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domingo, 7 de agosto de 2016
Los puercos de Nicolás Mangana, Jorge Ibargüengoitia
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Nicolás Mangana era un campesino pobre, pero ahorrativo. Su mayor ilusión era juntar dinero para comprar unos puercos y dedicarse a engordarlos.
—No hay manera más fácil de hacerse rico— decía. —Los puercos están comiendo y el dueño nomás los mira. Cuando ve que ya no van a engordar más, los vende por kilo. Cada vez que a Nicolás Mangana se le antojaba una copa de mezcal, decía para sus adentros:
—Quítate, mal pensamiento. Sacaba de la bolsa dos pesos, que era lo que costaba el mezcal en la tienda del pueblo donde vivía, y los echaba por la rendija del puerco de barro que le servía de alcancía.
—En puerco se han de convertir— decía al oír sonar las monedas.
Cuando alguno de sus hijos le pedía cincuenta centavos para una nieve, Nicolás decía:
—Quítate esa idea de la cabeza, muchacho— Luego sacaba un tostón de la bolsa, lo echaba en el puerco de barro y el niño se quedaba sin nieve. Cuando la esposa le pedía rebozo nuevo, pasaba lo mismo. Veinticinco pesos entraban en la alcancía y la señora seguía tapándose con el rebozo luido.
Compró un libro que decía cuáles son los alimentos que deben comer los puercos para engordar más pronto, y lo leía por las tardes, sentado a la sombra de un mezquite.
Tantas copas de mezcal no se tomó Nicolás, tantas nieves no probaron sus hijos y tantos rebozos no estrenó su mujer, que el puerco de barro se llenó. Cuando Nicolás vio que ya no cabía un quinto más, rompió la alcancía y contó el dinero, llevó la morralla a la tienda y la cambió por un billete nuevecito que tenía grabada junto al número mil, la cara de Cuauhtémoc. Regresó a la casa, juntó a la familia y le dijo:
—No somos ricos, pero ya mero. Con este billete que ven ustedes aquí voy a ir a la feria de San Antonio y voy a comprar unos puerquitos, los vamos a poner en el corral de atrás, los vamos a engordar, los vamos a vender y vamos a comprar más puerquitos, los vamos a engordar y los vamos a vender y vamos a comprar todavía más puerquitos y así vamos a seguir hasta que seamos de veras ricos.
Su mujer y sus hijos se pusieron muy contentos al oír esto y cantaron a coro:
—No somos ricos, pero ya mero. Ya mero. —
Nicolás metió el billete debajo del petate, y todas las noches, antes de acostarse, la familia se juntaba alrededor de la cama, Nicolás levantaba el petate, y todos veían que allí estaba el billete todavía. Después de esto, cada quien se iba a su cama, se dormía y soñaba que era rico. Nicolás soñaba que estaba frente a un cerro de carnitas haciendo tacos y vendiéndolos a dos pesos cada uno, su mujer soñaba que estaba viendo la televisión, los niños soñaban que compraban helados y los chupaban.
El día de San Antonio, Nicolás Mangana se levantó cuando apenas estaba clareando, se vistió, guardó el billete de mil pesos entre las correas del huarache izquierdo, se despidió de la familia y se puso en marcha. Muchos eran los que iban por el camino rumbo a la feria. Los que iban a comprar algo caminaban como Nicolás, con las manos vacías y el dinero escondido en la ropa. Los que iban a vender, en cambio, cargaban costales de membrillos, pastoreaban parvadas de guajolotes o arreaban yuntas de bueyes.
Entre todo aquel gentío se distinguía un hombre que iba montado en un caballo blanco. Nicolás lo miró lleno de envidia y pensó: "Ese hombre es un ranchero huarachudo como yo, pero montado en ese caballo parece un rey". Era un caballo muy bueno: fuerte pero ligero. brioso pero obediente. Por su gusto hubiera salido al galope y, sin embargo, obedecía al menor tironcito de rienda que le daba el jinete. "Así debería yo ir montado", pensó Nicolás. Decidió que nomás que fuera rico iba a comprar un caballo exactamente igual a aquel que iba caracoleando delante de él. Apretó el paso hasta emparejarse con el caballo y empezó a platicar con el que lo montaba.
—¡Qué bonito caballo! — dijo Nicolás.
—Lo vendo— contestó el otro.
—¿En cuánto?
—Mil pesos.
Nicolás sacó el billete del huarache, compró el caballo y regresó a su casa montado y muy contento. Les dijo a su mujer y a sus hijos:
—No somos ricos, ni vamos a serlo, pero ya tenemos caballo blanco.
Toda la familia aprendió amontar y vivieron muy felices.
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Me parece buen relato, didáctico divertido.
ResponderEliminarNo tan original pero da un giro distinto.Aqui si se logra el objetivo