miércoles, 3 de agosto de 2016

Regreso, Theodore Sturgeon


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Cuando Paul escapó de su casa, no se encontró con nadie, y no vio a nadie mientras alcanzaba la carretera. La carretera se abría de pronto muy ancha en la vuelta de la loma, pasaba el extremo del camino municipal y se estrechaba hasta perderse en una punta de alfiler clavada en el horizonte. Después de un tiempo Paul pudo ver el coche.

Era largo y nuevo, y bajó un poco el morro cuando el conductor frenó, y cuando se detuvo se balanceó una vez, sobre los blandos y suaves amortiguadores.

El conductor era un hombre grande, grande y ostentoso, con una corbata Stetson gris y una chaqueta de color blanco azulado que no se le arrugaba bajo los brazos. La mujer junto a él tenía una frente ancha y un mentón puntiagudo, y una piel con sombras de melocotón, aunque muy tostada. Su cabello era de ese rojo amarillento que un herrero bautizó una vez como «color pajizo» mientras miraba su forja. La mujer le sonrió al hombre y a Paul casi del mismo modo.

—Hola, hijo —dijo el hombre—. ¿Éste es el camino municipal?

—Sí, señor —dijo Paul—. Así es.

—Ya me parecía —dijo el hombre—. Uno no olvida fácilmente.

—No se ha olvidado —dijo Paul.

—No veo el viejo pueblo desde hace veinte años —dijo el hombre—. Imagino que no habrá cambiado mucho.

—Los sitios viejos no cambian mucho —dijo Paul con desprecio.

—Oh, no son tan malos cuando se vuelve —dijo el hombre—. Odio encadenarme a un sitio toda la vida, sin embargo.

—Yo también —convino Paul—. ¿Usted es de por aquí?

—Claro que sí —dijo el hombre—. Me llamo Roudenbush. ¿Conoces a algún Roudenbush por aquí, muchacho?

—Hay montones en el pueblo —dijo Paul—. Eh, ¿no será usted el Roudenbush que se escapó hace veinte años?

—El mismo —dijo el hombre—. ¿Qué pasó cuando me fui?

—Bueno, aún hoy hablan de usted —dijo Paul—. Su madre se enfermó y murió y su padre pidió perdón públicamente un mes después por haberlo tratado a
usted tan mal.

—Pobre viejo —dijo el hombre—. Me parece que fue un poco duro de mi parte escaparme así, pero él lo quiso.

—Apuesto a que sí.

—Ésta es mi mujer —dijo el hombre.

La mujer le sonrió a Paul otra vez. Paul no podía imaginar qué voz podía tener ella. La mujer se inclinó y abrió el bolsillo de la portezuela. Estaba lleno de cerezas bañadas en chocolate.

—Me enloquecen desde que era chico —dijo el hombre—. Sírvete. Tengo cinco kilos atrás. —Se reclinó en el asiento de cuero, sacó una cigarrera de plata, se puso un cigarrillo entre los dientes y acercó un encendedor que llameó en su mano como una pequeña hoguera. — Sí, señor —dijo el hombre—. Tengo otros dos coches en la ciudad, y un traje de etiqueta con solapas brillantes. Jugué a la bolsa y ahora soy presidente de un ferrocarril. Pasaré otra vez por aquí esta noche, luego de darles una lección a esas gentes del pueblo. Paul sacó un puñado de cerezas con chocolate.

—Qué maravilla —dijo, y caminó carretera abajo. Las cerezas desaparecieron, y el hombre y la mujer y el coche desaparecieron. Pero no importaba—. Será así —dijo el joven Paul Roudenbush—. Será exactamente así. —Y añadió: —Me pregunto cómo se llamará ella.

Quinientos metros más allá estaba el desvío que llevaba a la escuela, y también el ferrocarril con su gran X en un poste donde él siempre leía Paso a nivel. El tren de mercancías de la tarde se acercaba envuelto en humo, lanzando dos pitidos largos, uno corto y uno largo. Cuando era chico, hacía unos dos años, Paul había pensado a veces que la máquina lo saludaba a él: Paul... Roud... n'buh-h-h con el sibilante final visible como una pluma de vapor en el hombro de la máquina de hierro. Paul se acercó trotando al cruce y se detuvo donde la primera tabla agrietada se encontraba con la superficie del camino. Máquina, tender, al Sur, Pennsylvania, Pére Marquette, Canadian Pacific. Coches de todos los sitios, sitios cálidos, sitios fríos, sitios lejanos. Automóviles, automóviles, ganado, cisterna. Cisterna, cisterna, ganado. Refrigerador, refrigerador, automóviles, vagón de cola. Vagón de cola con una bandera roja al viento, y el paso rápido de una ventanilla por donde se vio a un hombre del ferrocarril, de cuello de toro, que se afeitaba con la boca espumosa como un perro rabioso. Luego el tren fue un rectángulo que se alejaba sobre las vías, y sobre él se vio la silueta de un hombre que revisaba los frenos, caminando fácilmente en el viento y la
velocidad, encima de los vagones.

