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sábado, 27 de febrero de 2016
El médico, Thomas Ligotti
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Otra fiesta, en esta ocasión muy apartada: una destartalada casa vieja al borde del bosque, y pinos de fondo que aguijoneaban la luna. Todo el mundo tenía un aspecto horrible, el peor que jamás hubiera visto, pero, de alguna manera, vestían con elegancia. Las mujeres, con rostros color de cera, llevaban largos vestidos con lar-gas mangas rematadas en guantes de satén; medias negras cubrían lo poco que podía ver de sus piernas; y el poco pelo que les quedaba lo usaban para ocultar, con patética precariedad, la amarillenta y sebosa piel de sus frentes, mandíbulas y mejillas. Un minucioso maquillaje de ojos les ayudaba enormemente. Por su parte, los hombres recurrían a gafas oscuras y grandes sombreros con amplias alas un tanto lacias. Al menos, la mayoría de los hombres iban así ataviados (¡en esta ocasión!); y cuánto deseé que los que no iban así cubiertos lo estuvieran. Todos sostenían copas de champán de delicados tallos de cristal y galaxias de burbujas, pero incluso un cristal tan exquisito parecía sobrecargar en exceso sus delgadas manos difíciles de controlar. Era de suponer que se derramaba bebida con frecuencia, aun-que, como siempre, se esforzaban por que las pérdidas de líquido fueran mínimas. Fui testigo de dos de estos contratiempos, que dejaron empapados los frontales de los caros vestidos de noche de las pobres víctimas, y estoy seguro de que hubo muchos más. Afortunadamente, el champán era un líquido incoloro (el doctor había mostrado gran consideración en este detalle), y sólo dejaba un manchón de humedad que se secaba pronto.
Decidí llevar gafas oscuras para variar, pero mi espesa cabellera peinada seguía distinguiéndome entre la multitud. El doctor me reconoció casi inmediatamente y me guió hacia un rincón tranquilo.
-Podrías haberte puesto también un sombrero, ¿sabes? -r te recriminó.
-Tú nunca llevas ni sombrero ni gafas -contesté-. Y siempre he querido preguntarte por qué te gusta llevar esa espesa barba. Debe de ser desesperante para todos los hombres en este salón, a excepción de mí mismo.
-Soy su médico. Aunque en ocasiones me detesten por ello, en corazones se alegran de que yo no sea como ellos. ¿Qué te parece fiesta?
Por alguna razón, no me apeteció entretenerme con las mentiras habituales.
-No esperarás que esté entusiasmado -dije, pero el doctor fingió no oírme. Aunque parezca extraño, creo que realmente posee cierto orgullo de anfitrión al abordar estos tristes asuntos. Mientras que mi propia compostura puede ser sólo atribuida a una taciturna necesidad del dinero del buen doctor, él parece estar totalmente cómodo con lo horrible.
-Has llegado un poco pronto esta noche, ¿no? -pregunto mirando su reloj.
-¿Quieres que me vaya?
-No, en absoluto. Es sólo que, bueno, ya ves lo nerviosos que se están poniendo desde que has llegado. Creo que pensaban que tendrían más tiempo. Podrías mostrar un poco más de consideración.
-¿Y qué lograría mostrando más consideración? -dije con un tenso susurro-. ¿Crees que eso mejoraría las cosas?
Sabía que no y no respondió nada.
-¿Quieres que desaparezca durante un rato? -dije, cubriendo discretamente las palabras con mi mano. El doctor asintió con grave-dad-. Creo que me perderé por las habitaciones del piso de arriba de esta grande y hermosa casa. Avísame o lo que sea cuando quieras que comience.
Se rascó la barba ruidosamente, lo cual interpreté como la de que me fuera.
Permanecí en el piso de arriba mucho más tiempo que nunca antes. Las luces no funcionaban. Sentado en un trapecio de luz de luna durante muchos silenciosos minutos. Comencé a preocuparme y bajé de nuevo al piso de abajo antes de que el doctor me diera luz verde.
Estaba todo muy silencioso, demasiado. El doctor estaba derrumbado a los pies de la escalera, tenía el rostro enterrado entre las manos. Estaba sollozando débilmente y se decía a sí mismo:
—Mal, mal, está todo mal.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté—. ¿Dónde está todo el mundo?
—Han huido todos por la puerta trasera —dijo, señalando la dirección—. Deben de estar ya en el lago.
—Ningún problema —dije consolándole—. Lo haré allí.
Me miró directamente a los ojos, y no me gustó la mirada de sus viejos ojos de cirujano.
—No lo entiendes.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, aunque no habría sido necesario.
—Todavía conservan bastante de sus cerebros —respondió él, aun-que también en este caso no habría sido necesario. Pero me sorprendió cuando añadió—: Y bocas también. Bocas que pueden hablarte.
No había ninguna razón para que vacilara ni un segundo más, ni para seguir pensando sobre todo ello. Avancé rápidamente, aunque sin perder la compostura, hacia la puerta en la parte trasera de la vivienda; pero, en cuanto se cerró de golpe tras de mí, me puse a correr tan rápido como pude hasta el lago entre los pinos. La luna arriba estaba llena, brillante y hermosa.
Seguí las voces que se mezclaban con los sonidos del viento. Cuando llegué al lago, los vi gateando por la orilla. Pero algunos de ellos ya habían comenzado esa especie de baile tan terrible de con-templar: ninguno de ellos era más grande que un plato y sus múltiples patas (que ya tenían pinzas) irradiando alrededor, lo que les hacía parecer molinetes sacrílegos girando bajo la luz de la luna. Muy aterrador. Y el doctor tenía razón, aún les quedaba mucho cerebro. Demasiado... sabían lo que les estaba ocurriendo. No como las otras veces. Y tenían sus bocas, sin duda, justo en medio de sus crispados cuerpos rosáceos. Cuando se apercibieron de mi presencia comenzaron a corretear alrededor de mis pies.
—Mátanos, mátanos —gritaban con sus múltiples pequeña voces—. Mátanos antes de que cambiemos aún más. Algunos nosotros estamos estamos bailando. Otros se han hundido en el lago para siempre. Mátanos, por favor, mátanos.
—Para eso estoy aquí —dije, pero sólo entre dientes.
Recogí unas cuantas rocas pesadas y comencé a trabajar. Creo que conseguí acabar con todos. Más tarde, cuando regresé a la casa, le dije al doctor que había acabado con todos. Y él no dudó de mi palabra. Necesitaba creerme, pobre hombre. Además, me prometió que tomaría precauciones para asegurarse de que este tipo de cosas no volvieran a pasar nunca más. Me pagó un dinero extra que que todo hubiera valido la pena.
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