacia la ventana. Bajó la persiana, y cerró las cortinas; después, examinó tanto los lados como el suelo para asegurarse de que no quedaban rendijas. Sumido en la negrura más completa, avanzó a tientas hasta la otra pared, siguiendo los contornos del linóleo, y volvió a encender la luz. El dedo de sangre se había convertido en un tentáculo que se dirigía hacia los poco sólidos tablones del suelo, hambrientos de pintura. Se hizo con una esponja de plástico que había en la mesa esmaltada junto al hornillo y la dejó caer sobre la punta del tentáculo, la que buscaba los tablones. En ese momento, se sintió complacido porque aquello había dejado de ser una criatura que se movía hacia él, sólo era algo que había caído al suelo y que se podía limpiar.

Quitó el cubrecama y lo colgó en la metálica cabecera del lecho. Cogió sus dos manteles de plástico, el que había en el armario de la vajilla y el que tenía en el cajoncito de la mesa plegable. Cubrió la cama con ellos, dejando que rozaran el suelo, y luego se quedó un momento parado, meciéndose hacia atrás y hacia adelante, lleno de preocupación, al tiempo que se daba tironcitos del labio inferior con el pulgar y el índice. «Hazlo bien —se dijo a sí mismo con firmeza—. ¿Que se muere antes de que lo hayas hecho? No importa, hazlo bien.»

lunes, 18 de abril de 2016

La bestia en la cueva, Howard Phillips Lovecraft


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La horrible conclusión que se había ido abriendo camino en mi espíritu de manera gradual era ahora una terrible certeza. Estaba perdido por completo, perdido sin esperanza en el amplio y laberíntico recinto de la caverna de Mamut. Dirigiese a donde dirigiese mi esforzada vista, no podía encontrar ningún objeto que me sirviese de punto de referencia para alcanzar el camino de salida. No podía mi razón albergar la más ligera esperanza de volver jamás a contemplar la bendita luz del día, ni de pasear por los valles y las colinas agradables del hermoso mundo exterior. La esperanza se había desvanecido. A pesar de todo, educado como estaba por una vida entera de estudios filosóficos, obtuve una satisfacción no pequeña de mi conducta desapasionada; porque, aunque había leído con frecuencia sobre el salvaje frenesí en el que caían las víctimas de situaciones similares, no experimenté nada de esto, sino que permanecí tranquilo tan pronto como comprendí que estaba perdido.

Tampoco me hizo perder ni por un momento la compostura la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir -reflexioné-, aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudiera ofrecerme cualquier cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de desesperación.

Mi destino final sería perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían vuelto locos en circunstancias como esta, pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante de mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de vagar durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la caverna, me encontré incapaz de volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos que había seguido desde que abandoné a mis compañeros.

Mi antorcha comenzaba a expirar, pronto estaría envuelto en la negrura total y casi palpable de las entrañas de la tierra. Mientras me encontraba bajo la luz poco firme y evanescente, medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin. Recordé los relatos que había escuchado sobre la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas grutas titánicas, por ver de encontrar la salud en el aire sano, al parecer, del mundo subterráneo, cuya temperatura era uniforme, para su atmósfera e impregnado su ámbito de una apacible quietud; en vez de la salud, habían encontrado una muerte extraña y horrible. Yo había visto las tristes ruinas de sus viviendas defectuosamente construidas, al pasar junto a ellas con el grupo; y me había preguntado qué clase de influencia ejercía sobre alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa y silenciosa. Y ahora, me dije con lóbrego humor, había llegado mi oportunidad de comprobarlo; si es que la necesidad de alimentos no apresuraba con demasiada rapidez mi salida de este mundo.

Celia, Angus Wilson


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El encantador saloncito de Marjorie no era precisamente el marco que convenía a la enfermera Ramsay. Sus brazos y sus piernas musculosos, casi masculinos, emergían desmañadamente del mullido sillón tapizado de chintz, sus gruesas manos de dedos recios, se desplazaban con una lentitud prudente entre los cisnes de cristal veneciano y los tapetes de ganchillo. Aquella tarde parecía aún más que de costumbre una amazona en reposo. Medio muerta de cansancio, tras una jornada particularmente fatigosa con su enferma, no olvidaba, sin embargo, que pronto se vería obligada a abandonar aquel lugar agradable junto al fuego, para regresar a su casa, a través de la desierta calle mayor del pueblo, bajo una lluvia pertinaz y contra un viento furioso. Perspectiva que le impedía adormecerse y le ponía de muy mal humor. La irritación fruncía su ancha frente y la envidia que suscitaba en ella la independencia de su amiga le apretaba los labios. Evidentemente, era fácil ser coqueta y agradable cuando se tenía casa propia, pero la posición de una enfermera, ni criada ni compañera, era algo muy distinto. Mordió casi salvajemente una de las galletas de chocolate que Marjorie había dispuesto tan primorosamente en la bandeja de plata, y la limonada caliente pareció aumentar su acritud.