Con el tren en un oído y polvo en el otro, Paul se volvió hacia la carretera. Había un hombre al otro lado de las vías. Paul lo miró boquiabierto.

Llevaba una vieja chaqueta marrón con un cuello gris de piel de oveja, y unos pantalones de lona azul. Les quitaba el polvo ahora con unas manos largas endurecidas por el frío, y una, la derecha, parecía una garra. No tenía dedo anular
ni dedo meñique, y le faltaba una tercera parte de la palma. Del costado del dedo mayor al costado de la muñeca la mano terminaba en una cicatriz de piel flexible y plateada.

El hombre interrumpió su tarea y miró a Paul.

—Hola, muchacho —dijo.

Usaba barba o necesitaba urgentemente una afeitada. Paul podía ver sin embargo la línea que dividía el cuadrado mentón. El hombre tenía unos ojos pálidos como el agua vertida en un vaso luego de haberse bebido uno la leche.

—Hola —dijo Paul, mirando aún aquella mano.

El hombre le preguntó qué pueblo era aquel de la cañada y Paul se lo dijo. Sabía ahora que el hombre era... uno de esos personajes fabulosos que van de un lado a otro en un tren de mercancías. Alcanzan uno rápido que sale de Casey, que va a K.C., Kansas City. Han estado en todas partes y lo han hecho todo, esos hombres, y tienen un lenguaje propio.

El hombre entornó los ojos en dirección al pueblo, como si intentase mirar a través de la loma y ver más lejos.

—El viejo lugar no creció —dijo, y lanzó un escupitajo.

Paul escupió también. -

—Nunca crecerá.

—Eres de ahí.

—Aja.

—Yo también —dijo el hombre sorprendentemente.

—Bueno —dijo Paul—. No parece que usted fuese de estos lados.

El hombre cruzó las vías hacia Paul.

—Sospecho que no. Estuve en muchos sitios desde entonces.

—¿Dónde estuvo? —preguntó Paul.

El hombre miró los ojos abiertos de Paul, y a través de ellos la abierta credulidad de Paul.

—Por todo el mundo —dijo—. Recorrí el país en trenes de mercancías, y los océanos en barcos. —Se desnudó el brazo derecho. — Mira.

Y allí había naturalmente un tatuaje.

—Mujeres —dijo el hombre, cerrando y abriendo su garra para que el tatuaje se retorciera—. Eso es lo que me gusta.

Cerró un ojo pálido, torció la boca y chasqueó un rápido chic-chic.

Paul se pasó la lengua por los labios, escupió otra vez y dijo:

—Sí. Formidable.

El hombre rió. Tenía los dientes estropeados.

—Yo era como tú. Ese pueblo era demasiado chico para mí.

—Para mí también —dijo Paul—. No volveré nunca.

—Oh, volverás. Te gustará mirar otra vez las cosas, y hacer preguntas, y saber qué les ocurrió a tus amigos, y ver qué muerto está todo, de modo que puedes irte otra vez sabiendo que hiciste bien en irte antes. Éste es mi segundo viaje de vuelta. Cada vez que vengo por esta parte del mundo, me llego hasta aquí a reírme un poco. —Miró alrededor y luego otra vez a lo lejos. — ¿Te fugas, muchacho?

—Me fugo —asintió Paul. Le gustó el sonido de las palabras—. Me fugo — repitió.

—¿A dónde vas?

—A la ciudad —dijo Paul—, si antes no encuentro algo que me guste más.

El hombre lo miró un rato.

—Eh, ¿tienes dinero?

Paul meneó la cabeza precavidamente. Tenía dos dólares y noventa y dos centavos. El hombre pareció tomar una decisión; se encogió de hombros.

