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domingo, 27 de septiembre de 2015
La verdad sobre Pyecraft, H. G. Wells
Está sentado a unos diez metros de mí. Si miro por encima del hombro puedo verlo. Y si nuestras miradas se encuentran —lo que generalmente sucede— advierto en él una expresión…
Es más que nada una mirada implorante… y no obstante suspicaz.
¡Al diablo con su suspicacia! Si hubiera querido delatarlo, tendría que haberlo hecho hace rato. No, señor, no lo haré, y él debería tranquilizarse. Tanto como pueda estarlo algo tan gordo y grueso como él. ¿Quién me creería si yo hablara?
¡Pobre Pyecraft! ¡Enorme gelatina incómoda! El socio más gordo de cualquier club de Londres. Se sienta junto a una de las mesitas que hay en el amplio espacio que rodea la chimenea, y engulle. Pero, ¿qué es lo que engulle? Observo discretamente y le descubro mordiendo un bollo caliente con mantequilla, con sus ojos clavados en mí. ¡Maldito sea!, ¡sus ojos clavados en mí!
¡Eso resuelve el problema, Pyecraft! Puesto que quieres ser abyecto, puesto que quieres actuar como si yo no fuera un hombre de honor, voy a escribirlo todo, la pura verdad sobre Pyecraft, aquí mismo, frente a tus ojos embutidos. Pyecraft, el hombre al que ayudé, al que protegí, y que me lo agradeció transformando mi club en un lugar insoportable, absolutamente insoportable, con su súplica líquida. Con su perpetuo «no lo diga» en la mirada.
Además, ¿por qué está eternamente comiendo?
Pues bien, ¡aquí va la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad!
Pyecraft. Trabé relación con él en este mismo salón para fumadores Yo era un nuevo miembro, joven y nervioso, y él lo percibió. Yo estaba sentado, completamente solo, deseando poder conocer a otros miembros, cuando de pronto llegó él, una masa bamboleante de papada y abdomen, se acercó y, mascullando un saludo, se sentó en una silla cercana; jadeó unos instantes, raspó varias veces un fósforo y, tras encender un cigarro, se dirigió a mí. No recuerdo qué me dijo en-¡onces —algo acerca de las cerillas, que no encendían bien—, después se dedicó a detener a todos los camareros, uno por uno, y a comentarles lo de las cerillas con su voz fina y aflautada. Como fuera, comenzamos a conversar a propósito de algo por el estilo.
Habló sobre varias cosas hasta que se tocó el tema de los juegos De allí, derivó a mi figura y al color de su tez,
—Usted debe ser un buen jugador de críquet —dijo.
Admito que soy un individuo delgado, lo que algunos llamarían enjuto, y además mas bien moreno: no me avergüenzo de tener una bisabuela india, pero en cualquier caso no me entusiasma la idea de que un extraño la vea a ella reflejada en mí. De manera que, de entrada, me vi enfrentado a Pyecraft.
Pero hablaba de mí nada más que para llegar a hablar de él.
—Me imagino —dijo— que no hará usted más ejercicio que yo, y probablemente no comerá usted menos. (Como toda la gente excesivamente obesa, él imaginaba que no comía nada.) No obstante —y esbozó una sonrisa torcida—, somos distintos.
Y entonces comenzó a hablar de su gordura y su gordura; todo lo que hacía por su gordura y todo lo que haría por su gordura; lo que le habían aconsejado hacer por su gordura y lo que se había enterado que otros hacían por una gordura como la suya.
—A priori —dijo—, uno creería que un problema de nutrición podría resolverse con dietética y uno de asimilación, con medicamentos.
Era asfixiante. Un parloteo indigesto. De sólo oírlo me sentía hinchado.
En un club, de vez en cuando hay que tolerar este tipo de cosas, pero llegado un momento me pregunté si no estaba aguantando demasiado. Simpatizaba conmigo de un modo demasiado ostensible. Nunca podía entrar en-el salón de fumadores sin que se arrastrara hasta mí, y en ocasiones me asediaba, sin abandonar su glotonería, mientras yo almorzaba. A veces parecía estar como colgado de mí. Era un pesado, pero no tan temible como para limitarse a mí, y desde un principio advertí en él la convicción —como si supiera, como si penetrara en el hecho de que yo podía— de que yo representaba una ocasión remota, excepcional, que nadie más le ofrecía.
Era como si se estuviera diciendo: «Daría cualquier cosa por lograrlo, cualquier cosa», y me miraba atentamente detrás de sus vastas mejillas y su jadeo.
