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miércoles, 11 de noviembre de 2015
El lobo-hombre, Boris Vian
En el Bois des Fausses-Reposes, al pie de la costa de Picardía, vivía un muy agraciado lobo adulto de negro pelaje y grandes ojos rojos. Se llamaba Denis, y su distracción favorita consistía en contemplar cómo se ponían a todo gas los coches procedentes de Ville-d'Avray, para acometer la lustrosa pendiente sobre la que un aguacero extiende, de vez en cuando, el oliváceo reflejo de los árboles majestuosos. También le gustaba, en las tardes de estío, merodear por las espesuras para sorprender a los impacientes enamorados en su lucha con el enredo de las cintas elásticas que, desgraciadamente, complican en la actualidad lo esencial de la lencería. Consideraba con filosofía el resultado de tales afanes, en ocasiones coronados por el éxito, y, meneando la cabeza, se alejaba púdicamente cuando ocurría que una víctima complaciente era pasada, como suele decirse, por la piedra.
Descendiente de un antiguo linaje de lobos civilizados, Denis se alimentaba de hierba y de jacintos azules, dieta que reforzaba en otoño con algunos champiñones escogidos y, en invierno, muy a su pesar, con botellas de leche birladas al gran camión amarillo de la Central. La leche le producía náuseas, a causa de su sabor animal y, de noviembre a febrero, maldecía la inclemencia de una estación que le obligaba a estragarse de tal manera el estómago.
Denis vivía en buenas relaciones con sus vecinos, pues éstos, dada su discreción, ignoraban incluso que existiese. Moraba en una pequeña caverna excavada, muchos años atrás, por un desesperado buscador de oro, quien, castigado por la mala fortuna durante toda su vida, y convencido de no llegar a encontrar jamás el «cesto de las naranjas» (cito a Louis Boussenard), había decidido acabar sus días en clima templado sin dejar de practicar, empero, excavaciones tan infructuosas como maníacas. En dicha cueva Denis se acondicionó una confortable guarida que, con el paso del tiempo, adornó con ruedas, tuercas y otros recambios de automóvil recogidos por él mismo en la carretera, donde los accidentes eran el pan nuestro de cada día. Apasionado de la mecánica, disfrutaba contemplando sus trofeos, y soñaba con el taller de reparaciones que, sin lugar a dudas, habría de poner algún día. Cuatro bielas de aleación ligera sostenían la cubierta de maletero utilizada a manera de mesa; la cama la conformaban los asientos de cuero de un antiguo Amilcar que se enamoró, al pasar, de un opulento y robusto plátano; y sendos neumáticos constituían marcos lujosos para los retratos de unos progenitores siempre bien queridos. El conjunto armonizaba exquisitamente con los elementos más triviales reunidos, en otros tiempos, por el buscador.
Cierta apacible velada de agosto, Denis se daba con parsimonia su cotidiano paseo digestivo. La luna llena recortaba las hojas como encaje de sombras. Al quedar expuestos a la luz, los ojos de Denis cobraban los tenues reflejos rubíes del vino de Arbois. Aproximábase ya al roble que constituía el término ordinario de su andadura, cuando la fatalidad hizo cruzarse en su camino al Mago del Siam, cuyo verdadero nombre se escribía Etienne Pample, y a la diminuta Lisette Cachou, morena camarera del restaurante Groneil arrastrada por el mago con algún pretexto ingenioso a las Fausses-Reposes. Lisette estrenaba un corsé Obsesión último diseño, cuya destrucción acababa de costar seis horas al Mago del Siam, y era a tal circunstancia, a la que Denis debía agradecer tan tardío encuentro.
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lunes, 26 de octubre de 2015
Un corazón de oro, Boris Vian
1
Aulne caminaba pegado a la pared y cada cuatro pasos miraba hacia atrás con gesto receloso. Acababa de robar el corazón de oro del padre Mimile. Por supuesto, se había visto forzado a destripar un poco al pobre hombre, y, en particular, a hundirle el tórax a golpes de podadera. Pero, cuando hay de por medio un corazón de oro, no es cuestión de pararse en barras en cuanto a procedimientos.
Cuando hubo caminado trescientos metros, se quitó de manera ostentosa su gorra de ladrón y, tirándola a una alcantarilla, la reemplazó por el sombrero flexible de un hombre honrado. Su paso se hizo más seguro. Sin embargo, el corazón de oro del padre Mimile, todavía caliente, no cesaba de molestarle, porque seguía latiéndole desagradablemente en el bolsillo. Además, le hubiera gustado contemplarlo con tranquilidad, pues era un corazón que, con sólo verlo, ponía a cualquiera casi en la obligación de delinquir.
Ciento veinte brazas más adelante y aprovechando una alcantarilla de dimensiones superiores a las de la anterior, Aulne se desembarazó de la porra y de la podadera. Ambos instrumentos estaban recubiertos de cabellos pegados y de sangre, y como a Aulne le gustaba hacer las cosas cuidadosamente, seguro que también abundaban de huellas digitales. Sin embargo, conservó, sin tocarla la misma indumentaria, por completo salpicada de sangre pegajosa, pues, dado que a los viandantes no les suele caber en la cabeza que un asesino vista como todo el mundo, tampoco era cuestión de infringir el código del medio.
En la parada de taxis eligió uno bien vistoso y reconocible. Se trataba de un antiguo Bernazizi, modelo 1923, con asientos de imitación esterilla, trasero puntiagudo, conductor tuerto y parachoques de atrás medio caído. Los colores frambuesa y amarillo de la capota de satén rayado añadían al conjunto un toque inolvidable. Aulne pasó a su interior.
-¿Dónde le llevo, burgués? -preguntó el chófer, un ruso ucraniano a juzgar por su acento.
-Dé la vuelta a la manzana... -respondió Aulne.
-¿Cuántas veces?
-Todas las que sean necesarias hasta que la bofia nos eche el ojo encima.
-¡Ah, ah! -reflexionó el taxista de manera audible-. Bueno... bien... veamos... Como posiblemente me será difícil llegar a marchar con exceso de velocidad ¿qué le parece si circulo por la izquierda? ¿Eh?
-Correcto -aceptó Aulne.
Bajó a tope la capota y se sentó lo más estirado posible para que pudiera verse con facilidad la sangre que adornaba su indumentaria. Eso, combinado con el sombrero de hombre honrado que lucía, haría evidente a cualquiera que tenía algo que ocultar.
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