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lunes, 4 de abril de 2016
Metástasis, Dan Simmons
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El día en que Louis Steig recibió una llamada de su hermana diciéndole que su madre había sufrido un ataque y había sido ingresada en un hospital de Denver y que le habían diagnosticado un cáncer se metió en su Camaro, partió para Denver a toda velocidad, pasó sobre una mancha de hielo negro en el Boulder Turnpike, consiguió que su coche diera siete vueltas de campana y acabó en coma con el cráneo fracturado y una severa conmoción cerebral. Estuvo nueve días inconsciente. Cuando despertó le dijeron que una minúscula astilla de hueso había penetrado en el lóbulo frontal izquierdo de su cerebro. Estuvo hospitalizado durante dieciocho días más —ni tan siquiera en el mismo hospital que su madre—, y cuando salió de allí tenía un dolor de cabeza peor del que nunca habría creído posible, la visión algo borrosa, una advertencia de los doctores según la que había una considerable posibilidad de que su cerebro hubiera sufrido algún daño permanente y noticias de su hermana según las que su madre sufría de un cáncer terminal que se encontraba en sus últimas etapas.
Lo peor aún no había empezado.
Pasaron tres días más antes de que Louis pudiera visitar a su madre. Seguía teniendo dolores de cabeza y continuaba viendo las cosas algo borrosas —corno si estuviera contemplando un programa en un aparato de televisión con el canal mal sintonizado—, pero los episodios de dolor insoportable y vómitos incontrolables ya habían quedado atrás. Su hermana Lee se encargó de conducir y Debbie, su prometida, recorrió con él los treinta kilómetros de trayecto que había desde Boulder hasta el Hospital General de Denver.
—Se pasa casi todo el tiempo dormida a causa de las drogas —dijo Lee—. Le dan muchos sedantes. Probablemente no te reconocerá ni aun suponiendo que esté despierta.
—Comprendo —dijo Louis.
—Los médicos dicen que debió notar el bulto y comprender lo que significaba ese dolor desde hace por lo menos un año. Si hubiera… incluso entonces habría perdido un pecho y muy probablemente los dos, pero quizá hubiesen podido... —Lee tragó una honda bocanada de aire —Estuve con ella toda la mañana. No…, no puedo volver ahí dentro, Louis sencillamente no puedo. Espero que lo entiendas.
—Sí —dijo Louis.
—¿Quieres que entre contigo? —le preguntó Debbie.
—No —dijo Louis.
Louis se pasó casi una hora sentado con la mano de su madre entre las suyas. Tenía la impresión de que la mujer dormida del lecho era una desconocida. Veía las cosas un poco desenfocadas, pero aun así se daba cuenta de que parecía veinte años más vieja que la persona que había conocido; tenía la piel de un color gris ceniza, las manos estaban cubiertas de los moretones causados por las agujas, se le marcaban mucho las venas, los brazos apenas si tenían tono muscular y el cuerpo que había bajo el camisón del hospital parecía haberse encogido hasta adoptar una forma cóncava. Un olor desagradable flotaba a su alrededor. Louis se quedó treinta minutos más del límite permitido a las visitas y se marchó sólo cuando sus dolores de cabeza amenazaron con empeorar hasta la máxima intensidad. Su madre seguía dormida. Louis le dio un suave apretón a la áspera piel de su mano, la besó en la frente y se puso de pie para marcharse.
Ya casi había salido de la habitación cuando sus ojos se posaron en el espejo y captaron un movimiento. Su madre seguía dormida, pero había alguien sentado en la silla de donde Louis se había levantado unos segundos antes. Louis giró sobre sí mismo.
La silla estaba vacía.
El dolor de cabeza de Louis aumentó de potencia como si alguien le hubiera atravesado el ojo izquierdo con un alambre al rojo vivo. Se volvió hacia el espejo, moviendo la cabeza muy despacio para que el dolor y la sensación de vértigo no se hicieran todavía más fuertes. La imagen que vio en el espejo era lo más claro que sus ojos habían captado en varios días.
Había algo sentado en la silla de la que acababa de levantarse.
Louis parpadeó y dio unos pasos hacia el espejo de la pared, entrecerrando los ojos para ver más claramente la imagen. La figura de la silla tenía una cierta cualidad neblinosa, como si fuera algo difuso que se recortaba contra un telón de fondo más nítido, pero negar su solidez y su existencia resultaba totalmente imposible. Al principio Louis pensó que se trataba de un niño —era una silueta pequeña y frágil que tendría el tamaño de un niño de diez años mal alimentado—, pero cuando se acercó un poco más al espejo y forzó los ojos para ver con más claridad entre la calina de su dolor de cabeza toda idea de que aquello fuera un niño huyó de su mente.
La silueta que se inclinaba sobre su madre tenía una gran cabeza afeitada sostenida por un cuello muy delgado que se unía a un cuerpo todavía más flaco. Tenía la piel blanca pero no con el blanco de la carne sino con el blanco de una hoja de papel o el vientre de un pescado..., y los brazos no eran más que piel y tendones pegados a unos huesos muy largos. Las manos eran enormes y muy pálidas, con unos dedos que debían medir más de veinte centímetros, y Louis vio cómo apartaban las sábanas que cubrían a su madre y se quedaban inmóviles sobre ella. Entrecerró un poco más los ojos para ver mejor y se dio cuenta de que la cabeza de aquella figura no estaba afeitada, sino que carecía de pelo —podía ver las venas que había bajo la piel translúcida—, y el cráneo era mucho más grande de lo normal, con una estructura claramente braquicefálica, y tan desproporcionado en relación al cuerpo que verlo hizo que pensara en fotos de fetos y embriones. Y, como en respuesta a su pensamiento, la cabeza de la criatura empezó a oscilar dando la impresión de que aquel largo y flaco cuello ya no podía seguir sosteniendo su peso. Louis pensó en una serpiente a punto de caer sobre su presa.
Louis descubrió que no podía apartar los ojos de aquella imagen hecha de carne pálida, huesos afilados y sombras de color morado. Pensó en prisioneros de los campos de concentración caminando con paso cansino junto a las alambradas o en cadáveres muertos hacía una semana que ascendían a la superficie como si fueran criaturas hinchables hechas de goma blanca medio podrida. Esto era peor.
No tenía oídos. Un agujero de contornos irregulares con zonas de carne enrojecida se abría directamente en aquel cráneo deforme. Los ojos eran dos heridas violáceas, unas cuencas muy profundas de un color negro azulado en las que algún bromista había insertado dos canicas amarillentas. No tenía párpados. Estaba claro que aquellos ojos no podían ver nada, pues se encontraban cubiertos por unas cataratas amarillas tan gruesas que Louis pudo distinguir las capas de mucosidad estriada que las formaban, pero aun así no paraban de moverse velozmente de un lado para otro con la cautelosa mirada de un depredador al acecho, y la gran cabeza seguía acercándose a la silueta dormida de su madre. Louis se dio cuenta de que la criatura poseía alguna extraña especie de visión particular distinta a la de los seres humanos.
Louis giró sobre sí mismo, abrió la boca para gritar, dio dos pasos hacia la cama y la silla repentinamente vacía, se detuvo con los puños apretados, la boca todavía tensada por su grito silencioso y acabó volviéndose nuevamente hacia el espejo.
La criatura no tenía boca ni labios, pero los huesos de las mejillas y la mandíbula parecían fluir hacia adelante bajo aquella nariz larga y flaca hasta formar un embudo de carne blanca, un hocico alargado hecho de músculos y cartílagos que terminaba en un círculo perfecto que palpitaba levemente a medida que los músculos del esfínter situado alrededor del borde interno se expandían y se contraían en una ondulación de carne rosada con el aliento o el pulso de la criatura. Louis se tambaleó y tuvo que agarrarse al respaldo de una silla vacía. Cerró los ojos, sintiendo la debilidad causada por las oleadas del dolor de cabeza y un repentino ataque de náuseas. Estaba seguro de que no podía haber nada más obsceno que lo que acababa de ver.