—Naturalmente, si no fueran tan ricos se verían obligados a internarla en un asilo —gruñó—. El hecho de que es su nieta no cambiaría nada. ¡No se puede aguantar!

—Creo que estos viejos, están contentos de tenerla con ellos —respondió Marjorie, con su voz dulce y cultivada.

Se lamió los dedos manchados de chocolate, uno tras otro separándolos con un movimiento lánguido, pero la enfermera Ramsay estaba demasiado encolerizada para observar aquellos gestos traviesos.

—Admito que debe ser terrible. Mi pobre vieja Joey —era así como llamaba a la enfermera—, debe tener mucho trabajo con ella. La han mimado demasiado, esto es lo peor.

La enfermera separó las piernas; la gruesa lana de la falda subió hasta más arriba de las rodillas, y una liga brilló levemente a la luz de las llamas.

lunes, 4 de abril de 2016

La marca de la bestia, Rudyard Kipling



Vuestros dioses y mis dioses... ¿acaso
sabemos, vosotros o yo, quiénes son
más poderosos?

(Proverbio indígena)

Al Este de Suez —dicen algunos— el control de la Providencia termina; el Hombre queda entregado al poder de los Dioses y Demonios de Asia, y la Iglesia de Inglaterra sólo ejerce una supervisión ocasional y moderada en el caso de un súbdito británico. Esta teoría justifica algunos de los horrores más innecesarios de la vida en la India; puede hacerse extensible a mi relato.

Mi amigo Strickland, de la Policía, que sabe más sobre los indígenas de la India de lo que es prudente, puede dar testimonio de la veracidad de los hechos. Dumoise, nuestro doctor, también vio lo que Strickland y yo vimos. Sin embargo, la conclusión que extrae es incorrecta. Él está muerto ahora; murió en circunstancias harto singulares, que han sido descritas en otra parte.

Cuando Fleete llegó a la India poseía algo de dinero y algunas tierras en el Himalaya, cerca de un lugar llamado Dharmsala. Ambas propiedades le fueron legadas por un tío, y, de hecho, vino aquí para explotarlas. Era un hombre alto, pesado, afable e inofensivo. Su conocimiento de los indígenas era, naturalmente, limitado, y se quejaba de las dificultades del lenguaje. Bajó a caballo desde sus posesiones en las montañas para pasar el Año Nuevo en la estación y se alojó con Strickland. En Nochevieja se celebró una gran cena en el club, y la velada —como es natural— transcurrió convenientemente regada con alcohol. Cuando se reúnen hombres procedentes de los rincones más apartados del Imperio, existen razones para que se comporten de una forma un tanto bulliciosa. Había bajado de la Frontera un contingente de Catch-'em Alive-O's, hombres que no habían visto veinte rostros blancos durante un año y que estaban acostumbrados a cabalgar veinte millas hasta el Fuerte más cercano, a riesgo de regalar el estómago con una bala Khyberee en lugar de sus bebidas habituales.

Desde luego, se aprovecharon bien de esta nueva situación de seguridad, porque trataron de jugar al billar con un erizo enrollado que encontraron en el jardín, y uno de ellos recorrió la habitación con el marcador entre los dientes. Media docena de plantadores habían llegado del Sur y se dedicaban a engatusar al Mayor Mentiroso de Asia, que intentaba superar todos sus embustes al mismo tiempo. Todo el mundo estaba allí, y allí se dio un estrechamiento de filas general y se hizo recuento de nuestras bajas, en muertos o mutilados, que se habían producido durante el año. Fue una noche muy mojada, y recuerdo que cantamos Auld Lang Syne con los pies en la Copa del Campeonato de Polo, las cabezas entre las estrellas, y que juramos que todos seríamos buenos amigos. Después, algunos partieron y anexionaron Birmania, otros trataron de abrir brecha en el Sudán y sufrieron un descalabro frente a los Fuzzies en aquella cruel refriega de los alrededores de Suakim; algunos obtuvieron medallas y estrellas, otros se casaron, lo que no deja de ser una tontería, y otros hicieron cosas peores, mientras el resto de nosotros permanecimos atados a nuestras cadenas y luchamos por conseguir riquezas a fuerza de experiencias insatisfactorias.

Metástasis, Dan Simmons


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El día en que Louis Steig recibió una llamada de su hermana diciéndole que su madre había sufrido un ataque y había sido ingresada en un hospital de Denver y que le habían diagnosticado un cáncer se metió en su Camaro, partió para Denver a toda velocidad, pasó sobre una mancha de hielo negro en el Boulder Turnpike, consiguió que su coche diera siete vueltas de campana y acabó en coma con el cráneo fracturado y una severa conmoción cerebral. Estuvo nueve días inconsciente. Cuando despertó le dijeron que una minúscula astilla de hueso había penetrado en el lóbulo frontal izquierdo de su cerebro. Estuvo hospitalizado durante dieciocho días más —ni tan siquiera en el mismo hospital que su madre—, y cuando salió de allí tenía un dolor de cabeza peor del que nunca habría creído posible, la visión algo borrosa, una advertencia de los doctores según la que había una considerable posibilidad de que su cerebro hubiera sufrido algún daño permanente y noticias de su hermana según las que su madre sufría de un cáncer terminal que se encontraba en sus últimas etapas.

