lunes, 4 de enero de 2016

A la espera, Ramsey Campbell


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Cincuenta años después, volvió. Había estado en el colegio y en la Universidad; tras un año de buscar empleo sin ningún resultado, empezó a escribir una novela: rápidamente destacó como uno de los mejores libros que se había escrito hablando de la infancia; nunca dejó de reeditarse. Antes de que lo llamasen de Hollywood para que escribiese el guión cinematográfico de su novela, había estado casado y se había divorciado; tuvo un asuntillo con una actriz, antes de que el novio de ella le enviase una limusina, con dos fornidos individuos monosilábicos embutidos en unos impecables trajes grises, y que se aseguraron de su partida hacia Inglaterra, después de que hubo entregado el original de su adaptación al Gremio de Escritores. Escribió un par de libros más, que fueron recibidos con expectación, y cuyas ventas resultaron moderadamente interesantes; pasó una noche en la habitación de un hotel con dos mellizas adolescentes. Pero nada de todo ello consiguió incrementar el bagaje de sus recuerdos; nada permanecía, excepto, cada vez más intensamente revivido, aquel día en el bosque cincuenta años atrás.

Había algunos coches aparcados en el camino forestal; ninguno en los aparcamientos al lado de la ruta. Paró junto al poste indicador del sendero, y se quedó sentado dentro del vehículo. Era la primera vez que tomaba en consideración una carretera: nunca había observado lo mucho que se retorcía; parecía una enorme manguera semienterrada en la tierra, con su superficie desnuda como los árboles a su alrededor. No había ningún coche al alcance de los ojos. El viento helado entraba por la ventanilla del coche, haciéndole temblar de frío. Se forzó a salir, el oro se hundió pesadamente en los bolsillos de su grueso abrigo, y se adentró por el sendero de cantos rodados.

Quedó empapado en unos instantes. Un pájaro pasó volando ruidosamente; luego, el silencio. Las ramas de los árboles relucían bajo el pálido cielo, panzudo de nubes. Tenues gotas de lluvia titilaban sobre la yerba que bordeaba el sendero. Un camión roncó en la lejanía. Cuando se dio la vuelta, ya no pudo ver su coche.

El sendero culebreaba una y otra vez. Los lingotes ahondaban en sus bolsillos, golpeándole las caderas. No pensaba que el oro pudiera pesar tanto, o, pensó retorcidamente, que fuese tan difícil de conseguir.

Le dolían los pies y las piernas. Hollywood y sus «noches» le parecía tan lejano como las estrellas. Rayos de sol derramaban su luz, cual haces blanquinosos, por entre la brillante enramada, desmenuzando su luminosidad en minúsculos arcos iris al incidir sobre las gotitas de lluvia; y relucían sobre el fango de unas pistas que asemejaban senderos entre los árboles. Pero ¿cómo podía seguir caminando sin perder el equilibrio entre tanto fango? Se dedicó a observar los alrededores en busca de alguna señal.

Sin darse cuenta se hallaba en las profundidades del bosque. Si pasaba algún coche por la carretera, el sonido de sus motores quedaba lejos de su oído. Por todas partes se veían pistas que conducían a oscuras e impenetrables masas de vegetación. Agotado, andaba buscando un lugar donde sentarse, y casi se le pasó por alto aquel árbol que parecía un arco.

Cuando sólo tenía diez años debía ser mucho más parecido a un arco; recordaba cómo se escondió en el agujero curvo de su tronco. Por unos instantes, tuvo la impresión de que tal reconocimiento iba a ser demasiado para su corazón. Se detuvo, y con un crujido de sus huesos se introdujo, agachándose, en el agujero.

El tacto del suelo, bajo sus manos, era viscoso, olía a musgo y madera en descomposición. Los lingotes giraron dentro de sus bolsillos golpeando la corteza del árbol. No podía incorporarse ni tampoco darse la vuelta. Tampoco se había girado entonces. Se quedó escondido con el rostro acariciando la húmeda oscuridad leñosa y oyendo a sus padres, caminando por el sendero. Él no deseó nada entonces, se repetía con firmeza; él sólo se había querido hacer a la idea de estar solo en el bosque, con el mero propósito de convertir la excursión en una aventura, aunque sólo fuese por unos instantes.

Y ahora, mientras se esforzaba en salir del agujero, podía oír a sus padres llamándole.

—Ian, no te rezagues —gritó su padre, con tanto ímpetu que alguien contestó desde algún extremo del bosque:

—¿Hola?

Su madre lo hizo con más suavidad.

—No queremos que te pierdas...