—Bueno, buena suerte, muchacho. Cuantos más lugares veas, más hombre serás. Una mujer me lo dijo una vez en Sacramento.

—Las... ¡oh! —dijo Paul. Un coche marrón se acercaba al cruce—. ¡El señor Sherman!

—¿Quién es?

—¡El sheriff! ¡Debe de estar buscándome!

—¡El sheriff! Yo me escondo. ¡No me sigas, mocoso! ¡Escapa para el otro lado! —Y el hombre se precipitó terraplén abajo y desapareció entre los matorrales.

Asustado por la repentina dureza del hombre, confundido por la necesidad de una acción inmediata, Paul titubeó un momento, casi bailando, y luego corrió hacia el otro lado. Se echó boca abajo entre unas zarzas, retuvo el aliento y espió el camino. El coche aminoró la marcha casi hasta detenerse. Paul cerró los ojos, aterrorizado. Se oyó el quejido de unos engranajes y el creciente gemido del coche que subía hasta las vías en segunda y entraba suspirando en la carretera.

Paul esperó cinco minutos, y su temor lo dejó exactamente cuando se le secó la transpiración. Salió entonces y corrió a lo largo de la carretera, mirando atentamente a lo lejos por si volvía el coche del sheriff. No vio al hombre de la garra. Pero realmente no había esperado verlo.

Puede ser algo así, pensó. Viajar por todo el mundo. El abuelo solía decir que a esos hombres les pican los pies. Los pies le picaban un poco a Paul, si ponía atención. Hasta le dolían un poco. Podía regresar años más tarde con un tatuaje y una mano mutilada. La gente se fijaría de veras en él. ¡Las historias que podía contar! Corrí por la duna persiguiendo a aquella maravilla rubia. La muchacha gritaba hasta desgañitarse. Había puesto al fin mis manos sobre ella cuando, zas, un lagarto me sacó un pedazo de mano. No me importó. No mientras llevaba a la chica duna arriba. Paul cerró un ojo, torció la boca y chasqueó la lengua. El sonido, de algún modo, le recordó las cerezas con chocolate...

Otro kilómetro y el campo era ya campo abierto. Miraba a un lado y a otro mientras caminaba trabajosamente. A la primera señal del coche marrón tenía que desaparecer. ¡El sheriff! ¡Yo me escondo! Se sintió bien. Podía mantenerse alejado de la ley. Apostaba cualquier cosa. Podía ir a donde quería, hacer lo que quería, volver para reírse un poco de cuando en cuando. Eso era mejor aún que un gran coche y un traje de etiqueta. Mujeres. Una cara maquillada junto a uno en el coche, o, chic-chic, mujeres en todas partes, Sacramento y otras ciudades para decirte qué hombre eres por haber estado en tantos sitios. Sí, sí.

Se oyó un murmullo grave en el cielo. Paul alzó los ojos y vio el aparato, uno de los aviones privados del aeropuerto, que estaba a sesenta kilómetros. Los aviones no eran una novedad, pero Paul nunca había visto uno sin el expresado deseo de que ocurriera algo... no necesariamente que el avión cayera a tierra, aunque eso no estaría mal, sino algo que lo obligara a descender un rato y él pudiera correr y ver salir al piloto, y quizás hablar con él y aun ayudarlo a reparar la avería.

«Venga a verme la próxima vez que esté en el campo», diría a el piloto.

Paul caminó más lentamente, se detuvo y salió al borde de la carretera y se sentó con los pies en la zanja seca. Observó el avión. Se inclinaba y volaba en círculos, iba y volvía, cada vez a menor altura, hasta que pareció correr por encima del prado. Paul pensó que iba a… bueno, sí, ¡iba a aterrizar!

Las ruedas tocaron el suelo, alzaron una nube de polvo amarillo que ocultó la hélice. Tocaron otra vez el suelo, la cola bajó, saltó un poco, y de pronto el avión llevaba unas alas y las alas ya no lo llevaban a él. Eran unas alas anaranjadas y el fuselaje era azul, y brillaba al sol. Las alas temblaron ligeramente mientras el avión se movía por el campo irregular, y Paul sintió que si extendía los brazos y los movía como las alas sentiría aquel estremecimiento en los hombros.