Lo peor aún no había empezado.

Pasaron tres días más antes de que Louis pudiera visitar a su madre. Seguía teniendo dolores de cabeza y continuaba viendo las cosas algo borrosas —corno si estuviera contemplando un programa en un aparato de televisión con el canal mal sintonizado—, pero los episodios de dolor insoportable y vómitos incontrolables ya habían quedado atrás. Su hermana Lee se encargó de conducir y Debbie, su prometida, recorrió con él los treinta kilómetros de trayecto que había desde Boulder hasta el Hospital General de Denver.

—Se pasa casi todo el tiempo dormida a causa de las drogas —dijo Lee—. Le dan muchos sedantes. Probablemente no te reconocerá ni aun suponiendo que esté despierta.

—Comprendo —dijo Louis.

—Los médicos dicen que debió notar el bulto y comprender lo que significaba ese dolor desde hace por lo menos un año. Si hubiera… incluso entonces habría perdido un pecho y muy probablemente los dos, pero quizá hubiesen podido... —Lee tragó una honda bocanada de aire —Estuve con ella toda la mañana. No…, no puedo volver ahí dentro, Louis sencillamente no puedo. Espero que lo entiendas.

—Sí —dijo Louis.

viernes, 1 de abril de 2016

El desvalido Roger, Enrique Serna


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Arrebujada en la manta eléctrica, Eleanore Wharton ignoró el primer timbrazo del despertador. El segundo sonaría dentro de un cuarto de hora, más enérgico, más cargado de reproches en nombre de la disciplina, y si continuaba durmiendo tendría que padecer cada cinco minutos un chillido insidiosamente calculado para transmitirle hasta el fondo el sueño un sentimiento de culpa. Odiaba el despertador, pero lo consideraba una buena inversión. Sin duda los japoneses hacían bien las cosas. El vicio de quedarse aletargada entre las sábanas le había costado varios descuentos de salario. Ahora, con el auxilio de la alarma repetitiva, se había vuelto casi puntual. Ya no la regañaban tan a menudo en Robinson & Fullbright, la empresa donde trabajaba como secretaria ejecutiva desde hacía veinte años. Arrastraba, sin embargo, una injusta fama de dormilona que no quería desmentir. Sus jefes eran hombres y los hombres no tenían menopausia. ¿Cómo explicarles que a veces amanecía deprimida, sin ganas de trabajar, enfadada consigo misma por haber cruzado la noche con su cadáver a cuestas?

Hoy estaba recayendo en la indolencia. No se levantó con el segundo timbrazo: los japoneses podían irse al infierno. Lo malo era que habían logrado su propósito. Estaba despierta ya, tan despierta que reflexionó sobre la función cívica del sopor. Dios lo había inventado para que los hombres despertaran aturdidos y no pudieran oponerse al mecanismo inexorable de los días hábiles. P ero ella se había levantado sin lagañas en el cerebro, absurdamente lúcida, y nada le impedía pensar que su indolencia era tan acogedora y tibia como la cama. Sacó una mano del cobertor y buscó a tientas el vaso de agua que había puesto sobre la mesita de noche. Por equivocación tomó el que contenía su dentadura postiza y bebió el amargo liquido verde (Polident, for free-odor dentures) que la preservaba de impurezas. ¡Qué asco tener cuarenta y nueve años! ¡Qué asco levantarse lúcida y decrépita!

Pensó en su colgante papada, en la repulsiva obligación de "embellecerse". Otro motivo más para faltar al trabajo: una vieja como ella no tenía por qué hacer presentable su fealdad. Al diablo con los cosméticos y las pinturas. Que la hierba y el moho crecieran sobre sus ruinas; de todos modos, nadie las miraría. Se había divorciado a los treinta, sin hijos, y desde entonces evitaba el trato con los hombres. A sus amigas las veía una vez al año, por lo general el día de Thanksgiving. Nunca las buscaba porque a la media hora de hablar con ellas tenía ganas de que la dejaran sola. Su individualismo lindaba con la misantropía. Se guarecía de la vida tras una coraza inexpugnable y rechazaba cualquier demostración de afecto que pudiese resquebrajarla. Odiaba ser así, pero ¿cómo remediarlo? ¿Tomando un curso de meditación trascendental? Corría el peligro de encontrarse a sí misma, cuando lo que más deseaba era perderse de vista. No, la meditación y el psicoanálisis eran supercherías, trucos de maquillaje para tapar las arrugas del alma (un sorbo de agua pura le quitó el amargo sabor de boca) y ella necesitaba una restauración completa, un cambio de piel. Eleanore Wharton era un costal de fobias. ¿Por qué tenía que oír su voz dentro y fuera del espejo? Si al menos variara el tema de sus monólogos podría soportarla, pero siempre hablaba de lo mismo: la comida grasosa era mala para la circulación, Michael Jackson debería estar preso por corromper a los jóvenes, en este mundo de machos las mujeres de su clase no podían sobresalir, los hombres querían sexo, no eficiencia, la prueba eran los ejecutivos de la oficina, tan severos con las viejas y tan comprensivos con las jovencitas, pero nunca más permitiría que le descontaran dinero por sus retardos, eso no, por algo había comprado el despertador japonés con alarma repetitiva que ahora le ordenaba salir de la cama con chillidos atroces: wake up fuckin' lazy, ¿estás triste, puerca? Pues muérete de amargura, pero después de checar tarjeta.