Louis abrió los ojos y comprendió que estaba equivocado.
La criatura había apartado la delgada manta y la sábana que cubrían a la madre de Louis, moviéndose con tanta lentitud y delicadeza que sus gestos casi parecían estar cargados de una extraña ternura. Inclinó su deforme cabeza sobre el pecho de su madre hasta que el orificio de aquella obscena probóscide quedó a unos centímetros de las descoloridas flores azules estampadas en su camisón del hospital. Algo apareció en aquel agujero ribeteado de carne, algo de un color gris verdoso, húmedo y segmentado. Unas pequeñas antenas carnosas examinaron el aire. La gran cabeza blanca se inclinó un poco más, los cartílagos y los músculos se contrajeron y una babosa que medía doce centímetros de largo emergió lentamente del agujero, retorciéndose levemente mientras colgaba suspendida sobre la madre de Louis.
Louis echó la cabeza hacia atrás lanzando un grito que finalmente pudo ser oído. Intentó darse la vuelta, intentó apartar las manos del respaldo de aquella silla vacía a la que parecían haberse quedado pegadas, intentó no mirar hacia el espejo... Y no lo consiguió.
Bajo las antenas parecidas a pólipos había un rostro que era todo boca, el orificio de alimentación de algún parásito nacido en las profundidades del mar. El húmedo cuerpo de la babosa cayó suavemente sobre el pecho de su madre y el orificio se estremeció: la babosa se enroscó sobre sí misma, se retorció y empezó a ocultarse de la luz..., dentro del cuerpo de su madre. La criatura no dejó ningún rastro, ninguna huella, ni tan siquiera hizo un agujero en el camisón del hospital. Louis pudo ver una casi imperceptible ondulación de la carne y la babosa desapareció bajo la pálida carne del pecho de su madre.
La blanca cabeza de la cosa que parecía un niño se alzó, los ojos amarillos contemplaron a Louis desde el espejo y el rostro volvió a inclinarse sobre la carne de su madre. Una segunda babosa brotó del orificio, se desprendió y se ocultó en el cuerpo dormido. Y una tercera.
Louis volvió a gritar, descubrió que había logrado liberarse de la parálisis y se dio la vuelta. Corrió hacia la cama y la silla aparentemente vacía y empezó a dar manotazos en el aire. Mandó la silla de una patada a la otra esquina del cuarto, arrancó las ropas de la cama y el camisón que cubría a su madre.
Dos enfermeras y un celador entraron corriendo al oír los gritos de Louis. irrumpieron en la habitación y le encontraron agazapado sobre el cuerpo desmido de su madre, clavando las uñas en aquel pecho marchito y lleno de cicatrices del que los cirujanos habían extirpado los dos senos. Tras un instante de inmovilidad, causada por la sorpresa, una enfermera y el celador se encargaron de sujetar a Louis mientras la otra enfermera llenaba una jeringuilla con un tranquilizante de gran potencia. Pero antes de que pudiera administrárselo Louis se volvió hacia el espejo, señaló un punto del vacío situado al otro lado de la cama, lanzó un último grito y se desmayó.
—Es perfectamente natural —le dijo Lee al día siguiente después de su segundo viaje a la clínica Boulder—. Es una reacción muy comprensible.
—Sí —dijo Louis. Estaba de pie, vestido con su pijama, y observaba cómo su hermana ponía bien el embozo de la sábana.
—El doctor Kirby dice que las lesiones en esa parte del cerebro pueden causar reacciones emocionales muy extrañas —dijo Debbie, que estaba junto a la ventana—. Es algo parecido a lo que le ocurrió a... ¿Cómo se llamaba? El secretario de prensa de Reagan, ese al que le dispararon hace unos años... Pero, naturalmente, es algo temporal.
—Sí —dijo Louis, apoyando la cabeza en el montón de almohadas. Había un espejo colgado en la pared de enfrente. Sus ojos nunca se apartaban de él.
—Mamá estuvo despierta un rato esta mañana —dijo Lee—. Realmente despierta. Le dije que habías ido a verla. No… no recuerda tu visita, claro está. Quiere verte.
—Quizá mañana —dijo Louis.
El espejo mostraba sus tres imágenes invertidas y nada más. La luz del sol caía sobre la cabellera pelirroja de Debbie y el brazo de Lee formando una banda de color amarillo. Las fundas de las almohadas que había bajo la cabeza de Louis estaban muy blancas.
—Mañana, sí —dijo Lee—. O pasado mañana, no importa. Ahora necesitas tomarte la medicación que te recetó el doctor Kirby y dormir un poco. Ya visitaremos a mamá en cuanto te sientas un poquito mejor.
—Mañana —dijo Louis, y cerró los ojos.
Pasó seis días en cama, levantándose sólo para ir al cuarto de baño o para cambiar el canal de su televisión portátil. Los dolores de cabeza eran continuos pero soportables. No vio nada extraño en el espejo. El séptimo día se levantó a las diez de la mañana, se duchó sin prisas, se puso sus pantalones color pelo de camello, una camisa blanca y una chaqueta azul y estaba preparándose para decirle a Lee que ya estaba listo para ir al hospital cuando su hermana entró en la habitación con los ojos enrojecidos.
—Acaban de llamar —le dijo—. Mamá murió hace unos veinte minutos
El salón de pompas fúnebres se encontraba a dos manzanas de donde había vivido su madre, la casa donde creció Louis después de que abandonaran Des Moines cuando sólo tenía diez años: la zona quedaba al este de Capitol Hill, donde las viejas casas de ladrillo estaban convirtiéndose en edificios de alquiler medio ruinosos y las pandillas callejeras de jóvenes chicanos se habían apoderado de la noche.
Todo se había hecho tal y como su madre deseaba: esa tarde habría una «visita» para que sus amistades de Denver pudieran presentarle sus últimos respetos antes de que el ataúd fuera enviado por avión a Des Moines el día siguiente. La misa se celebraría en Santa María y el entierro tendría lugar en el pequeño cementerio de la ciudad donde estaba enterrado el padre de Louis. Louis pensaba que dejar abierto el ataúd era un acto de barbarie arcaica. Se mantuvo tan alejado de él como le fue posible, saludando a la gente en la puerta y captando fugaces vislumbres de la nariz de su madre, sus manos cruzadas sobre el pecho o sus mejillas cubiertas de colorete.
La ordalía duró dos horas y al acto asistieron unas sesenta personas, casi todas con más de setenta años cumplidos —la edad de su madre—, gente vecina a la que no había visto desde hacía quince años o nuevas amistades que había hecho en el bingo o en el centro de ciudadanos de la tercera edad. Varios amigos de Louis que vivían en Boulder acudieron también, y entre ellos había dos miembros de su Club de Montañismo de Colorado y dos colegas del departamento de física de la universidad. Debbie no se apartó de él ni un segundo, observando su rostro pálido y sudoroso y dándole algún que otro apretón de manos cuando se daba cuenta de que sufría un nuevo ataque de dolor de cabeza.
El período de la visita ya casi había terminado cuando de repente Louis sintió que no podía aguantar más.
—¿Tienes un compacto? —le preguntó a Debbie.
—¿Un qué?
—Un compacto —dijo él—. Ya sabes, uno de esos estuchitos de maquillaje con un espejo.
Debbie meneó la cabeza.
—Louis, ¿me has visto alguna vez usar semejante cosa? —Hurgó en su bolso—. Espera un momento. Tengo este espejito de mano que utilizo para comprobar mi...
—Dámelo —dijo Louis. Alzó el pequeño rectángulo con su dorso de plástico y se volvió hacia el umbral para poder ver mejor lo que ocurría a su espalda.
En la sala ya sólo quedaban una docena de afligidos que hablaban en susurros entre las luces tenues y el silencio impregnado por el perfume de las flores. Alguien que estaba en el pasillo situado más allá de la puerta se rió y enseguida bajó la voz. Lee estaba junto al ataúd hablando muy bajito con la vieja señora Narmoth, que vivía al otro lado del callejón: su vestido negro parecía engullir la luz.
