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sábado, 20 de febrero de 2016
Tlactocatzine, del jardín de Flandes
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19 Sept. ¡El licenciado Brambila tiene cada idea! Ahora acaba de comprar esa vieja mansión del Puente de Alvarado, suntuosa pero inservible, construida en tiempos de la Intervención Francesa. Naturalmente, supuse que se trataba de una de tantas operaciones del licenciado, y que su propósito, como en otra ocasión, sería el de demoler la casa y vender el terreno a buen precio, o en todo caso construir allí un edificio para oficinas y comercios. Esto, como digo, creía yo entonces. No fue poca mi sorpresa cuando el licenciado me comunicó sus intenciones: la casa, con su maravilloso parquet, sus brillantes candiles, serviría para dar fiestas y hospedar a sus colegas norteamericanos —historia, folklore, elegancia reunidos—. Yo debería pasarme a vivir algún tiempo a la mansión, pues Brambila, tan bien impresionado por todo lo demás, sentía cierta falta de calor humano en esas piezas, de hecho deshabitadas desde 1910, cuando la familia huyó a Francia. Atendida por un matrimonio de criados que vivían en la azotea, mantenida limpia y brillante —aunque sin más mobiliario que un magnífico Pleyel en la sala durante cuarenta años—, se respiraba en ella (añadió el licenciado Brambila) un frío muy especial, notoriamente intenso con relación al que se sentiría en la calle.
—Mire, mi güero. Puede usted invitar a sus amigos a charlar, a tomar la copa. Se le instalará lo indispensable. Lea, escriba, lleve su vida habitual.
Y el licenciado partió en avión a Washington, dejándome conmovido ante su fe inmensa en mis poderes de calefacción.
19 Sept. Esa misma tarde me trasladé con una maleta al Puente de Alvarado. La mansión es en verdad hermosa, por más que la fachada se encargue de negarlo, con su exceso de capiteles jónicos y cariátides del Segundo Imperio. El salón, con vista a la calle, tiene un piso oloroso y brillante, y las paredes, apenas manchadas por los rectángulos espectrales donde antes colgaban los cuadros, son de un azul tibio, anclado en lo antiguo, ajeno a lo puramente viejo.
Los retablos de la bóveda (Zobeniga, el embarcadero de Juan y Pablo, Santa María de la Salud) fueron pintados por los discípulos de Francesco Guardi. Las alcobas, forradas de terciopelo azul, y los pasillos, túneles de maderas, lisas y labradas, olmo, ébano y boj, en el estilo flamenco de Viet Stoss algunas, otras más cercanas a Berruguete, al fasto dócil de los maestros de Pisa.
Especialmente, me ha gustado la biblioteca. Ésta se encuentra a espaldas de la casa, y sus ventanas son las únicas que miran al jardín, pequeño, cuadrado, lunar de siemprevivas, sus tres muros acolchonados de enredadera. No encontré entonces las llaves de la ventana, y sólo por ella puede pasarse al jardín. En él, leyendo y fumando, habrá de empezar mi labor humanizante de esta isla de antigüedad. Rojas, blancas, las siemprevivas brillaban bajo la lluvia; una banca del viejo estilo, de fierro verde retorcido en forma de hojas, y el pasto suave, mojado, hecho un poco de caricias y persistencia. Ahora que escribo, las asociaciones del jardín me traen, sin duda, las cadencias de Rodenbach... Dans l'horizon du soir où le soleil recule... la fumée éphémère et pacifique ondule... comme une gaze où des prunelles sont cachées; et l'on sent, rien qu’à voir ces brumes détachées, un douloureux regret de ciel et de voyage...
20 Sept. Aquí se está lejos de los «males parasitarios» de México. Menos de veinticuatro horas entre estos muros, que son de una sensibilidad, de un fluir que corresponde a otros litorales, me han inducido a un reposo lúcido, a un sentimiento de las inminencias; en todo momento, creo percibir con agudeza mayor determinados perfumes propios de mi nueva habitación, ciertas siluetas de memoria que, conocidas otras veces en pequeños relámpagos, hoy se dilatan y corren con la viveza y lentitud de un río. Entre los remaches de la ciudad, ¿cuándo he sentido el cambio de las estaciones? Más: no lo sentimos en México; una estación se diluye en otra sin cambiar de paso, «primavera inmortal y sus indicios»; y las estaciones pierden su carácter de novedad reiterada, de casilleros con ritmos, ritos y goces propios de fronteras a las que enlazar nostalgias y proyectos, de señas que nutran y cuajen la conciencia. Mañana es el equinoccio. Hoy, aquí, sí he vuelto a experimentar, con un dejo nórdico, la llegada del otoño. Sobre el jardín que observo mientras escribo, se ha desbaratado un velo gris; de ayer a hoy, algunas hojas han caído del emparrado, hinchando el césped; otras, comienzan a dorarse, y la lluvia incesante parece lavar lo verde, llevárselo a la tierra. El humo del otoño cubre el jardín hasta las tapias, y casi podría decirse que se escuchan pasos, lentos, con peso de respiración, entre las hojas caídas.