jueves, 31 de marzo de 2016

Ligeia, Edgar Allan Poe


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Y allí dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.
-Joseph Glanvill

Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo ni siquiera dónde conocí a Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces y el sufrimiento ha debilitado mi memoria. O quizá no puedo rememorar ahora aquellas cosas porque, a decir verdad, el carácter de mi amada, su raro saber, su belleza singular y, sin embargo, plácida, y la penetrante y cautivadora elocuencia de su voz profunda y musical, se abrieron camino en mi corazón con pasos tan constantes, tan cautelosos, que me pasaron inadvertidos e ignorados. No obstante, creo haberla conocido y visto, las más de las veces, en una vasta, ruinosa ciudad cerca del Rin. Seguramente le oí hablar de su familia. No cabe duda de que su estirpe era remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que, por su índole, pueden como ninguno amortiguar las impresiones del mundo exterior, sólo por esta dulce palabra, Ligeia, acude a los ojos de mi fantasía la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, me asalta como un rayo el recuerdo de que nunca supe el apellido de quien fuera mi amiga y prometida, luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi corazón. ¿Fue por una amable orden de parte de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi afecto, que me estaba vedado indagar sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una loca y romántica ofrenda en el altar de la devoción más apasionada? Sólo recuerdo confusamente el hecho. ¿Es de extrañarse que haya olvidado por completo las circunstancias que lo originaron y lo acompañaron? Y en verdad, si alguna vez ese espíritu al que llaman Romance, si alguna vez la pálida Ashtophet del Egipto idólatra, con sus alas tenebrosas, han presidido, como dicen, los matrimonios fatídicos, seguramente presidieron el mío.

miércoles, 30 de marzo de 2016

La noche del traje gris, Francisco Tario



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Sonaban en el reloj del hall las once, cuando mi dueño cerró el libro que leía desde la tarde y se encaminó rumbo a su alcoba. Una vez allí dio dos vueltas a la llave, entreabrió un poco la ventana —puesto que es primavera— y comenzó a desnudarse con mayor calma que de costumbre.

Mi dueño es un hombre hercúleo, algo infernal y muy alegre, a quien las mujeres miran siempre pecaminosamente y los hombres con envidia. Se viste a la última moda, no piensa jamás en la muerte, ni por asomos frecuenta la iglesia y a menudo sale de viaje. Cuando esto último ocurre, me lleva indefectiblemente sobre sus espaldas, no sin enviarme de antemano a la planchaduría. También me adorna entonces con una camisa blanca, un pañuelo del mismo color y una corbata de seda, poblada de lunares rojos. En especialísimas circunstancias usa guantes: unos guantes de color vainilla, con los pespuntes negros, y siempre desabrochados, dejando visible el reloj de oro sobre la muñeca velluda y sólida.

Puedo afirmar ante todo que se trata de un hombre riquísimo —tal vez un millonario— porque así lo demuestran mil vanidades distintas: el palacio en que vive, los criados que lo sirven, el perfume con que se peina y el automóvil que tripula. Frecuenta la ópera, los balnearios equívocos, los casinos de juego y los cabarets más inmundos. Durante el día hace deporte —monta a caballo, juega tenis y nada—; almuerza en restaurantes llenos de espejos, acompañado generalmente de bellas pecadoras impúdicas; charla, juega al poker y da un paseo en canoa o en auto. Por la noche se viste de etiqueta y baila, o bien acude a algún concierto sinfónico si se interpreta a Beethoven.