Era a mediados del verano. El sol caía a plomo sobre el sendero; por mucho que se curvase la senda, podía seguir oliendo cómo los cantos rodados se cocían. Las masas de vegetación brillaban con tal intensidad que, dondequiera que creciesen árboles, parecían una única e incandescente umbría verdosa. Le dolían los pies, entonces y ahora.

—¿Todavía no podemos merendar? —preguntó, alcanzando a sus padres en una corta carrera y deslizándose sobre las suelas de los zapatos—. ¿Puedo tomar un refresco?

—Todos estamos sedientos, no eres el único —dijo su padre, frunciendo el ceño en señal de aviso: nada de posturas respondonas.

Una gota de sudor brillaba sobre su hirsuto bigote.

—No voy a sacar las cosas hasta que lleguemos al merendero. Tu madre quiere sentarse.

La madre de Ian hizo ondear la falda de su vestido veraniego, a través del cual se podía distinguir el encaje que perfilaba su ropa interior, para refrescarse un poco.

—Si necesitas un descanso, por mí nos podemos sentar en la yerba —dijo ella.

—Bueno, bueno, ¡pero creéis que hemos estado andando todo el día! —dijo su padre, en lo cual Ian estaba de acuerdo—. Descanso y bebidas cuando lleguemos a las mesas. Yo nunca pedí un descanso cuando tenía su edad, y de haberlo hecho sabía muy bien lo que recibiría.

—Son sus vacaciones escolares —dijo ella, con un hilo de voz negándose a salir por su garganta reseca—. Ahora no estás enseñando.

—Siempre estoy enseñando, no lo olvides.

Ian no estuvo seguro de a cuál de los dos iba dirigido el último comentario, especialmente cuando su madre dijo, con la respiración entrecortada:

—Desearía que pudiese crecer con normalidad, desearía...

Él los tomó a ambos de las manos y avanzó unos centenares de metros. ¿Fue en ese momento que se preocupó, o fue la tensión que pasaba del uno al otro lo que sintió? Sólo recordaba que anduvieron apresuradamente hasta que su padre se detuvo exclamando:

—Aguarda, compañero. Busquemos una sombra para tu madre.

Ian se salió del sendero que parecía girar indefinidamente en la dirección equivocada. Su padre estaba señalando hacia los árboles.

—Las mesas deberían estar por aquí —dijo.

—No me digas que nos hemos perdido por culpa mía —protestó la madre de Ian.

Su padre zarandeó la mochila con brusquedad, echándole una mirada de reojo por encima del hombro.

—Un poco de sombra no me iría nada mal —dijo.

—Si quieres te puedo ayudar a llevar algo. Ya sabes que yo preparé la merienda...

Su padre se dio la vuelta ante ese comentario y se introdujo en el sendero entre los árboles, sus shorts ondeando al viento; el negro vello de sus piernas relució alcanzado por un rayo de sol justo al borde de la sombra. Así que Ian se hubo introducido bajo los árboles siguiendo a su madre, se apercibió que había estado oyendo el sonido de la corriente.


Ahora podía oírlo de nuevo. El sendero de cantos rodados que debía regresar hacia su punto de partida, volvía, una vez más, a torcer en la dirección opuesta; no indefinidamente, pero sí hasta donde la vista alcanzaba. Allí, a la izquierda, estaba el sendero que su padre tomase. Se lo veía oscuro, frío y traicionero. Permaneció a la escucha mientras el viento y los árboles se acallaban. No se oía nada en el bosque, ni pájaros ni pisadas. Tuvo que inspirar profundamente para aclarar su mente, antes de introducirse entre los árboles.

—Mientras oigamos la corriente, no nos podemos extraviar —dijo su padre, como si tal cosa fuese obvia.

El sendero que habían tomado fue siguiendo el sonido de la corriente, hasta que el de los cantos rodados se perdió de vista y entonces, se bifurcó en un conglomerado de pistas: todas ellas tenían la suficiente apariencia de caminos como para crear confusión. Ian notó la inquietud de su madre cuando se empezaron a separar de la corriente, entre una arbolada que difuminaba cualquier conato de sendero.

—¿No es el merendero? —dijo él de repente.

Empezó a correr alocadamente, derribando matas y arbustos. La débil luz bajo la hojarasca empezó a palidecer. Cuando llegaron al claro en el bosque, comprobaron que la elevada silueta no era una mesa.

—¡Ten cuidado, Ian! —gritó su madre.

Podía oír de nuevo su voz, elevándose por encima de sus jadeos. Estaba seguro de que se trataba del mismo claro. A pesar de la desnudez de los árboles, el lugar seguía siendo umbrío. Salió al espacio abierto bajo un pedazo de cielo azul. Le temblaba todo el cuerpo violentamente, a pesar de que el lugar se asemejaba a cualquier otro: una depresión del terreno llena de hojas secas y de piedra de forma irregular; algo bullía inquieto en su interior y, entonces, lo vio..., aquella palabra grabada en una de las piedras: ALIMÉNTAME.