21 Sept. Por fin, he logrado abrir la ventana de la biblioteca. Salí al jardín. Sigue esta llovizna, imperceptible y pertinaz. Si ya en la casa rozaba la epidermis de otro mundo, en el jardín me pareció llegar a sus nervios. Esas siluetas de memoria, de inminencia, que noté ayer, se crispan en el jardín; las siemprevivas no son las que conozco: éstas están atravesadas de un perfume que se hace doloroso, como si las acabaran de recoger en una cripta, después de años entre polvo y mármoles. Y la lluvia misma remueve, en el pasto, otros colores que quiero insertar en ciudades, en ventanas; de pie en el centro del jardín, cerré los ojos... tabaco javanés y aceras mojadas... arenque... tufos de cerveza, vapor de bosques, troncos de encina... Girando, quise retener de un golpe la impresión de este cuadrilátero de luz incierta, que incluso a la intemperie parece filtrarse por vitrales amarillos, brillar en los braseros, hacerse melancolía aun antes de ser luz... y el verdor de las enredaderas, no era el acostumbrado en la tierra cocida de las mesetas; tenía otra suavidad, en que las copas lejanas de los árboles son azules y las piedras se cubren con limos grotescos... ¡Memling, por una de sus ventanas había yo visto este mismo paisaje, entre las pupilas de una virgen y el reflejo de los cobres! Era un paisaje ficticio, inventado. ¡El jardín no estaba en México!... y la lluviecilla... Entré corriendo a la casa, atravesé el pasillo, penetré al salón y pegué la nariz en la ventana: en la Avenida del Puente de Alvarado, rugían las sinfonolas, los tranvías y el sol, sol monótono, Dios-Sol sin matices ni efigies en sus rayos, Sol-piedra estacionario, sol de los siglos breves. Regresé a la biblioteca: la llovizna del jardín persistía, vieja, encapotada.
21 Sept. He permanecido, mi aliento empañando los cristales, viendo el jardín. Quizás horas, la mirada fija en su reducido espacio. Fija en el césped, a cada instante más poblado de hojas. Luego, sentí el ruido sordo, el zumbido que parecía salir de sí mismo, y levanté la cara. En el jardín, casi frente a la mía, otra cara, levemente ladeada, observaba mis ojos. Un resorte instintivo me hizo saltar hacia atrás. La cara del jardín no varió su mirada, intransmisible en la sombra de las cuencas. Me dio la espalda, no distinguí más que su pequeño bulto, negro y encorvado, y escondí entre los dedos mis ojos.
22 Sept. No hay teléfono en la casa, pero podría salir a la avenida, llamar a mis amigos, irme al Roxy... ¡pero si estoy viviendo en mi ciudad, entre mi gente! ¿porqué no puedo arrancarme de esta casa, diría mejor, de mi puesto en la ventana que mira al jardín?
22 Sept. No me voy a asustar porque alguien saltó la tapia y entró al jardín. Voy a esperar toda la tarde, ¡sigue lloviendo, día y noche!, y agarrar al intruso... Estaba dormitando en el sillón, frente a la ventana, cuando me despertó la intensidad del olor a siempreviva. Sin vacilar, clavé la vista en el jardín —allí estaba. Recogiendo las flores, formando un ramillete entre sus manos pequeñas y amarillas... Era una viejecita... tendría ochenta años, cuando menos, ¿pero cómo se atrevía a entrar, o por dónde entraba? Mientras desprendía las flores, la observé: delgada, seca, vestía de negro. Falda hasta el suelo, que iba recogiendo rocío y tréboles, la tela caía con la pesantez, ligera pesantez, de una textura de Caravaggio; el saco negro, abotonado hasta el cuello, y el tronco doblegado, aterido. Ensombrecía la cara una cofia de encaje negro, ocultando el pelo blanco y despeinado de la anciana. Sólo pude distinguir los labios, sin sangre, que con el color pálido de su carne penetraban en la boca recta, arqueada en la sonrisa más leve, más triste, más permanente y desprendida de toda motivación.
Levantó la vista; en sus ojos no había ojos... era como si un camino, un paisaje nocturno partiera de los párpados arrugados, partiera hacia adentro, hacia un viaje infinito en cada segundo. La anciana se inclinó a recoger un capullo rojo; de perfil, sus facciones de halcón, sus mejillas hundidas, vibraban con los ángulos de la guadaña. Ahora caminaba, ¿hacia...? No, no diré que cruzó la enredadera y el muro, que se evaporó, que penetró en la tierra o ascendió al cielo; en el jardín pareció abrirse un sendero, tan natural que a primera vista no me percaté de su aparición, y por él, con... lo sabía, lo había escuchado ya... con la lentitud de los rumbos perdidos, con el peso de la respiración, mi visitante se fue caminando bajo la lluvia.