Gran parte de estos pormenores los he observado por mí mismo; otros, en cambio, los aprendí de labios de mis compañeros. ¡Ah!, prisioneros en el armario, cuando todo calla en la residencia, dialogamos los trajes sabrosamente, mas con cautela, cuidando de no ser sorprendidos. Cierta noche, por ejemplo, uno de mis vecinos —un traje beige con unos cuadros tan estupendos que más parece una jaula— no supo contener la risa. Eran aproximadamente las cuatro de la mañana y el amo se despertó. Dio la luz, mirando sobrecogido a todas partes. Atisbo, con la cabeza de lado. Mas no conforme con esto, se levantó rápidamente, se echó encima un batín y empuñó el revólver. Así lo vi salir de la estancia, apuntando con el cañón a los rincones.

miércoles, 16 de marzo de 2016

La madre de los monstruos, Guy de Maupassant


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Recordé esta horrible historia y a aquella horrible mujer al ver pasar hace unos días, en una playa apreciada por la gente adinerada, a una joven parisiense muy conocida, elegante, encantadora, adorada y respetada por todos.

Mi historia se remonta muy atrás, pero ciertas cosas no se olvidan.

Me había invitado un amigo a quedarme un tiempo en su casa en una pequeña ciudad de provincias. Para hacerme los honores del país, me paseó por todos los sitios, me hizo ver los paisajes alabados, los castillos, las industrias, las ruinas; me enseñó los monumentos, las iglesias, las viejas puertas esculpidas, unos árboles de enorme tamaño o con forma extraña, el roble de Saint André y el tejo de Roqueboise.

Mientras examinaba con exclamaciones de entusiasmo benévolo todas las curiosidades de la región, mi amigo me dijo con aire desolado que ya no quedaba nada por visitar. Respiré. Ahora iba a poder descansar un poco, a la sombra de los árboles. Pero de pronto dio un grito:

—¡Ah, sí! Tenemos a la madre de los monstruos, debes conocerla.

—¿A quién? —pregunté—. ¿A la madre de los monstruos?

—Es una mujer abominable —prosiguió—, un verdadero demonio, un ser que da a luz cada año, voluntariamente, a niños deformes, horribles, espantosos, en fin, unos monstruos, y que los vende al exhibidor de fenómenos.

Esos siniestros empresarios vienen a informarse de vez en cuando de si ha producido algún nuevo engendro y, cuando les gusta el sujeto, se lo llevan y le pagan una renta a la madre.

Tiene once engendros de esta naturaleza. Es rica.

domingo, 13 de marzo de 2016

El valle de las arañas, H. G. Wells


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Hacia el mediodía los tres perseguidores salieron de un recodo del lecho del torrente y se encontraron, de pronto, ante la vista de un valle muy ancho y extenso. El difícil y tortuoso cauce pedregoso por el que habían seguido las huellas de los fugitivos durante tanto tiempo se convertía en una pendiente ancha. Movidos por un impulso común, los tres hombres abandonaron el rastro y cabalgaron hacia una pequeña elevación cubierta de árboles pardos; allí, dos de ellos se detuvieron, como les correspondía, un poco detrás del hombre de la brida tachonada de plata.

Durante algún tiempo escudriñaron la gran extensión que se abría a sus pies con mirada impaciente. Esta se desplegaba hasta el infinito; sólo unos cuantos espinos secos y desperdigados y la vaga insinuación de un árido barranco rompían la desolación de la hierba amarilla. Sus distancias purpúreas se desvanecían entre las azuladas faldas de las colinas más lejanas, que daban la impresión de ser verdes; y sobre éstas, invisiblemente sostenidas –de hecho parecían colgar del azul del cielo-, aparecían las cimas nevadas de las montañas, que se hacían más imponentes y escarpadas hacia el noroeste, donde se cerraba el valle.

Hacia el oeste, el valle se extendía bajo el cielo, hasta una oscuridad remota en la que comenzaban los bosques. Pero los tres hombres no miraron al este ni al oeste, sino fijamente a lo largo del valle.

El hombre delgado de la cicatriz en el labio fue el primero en hablar.

-No se les ve por ninguna parte -dijo, susurrando con decepción-. Pero, después de todo, llevaban un día entero de ventaja.

-No saben que vamos tras ellos -dijo el hombre pequeño del caballo blanco.

-Ella debe de saberlo -dijo el jefe con amargura, como si hablara consigo mismo.

-Incluso así, no pueden ir muy rápido. Sólo tienen una mula para cabalgar, y el pie de la chica ha estado sangrando todo el día.

El hombre de la brida tachonada de plata le lanzó una mirada breve e intensa, llena de rabia.

-¿Crees que no lo he visto? -dijo gruñendo.


-Eso nos conviene, de todas formas -susurró el hombre pequeño para sí.

El hombre delgado de la cicatriz en el labio observaba impasible.

-No pueden estar fuera del valle -dijo-. Si cabalgásemos rápido...

Lanzó una mirada hacia el caballo blanco y se calló.

-Malditos sean todos los caballos blancos -dijo el hombre de la brida de plata, y se volvió a examinar la bestia incluida en su maldición.

El hombre pequeño miró entre las tristes orejas de su montura.

domingo, 6 de marzo de 2016

Luz de otros días, Bob Shaw


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Abandonamos el pueblo, y enfilamos las empinadas cuestas de la carretera que conducían hacia el país del cristal lento.

