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viernes, 25 de diciembre de 2015
Retransmisión eterna, Eric Frank Russell
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Por la gran cinta de cemento de la pista venía rugiendo el Stutz Special de doble cilindrada de Sampson. Detrás, acortando gradualmente la distancia que los separaba, tronaba el «Bala de Plata», piloteado por Stanley Ferguson. Las exclamaciones de aliento de una multitud de aficionados eran ahogadas por los crecientes bramidos de los escapes que echaban llamas, mientras los dos punteros se lanzaban hacia el final de la recta. Los banderines se agitaban retrasados en las tribunas como juncos en los remolinos de una corriente tormentosa.
Ambos corredores eran locos por la velocidad, y como locos tomaron la curva final. En lo alto del codo se separaron sonoramente, Ferguson tratando de pasar con la trompa de su coche la cola del otro, Sampson empleando toda su fibra para impedir que lo pasara. Las ruedas, con veloces sombras por rayos, giraban vertiginosamente a un pie del borde del terraplén.
Entonces sucedió.
Una rueda salió fuera del borde, arañó desesperadamente en el vacío. La consiguiente frenada chirrió cuando se desprendieron de la pista las torturadas gomas. Una mano invisible aferró la cola del «Baja de Plata», y la levantó por el aire hasta que la larga y bruñida máquina cayó clavada de trompa. Durante un espantoso instante se mantuvo en esa posición, como si las dos toneladas desafiaran la fuerza de gravedad, y dio una voltereta. Se oyó un horrible estrépito.
Sobre el ataúd de metal los demonios del fuego no tardaron en erigir un obelisco de humo.
El siniestro director de orquesta ejecutó el Lamento para un corredor. Utilizó como tambores el ruido de pies que corrían, el jadeo de los cuerpos mientras se amontonaban y convergían por millares como hormigas que asediaran un panal roto. Pulsó las cuerdas de los corazones, arrancó a las mujeres hondos sollozos, que resonaron como horrible antífona a los murmullos de los hombres de rostros pálidos. Entonces golpeó el gong de la ambulancia de la pista, hizo sonar los estridentes silbatos de los policías, y dio rienda suelta a la emoción de la multitud.
Las llamas crepitaron, chisporrotearon y se extinguieron andante bajo el creciente silbido de los extinguidores químicos. La armonía del dolor halló su metrónomo en el chirrido de una filmadora de noticiero.
Sampson se abrió paso murmurando: «Ferguson, Ferguson», con su rostro pálido y desencajado. Nadie reparó en él; todos trataban de ver el coche accidentado.
Hombres uniformados tiraban con fuerza de la pira cubierta de espuma. El cuerpo aplastado fue extraído, colocado en una camilla, e introducido en la parte trasera de la ambulancia de la pista, como entra un cuarto de carne en un horno. Había sido Ferguson, pero era carne. Los cocineros estaban vestidos de blanco.
Casi tan amante de la sangre como del dinero, la multitud se estiraba en los estribos de los coches, se amontonaba torpemente en la puerta del horno, clamaba, abría la boca y se le caía baba.
viernes, 23 de octubre de 2015
Artefacto, Eric Frank Russell
Hacía mucho tiempo que el Bustler no estaba tan silencioso. Permanecía en el espaciopuerto de Sirio, los tubos fríos, el casco rayado por las partículas, con aspecto de un agotado corredor de fondo al final de la maratón. Existía una buena razón para ello: había regresado de un largo viaje no desprovisto de problemas.
Ahora, en el puerto, se había ganado un merecido descanso, al menos temporalmente. Paz, dulce paz. No más preocupaciones, no más crisis, no más sobresaltos, no más espantosos apuros como efectuar la caída libre al menos dos veces al día. Sólo paz.
¡Ja!
El capitán McNaught descansaba en su cabina, los pies sobre el escritorio, mientras disfrutaba al máximo su relajación. Los motores estaban apagados, su infernal golpeteo ausente por vez primera durante meses. Allí afuera, en la gran ciudad, cuatrocientos de sus tripulantes armaban escándalo bajo un brillante sol. Al atardecer, cuando el Primer Oficial Gregory regresara para hacerse cargo de la guardia, él saldría al fragante crepúsculo y daría una vuelta por la civilización de luces de neón.
Esto era lo bueno de permanecer en tierra largo tiempo. Los hombres podían relajarse, disminuir la tensión acumulada, cada cual según sus gustos. Sin deberes, sin preocupaciones, sin peligros, sin responsabilidades en el espaciopuerto. Un asilo de seguridad y confort para los cansados vagabundos.
De nuevo ¡ja!
Burman, el oficial de radio, entró en la cabina. Era uno de la media docena que quedaban de servicio, y su expresión era la de un hombre que puede pensar en veinte cosas mejores para hacer.
—Acabo de captar una retransmisión, señor.
Le entregó un papel y esperó a que el otro lo leyera, por si había respuesta.
Tomando la hoja, McNaught retiró los pies de encima del escritorio, se sentó erguido, y leyó el mensaje en voz alta:
—«Cuartel General de Tierra a Bustler, Permanezca en Siriopuerto y espere nuevas órdenes. Contralmirante Vane W. Cassidy llegará 17. Feldman. Comando Op. de Marina, Siriosec.»
Levantó la mirada, toda felicidad borrada de sus correosas facciones, y gruñó.
— ¿Algo va mal? —preguntó Burman, ligeramente alarmado.
McNaught señaló los tres delgados libros que había sobre el escritorio.
—El que está en medio. Página veinte.
Hojeándolo, Burman encontró un párrafo que decía: «Vane W. Cassidy, Contralm. Jefe Inspector de Naves y Almacenes».
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