martes, 2 de febrero de 2016

El hombre de los bosques, Hermann Hesse


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En el comienzo de las primeras edades, antes de que la humanidad se extendiera por la tierra, existían los hombres de los bosques. Vivían aislados y empavorecidos en la penumbra de las selvas tropicales, en constante pelea con sus parientes los monos, y toda su existencia estaba presidida por una única divinidad y una única ley; el bosque. El Bosque era patria, refugio, cuna, nido y sepulcro, y fuera del bosque no cabía pensar en vivir. Se evitaba llegar hasta sus lindes, y el que por un azar especial de caza o huida era empujado hasta ellos contaba tembloroso y angustiado, del alucinante espacio vacío, donde fulguraba la espantosa nada en mortales rayos solares.

Érase un viejo hombre de los bosques que había huido decenios atrás, perseguido por animales salvajes más allá del último extremo del bosque e inmediatamente se había quedado ciego. Era a la sazón una especie de sacerdote y santo y se llamaba Mata Dalam (el de los ojos interiores): había compuesto el himno sagrado del bosque, que se cantaba en las grandes tormentas, y tenía amplía audiencia entre los hombres del bosque. Su gloria y su secreto consistían en que había visto con sus ojos el sol, sin haber muerto.

Los hombres del bosque eran pequeños y morenos y de fuerte pelambre, caminaban agachados y tenían medrosos ojos salvajes. Podían moverse como hombres y como monos y se sentían tan seguros en las ramas de los árboles como en tierra. No sabían hacer casas ni cabañas, pero sí armas de diversas clases, así como ornamentos. Fabricaban arcos, flechas, lanzas y mazas de maderas duras, collares de fibra, guarnecidos de bayas o nueces secas; llevaban alrededor del cuello o en el cabello sus dijes: dientes de jabalí, garras de tigre, plumas de papagayo, moluscos de río. En medio del bosque infinito fluía el gran río, pero los hombres del bosque sólo de noche osaban acercarse a sus orillas, y muchos no lo habían visto nunca. Los más audaces se deslizaban a veces, por la noche, desde la espesura, medrosos y al acecho, atisbando al tenue resplandor los elefantes bañándose, miraban a través de las ramas colgantes y contemplaban espantados, por entre la malla de los manglares tupidos, las estrellas titilantes. Jamás miraban al sol, y se consideraba extremadamente peligroso fijar la vista en su reflejo durante el verano.

A aquella tribu del bosque, que presidía el ciego Mata Dalam, pertenecía el joven Kubu, y éste era el jefe y representante de los jóvenes y los descontentos. Porque existía gente descontenta, desde que Mata Dalam envejeciera y se hiciera más tiránico. Sus prerrogativas habían consistido hasta entonces en que él, el ciego, fuera sustentado por los demás, y también se le pedía consejo y se cantaba su himno del bosque. Pero unos pocos jóvenes y descreídos aseguraban que el viejo era un impostor y solo buscaba su propio provecho.

La última novedad que Mata Dalam había introducido era una fiesta de novilunio en la que él se sentaba en el centro de un círculo y tocaba el tambor cortical. La gente debía danzar dentro del círculo y cantar la canción gol elah hasta agotarse y caer todos rendidos, de rodillas. Entonces tenían que horadarse la oreja izquierda con una espina, y las mujeres jóvenes habían de ser llevadas al sacerdote y éste horadaba a cada una la oreja con la espina.

Kubu, junto con algunos de sus coetáneos, había rehusado someterse a esta práctica y su idea era incitar a las muchachas jóvenes a la resistencia. En una ocasión estuvieron a. punto de triunfar y de romper el poderío del sacerdote. El viejo estaba celebrando un novilunio y horadaba a las jovencitas la oreja izquierda. Pero una joven fuerte lanzó gritos espantosos y opuso resistencia, y entonces sucedió que el ciego clavó la espina en el ojo de la muchacha, y el ojo saltó. En aquel momento la joven grito tan desesperadamente, que todos acudieron, y al ver lo que había pasado, enmudecieron impresionados e indignados. Entonces los jóvenes se mezclaron en el tumulto y Kubu se atrevió a sujetarle al sacerdote por la espalda; pero el viejo se levantó delante de su tambor y profirió con voz cascada y sarcástica una maldición tan horripilante, que todos huyeron aterrados y al joven mismo se le heló el corazón de espanto. El viejo sacerdote dijo frases cuyo sentido estricto nadie pudo entender, que en su estilo y tono violento y tremebundo evocaban las temibles palabras sacrales del culto. Maldijo los ojos del joven, que destinó a ser pasto de los buitres, y maldijo sus entrañas, de las que profetizó que un día serían calcinadas en campo abierto por el sol. Luego ordeno al sacerdote, que a la sazón tenia más poder que nunca, que trajeran de nuevo a la muchacha a su presencia y le clavó la espina también en el segundo ojo; todos presenciaron aterrorizados la escena y nadie osó rechistar.