Nunca había visto aquellos grandes caserones y, al primer momento, los encontré un poco insólitos... un efecto que acentuaban aún más mi imaginación y las circunstancias. La turbina del coche giraba suave y silenciosamente en el aire saturado de humedad, hasta tal punto que nos parecía estar siguiendo las curvas de la carretera en alas de una paz sobrenatural. A la derecha, la montaña se abría a un valle de pinos milenarios, de una increíble perfección; y por todas partes se erguían los cuadrados de cristal lento bebiendo ávidamente la luz. De tanto en tanto, un destello del sol en sus tendederos daba una ilusión de movimiento, pero en realidad aquellos parajes estaban desiertos. Las hileras de ventanas alineadas en el flanco de la montaña contemplaban desde hacía años el valle, y los hombres las limpiaban tan sólo por la noche, cuando la presencia humana no podía alterar en nada la sed de imágenes del cristal.

Era algo fascinante, pero ni Selina ni yo hablábamos de las ventanas. Creo que nos detestábamos hasta tal punto que nos negábamos a ensuciar cualquier cosa nueva que surgiera mezclándola con nuestros conflictos emocionales. Empezaba a comprender que aquella idea de unas vacaciones había sido una estupidez. Me había dicho que aquello pondría de nuevo las cosas en su lugar, pero naturalmente esto no evitaba que Selina siguiera estando embarazada y, lo que era peor, no impedía que se sintiera furiosa por el hecho de estar embarazada.

Para dar falsas razones a nuestra evidente contrariedad por aquel hecho habíamos hecho correr los comentarios habituales, es decir, que queríamos tener niños... sólo que más tarde, en su tiempo. El embarazo de Selina nos había costado su bien pagado empleo, al mismo tiempo que la nueva casa cuya compra estaba en tratos y cuyo precio superaba con mucho las posibilidades de los ingresos que me proporcionaba mi poesía. Pero el origen real de nuestras dificultades era que nos habíamos hallado de pronto enfrentados al hecho de que las gentes que quieren tener niños más tarde en realidad no quieren tenerlos en absoluto. Nuestros nervios se estremecían ante la inevitabilidad del hecho de que nosotros, que nos habíamos creído tan diferentes, habíamos caído también en la misma trampa biológica que cualquier otra criatura estúpida y fornicadora que hubiera existido nunca.

sábado, 5 de marzo de 2016

El ser más poderoso del mundo, cuento hindú


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Un mago de la India pasaba cierta hermosa tarde por la orilla del río Ganges, el gran río sagrado de los brahmanistas y budistas. De repente oyó fuerte aleteo sobre su cabeza y, movido por la curiosidad, alzó la mirada y vio un búho que llevaba un ratoncito en el pico.

El mago prorrumpió en grandes gritos y agitó los brazos para asustar al búho; éste dejó caer, en efecto, al ratoncito, que quedó en el suelo como muerto. El mago lo recogió, lo curó, y después, usando su poder mágico lo convirtió en una lindísima jovencita. La contempló con agrado y le habló de esta suerte:

-Vamos, mi linda niña, ¿a quién desearías como esposo? Dime tu pensamiento, pues mi poder es grande y no hay duda de que alcanzaré a satisfacer tus aspiraciones. La joven, que ya no se acordaba de su humilde estado anterior, exclamó:

-Quiero por marido al ser más poderoso del universo.

Esta respuesta no satisfizo mucho al mago, que era hombre sencillo y de apacibles sentimientos; pero como también era fiel a su palabra, se dispuso a cumplir los deseos de su ahijada.

-El sol -dijo-, es el ser más poderoso del universo. Es la luz del mundo y el calor de la vida. Será tu esposo.

Y volviéndose hacia el astro bienhechor, que en aquel momento resplandecía en medio de los cielos, le suplicó que aceptara la mano de la joven. Mas he aquí que el sol, que había escuchado toda la plática, respondió:

-Con gusto me casaría con la joven, pues es muy bonita, pero no soy el más poderoso. ¿Cómo puedo serlo, si una nube ligera puede eclipsarme y dejarme en la sombra?

Y pronto quedó probado, porque en aquel instante pasó una nube y oscureció al sol.

Entonces el mago pidió a la nube que se casara con su ahijada, pero la nube respondió:

-Con mucho gusto lo haría, pues es muy bonita; mas tampoco soy el ser más poderoso de mundo. El viento me arrastra y me lleva de un lado a otro, sin que yo pueda resistir a su voluntad.

Iba el mago a ofrecer al viento la mano de la muchacha, cuando observó que se estrellaba contra una poderosa montaña, rugiendo furiosamente, y no la movía ni una pulgada; por lo cual ofreció su ahijada a la montaña, recibiendo esta sorprendente respuesta:

-¿Dónde está mi poder? Sólo tengo resistencia inerte. Las tormentas se disipan en su golpe violento contra mí, pero soy incapaz de obrar; no puedo moverme; nada puedo hacer.