En la habitación había unas veinte o treinta figuritas que iban y venían como sombras descoloridas por entre las hileras de sillas plegables y los trajes oscuros de los afligidos. Se movían con una cuidadosa lentitud, como si tuvieran que mantener el equilibrio de sus inmensas cabe-zas en una danza muy delicada. Cada silueta, del tamaño aproximado de un niño, esperaba que le llegara el turno de acercarse al ataúd y entonces iba hacia él: la pálida carne de su cuerpo y su calva cabeza emitían un leve resplandor verde grisáceo que creaba su propia penumbra. Cada criatura se quedaba unos segundos inmóvil junto al ataúd y bajaba la cabeza muy despacio, en una actitud casi reverente.
Louis tragó aire con un jadeo ahogado. Su mano temblaba con tal violencia que la imagen del espejo perdió nitidez y pareció vibrar. Recordó las filas de celebrantes en su Primera Comunión... y los animales que hacen cola para llegar al depósito donde les han puesto la comida.
—Louis, ¿qué pasa? —le preguntó Debbie.
Louis apartó la mano con que intentaba tocarle, se dio la vuelta y corrió hacia el ataúd abriéndose paso por entre los afligidos. Se preguntó si estaría pasando a través de aquellas cosas blancas y sintió un nudo helado en el estómago.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Lee, con el rostro convertido en una máscara de preocupación, y le cogió del brazo.
Louis se soltó de un tirón y miró dentro del ataúd. Sólo la parte superior de la tapa estaba levantada. Su madre yacía dentro de él con su mejor vestido azul: el maquillaje parecía haberle devuelto un poco de sustancia a su rostro enflaquecido y tenía su viejo rosario entre los dedos. La tela de seda acolchada que había bajo ella era de color beige y parecía muy suave. Louis alzó el espejo. Después su única reacción fue levantar muy lentamente su mano izquierda y agarrarse con mucha fuerza a la madera del ataúd, como si fuera la barandilla de un barco que surca mares embravecidos y él se hallara en peligro inminente de caerse de la cubierta.
En el interior del ataúd había varios centenares de las cosas que parecían babosas: llenaban todo el espacio disponible hasta el borde. Ahora su color era más blanco que verde o gris y eran mucho más grandes. Había algunos cuerpos tan gruesos como el antebrazo de Louis y muchas medían más de treinta centímetros de largo. Los zarcillos que les servían de antenas se habían contraído y habían crecido hasta convertirse en minúsculos ojos amarillos, y las bocas de lamprea ya iban alargándose para formar lo que podía identificarse como un hocico.
Y mientras las observaba una de aquellas pálidas siluetas que tenían la talla de un niño se acercó al ataúd desde su derecha, colocó sus largos dedos blancos a quince centímetros de la mano de Louis e inclinó el rostro como disponiéndose a beber.
Louis vio como la cosa se tragaba cuatro de aquellas grandes babosas blanquecinas: el rostro de la cosa se contraía y se expandía en unas ondulaciones casi eróticas para absorber la blanda masa de su comida. Los ojos amarillentos no parpadearon ni una sola vez. Otras criaturas se aproximaron al ataúd para participar en la comunión. Louis inclinó un poco más su espejo y vio cómo otras dos babosas emergían de su madre, deslizándose sin ningún esfuerzo aparente, atravesando la tela azul del vestido para perderse en la agitada masa de sus congéneres. Louis movió el espejo, miró a su espalda y vio la media docena de siluetas que esperaban pacientemente a que se moviera y les dejara sitio. Sus cuerpos eran manchones borrosos y carentes de sexo. Tenían los dedos muy largos y afilados. El hambre ardía en sus ojos.
Louis no gritó. No echó a correr. Se puso el espejo en la palma de la mano, dejó de sujetar el borde del ataúd y se alejó de él caminando muy despacio y con mucho cuidado, como si temiera caerse. Alejándose del ataúd. Alejándose de Lee y Debbie y de sus gritos y preguntas que parecían llegarle desde una gran distancia. Alejándose del salón de pompas fúnebres.
Varias horas y kilómetros después se detuvo bajo el círculo luminoso proyectado por un farol de mercurio en una zona desconocida llena de fábricas y oscuros almacenes. Alzó el espejo, giró sobre sí mismo 360 grados para asegurarse de que allí no había nada ni nadie y acabó acurrucándose al pie del farol con los brazos pasados alrededor de las rodillas, meciéndose lentamente y gimiendo en voz baja.
—Creo que son vampiros del cáncer —le dijo Louis al psiquiatra. Por entre los postigos de madera de sus ventanas podía ver un atisbo de las estribaciones rocosas que formaban los montes Flatiron—. Ponen esos tumores-babosa que crecen y cambian dentro de las personas. Lo que llamamos tumores son huevos. Después los vampiros del cáncer vuelven a metérselos dentro.
El psiquiatra asintió, apretó el tabaco de su pipa con el pulgar y encendió otra cerilla.
—¿Desea contarme más..., eh..., detalles sobre estas imágenes que ve? —Le dio unas cuantas chupadas a la pipa hasta dejarla bien encendida.
Louis inició el gesto de menear la cabeza, pero tuvo que interrumpirlo al sentir una nueva punzada de dolor.
—Me he pasado las últimas semanas pensando en todo esto —le dijo—. Me refiero a que... Bueno, retroceda un poco más de cien años y deme el nombre de alguien famoso que muriera de cáncer. Adelante.
El psiquiatra chupó su pipa en silencio. Su escritorio se hallaba situado delante de las ventanas y su rostro quedaba sumido en la sombra y sólo se iluminaba ocasionalmente, como cuando se había dado la vuelta para encender la pipa que se le había apagado.
—Ahora no se me ocurre ninguno, pero debe de haber muchos.
—Exactamente —dijo Louis, en un tono de voz más nervioso del que había pretendido utilizar—. Hoy esperamos que la gente se muera de cáncer. Una de cada seis personas, o quizá sea una de cada cuatro... Lo que quiero decir es que no conozco a nadie que muriera en Vietnam, pero todo el mundo conoce a alguien que haya muerto de cáncer..., y normal-mente es alguien de nuestra familia. Piense en todas las estrellas de cine y los políticos. Está por todas partes. Es la plaga del siglo veinte.
El psiquiatra asintió.
—Entiendo a qué se refiere —dijo, esforzándose por no hablarle en un tono condescendiente—. Pero el hecho de que los métodos de diagnóstico modernos no existieran no quiere decir que la gente de otros siglos no muriera de cáncer. Además, las investigaciones han demostrado que la tecnología moderna, las sustancias contaminantes, los aditivos alimenticios y todas esas cosas han aumentado el riesgo de entrar en contacto con agentes cancerígenos que...
—Sí —dijo Louis, riéndose—, agentes cancerígenos... Eso es lo que creía. Pero, doctor, por Dios... ¿Ha leído alguna vez la lista oficial de agentes cancerígenos publicada por la Asociación Médica Norteamericana y la Sociedad Norteamericana del Cáncer? Esa lista contiene todo lo que usted come, respira, viste, toca y hace para divertirse. Todo está ahí, ¿comprende? Es lo mismo que confesar que no tienen ni idea de cuál es su causa. Créame, he estado leyendo toda esa basura y ni tan siquiera saben qué hace que un tumor empiece a crecer.
El psiquiatra hizo un puente con sus dedos.
—¿Y usted cree que sí lo sabe, señor Steig?
Louis metió la mano en el bolsillo de su camisa, sacó uno de sus espejos y movió la cabeza en una rápida serie de semicírculos. La habitación parecía estar vacía.
—Los vampiros del cáncer —dijo—. No sé cuánto tiempo llevan con nosotros. Puede que algo de lo que hicimos en este siglo les permitiera pasar a través de alguna..., puerta o algo, no sé. No lo sé.