El motor ladró, y las paletas de la hélice se hicieron invisibles mientras el piloto frenaba una rueda y el aparato giraba sobre sí mismo. La hélice, de perfil, fue una línea fantasmal, y luego un disco de vidrio. La máquina resopló y se bamboleó a través del prado hasta que se detuvo a media docena de metros de los alambres y la zanja. Luego, con un rugido, se volvió de costado y el ruido del motor se transformó en un suave pap-tikiti-pap mientras el piloto manejaba diestramente los controles. Paul podía verlo allí, claro como la luz del día, a través del vidrio de la portezuela. El avión era hermoso; quieto parecía volar a trescientos kilómetros por hora. El vidrio de adelante se curvaba sobre la cabeza del piloto. Maravilloso.

El piloto abrió la puerta y saltó al suelo.

—¡Señor! Pensé que tendrían aquí un aeródromo después de tantos años.

—Nunca lo tendrán —dijo Paul—. Hizo usted un buen trabajo.

El piloto se quitó unos guantes largos, miró brevemente el avión y sonrió mostrando los dientes. Era un hombre de hombros muy anchos y casi no tenía caderas. Llevaba una blanda chaqueta de cuero y unas botas apretadas.

—¿Conoces a alguien en el pueblo, hijo?

—A todos, me parece.

—Bueno. Puedes adelantarme todas las noticias antes de ir allá... ¡Eh! ¿No eres tu Paul Roudenbush?

Paul se quedó muy quieto. Él no había dicho eso. Sintió algo helado en las corvas. El avión se desvaneció. El piloto se desvaneció. Paul, sentado con los pies en la zanja, volvió lentamente la cabeza.

Un coche marrón se había detenido a un lado del camino. La portezuela estaba abierta, y allí, con un pie fuera del coche, esperaba el señor Sherman. ¡El sheriff! ¡Yo me escapo!

Paul se pasó la lengua por los labios y dijo:

—Hola, señor Sherman.

—Bueno —dijo el señor Sherman—. Me diste un buen susto. Te vi sentado ahí tan quieto y pensé que te había atropellado un coche o algo parecido.

—Estoy muy bien —dijo Paul débilmente. Se incorporó. Lo mejor era terminar aquello—. Estaba sólo... pensando, creo.

Pensando, y ahora lo habían sorprendido, y los pensamientos corrían atravesándolo como los vagones del tren de la tarde; pensamientos de lugares cálidos, lugares fríos, lugares lejanos. Bolsa de acciones, coche, garra, garra, avión. Mujeres, mujeres, encendedor, aeródromo. Pensamientos que fueron reales, pensamientos que él había creado; lo envolvían en un rugido y un torbellino, y lo dejaban allí, de pie, frente al señor Sherman, que lo había alcanzado al fin.

—Pensando, ¿eh? Bueno, es un alivio —dijo el señor Sherman.

Cerró la puerta, encendió el motor.

—Señor Sherman, ¿no...?

—¿No qué, hijo?

—Nada, señor Sherman, nada.

—Eres un muchacho raro —dijo el señor Sherman sacudiendo la cabeza— Oye, vuelvo al pueblo. ¿Quieres que te lleve? Es casi hora de cenar.

—No, gracias —dijo Paul inmediatamente y con gran sinceridad.

Paul miró el coche marrón que se ponía en marcha, y pensó. El coche iba al pueblo. Sin él. El señor Sherman no sabía que se había escapado. ¿Por qué? Bueno, quizá no lo habían echado de menos aún. A no ser que... a no ser que no les importara que volviera o no. No, no, ¡eso no podía ser! El coche pasaría justo frente a su casa; pronto estaría en el pueblo. No era una casa muy buena. Allí, sin embargo, estaba su cuarto. Pequeño, pero absolutamente suyo.

Los otros modos de regresar tenían ciertas dificultades. Llevaba tiempo especular en la bolsa, casarse, comprar un avión. Probablemente se tardaba bastante en cortarse la mano. Pero de este modo...

De pronto estaba en medio de la carretera, gritando:

—¡Señor Sherman! ¡Señor Sherman!

El señor Sherman no lo oyó, pero lo vio por el espejo. Se detuvo y retrocedió un poco. Paul subió al coche, murmuró unas gracias, y se sentó jadeando. Recuperó el aliento cuando entraban en el camino municipal.

El señor Sherman miró de pronto al chico.

—Paul.

—Sí, señor.

—Se me acaba de ocurrir. Estabas allí en el cruce. ¿No estabas escapándote?

—No —dijo Paul, con una mirada que expresaba ante todo perplejidad— Estaba volviendo.

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