¡Pobre Pyecraft! Acababa de llamar al camarero, sin duda para pedir otro bollo con mantequilla.
Un día, por fin, abordó el tema,
—Nuestra farmacopea —dijo— no es ni por asomo la última palabra en la ciencia médica. Me han dicho que en Oriente…
Se detuvo y me observó. Era como estar en un acuario.
Logró enojarme casi de inmediato:
—Vamos a ver —le dije—, ¿quién le ha hablado a usted de las recetas de mi bisabuela?
—Bueno… —se defendió.
—Durante una semana, cada vez que nos hemos encontrado —y eso ha ocurrido con bastante frecuencia— usted ha hecho alguna alusión más o menos abierta a ese secretillo mío.
—Bueno —me contestó—, ahora que ya hemos levantado la liebre, pues sí, lo admito, así es. Lo supe por…
—¿Por Pattison?
—Indirectamente —dijo—, pero creo que mentía.
—Pattison —repliqué— se tragó esa tontería por su cuenta y riesgo.
Arqueó la boca y se inclinó levemente.
—Las recetas de mi bisabuela —expliqué— son raras para manejarlas. Mi padre casi me hizo prometer…
—¿No lo hizo?
—No. Pero me advirtió. Él mismo empleó una, en cierta ocasión.
—¡Ah!… ¿Pero usted cree…? Suponga… suponga que justamente era una que…
—Se trata de documentos curiosos —dije—. Hasta el olor que tienen. ¡No!
Pero llegado ese punto, Pyecraft estaba decidido a hacerme ir más lejos. Yo siempre abrigaba un cierto temor de que si abusaba de su paciencia se abalanzaría sobre mí de improviso y me ahogaría. Sé que fui débil.
Pero Pyecraft también me fastidiaba. Había llegado a sentir por él una sensación que me impulsaba a decir: «Bueno, ¡arriésgate!»
El asuntillo de Pattison, que he mencionado antes, era una cuestión completamente distinta. No viene al caso ahora, pero de todos modos yo sabía que la receta que empleé en esa ocasión era segura. Del resto no supe mucho más, y en general me inclinaba a dudar de que fueran completamente seguras.
Aun en el caso de que Pyecraft resultara envenenado…
Debo confesar que el envenenamiento de Pyecraft me impresionaba como una empresa grandiosa.
Aquella tarde cogí de mi caja de seguridad la curiosa cajita de sándalo, con su peculiar perfume, y desplegué las susurrantes hojitas de piel. El caballero que escribió las recetas para mi bisabuela era evidentemente aficionado a las pieles del más variado origen, y su letra era apretada en grado sumo. Algunas cosas me resultaban prácticamente ilegibles, pese a que mi familia, con sus asociaciones del Servicio Civil Indio, había mantenido el conocimiento del indostaní a través de generaciones; nada de lo escrito era cuestión de coser y cantar.
Pero al poco rato ya había encontrado la receta que buscaba, y me senté en el suelo para estudiarla con atención.
—Mire —le dije a Pyecraft al día siguiente, poniendo la hoja fuera de su alcance—.
Según puedo entender, ésta es la receta para perder peso. («¡Ah!», dijo Pyecraft.) No estoy completamente seguro, pero creo que es ésta. Y si le interesa mi consejo, olvídese del asunto. Porque, en fin, usted sabe… yo he mancillado mi estirpe por su causa, Pyecraft… Además, por lo que sé, mis ancestros eran unos tipos bastante raros, ¿me entiende?
—Déjeme probarlo —repuso Pyecraft.
Me recliné en mi sillón. Mi imaginación realizó un inmenso esfuerzo, pero por fin se rindió dentro de mí.
—Por Dios, Pyecraft, ¿cómo cree usted que quedará cuando adelgace?
Permaneció impermeable a todo razonamiento. Le hice prometer que pasara lo que pasara nunca más me diría una palabra de su repugnante gordura, y le entregué aquella hojita de piel.
—Es una porquería —dije.
—No importa —respondió él, y la cogió.
La miró con ojos desorbitados.
—Pero… pero… —exclamó. Acababa de descubrir que no estaba en inglés.
—Se la traduciré lo mejor que pueda —le dije.
Hice lo que pude. Después de eso no hablamos durante un par de semanas. Cada vez que se me acercaba, le rechazaba frunciendo el ceño, y él respetó nuestro pacto; pero al cabo de una semana seguía tan gordo como siempre. Entonces volvió de nuevo a dirigirme la palabra.
—He de hablar con usted —dijo—. Algo no va bien. Debe haber algún error. No hace usted justicia a su bisabuela.