—¿Vienen de otra dimensión? —le preguntó el psiquiatra con el mismo tono de voz que si estuvieran hablando del tiempo.
El olor del tabaco de su pipa recordaba levemente al de un bosque de pinos en un día de verano.
—Quizá. —Louis se encogió de hombros—. No lo sé. Pero están aquí y no paran de alimentarse..., y de multiplicarse...
—Y, según usted, ¿cuál es la razón de que nadie más pueda verles? —le preguntó el psiquiatra con voz casi jovial.
Louis sintió que estaba empezando a enfadarse.
—Maldita sea, no sé si soy el único que puede verles. Sólo sé que después de mi accidente me ocurrió algo que…
—¿Y no sería igualmente probable que la lesión sufrida le haya causado algunas alucinaciones muy realistas? —sugirió el psiquiatra—. Usted mismo ha admitido que su visión quedó ligeramente afectada. —Se sacó la pipa de los labios, la contempló con el ceño fruncido y metió la mano en su bolsillo buscando los fósforos.
Louis se agarró a los brazos de su sillón sintiendo cómo la ira subía y bajaba siguiendo el compás de las olas creadas por su dolor de cabeza.
—He vuelto a la clínica —dijo—. No han encontrado ninguna señal de que haya sufrido daños permanentes. Tengo algunos problemas de visión..., pero si los tengo es porque ahora puedo ver más que antes. Veo más colores, más cosas, ¿comprende? Es casi como..., como si pudiera ver las ondas de radio.
—Bien, supongamos que usted tiene el poder de ver a esos... vampiros del cáncer —dijo el psiquiatra. Su tercera inhalación hizo que el tabaco empezara a brillar. La habitación olía a agujas de pino recalentadas por el sol—. ¿Significa eso que también tiene el poder de controlarles?
Louis se pasó la mano por la frente intentando calmar el dolor de cabeza que sentía.
—No lo sé.
—Lo siento, señor Steig. No le he oído...
—¡No lo sé! —gritó Louis—. No he intentado tocar a ninguno. Quiero decir que no sé si... Temo que... Mire, hasta ahora esas cosas, los vampiros del cáncer..., bueno, me han ignorado pero...
—Si puede verles —dijo el psiquiatra—, parece lógico que ellos también puedan verle a usted, ¿no?
Louis se puso en pie y fue hacia la ventana. Abrió los postigos dejando que el sol del atardecer inundara la habitación.
—Creo que ellos ven lo que quieren ver —dijo, contemplando las colinas que había más allá de la ciudad y jugueteando distraídamente con su espejito—. Puede que para ellos no seamos más que manchas borrosas. Cuando llega el momento de poner sus huevos saben dónde encontrarnos.
La súbita claridad hizo que el psiquiatra entrecerrara los ojos, pero se quitó la pipa de los labios y sonrió.
—Habla de huevos —dijo—, pero lo que me ha descrito se parece más a una conducta de alimentación. Esa discrepancia y el hecho de que la primera... visión... se presentara cuando su madre estaba muriendo, ¿no le sugiere algún significado más profundo? Todos buscamos formas de controlar las cosas sobre las cuales no tenemos ningún poder..., las cosas que nos resultan demasiado difíciles de aceptar. Especialmente cuando afectan a tu propia madre.
—Oiga —suspiró Louis—, no necesito que me suelte toda esa basura freudiana. Accedí a venir aquí porque Deb lleva semanas pidiéndomelo, pero... —Louis se calló, alzó su espejito y clavó los ojos en él.
El psiquiatra alzó la mirada hacia él mientras rascaba la cazoleta de su pipa. Tenía la boca entreabierta, mostrando la blancura de los dientes, unas encías de aspecto muy sano y un leve atisbo de lengua ligeramente enroscada a causa de la concentración, y por debajo de esa lengua emergieron primero las antenas carnosas y luego el cuerpo verde grisáceo de una babosa-tumor que apenas si tendría unos centímetros de largo. La babosa fue subiendo por la mandíbula del psiquiatra, entrando y saliendo de los músculos y la piel que formaban su mejilla con tanta facilidad como un gusano moviéndose en un montón de basura. Algo de mayor tamaño se agitó entre las sombras que había en el interior de la boca del psiquiatra.
—Hablar de ello no puede hacerle daño —dijo el psiquiatra—. Después de todo, estoy aquí para eso, ¿no?
Louis asintió, se metió el espejito en el bolsillo y fue en línea recta hacia la puerta sin mirar atrás.
Louis descubrió que los espejos eran baratos. Estaban disponibles tanto con marco como sin él en las tiendas de muebles viejos, las chatarrerías, los anticuarios especializados en rebajas y lotes, las ferreterías, las cristalerías y hasta en los montones de basura que esperaban ser recogidos de las aceras. En menos de una semana su pequeño apartamento estaba lleno de espejos.
Su dormitorio era la habitación mejor protegida. En las paredes había veintitrés espejos de varios tamaños y el techo estaba totalmente cubierto de espejos. El mismo Louis se encargó de colocarlos, apretando cada espejo hasta dejarlo bien encajado en la cola, sintiéndose un poquito más seguro con cada cuadrado capaz de reflejar las cosas que iba instalando en su sitio.
Louis estaba tumbado en la cama una tarde de sábado del mes de mayo contemplando los reflejos de sí mismo y pensando en una conversación que acababa de tener con su hermana Lee cuando Debbie le llamó por teléfono. Quería venir a verle. Louis le sugirió que podían encontrarse en el centro comercial de la calle Pearl.
En el autobús había tres pasajeros y dos cosas. Una ya estaba en el último asiento cuando subió y otra entró atravesando las puertas cuando el autobús se detuvo ante un semáforo en rojo. Cuando vio por primera vez cómo un vampiro del cáncer atravesaba un objeto sólido Louis sintió un cierto alivio, como si algo tan insustancial no pudiera representar ninguna amenaza demasiado seria. Ya no pensaba lo mismo. Las cosas no flotaban a través de las paredes con el delicado deslizarse carente de esfuerzo propio de un fantasma; Louis vio como la cabeza sin pelo y los afilados hombros de la criatura se retorcían para abrirse paso a través de las puertas del autobús, ondulando y agitándose como alguien que pasa a través de una gruesa lámina de celofán. O como algún maligno depredador recién nacido que mastica su propio saco amniótico para quedar libre...
Louis cogió otro de los espejitos que llevaba sujetos en el ala de su sombrero panamá y observó cómo el segundo vampiro del cáncer iba hacia el primero y cómo los dos se lanzaban sobre la anciana con las bolsas de la compra sentada dos hileras de asientos más atrás. La anciana tenía el cuerpo muy tieso y las manos sobre el regazo, con los ojos clavados en la lejanía: un vampiro del cáncer alzó el embudo que le servía de boca acercándolo a su garganta en un movimiento tan suave e íntimo como el primer beso de un amante, y la anciana ni tan siquiera parpadeó. Louis se dio cuenta de que la probóscide del ser tenía un círculo de cartílago azulado que parecía tan afilado como una navaja. Era la primera vez que lo veía. Captó un fugaz atisbo de carne verde grisácea fluyendo por entre los pliegues del cuello de la anciana. El segundo vampiro del cáncer inclinó su pesada cabeza hasta rozarle el vientre como un niño cansado que se prepara para dormir en el regazo de su madre.
Louis se puso en pie, tiró del cordón pidiendo parada y se bajó cinco manzanas antes de donde había pensado hacerlo.