Aquel ratoncito que excavó su madriguera a mis pies es más fuerte que yo, puesto que no puedo impedirle que roa mis entrañas para hacer en ellas su vivienda.

El mago se maravilló del resultado de su búsqueda; pero luego comprendió que cada ser tiene una fuerza superior, que es la fuerza de su propia naturaleza. Entonces devolvió a la joven su condición natural, y como vio que era un ratoncito hembra, llamó al ratón que había labrado su casa en la montaña, para que ambos formaron un matrimonio feliz, que al fin y al cabo era lo que él deseaba.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Las hermanas, James Joyce


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No había esperanza esta vez: era la tercera embolia. Noche tras noche pasaba yo por la casa (eran las vacaciones) y estudiaba el alumbrado cuadro de la ventana: y noche tras noche lo veía iluminado del mismo modo débil y parejo. Si hubiera muerto, pensaba yo, vería el reflejo de las velas en las oscuras persianas, ya que sabía que se deben colocar dos cirios a la cabecera del muerto. A menudo él me decía: "No me queda mucho en este mundo", y yo pensaba que hablaba por hablar. Ahora supe que decía la verdad. Cada noche al levantar la vista y contemplar la ventana me repetía a mí mismo en voz baja la palabra parálisis. Siempre me sonaba extraña en los oídos, como la palabra gnomo en Euclides y la palabra simonía en el catecismo. Pero ahora me sonó a cosa mala y llena de pecado. Me dio miedo y, sin embargo, ansiaba observar de cerca su trabajo maligno.

El viejo Cotter estaba sentado junto al fuego, fumando, cuando bajé a cenar. Mientras mi tía me servía mi potaje, dijo él, como volviendo a una frase dicha antes:

-No, yo no diría que era exactamente... pero había en él algo raro... misterioso. Le voy a dar mi opinión.

Empezó a tirar de su pipa, sin duda ordenando sus opiniones en la cabeza. ¡Viejo estúpido y molesto! Cuando lo conocimos era más interesante, que hablaba de desmayos y gusanos; pero pronto me cansé de sus interminables cuentos sobre la destilería.

-Yo tengo mi teoría -dijo-. Creo que era uno de esos... casos... raros... Pero es difícil decir...

Sin exponer su teoría comenzó a chupar su pipa de nuevo. Mi tío vio cómo yo le clavaba la vista y me dijo:

-Bueno, creo que te apenará saber que se te fue el amigo.

-¿Quién? -dije.

-El padre Flynn.

-¿Se murió?

-El señor Cotter nos lo acaba de decir aquí. Pasaba por allí.

lunes, 29 de febrero de 2016

La culebra, cuento tradicional mexicano


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Todo el día en San Miguel Tejocote se oye el cocoroco de las gallinas, el coin coinc de los puercos y el jijay jijay de los asnos. Pero no siempre fue así. Antes, en San Miguel Tejocote las personas y los animales hablaban el mismo idioma. Creo que antes todos los días eran como una fiesta en donde todos hablaban a la vez.

¿No sería bueno dijo un niño a don Paciano que yo pudiera hablar con un chichiton (perro) o con mi mizton (gato), o hasta con los animales del bosque, el tochtli (conejo), o mazatl (venado) que todas las tardes baja a beber agua? ¿No sería bueno feo?

Sí, porque aprenderías mucho de ellos le dijo don Paciano. Cuando hablaban con los animales, los niños eran más listos que ahora. Entonces, por ejemplo, los niños no pedían dinero a cambio de alguna ayuda; no se ponían exigentes ni caprichudos. Coatl, la culebra, les enseño eso a las gentes.

¿La culebra?

Esa mera dijo don Paciano, y les voy a contar como estuvo la cosa. Sucedió que un campesino araba la tierra, cuando oyó que alguien gritaba desde la otra orilla de su milpa. ¡Auxilio! ¡Auxilioooooooooooo!, decía la voz con desesperación. Y allí va el campesino, muy compadecido, para ver qué pasaba. Y va viendo una culebra aplastada por un tronco caído.

Ayúdame, por favor dijo la culebra. Si nadie me saca de aquí moriré de hambre y de sed.

El hombre levanto el tronco y salió la culebra. Removió su largo cuerpo, se sacudió las astillas del tronco y dijo:

¡Ay, qué bueno, y ahora te voy a comer!

¡Como! Dijo el campesino. ¡Si acabo de salvarte la vida!

Mesmamente (ciertamente) por eso te voy a comer dijo la culebra, porque como dice el dicho: “El bien con el mal se paga”.

domingo, 28 de febrero de 2016

Carta a una señorita en París, Julio Cortázar


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Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.

Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.

Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.

Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.

sábado, 27 de febrero de 2016

El médico, Thomas Ligotti


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Otra fiesta, en esta ocasión muy apartada: una destartalada casa vieja al borde del bosque, y pinos de fondo que aguijoneaban la luna. Todo el mundo tenía un aspecto horrible, el peor que jamás hubiera visto, pero, de alguna manera, vestían con elegancia. Las mujeres, con rostros color de cera, llevaban largos vestidos con lar-gas mangas rematadas en guantes de satén; medias negras cubrían lo poco que podía ver de sus piernas; y el poco pelo que les quedaba lo usaban para ocultar, con patética precariedad, la amarillenta y sebosa piel de sus frentes, mandíbulas y mejillas. Un minucioso maquillaje de ojos les ayudaba enormemente. Por su parte, los hombres recurrían a gafas oscuras y grandes sombreros con amplias alas un tanto lacias. Al menos, la mayoría de los hombres iban así ataviados (¡en esta ocasión!); y cuánto deseé que los que no iban así cubiertos lo estuvieran. Todos sostenían copas de champán de delicados tallos de cristal y galaxias de burbujas, pero incluso un cristal tan exquisito parecía sobrecargar en exceso sus delgadas manos difíciles de controlar. Era de suponer que se derramaba bebida con frecuencia, aun-que, como siempre, se esforzaban por que las pérdidas de líquido fueran mínimas. Fui testigo de dos de estos contratiempos, que dejaron empapados los frontales de los caros vestidos de noche de las pobres víctimas, y estoy seguro de que hubo muchos más. Afortunadamente, el champán era un líquido incoloro (el doctor había mostrado gran consideración en este detalle), y sólo dejaba un manchón de humedad que se secaba pronto.

Decidí llevar gafas oscuras para variar, pero mi espesa cabellera peinada seguía distinguiéndome entre la multitud. El doctor me reconoció casi inmediatamente y me guió hacia un rincón tranquilo.

-Podrías haberte puesto también un sombrero, ¿sabes? -r te recriminó.

-Tú nunca llevas ni sombrero ni gafas -contesté-. Y siempre he querido preguntarte por qué te gusta llevar esa espesa barba. Debe de ser desesperante para todos los hombres en este salón, a excepción de mí mismo.

-Soy su médico. Aunque en ocasiones me detesten por ello, en corazones se alegran de que yo no sea como ellos. ¿Qué te parece fiesta?

Por alguna razón, no me apeteció entretenerme con las mentiras habituales.

domingo, 21 de febrero de 2016

Tripas, Chuck Palahniuk.


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Inhala.

Coge tanto aire como puedas.

Esta historia debería durar aproximadamente lo que puedas aguantar tu respiración, y entonces solo un poco mas. Así que escucha tan rápido como puedas.

Un amigo mío, cuando tenia trece años oyó hablar de “hacerse estacas”.

Es cuando un tío se mete un consolador por el culo. Se estimula la glándula de la próstata lo suficiente, y dicen que puedes tener orgasmos explosivos sin usar las manos. Con aquella edad, este amigo era un pequeño maníaco sexual. Siempre estaba investigando una nueva manera de soltar la carga. Salió a comprar una zanahoria y un poco de aceite de lubricar. Para hacer una pequeña exploración privada. Entonces se imagino lo que iba a parecer en la cola del cajero del supermercado, con la solitaria zanahoria y el aceite de lubricar rodando por la cinta transportadora de la caja registradora hacia el cajero. Todos los compradores esperando en la cola, mirando. Todo el mundo viendo la gran tarde que tenia planeada.

Así que mi amigo compro leche, huevos, azúcar, y una zanahoria. Todos los ingredientes necesarios para un pastel de zanahoria. Y vaselina.

Como si fuera a meterse un pastel de zanahoria por el culo.

En casa apretó la zanahoria con el soporte de una herramienta fijadora. La embadurno con grasa y la recubrió con su culo. Entonces nada. Ningún orgasmo.

Nada pasaba excepto que dolía.

Entonces, este chico, oyó como su mama le gritaba que era la hora de la cena.

Ella dijo que bajara, enseguida.

Se saco la zanahoria y oculto aquella cosa mugrienta y resbalosa con la ropa sucia bajo su cama.

Después de la cena, fue a buscar la zanahoria. Y ya no estaba. Toda la ropa sucia, mientras el cenaba, había sido recogida por la madre para hacer la colada. No había manera de que no hubiera encontrado la zanahoria, cuidadosamente ocultada con un cuchillo de untar de su cocina, aun apestosa y reluciente de jugos.

Este amigo mío estuvo meses esperando cubierto de nubes negras. Esperando a que los suyos se lo echaran en cara. Y nunca ocurrió. Nunca. Incluso ahora que ha crecido, aquella zanahoria invisible cuelga sobre cada cena de navidad, sobre cada fiesta de cumpleaños. En cada huevo de pascua que tiene con sus hijos, los nietos de sus padres, la zanahoria fantasma esta sobre ellos. Demasiado desagradable siquiera para mencionarlo.