23 Sept. Me encerré en la alcoba; atranqué la puerta con lo que encontré a mano. Posiblemente no serviría para nada; por lo menos, pensé que me permitiría hacerme la ilusión de poder dormir tranquilo. Esas pisadas lentas, siempre sobre hojas secas, creía escucharlas a cada instante; sabía que no eran ciertas, hasta que sentí el mínimo crujido junto a la puerta, y luego el frotar por la rendija. Encendí la luz: la esquina de un sobre asomaba sobre el terciopelo del piso. Detuve un minuto su contenido en la mano; papel viejo, suntuoso, palo de rosa. Escrita con una letra de araña, empinada y grande, la carta contenía una sola palabra:
TLACTOCATZINE
23 Sept. Debe venir, como ayer y anteayer, a la caída del sol. Hoy le dirigiré la palabra; no podrá escaparse, la seguiré por su camino, oculto entre las enredaderas...
23 Sept. Sonaban las seis cuando escuché música en el salón; era el famoso Pleyel, tocando valses. A medida que me acerqué, el ruido cesó. Regresé a la biblioteca: ella estaba en el jardín; ahora daba pequeños saltos, describía un movimiento... como el de una niña que juega con su aro. Abrí la ventana; salí. Exactamente, no sé qué sucedió; sentí que el cielo, que el aire mismo, bajaban un peldaño, caían sobre el jardín; el aire se hacía monótono, profundo, y todo ruido se suspendía. La anciana me miró, su sonrisa siempre idéntica, sus ojos extraviados en el fondo del mundo; abrió la boca, movió los labios: ningún sonido emanaba de aquella comisura pálida; el jardín se comprimió como una esponja, el frío metió sus dedos en mi carne...
24 Sept. Después de la aparición del atardecer, recobré el conocimiento sentado en el sillón de la biblioteca; la ventana estaba cerrada; el jardín solitario. El olor de las siemprevivas se ha esparcido por la casa; su intensidad es particular en la recámara. Allí esperé una nueva misiva, otra señal de la anciana. Sus palabras, carne de silencio, querían decirme algo... A las once de la noche, sentí cerca de mí la luz parda del jardín. Nuevamente, el roce de las faldas largas y tiesas junto a la puerta; allí estaba la carta:
Amado mío:
La luna acaba de asomarse y la escucho cantar;
todo es tan indescriptiblemente bello.
Me vestí y bajé a la biblioteca; un velo hecho luz cubría a la anciana, sentada en la banca del jardín. Llegué junto a ella, entre el zumbar de abejorros; el mismo aire, del cual el ruido desaparece, envolvía su presencia. La luz blanca agitó mis cabellos, y la anciana me tomó de las manos, las besó; su piel apretó la mía. Lo supe por revelación, porque mis ojos decían lo que el tacto no corroboraba: sus manos en las mías, no tocaba sino viento pesado y frío, adivinaba hielo opaco en el esqueleto de esta figura que, de hinojos, movía sus labios en una letanía de ritmos vedados. Las siemprevivas temblaban, solas, independientes del viento.
Su olor era de féretro. De allí venían, todas, de una tumba; allí germinaban, allí eran llevadas todas las tardes por las manos espectrales de una anciana... y el ruido regresó, la lluvia se llenó de amplificadores, y la voz, coagulada, eco de las sangres vertidas que aún transitan en cópula con la tierra, gritó:
—¡Kapuzinergruft! ¡Kapuzinergruft!
Me arranqué de sus manos, corrí a la puerta de la mansión —hasta allá me perseguían los rumores locos de su voz, las cavernas de una garganta de muertes ahogadas—, caí temblando, agarrado a la manija, sin fuerza para moverla.
De nada sirvió; no era posible abrirla.
Está sellada, con una laca roja y espesa. En el centro, un escudo de armas brilla en la noche, su águila de coronas, el perfil de la anciana, lanza la intensidad congelada de una clausura definitiva.
Esa noche escuché a mis espaldas —no sabía que lo iba a escuchar por siempre— el roce de las faldas sobre el piso; camina con una nueva alegría extraviada, sus ademanes son reiterativos y delatan satisfacción. Satisfacción de carcelero, de compañía, de prisión eterna. Satisfacción de soledades compartidas. Era su voz de nuevo, acercándose, sus labios junto a mi oreja, su aliento fabricado de espuma y tierra sepultada:
—... y no nos dejaban jugar con los aros, Max, nos lo prohibían; teníamos que llevarlos en la mano, durante nuestros paseos por los jardines de Bruselas... pero eso ya te lo conté en una carta, en la que te escribía de Bouchot, ¿recuerdas? Pero desde ahora, no más cartas, ya estamos juntos para siempre, los dos en este castillo... Nunca saldremos; nunca dejaremos entrar a nadie...
Oh, Max, contesta, las siemprevivas, las que te llevo en las tardes a la cripta de los capuchinos, ¿no saben frescas? Son como las que te ofrendaron cuando llegamos aquí, tú, Tlactocatzine... Nis tiquimopielia inin maxochtzintl...
Y sobre el escudo leí la inscripción:
CHARLOTTE, KAISERIN VON
MEXIKO
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