- Morirás fuera – había maldecido el viejo a Kubu, y desde entonces todos rehuyeron al joven como un ser sin remedio. «Fuera» significaba fuera de la patria, fuera de la penumbra del bosque. Fuera significaba pavor, sol abrasador vacío ardiente y mortal.
Kubu, aterrado, huyó lejos, y cuando vio que todos le evitaban, se ocultó en un tronco hueco y se dio por perdido. Allí pasó días y noches, oscilando entre el miedo mortal y la, obstinación, sin saber sí la gente de su tribu vendría para matarle, o si el mismo sol iba a irrumpir en el bosque y le iba a asediar, perseguir y liquidar. Pero allí no llegó ni la flecha ni la lanza, ni el sol ni el rayo fulminante; sólo llegó un profundo abatimiento y la voz apremiante del hambre.

Entonces Kubu se levantó y descendió del árbol, medroso y con un sentimiento casi de decepción.

-No me ha pasado nada con la maldición del sacerdote -dijo asombrado, y fue a buscar comida, y tras haberse alimentado y sentir de nuevo la vida correr por sus miembros, retornaron a su alma el orgullo y el odio. Ya no quería volver a los suyos. Ahora quería ser un solitario y un expulsado, objeto de odio, y a quien el sacerdote, la bestia ciega, había fulminado con sus maldiciones impotentes. Quería vivir solo para siempre, pero antes quería tomarse su venganza.

Y fue y reflexionó. Pensó sobre aquello que siempre había despertado sus dudas y le había parecido impostura, y ante todo sobre el tambor del sacerdote y sus fiestas, y cuanto más pensaba y más tiempo pasaba solo, con tanta mayor claridad pudo ver que sí, que era engaño, que todo era engaño y mentira. Y como había llegado tan lejos, siguió pensando y enfocó su desconfianza, que ya había ganado en lucidez, hacia todo lo que se hacía pasar como verdadero y sagrado. ¿Qué pensar, por ejemplo, del dios del bosque y de la canción sagrada? Oh, también eso era nada, también eso era impostura. Y superando un terror íntimo, entonó la canción del bosque con voz irónica y despectiva trastocando todas las palabras, y pronunció tres veces el nombre de la divinidad, que fuera del sacerdote nadie podía proferir bajo pena de muerte, y quedó tan tranquilo y no se desató ninguna tempestad ni le hirió ningún rayo.

Durante varios días y semanas anduvo errante el solitario, con la frente contraída y la mirada punzante. También se fue durante el plenilunio a la orilla del río, cosa que aún nadie había osado jamás. Allí miró primero el reflejo de la luna y luego la misma luna llena, y las estrellas por largo rato y con valentía, y no le sobrevino ninguna desgracia. Se pasó noches enteras en la ribera, embriagándose de luz prohibida y dando rienda suelta a sus pensamientos. Muchos planes audaces y terribles afloraron en su alma. La luna es mi amiga, pensó, y la estrella es mi amiga, mientras que el ciego es mi enemigo. Entonces el «exterior» es quizá mejor que nuestro interior, y tal vez toda la sacralidad del bosque es una patraña. Y una noche dio, anticipándose a muchas generaciones, en la temeraria e increíble idea de que cabría atar con fibra algunas ramas de árbol, colocarse encima y atravesar la corriente. Sus ojos se iluminaron y su corazón latió con violencia. Pero no había nada que hacer; el río estaba plagado de cocodrilos.

Entonces no le quedó otro camino de futuro que el de abandonar el bosque, alcanzar su linde, caso de que el bosque tuviese realmente un término, y confiarse luego al ardiente vacío, el terrible «exterior». Tenía que ir a ver a aquel monstruo, el sol, y exponerse a él. Pues...¿quién sabe? al final podía resultar también la terribilisima doctrina del sol una mentira.