Louis pensaba que en Estados Unidos había pocos lugares que pudieran compararse con la exhibición de riqueza y salud ofrecida por el centro comercial de la calle Pearl. Una brisa que olía a pinos bajaba de las colinas situadas a menos de medio kilómetro en dirección oeste acariciando a los turistas que paseaban, los compradores que entraban y salían de las tiendas y la gente de la localidad que no había venido a hacer nada de particular. La persona promedio que se veía en el centro comercial tenía menos de treinta y cinco años, estaba morena y en buena forma física y era lo bastante adinerada para vestirse con ropa informal pre lavada, pre descolorida y pre arrugada. Jóvenes que llevaban por único atuendo pantalones cortos y una capa de sudor trotaban por el centro comercial, lanzándole alguna que otra mirada a sus relojes o a sus propios cuerpos. Las mujeres eran casi unánimemente delgadas e iban sin sostén, riéndose con sus dentaduras protegidas por fundas caras, y se sentaban en los bancos o en las pequeñas lomas del césped con las piernas en posturas salidas de la revista Vogue. Adolescentes de aspecto sanísimo con clips de pelo teñidos de colores enfermizos lamían sus barras de chocolate Dove de dos dólares, sus conos de helado Hagen Dasz de tres. El sol de primavera caía sobre los senderos de ladrillo y los arriates de flores, prometiendo un verano sin fin.
—Mira —dijo Louis cuando él y Debbie se sentaron junto al puesto de perritos calientes de Freddy para ver pasar a las multitudes-, mi forma de ver las cosas en este momento es tan condenadamente fea que resulta inaceptable. Si quisieran puede que todos fueran capaces de ver a esas criaturas, pero se niegan a verlas y eso es todo.
Cogió dos espejitos y giró sobre sí mismo. Había probado a usar gafas de espejo, pero no funcionaban; sólo podía verles con un espejo de verdad. Llevaba seis espejitos en el sombrero, y tenía más dentro de los bolsillos.
—Oh, Louis —dijo Debbie—. No te entiendo...
—Hablo en serio —dijo secamente Louis—. Somos como la gente que vivía en las aldeas de Dachau o Auschwitz. Vemos las alambradas, vemos los vagones de los trenes cargados de ganado que pasan junto a nosotros cada día, olemos el humo que sale de los hornos... y fingimos que no está ocurriendo. Dejamos que esas criaturas se apoderen de quien sea siempre que no se trate de nosotros. ¡Allí! ¿Ves a ese tipo entrado en carnes que está junto a la librería?
—¿Sí? —Debbie se encontraba al borde del llanto.
—Espera —dijo Louis. Cogió su espejo de mayor tamaño y lo colocó en el ángulo adecuado. El hombre vestía pantalones marrones y una camisa hawaiana que no lograba ocultar su grasa. Estaba de pie bebiendo un refresco en un vaso de cartón rojo y leía un ejemplar del Boulder Daily Camera. Cuatro manchas borrosas del tamaño de un niño se movían a su alrededor. Una de ellas rodeó el cuello del hombre con sus largos dedos y se inclinó sobre su brazo y su vientre—. Espera —repitió Louis. Se puso en pie y dejó sola a Debbie, inclinándose a un lado para mantener al grupo encuadrado en el espejo. Louis se acercó a los tres vampiros del cáncer hasta que sólo la distancia de un brazo le separó de ellos, pero las criaturas no alzaron la cabeza hacia él; el cuarto estaba acercando el largo cono que le servía de boca a la cara del hombre—. ¡Esperad! —gritó Louis y se lanzó hacia adelante con la cabeza ladeada, viendo cómo su puño pasaba a través de la espalda de aquella criatura aferrada al cuerpo del hombre. Sintió algo gelatinoso que cedía imperceptiblemente y un frío terrible que le entumeció los huesos del puño el brazo. Louis miró en el espejo.
Las cabezas de los cuatro vampiros del cáncer se volvieron hacia él y sus ciegos ojos amarillentos se clavaron en Louis. Sollozó y volvió a golpear, sintiendo como su puño atravesaba a la criatura sin producir ningún efecto, rebotando débilmente en el pecho del gordo. Dos manchas blancas giraron lentamente sobre sí mismas yendo hacia Louis.
—¡Eh, maldita sea! —gritó el gordo y golpeó a Louis en el brazo.
El espejo cayó de entre sus dedos, chocó con los ladrillos del suelo y se hizo pedazos.
—Oh, Dios mío, murmuro Louis retrocediendo —Oh, Dios — Se dio la vuelta y echó a correr. Mientras corría, cogió un espejito de su sombrero, pero sólo pudo ver el marco que vibraba y oscilaba de un lado para otro. Agarró a Debbie por la muñeca y tiró de ella hasta ponerla de pie—. ¡Corre!
Corrieron.
Louis se despertó cuando ya eran más de las dos de la madrugada sintiendo la misma desorientación que si le hubieran drogado. Movió la mano buscando a Debbie y recordó que había vuelto a su apartamento en cuanto acabaron de hacer el amor. Se quedó tumbado en la oscuridad, preguntándose qué le habría despertado.
La pequeña bombilla de la veladora que dejaba encendida toda la noche se había fundido.
Louis sintió cómo el frío torrente del pánico invadía su cuerpo, lanzó una maldición y rodó sobre sí mismo para encender la lámpara de la mesita que había junto a su cama. El repentino resplandor le hizo parpadear y vio cómo su imagen le devolvía el parpadeo desde las paredes, el techo y la puerta.
Y en el dormitorio había otras cosas que también se movían.
Un rostro de piel pálida y ojos amarillos se abrió paso a través de la puerta y el espejo que la cubría. Unos dedos siguieron al rostro, encontraron un asidero en el quicio de la puerta y tiraron del cuerpo como el montañista que logra superar un saliente rocoso. Otro rostro se alzó a la derecha de la cama de Louis con esa misma cualidad de violencia repentina que tendría el ver cómo alguien sale de tu armario a medianoche, extrajo su brazo del suelo y alargó los dedos hacia la manta que yacía hecha un ovillo al pie de la cama de Louis.
—Ah —jadeó Louis y se dejó caer de la cama.
En la habitación sólo había dos puertas, la del armario y la de entrada, que estaba cerrada con llave. Alzó los ojos hacia los espejos del techo con el tiempo justo de ver la primera silueta blanca que se liberaba de la madera y el cristal para interponerse entre él y la puerta. Contempló su propio reflejo, él mismo vestido con el pijama y yaciendo de espaldas sobre la alfombra marrón y sus ojos se desorbitaron al ver algo blanco que ondulaba a través de la alfombra a menos de un metro de donde se encontraba: una gran curva de carne muerta seguida por un segundo óvalo blanco, la espalda y la cabeza de la criatura emergiendo del suelo como el cuerpo de un nadador que se pone de rodillas en un metro escaso de agua. Las cuencas de sus ojos estaban lo bastante cerca para que Louis pudiera tocarlas; lo único que debía hacer era extender el brazo. El olor a carroña rancia que brotaba del círculo que le servía de boca a la criatura llegó hasta él.
Louis rodó sobre el costado apartándose de la cosa y logro incorporarse: cogió la pesada silla que había junto a su cama, rompió el cristal de la ventana y arrojó la silla hacia atrás. La escalerilla de cuerda atada a la base de su cama había pertenecido a un ex compañero de habitación un tanto paranoico que se había negado a vivir en un tercer piso si la escalera de incendios y que olvidó recogerla al marcharse.
Louis miró hacia arriba, vio un sinfín de manos blancas que convergían hacia él, lanzó la escalerilla por el hueco de le la ventana empezó a bajar por ella, golpeándose los nudillos y las rodillas con la pared de ladrillos durante el descenso.
Se pasó todo el trayecto mirando hacia arriba, pero la fría oscuridad de la noche primaveral carecía de espejos y no tenía forma de saber si algo le seguía.
Utilizaron el coche de Debbie para marcharse de la ciudad, yendo hacia el oeste por el cañón que se internaba en las montañas. Louis vestía unos tejanos viejos, un suéter verde y unas playeras manchadas de pintura que había dejado en el nuevo apartamento de Debbie después de haberla ayudado a pintarlo el pasado mes de enero. Debbie sólo tenía un espejo lo bastante pequeño para ser transportado de un lado a otro —una lámina de cristal de cuarenta y cinco centímetros por sesenta adornada con un marco antiguo que colgaba sobre su chimenea—, y Louis lo bajó de la pared y se lo llevó consigo para inspeccionar todo el interior del coche antes de permitirle entrar en él.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Debbie cuando dejaron atrás Nederland-sobre-el-Pico, se desviaron hacia el sur y tomaron por la carretera de la montaña. A cada nueva curva de la carretera sus faros iluminaban negras murallas de pinos y retazos de nieve.