—¿Dónde está la receta? La sacó con cuidado de la billetera.
Recorrí con la vista los ingredientes.
—¿El huevo estaba podrido? —pregunté.
—No. ¿Tenía que estarlo?
—Eso —repuse— se da por supuesto en todas las recetas de mi querida bisabuela. Cuando no se especifica la calidad o condición, debe elegir la peor. Ella era así, cosas drásticas o nada… Pero existen una o dos alternativas para algunos de los ingredientes. ¿Tiene veneno fresco de crótalo?
—Conseguí el crótalo de Jamrach. Me costó… me costó…
—En cualquier caso eso es asunto suyo. En cuanto a esto último…
—Conozco a un hombre que…
—Sí. Ya lo sé. Bien, le pondré por escrito las alternativas. Por lo que conozco del idioma, la receta tiene unas faltas de ortografía atroces. Entre paréntesis, este perro que dice aquí probablemente deberá ser un perro pana.
Durante el mes siguiente vi a Pyecraft constantemente en el club, tan gordo y ansioso como siempre. Mantuvo el trato, pero a veces transgredía el espíritu de éste golpeándose la cabeza con un gesto de desaliento. Hasta que un día, en el guardarropa, me dijo:
—Su bisabuela…
—Ni una palabra contra ella —me apresuré a replicar.
Imaginé que había desistido, y le vi con tres nuevos miembros del club, un día, hablándoles de su gordura como si buscara nuevas recetas. Fue por aquel entonces, inesperadamente, cuando me llegó su telegrama.
—¡Señor Formalyn! —vociferó un mensajero en mis narices; cogí el telegrama y lo abrí inmediatamente: “Venga, por lo que más quiera. — Pyecraft.”
—Mm —me dije, y sinceramente me sentía tan satisfecho con la rehabilitación de mi bisabuela que esto parecía anunciar, que lo celebré con un excelente almuerzo.
El portero me facilitó la dirección de Pyecraft. Vivía en los altos de una casa en Bloomsbury, y en cuanto terminé mi café y mi Chartreuse me dirigí hacia allí. No esperé a terminar el cigarro.
—¿Señor Pyecraft? —llamé, ante la puerta de entrada.
Me dijeron que creían que estaba enfermo; no había salido durante dos días.
—Él me espera —aclaré, y me hicieron pasar arriba.
Toqué el timbre junto a la puerta de celosía, sobre el rellano.
De todos modos no tendría que haberlo intentado —pensé—, un hombre que come como un cerdo debe parecer un cerdo.
Me hizo pasar una mujer de aspecto respetable, de expresión ansiosa y con una cofia colocada con descuido.
Cuando le dije mi nombre abrió la puerta con una expresión de duda.
—Usted dirá —interrogué, ya en la parte del rellano perteneciente a Pyecraft.
—Me ha dicho que le hiciera pasar si venía —dijo, y se quedó mirándome, sin indicarme dónde. Y añadió, en tono confidencial—; Está encerrado, señor.
—¿Encerrado?
—Se encerró ayer por la mañana y no ha dejado entrar a nadie, señor. Maldice una y otra vez, ¡Dios mío!
Miré hacia la puerta que ella había indicado con la mirada.
—¿Es allí?—pregunté.
—Sí, señor.
—¿Qué le ocurre?
Se llevó la mano a la frente con tristeza.
—No deja de pedir comida, señor, comida pesada. Le traigo lo que puedo. Carne de cerdo, morcilla, salchichas, cosas así. Se lo dejo junto a la puerta y me marcho. Es tremendo lo que come, señor.
Un grito aflautado salió de la habitación:
—¿Formalyn?
—¿Es usted, Pyecraft? —grité, golpeando la puerta.
—Dígale a ella que se vaya.
Así lo hice. Oí un extraño correteo y como si alguien tanteara el picaporte en la oscuridad, y en seguida los característicos gruñidos de Pyecraft.
—Está bien —dije—, ya se ha ido.
Pero la puerta permaneció cerrada un largo tiempo. Oí girar la llave. Y luego la voz de Pyecraft:
—Pase.
Giré el picaporte y abrí la puerta. Naturalmente, esperaba encontrar a Pyecraft.
Pues bien, ¡no estaba allí!
En mi vida he sufrido una impresión como aquélla, La sala estaba sucia y desordenada, con fuentes de comida y platos entre los libros y papeles, varias sillas caídas, pero Pyecraft…
—Vamos, hombre, cierre la puerta —dijo, y entonces le vi.
Estaba subido a la cornisa del rincón próximo a la puerta, como si le hubieran pegado al techo. Su rostro mostraba ansiedad y enojo. Jadeaba y gesticulaba.