Este pensamiento, el último de una serie audaz, frenética, hizo estremecerse a Kubu. Jamás a lo largo de todas las épocas había osado un hombre del bosque abandonar voluntariamente éste y exponerse al terrible sol. Y paso días y días rumiando la idea. Finalmente, se armó de valor. Se deslizó, temblando, en la claridad del mediodía hacía el río, se aproximó sigiloso a la luminosa orilla y buscó con ojos espantados la imagen del sol en el agua. El resplandor hirió dolorosamente y cegó sus ojos, tuvo que cerrarlos al instante, pero tras una pausa volvió a abrirlos, y así reiteradamente, y tuvo éxito. Era posible " tolerarlo “, incluso era gozoso y confortador. Kubu se familiarizó con el sol. Lo amó, aunque le podía matar, y odió en cambio el viejo bosque... sombrío y sospechoso, donde los sacerdotes torturaban y donde él, el joven y el valeroso, fuera proscrito y expulsado.

Ahora había madurado su decisión y puso manos a la obra como quien va a recoger un dulce fruto. Con un martillo nuevo, ligero, de jabí, al que había provisto de un mango fino, se fue a la madrugada siguiente en busca del Mata Dalam, descubrió su huella y le encontró a él mismo, le golpeó la cabeza con el martillo y vio cómo su alma escapaba de su boca torcida. Colocó el arma sobre su pecho, para que se supiera quién había matado al viejo, y sobre la tersa superficie del martillo pergeñó trabajosamente, con una concha de molusco, un dibujo que representaba un disco con muchos rayos rectilíneos: la imagen del sol.

Emprendió animoso su peregrinaje hacia el lejano «exterior» y caminó de la mañana a la noche en la misma dirección, durmió en la enramada y de madrugada continuó la marcha, y así durante días, atravesando riachuelos y pantanos, hasta que llego a una comarca escarpada con capas de piedras cubiertas de musgo como jamás había visto, y subiendo hacia la montaña, siempre entre bosques, se vio finalmente obstaculizado por desfiladeros, de suerte que a la postre llego a dudar, se dejo llevar del desanimo y le vino el pensamiento que quizá a los habitantes del bosque les estaba vedado por un dios abandonar su patria.

Y por fin un atardecer, tras un largo tiempo de constante ascensión y respirando una atmósfera cada vez más alta, más seca y más ligera, llegó de improviso al limite. Se acabó el bosque, pero con el bosque cesó también la tierra firme; el bosque se lanzaba allí al vacío del aire, como si en aquel punto cesara el mundo. No se veía otra cosa que un lejano y tenue arrebol y allá arriba unas estrellas, pues va había empezado a anochecer.

Kubu se sentó en el confín del mundo y se agarró a las plantas trepadoras para no precipitarse en el vacío. Aterrado y con honda excitación pasó la noche acurrucado sin pegar ojo, y con las primeras luces de la madrugada se puso en pie impaciente y aguardó, asomado sobre el vacío, a que se hiciera de día.

Franjas gualdas de bella luz se encendieron en la lejanía, y el cielo parecía estremecerse de expectativa como se estremecía Kubu, que nunca había visto amanecer en el espacio anchuroso. Haces de rayos dorados iluminaron el horizonte, y súbitamente asomó en el cielo, más allá de la enorme garganta del mundo, el sol rubicundo y magnífico. Asomó desde una nada infinita y grisácea, que pronto se tornó de color azul oscuro: el mar.

Ante el estremecido hombre de los bosques se había desvelado el «exterior». A sus pies la montaña se precipitaba hasta profundidades invisibles y humeantes, enfrente se alzaba rosácea y con irisaciones de pedrería una cordillera rocosa, a un flanco se extendía lejano e imponente el mar oscuro, y la costa corría blanca y espumosa, adornada de pequeños árboles cimbreantes. Y sobre todo esto, sobre las mil formas nuevas, extrañas y poderosas se elevaba el sol y derramaba un torrente de luz al mundo, que fulguraba en brillantes colores.

Kubu no pudo mirar al sol de frente. Pero vio derramarse su luz en ondas policromas por montes, rocas y costas e inundar las lejanas islas azules, y se postró en tierra e inclinó la cabeza ante los dioses de aquel mundo radiante. Ay, ¿quién era él, Kubu? Era un pequeño e inmundo animal, que se había pasado toda su aletargada existencia en la ciénaga oscura del bosque virgen, medroso y sombrío y sometido a diosecillos infames. Pero ahí estaba el mundo y su dios supremo era el Sol; el prolongado y vergonzoso sueño de su vida en el bosque quedaba atrás, y ahora comenzaba a disiparse en su alma junto con la lívida imagen del sacerdote muerto. Ayudándose de las manos y los pies bajo Kubu al fondo del abismo abrupto, de cara a la luz y a la mar, y en su alma vibró, en fugaz transporte de dicha, la imagen embelesadora de una tierra luminosa regida por el sol, donde vivieran seres limpios, liberados y que a nadie estuvieran sometidos sino al sol.

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