—A la cabaña de Lee —dijo Louis—. Al oeste, en el viejo camino del paso Rollins.
—Conozco esa cabaña —dijo Debbie—. ¿Lee estará allí?
—Sigue en Des Moines —replicó Louis. Parpadeó rápidamente—. Llamó un poco antes de hablar contigo esta tarde. Se ha encontrado un... bulto. Ha visitado a un médico de allí, pero vendrá en avión para que le hagan la biopsia.
—Louis, yo... —empezó a decir Debbie.
—Da la vuelta aquí —dijo Louis.
Recorrieron los últimos tres kilómetros en silencio.
La cabaña poseía un pequeño generador para las luces y la nevera, pero Louis prefirió no perder tiempo echando combustible en el depósito y poniéndolo en marcha rodeado por la oscuridad. Le pidió a Debbie que se quedara en el coche, cogió el espejo, entró en la cabaña, encendió dos de los velones que Lee tenía sobre el dintel de la chimenea y recorrió las tres habitaciones de la cabaña con los ojos clavados en el espejo que reflejaba la vacilante llama del velón y la palidez de su rostro. Cuando se asomó para hacerle una seña a Debbie, indicándole que podía entrar, ya había encendido un fuego en la chimenea y había desplegado el sofá cama que había en la habitación principal.
La bailoteante claridad de la chimenea y los velones hacían que el cabello de Dehhie se volviera de un rojo imposible. Parecía muy cansada
—Sólo faltan unas cuantas horas para que amanezca —dijo Louis—. Cuando nos despertemos iré a Nederland y traeré algunas provisiones.
Debbie le puso la mano en el brazo.
—Louis, ¿puedes decirme qué está pasando?
—Espera, espera —dijo él mientras sus ojos inspeccionaban los rincones oscuros de la habitación—. Aún falta una cosa más. Desnúdate.
—Louis...
—¡Desnúdate!
Louis ya estaba quitándose la camisa y los pantalones. En cuanto los dos se hubieron desnudado Louis colocó el espejo sobre una silla y los dos se pusieron ante él girando lentamente sobre sí mismos. Por fin. satisfecho, se dejó caer de rodillas y miró a Debbie, quien se había quedado muy quieta. Los reflejos de las llamas bailaban sobre la blancura de sus pechos y la V de vello suave que cubría su pubis. Las pecas de sus hombros y la parte superior de su pecho parecían brillar.
—Oh, Dios —dijo Louis y enterró el rostro en las manos—. Dios mío. Deb, estarás pensando que me he vuelto loco...
Debbie se acurrucó junto a él y le pasó los dedos por la espalda.
—No sé qué está pasando, Louis —murmuró—, pero sé que te amo.
—Te lo explicaré... —empezó a decir Louis, sintiendo cómo la terrible presión de su pecho se expandía queriendo convenirse en sollozos.
—Por la mañana —susurró Debbie y le besó con dulzura.
Hicieron el amor lentamente y sin pensar en nada más. El tiempo parecía transcurrir más despacio y el que fuera tan tarde, el encontrarse en aquel lugar desconocido y el lento esfumarse de la sensación de peligro que les había dominado hacía que todos sus sentidos parecieran extrañamente agudizados. «Espera un segundo», murmuró Louis cuando los dos sintieron que el deseo se hacía incontenible, y se puso de lado pasando primero la mano y luego la boca bajo sus pechos, subiendo hasta lamer los pezones y hacer que se endurecieran, y luego besó la curva de su pecho y le abrió los muslos con la mano, deslizando su rostro y su tórax sobre ella.
Louis cerró los ojos y se imaginó a un gatito lamiendo la leche de un cuenco. Saboreó la salada dulzura del mar y Debbie se relajó, abriéndose un poco más a él. Las palmas de sus manos acariciaron la tensa suavidad de la parte interior de sus muslos hasta que la oyó respirar más deprisa, con su aliento puntuado por breves jadeos ahogados de placer.
Y, de repente, algo siseó detrás de ellos, la luz parpadeo, oscilando de un lado para otro.
Louis se dio la vuelta y puso una rodilla en el suelo, sintiendo el latir desenfrenado de su corazón y la nueva vulnerabilidad producida por su desnudez y su excitación. Miró y dejó escapar una carcajada
—¿Qué ocurre? —murmuró Debbie sin moverse.
—Nada. La vela que puse en el suelo... —respondió Louis con otro murmullo—. La cera derretida está a punto de extinguir la llama. La apagaré.
Se inclinó sobre la vela y la apagó. Antes de volver a la cama se detuvo el tiempo suficiente para lanzarle una mirada de voyeur al espejo colocado encima de la silla.
La luz del fuego jugueteaba sobre los cuerpos de los dos amantes enmarcados en el cristal, el rostro enrojecido de Louis y los blancos muslos de Debbie, y toda su piel brillaba levemente a causa de la capa de sudor producida por su pasión. Vista desde ese ángulo, la luz iluminaba el e-redado mechón color cobre de su vello púbico y los óvalos rosados de sus labios humedecidos con una suave claridad tan puramente sensual que no podía resultar pornográfica. Louis sintió cómo las mareas del amor y la excitación sexual crecían en su interior.
Captó el movimiento por el rabillo del ojo cuando ya iba a bajar la cabeza. El fugaz atisbo de una resbaladiza carne gris verdosa asomando entre el rosa pálido de los labios de su vagina... Apenas si tendría unos centímetros de longitud. Los pólipos gemelos de las antenas emergieron lentamente sin prestarle ninguna atención a la débil claridad del fuego, moviéndose y girando poco a poco como si quisieran averiguar a qué sabía el aire.
—No sabía que te interesaras por la oncología —dijo el doctor Phil Collins, sonriéndole a Louis desde el otro lado de su escritorio repleto de objetos y papeles—. Pensaba que apenas si salías del laboratorio de física de la universidad.
Louis contempló a su viejo compañero de clase. Estaba demasiado cansado para perder el tiempo en bromas o en una conversación casual. Llevaba cincuenta y dos horas sin dormir y sentía como si tuviera los ojos llenos de arena y cristales rotos.
—Necesito ver el tratamiento de radiación que forma parte de la quimioterapia —dijo.
Las cuidadas uñas de Collins repiquetearon sobre la madera de su escritorio.
—Louis, no podemos montar una visita turística a nuestras sesiones de terapia cada vez que alguien se siente interesado por el proceso, compréndelo.
Louis se obligó a hablar sin perder la calma.
—Mira, Phil, mi madre murió de cáncer hace unas semanas. Mi hermana acaba de someterse a una biopsia y según los resultados tiene un tumor maligno. Mi novia ingresó en el hospital de Boulder hace unas horas con un cáncer del cuello de la matriz que están seguros también afecta a su útero. Y ahora, ¿vas a dejar que asista a una sesión o no?
—Jesús —dijo Collins. Miró su reloj—. Vamos, Louis, puedes acompañarme mientras hago la ronda de visitas. El señor Taylor debe recibir su tratamiento dentro de unos veinte minutos.
El señor Taylor tenía cuarenta y siete años, pero aparentaba treinta más. Sus ojos estaban hundidos en las cuencas y tenía los párpados morados. Las luces fluorescentes revelaban el tono amarillento de su piel. Se le había caído el cabello y Louis pudo ver los pequeños hematomas que había bajo su piel.
Estaban detrás de un escudo recubierto de plomo, observando por los gruesos cristales de las mirillas.
—La medicación es una parte muy importante del proceso —dijo Collins—. Sirve para aumentar los efectos del tratamiento radiactivo y, al mismo tiempo, los complementa.