—Cierre la puerta —-dijo—, si esa mujer se llega a enterar…
Cerré la puerta y le miré, manteniéndome a cierta distancia.
—Si algo cede y usted se cae, Pyecraft, se romperá la nuca —le advertí.
—Ojalá pudiera —suspiró.
—Un hombre de su edad y de su peso haciendo semejantes cabriolas…
—Cállese —agonizó—. Su maldita bisabuela…
—Cuidado —le previne.
—Ahora le contaré —gesticuló.
—¿Cómo demonios ha subido usted ahí arriba? —dije.
De repente me di cuenta de que no se había subido a nada, que estaba flotando como un globo de gas. Comenzó a luchar trabajosamente para apartarse del techo ayudándose con la pared, en dirección a mí. Cuando lo logró, dijo jadeando:
—Es esa receta. Su bisab…
—¡No! —grité.
Descuidadamente, mientras hablaba, se aferró a una moldura, ésta cedió y se vio arrojado nuevamente al techo, mientras la pintura caía sobre el sofá. Rebotó en el cielo raso y entonces entendí por qué las curvas más salientes de su cuerpo se encontraban completamente blancas. Volvió a intentar el descenso con más cuidado, cogiéndose de la chimenea.
Era un espectáculo de lo mas extraordinario, aquel hombre inmenso, gordo, apoplético, tratando de bajar del techo al suelo.
—Esa receta —dijo—. Demasiado eficaz.
—¿Cómo?
—Una pérdida de peso casi completa.
Y entonces, claro, comprendí.
—¡Por Dios, Pyecraft —exclamé—, lo que usted quería era curarse la gordura! Pero usted siempre habló de peso. Siempre lo llamaba peso…
En cierto modo yo estaba encantado. En ese momento Pyecraft casi me gustaba.
—¡Déjeme que le ayude! —añadí, y tomándole de la mano le hice bajar. Tropezando, trató de hacer pie en algún sitio. Era como llevar un gallardete en un día de viento.
—Esa mesa —dijo— es de caoba maciza y muy pesada. Si usted lograra ponerme debajo…
Lo hice, y comenzó a moverse como un globo cautivo, mientras yo le hablaba de pie delante de la chimenea. Encendí un cigarro.
—Dígame, ¿qué pasó? —le pregunté.
—La tomé —respondió.
—¿Qué sabor tenía?
—¡Oh, espantoso!
Debí imaginar que todas esas pócimas sabrían igual. Ya sea que uno considere los ingredientes, la composición probable, o los resultados, casi todos los remedios de mi bisabuela me parecen cuando menos extraordinariamente poco atrayentes. Por mi parte…
—Primero tomé un sorbito.
-¿Sí?
—Y como al cabo de una hora me sentía mejor y como más ligero, decidí bebérmela de un trago.
—¡Mi querido Pyecraft!
—Me tapé la nariz —siguió explicando—. Comencé a sentirme cada vez más y más liviano… e impotente, claro.
De pronto cedió a un estallido emocional:
—Por el amor de Dios, ¿qué debo hacer?
—Lo más evidente —dije— es lo que no debe hacer. Si usted sale afuera, se elevará indefinidamente.
Alcé mi brazo en forma ondulante.
—Tendrían que llamar a Santos Dumont para que le fuera a rescatar.
—Supongo que el efecto se desvanecerá, ¿no?
Me llevé la mano a la frente.
—No creo que pueda contar con eso —le dije.
Entonces, en otro acceso de desesperación, empezó a dar puntapiés a las sillas cercanas y a golpear contra el piso. Actuaba exactamente como yo esperaba que lo hiciera un hombre obeso, enorme, desmedido, frente a tales circunstancias, es decir, muy mal. Se refirió a mí y a mi bisabuela con una absoluta falta de discreción.
—Yo nunca le pedí que tomara la pócima —dije.
Y soslayando generosamente los insultos que me prodigaba, me senté en su sillón y comencé a hablarle de un modo comedido y amistoso.
Le señalé cómo él mismo se había ocasionado el problema, y que en ello había algo de poética justicia. Había comido demasiado. Él lo negó, y estuvimos discutiendo el asunto durante un rato.
Se puso ruidoso y violento, de manera que desistí de continuar con este punto de la lección.
—Además —le dije—, usted cometió un pecado de eufemismo. Nunca lo llamó Gordura, lo cual es justo y vergonzoso, sino Peso. Usted…
Me interrumpió para decirme que reconocía todo eso. Pero, ¿qué debía hacer ahora?