—¿Y la radiación mata el cáncer? —preguntó Louis.
—A veces —dijo Collins—. Por desgracia no sólo mata a las células que se han vuelto locas, sino que también mata células sanas.
Louis asintió y levantó su espejito. Cuando activaron el aparato emitió una leve exclamación involuntaria. Un chorro de brillante luz violeta que tenía como centro el morro de la máquina de rayos X inundó la habitación. Louis se dio cuenta de que esa luz era parecida a la de los aparatos para matar insectos nocturnos que había visto en los patios: la luz se escapaba a las frecuencias visibles produciendo un efecto bastante desorientador. Pero esta luz era mil veces más brillante.
Las babosas-tumores emergieron. Salieron del cráneo del señor Taylor agitando locamente sus antenas atraídas por aquella luz brillante. Saltaron los treinta centímetros que las separaban de la lente de la máquina y empezaron a deslizarse sobre la escurridiza superficie metálica: algunas cayeron al suelo y volvieron a subirse a la mesa atravesando nuevamente el cuerpo del paciente para emerger del cráneo unos segundos después y saltar de nuevo hacia la máquina.
Las que llegaban a la fuente de los rayos X morían y caían al suelo. En cuanto la luz de los rayos X dejó de iluminar la habitación las babosas sobrevivientes se ocultaron en la oscuridad de la carne.
—... esperanza de que esto te haya dado alguna idea de la terapia utilizada —estaba diciendo Collins—. Es un campo muy frustrante porque no estamos totalmente seguros de cuáles son las razones de que algo sea útil o no, pero estamos avanzando continuamente.
Louis parpadeó. El señor Taylor ya no estaba en la sala. El resplandor violeta de los rayos X había desaparecido.
—Sí —dijo—. Estoy seguro de que es una gran ayuda.
Dos noches después Louis estaba sentado junto a su hermana en la semipenumbra de su habitación del hospital: Lee dormía. La otra cama estaba vacía. Louis había entrado a medianoche sin que le vieran. Todo estaba en silencio y los únicos sonidos audibles eran el siseo del sistema de ventilación y, de vez en cuando, el chirrido de una suela de goma en el pasillo. Louis alargó su mano enguantada y acarició la muñeca de Lee justo debajo del brazalete de identificación verde del hospital.
—Pensé que sería sencillo, niña —murmuró—. ¿Recuerdas las películas que veíamos de pequeños? ¿Recuerdas a James Arness en El enigma de otro mundo? Basta con que descubras lo que les mata y luego fabricas algún cacharro para acabar con ellas... —Louis volvió a sentir una oleada de náuseas y bajó la cabeza tragando aire con una serie de jadeos ahogados. Un minuto después volvió a erguir la cabeza y alzó la mano para limpiarse el sudor frío que le cubría la frente, pero frunció el ceño cuando el cuero del guante entró en contacto con su piel—. La vida no es tan sencilla, niña. Me he pasado noches enteras en la universidad, trabajando en el departamento de altas energías de Mac. Esa mezcla de rayos X y láser que Mac montó para mostrarle los efectos de la radiación ionizante a los estudiantes va muy bien para irradiar a esas cosas, no cabe duda...
Lee se agitó y dejó escapar un leve gemido, pero no se despertó. Un timbre sonó suavemente tres veces en alguna parte y se calló. Louis oyó cómo dos enfermeras hablaban en voz baja mientras iban hacia la sala de personal para su pausa de las dos de la madrugada. Louis dejó su mano enguantada junto a la muñeca de su hermana, sin llegar a tocarla.
—Jesús, Lee... —murmuró—. Puedo ver todo el maldito espectro por debajo de los 100 angstroms. Y ellos también pueden. Estaba seguro de que los vampiros del cáncer se verían atraídos por las ondas que emitía mi aparato, igual que les ocurre a las babosas-tumores... Vine aquí la noche pasada para echar un vistazo en las habitaciones y comprobarlo. Y vinieron, oh, sí, vinieron..., pero la radiación no les mata. Revolotean a su alrededor como las mariposas alrededor de una llama, pero no les mata. Y en cuanto a las babosas-tumores, si quieres librarte de todas necesitas dosis muy altas de radiación. Empecé con dosis de milirems, como en la radioterapia que usan aquí, y descubrí que no conseguía matar a la cantidad suficiente. Tuve que emitir radiaciones de 300 a 400 roentgens. Pura zona Chernobyl, ¿comprendes, niña?
Louis dejó de hablar y fue rápidamente hacia el cuarto de baño, metiendo la cabeza en la pileta para vomitar lo más silenciosamente posible. Después se lavó la cara lo mejor que pudo sin quitarse los guantes y volvió junto a la cabecera de Lee, quien seguía sumida en el sueño de las drogas y fruncía levemente el ceño. Louis recordó todas las veces que había entrado sigilosamente en su dormitorio cuando era niño para asustarla con serpientes de resorte, pistolas de agua o arañas.
—A la mierda —dijo y se quitó los guantes.
Sus manos brillaban corno soles blancoazulados de cinco dedos. Louis clavó los ojos en los espejos colocados en su sombrero mientras la habitación se llenaba de esa luz que parecía un fuego frío.
—No te dolerá, pequeña --susurró y le desabrochó los dos primeros botones de la chaqueta del pijama. Tenía los pechos pequeños, apenas un poco más grandes que cuando la espió por primera vez al salir de la ducha, a los quince años. Louis sonrió, recordando la paliza que había recibido por hacer eso, y puso su mano derecha sobre el pecho izquierdo de su hermana
Durante un segundo no pasó nada. Después las babosas-tumores empezaron a salir con sus antenas brotando como periscopios pulposos de la carne de Lee; su color gris verdoso convertido en un tono casi blanco por el resplandor que emitía la mano de Louis.
Entraron en él por la palma, la muñeca y el dorso de la mano. Louis dejó escapar un jadeo al sentir cómo se deslizaban por su carne produciéndole una especie de leve náusea, como la que podría sentir si le insertaran un alambre en la vena estando sometido a una anestesia local.
Louis contó seis..., no, ocho criaturas que salieron del pecho de Lee para dirigirse hacia la llama blancoazulada de su mano y su brazo. Mantuvo la palma sobre su pecho durante todo un minuto después de ver salir a la última babosa, resistiendo la tentación de gritar o apartar la mano mientras veía cómo los músculos de su antebrazo ondulaban a medida que una de las criaturas subía nadando por entre la carne.
Como precaución extra Louis pasó la palma de su mano por la garganta, el pecho y el vientre de Lee, sintiendo cómo se agitaba en sueños luchando contra los sedantes en una infructuosa batalla por despertar. Encontró otra babosa que apenas mediría más de un centímetro: la criatura emergió de la tensa piel que había bajo el esternón de Lee pero se marchitó antes de entrar en contacto con su carne blanca y azul, curvándose sobre sí misma como una hoja a la que se ha dejado demasiado cerca de una hoguera.
Louis se puso en pie, se quitó las varias capas de ropa gruesa con que iba vestido y se contempló en el gran espejo que había delante de la cama de Lee. Todo su cuerpo emitía un resplandor fluorescente que iba del blanco al blancoazulado y el violeta para acabar perdiéndose en frecuencias que ni tan siquiera él podía ver. Volvió a pensar en las luces para matar insectos que había en los patios y ese sentimiento de frustración y de haberse encontrado con un punto ciego que el ojo transmitía al esforzarse y llegar a los límites de sus capacidades perceptivas. Los espejos colocados en su sombrero captaban la luz dispersándola en una multitud de reflejos.
Louis dobló pulcramente sus ropas, las colocó sobre la silla que había junto a la cama de Lee, la besó suavemente en la mejilla y fue de una habitación a otra precedido por el resplandor que emanaba de su cuerpo, llenando los pasillos de sombras blancoazuladas y un torbellino de colores imposibles que parecían hacer piruetas.
El puesto de las enfermeras estaba vacío. Los pies descalzos de Louis sintieron el frío de las baldosas del suelo cuando iba de una habitación a otra colocando sus manos sobre los pacientes. Algunos dormían. Otros le observaron con los ojos muy abiertos, pero ninguno de ellos se movió ni gritó. A Louis le sorprendió un poco pero cuando bajó la vista sin mirar en sus espejos se dio cuenta por primera vez de que ahora sus ojos podían captar el resplandor de su carne y sus huesos sometidos a fuertes dosis de radiación. Su cuerpo era una estrella palpitante con forma humana. Louis no necesitaba esforzarse para oír el crujiente chisporroteo de las ondas de radio, un ruido semejante al que haría un gran incendio forestal, aunque se hallara a varios kilómetros de distancia.
Las babosas-tumores salieron de sus víctimas y entraron en Louis. No todos los pacientes de este piso tenían cáncer, pero en la mayoría de habitaciones le bastaba con entrar para ver la enloquecida respuesta de los gusanos color verde grisáceo o blanco que se esforzaban por llegar a él. Louis los aceptó a todos. Sintió cómo su cuerpo se iba hinchando con el frenético torbellino que había en su interior. Sólo hizo una pausa para vomitar. Tenía el estómago revuelto, pero el interior de su cuerpo albergaba tal cantidad de movimientos que Louis no le hizo caso.
Louis entró en la habitación de Debbie, apartó la sábana que cubría su cuerpo dormido, le subió el camisón y apoyó la mejilla en el blando abultamiento de su vientre. Las babosas-tumores entraron por su cara y su garganta; Louis las absorbió sin oponer ninguna resistencia.
Louis se puso en pie, abandonó a su amante dormida y fue hacia la gran sala donde yacían la mayoría de pacientes de cáncer, los que esperaban la muerte.
Los vampiros del cáncer le siguieron. Atravesaron las paredes y los suelos para seguirle. Les llevó hasta la sala principal, un flautista de Hamelin envuelto en llamas blancas y azules guiando a un coro de niños muertos.
Cuando llegó al centro de la sala y se detuvo ya debía haber por lo menos una docena de ellos, pero no les dejó aproximarse hasta que no hubo visitado todas las camas, aceptando la última babosa-tumor dentro de su cuerpo. Esa nueva visión ultraterrena que poseía le permitió ver cómo los huevos que había en el interior de las víctimas se abrían prematuramente para entregar su convulso tesoro. Louis se aseguró de que todas las babosas-tumores estaban dentro de él, volvió al centro de la sala, alzó los brazos y dejó que los vampiros del cáncer se aproximaran.
Tenía la sensación de pesar dos veces su peso normal, como si estuviera embarazado y llevara dentro el feto de la muerte. Contempló su vientre y sus miembros llameantes y vio cómo hasta la misma superficie de su piel hervía con el movimiento de los gusanos que se alimentaban de su luz.
Louis alzó los brazos al máximo, echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y permitió que los vampiros del cáncer se alimentaran.
Las criaturas atraídas por el faro de rayos X en que se había convertido la carne de Louis y la silenciosa llamada de las larvas que habían engendrado tenían un hambre voraz. Se empujaron las unas a las otras, tal era su ansiedad por alimentarse. Louis torció el gesto al sentir una docena de aguijonazos y aquellas energías de pesadilla repentinamente convertidas en algo tangible casi le levantaron del suelo. Abrió los ojos vio la terrible curva de lo que parecía una calavera de niño hundiéndose, hasta las sienes en su carne y volvió a cerrar los ojos hasta que hubieron terminado.
Louis se tambaleó y tuvo que agarrarse a la barandilla metálica de una cama para no caer. La docena de vampiros del cáncer presentes en la sala ya habían acabado de alimentarse, pero Louis aún podía sentir el peso de las babosas encerradas dentro de su cuerpo.
La criatura parecida a un niño más cercana a él pareció hincharse y su cuerpo se fue distendiendo como el de una araña blanca repleta de huevos. Louis vio cómo las babosas-tumores se removían frenéticamente bajo su piel translúcida como si fueran lepismas electrificados.
Y sonrió, pese a las náuseas y el dolor que sentía. No tenía ni idea de cuál era el ciclo de reproducción y alimentación de aquellas criaturas, pero estaba seguro de que el alimento irradiado que les había ofrecido a las babosas-tumores iba a causarle graves perturbaciones.
El vampiro del cáncer que tenía delante se tambaleó, se inclinó hacia adelante y el esfuerzo que hizo para no caerse tensó aquellos dedos de una longitud casi imposible haciendo que resultara todavía más parecido a una araña.
Una hendidura blancoazulada apareció en el flanco y el vientre de la criatura. Dos babosas de cuerpos hinchados emergieron por ella debatiéndose entre una oleada de energía violeta. El vampiro del cáncer arqueó la espalda y alzó su orificio de alimentación para emitir un grito que Louis captó como el sonido que podría haber hecho alguien si hubiese arañado tres metros de pizarra con los dientes.
Las babosas lograron liberarse del destrozado vientre del vampiro que las había contenido, se dejaron caer al suelo y empezaron a retorcerse en un charco de sangre ultravioleta, encogiéndose y echando vapor como las babosas de verdad que Louis había rociado de sal cuando era niño. El vampiro del cáncer sufrió un terrible espasmo, se llevó las manos a la herida del vientre agitándose varias veces y acabó muriendo: sus miembros huesudos y sus largos dedos se curvaron lentamente sobre sí mismos como las patas de una araña aplastada.
La atmósfera vibraba a causa de los gritos que brotaban de las gargantas humanas y los orificios de los vampiros del cáncer pero Louis no les prestó ninguna atención: estaba observando las convulsiones agónicas de las dos docenas de siluetas espectrales que había en la sala. Su visión había sufrido una alteración permanente y tanto las camas como los seres humanos que las ocupaban eran simples sombras perdidas en un gran espacio donde ardían las llamas del ultravioleta y el infrarrojo, dominadas por la aureola blancoazulada centrada en su cuerpo. Volvió a vomitar, doblándose sobre sí mismo para escupir sangre y dos babosas agonizantes de cuerpos luminosos, pero mientras siguiera sintiéndose con fuerzas aquello no era más que una pequeña molestia y en aquellos momentos le parecía que sus reservas de energía no se agotarían nunca.
Louis miró hacia abajo —a través del suelo, a través del suelo de cinco pisos—, viendo el hospital como una serie de niveles de plástico atravesados por las redes de energía que emanaban del cableado eléctrico, las luces, las máquinas y los organismos. Muchos organismos... Los organismos sanos brillaban con una suave claridad anaranjada pero también podía ver el amarillo pálido de las infecciones, el tono grisáceo de la corrupción y los palpitantes lagos negros de los que estaban próximos a morir.
Louis se puso en pie, pasó sobre los cuerpos de los vampiros del cáncer que ya iban secándose y los charcos de ácido donde unos segundos antes había babosas que se debatían frenéticamente. Podía ver más allá de ellas, pero aun así abrió las puertas y salió a la terraza. Sintió el frescor de la noche sobre su piel.
Estaban esperándole, atraídos por aquella luz extraordinaria. Centenares de ojos amarillos se alzaron para contemplarle desde pozos negro-azulados incrustados en rostros muertos. Las bocas palpitaban. Mientras las observaba Louis vio llegar nuevos centenares de criaturas.
Louis alzó sus ojos, viendo más estrellas de las que nadie había visto jamás: el cielo nocturno latía con un número incontable de fuentes de rayos X y zarcillos infinitos de colores que carecían de nombre. Miró hacia abajo y vio cómo seguían llegando. Ya había millares y sus pálidos rostros brillaban como los cirios en una procesión. Louis rezó pidiendo un solo milagro. Rezó para que su cuerpo fuera capaz de alimentarles a todos.
—Muerte —susurró, y ni tan siquiera él pudo oír sus palabras—, esta noche morirás.
Louis caminó hasta la barandilla, alzó los brazos y fue a reunirse con los que le aguardaban.
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