Le aconsejé que se adaptara a la nueva situación. Y así llegamos al punto realmente importante de la cuestión. Le sugerí que no le resultaría difícil aprender a caminar por el techo, con las manos…
—No puedo dormir —objetó.
Pero eso no era una gran dificultad. Era bastante posible, afirmé, acomodarle bajo un somier metálico, asegurar todo con cintas, y sostener la almohada, sábanas y mantas con botones laterales. Le hice ver que tendría que confiar en su ama de llaves, y tras algunas protestas acabó por aceptar. (Resultó encantador, más tarde, ver de qué manera tan hermosa y natural aquella buena mujer tomó todos estos asombrosos recados.) Se le podría dejar la comida en el estante superior de la biblioteca. Pensamos también en un ingenioso sistema por el cual podría llegar al piso cuando quisiera: consistía simplemente en colocar la Enciclopedia Británica (décima edición) sobre las estanterías superiores. Cogiendo un par de volúmenes, podría llegar al suelo de inmediato. Coincidimos asimismo en dejar pesas de hierro junto a los zócalos, de manera que, asido a ellas, pudiera desplazarse por la zona mas baja de la habitación.
A medida que avanzábamos en los planes, yo me encontraba más y mas interesado. Yo mismo llamé al ama de llaves y le di las instrucciones necesarias, y fui yo sobre todo quien fijó la cama invertida. De hecho, pasé dos días enteros en su casa. Soy un individuo hábil con un destornillador en la mano, y realicé toda clase de ingeniosas adaptaciones: alargué un cable para que pudiera tocar la campanilla, puse del revés todas las luces, y así sucesivamente. Todo este asunto me resultaba extremadamente curioso e interesante, y me encantaba pensar en Pyecraft como un inmenso y gordo moscardón, trepando por el techo y cruzando a gatas los dinteles de las puertas de un cuarto a otro, sin volver al club nunca, nunca más…
Pero entonces mi fatal ingenio me jugó una mala pasada. Yo me hallaba junto a la chimenea, bebiendo su whisky, y él en su rincón favorito, junto a la comisa, claveteando una alfombra turca en el cielo raso, cuando me sobrevino una ocurrencia.
—¡Por Dios, Pyecraft! —exclamé—, todo esto es completamente innecesario.
Y sin calcular las consecuencias de mi descubrimiento, le revelé mi idea.
—Ropa interior de plomo —dije. El daño estaba hecho.
Pyecraft recibió la revelación casi entre lágrimas.
—Todo en su sitio nuevamente… —dijo.
Le participé todo el secreto antes de caer en la cuenta de hasta dónde me llevaría.
—Compre láminas de plomo —le dije—, estámpelas en discos. Córtelas sobre el patrón de su ropa hasta tener una cantidad suficiente. Póngase unos zapatos con suela de plomo y lleve una bolsa de plomo macizo, ¡eso será suficiente! En lugar de permanecer aquí como un prisionero, puede volver al extranjero, ¡Pyecraft! Puede viajar…
Se me ocurrió otra idea aún mas afortunada.
—Jamás tendrá que temer un naufragio. En tal caso le bastaría con deshacerse de alguna de sus ropas, conservando en la mano la cantidad necesaria de equipaje, y quedaría flotando en el aire…
En su emoción, dejó caer, a dos dedos de mi cabeza, el martillo con que había estado fijando la alfombra.
—¡Cielos! —exclamó—, podré volver al club.
Me quedé helado.
—¡Cielos! —repetí débilmente—. Sí, por supuesto que podrá.
Lo hizo. Lo hace. Está sentado a mis espaldas engullendo ya su tercer bollo con mantequilla. Nadie en el mundo sabe —salvo su ama de llaves y yo— que no pesa prácticamente nada, que es una simple masa molesta de materia asimilante, puras nubes vestidas, mente, nefas, y el más insignificante de los hombres. Allí está sentado, mirándome hasta que yo haya terminado de escribir esto. Luego, si puede, me acechará. Se acercará sinuosamente…
Me lo volverá a contar todo de nuevo, cómo se siente, cómo no se siente, cómo confía a veces en que se le esté pasando un poquito. Y siempre, en algún momento de aquel discurso gordo y abundante, me diga:
—Es un secreto, ¿eh? Si alguien se enterara me daría tanta vergüenza… A cualquiera lo haría quedar como un tonto, ¿entiende? Arrastrarse contra el cielo raso y todo eso…
Y ahora, a esquivar a Pyecraft, que ocupa justamente una posición estratégicamente admirable entre la puerta y yo.
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