Ya era suficiente. Excesivo. Las otras palabras deberían estar en las piedras que habían sido usadas para tapar el agujero. Buscó con apremio en sus bolsillos y tiró los lingotes junto a la palabra; luego, entornó sus ojos y formuló un deseo, los mantuvo cerrados tanto tiempo como le fue posible, hasta que tuvo que echar un vistazo a los árboles. Parecían aún más delgados de lo que él recordaba: ¿cómo podían proteger el secreto? Bajó la vista, esperando, casi deseando la posibilidad de formular un segundo deseo. Los lingotes seguían a la vista.

Había hecho todo lo posible. Quizás no debería haber tenido que imaginarse una confirmación, no mientras permaneciese vivo. Una rama crujió, una entre miles; la única que había producido un sonido. Echó una rápida y violenta mirada a su alrededor, hacia el camino por el que había venido, mientras aún recordaba cuál era. No debía apresurarse. No debía pensar hasta que hubiese alcanzado el sendero de cantos rodados.

Sin saber por qué motivo, al llegar al extremo del claro, se volvió a mirar; no había oído nada. Pestañeó. Lanzó un suspiro ahogado y se agarró a un tronco que hacía dos veces el grosor de su palma. Se quedó con la vista fija en el lugar hasta que le escocieron los ojos. Podía ver las piedras, la palabra rodeada de musgo e, incluso, las gotas de humedad que brillaban a su alrededor. Pero el oro había desaparecido.

Se apoyó en el tronco, cogiéndolo con ambas manos. Así que era cierto: todo lo que había estado tratando de ignorar considerándolo una pesadilla, una interpretación infantil de lo que él había estado alimentando como un acontecimiento real, al final había resultado ser absolutamente cierto. Se esforzó en no pensar, esperando que le fuese posible retirarse; luchó por tratar de no preguntarse qué había allí bajo las hojas, sumergido en la oscuridad.

Era un pozo. Antes de que su madre le cogiera del brazo para evitar que cayese, ya se había dado cuenta. Leyó las palabras que estaban grabadas en las piedras desmenuzadas que hubieran conformado la periferia del brocal: ALIMÉNTAME UN DESEO.

—Debió poner «aliméntame y piensa un deseo» —dijo su madre, aunque Ian pensó que no había espacio para tantas letras—. Se supone que debes tirar algunas monedas.

Acogido entre sus brazos se apoyó sobre el brocal. Alguien debía de haber formulado un deseo con anterioridad; se veían los resplandores de algunas monedas allá en lo hondo, de donde provenía un fuerte olor a humedad y podredumbre; demasiado alejado para que el sol que pugnaba entre la arboleda llegase a alcanzarlo. Su madre lo bajó al suelo y sacó su monedero del bolso.

—Toma —dijo, alcanzándole una moneda—. Piensa un deseo y no lo digas.

—Te lo reembolsaré cuando volvamos al coche —dijo su padre uniéndoseles, cuando Ian se abocó sobre el pozo. Esa vez no pudo ver los resplandores circulares. Su madre lo sujetó por los hombros mientras él alargaba la mano y dejaba caer la moneda. Luego cerró los ojos de inmediato.

No quiso nada para sí, excepto que sus padres dejaran de pelearse. Pero no supo cómo exteriorizar su deseo, para que tal cosa sucediese. Pensó que podía desear que se cumplieran los deseos más ansiados por ellos dos; sin embargo, ¿eso haría un par de deseos? Trató de rectificar sus ideas a la busca de algún otro deseo, para a continuación pensar cuál le podía ser de más utilidad. Y entonces se dio cuenta que quizás el deseo había sido formulado mientras pensaba. Abrió los ojos, como si ese gesto pudiese ayudarle, y creyó ver la moneda todavía descendiendo junto con el brotar de la idea que le sugería que de abalanzarse tras ella, todavía estaría a tiempo de recuperarla. Su madre tiró de él, y la moneda desapareció. Pudo oír un sonido hueco, como el de una burbuja al salir a la superficie en un charco de agua o fango.

—Sigamos caminando; debemos estar cerca —dijo su padre, tomando del brazo a su madre, y mirando ceñudamente a Ian—. Ya te advertí que no te retrasaras. No me colmes la paciencia, te prevengo.

Ian corrió tras ellos, antes de tener tiempo de ratificar si las piedras estaban tan sueltas como parecían, o si podían ser emplazadas en un orden diferente. Ahora, mientras se apartaba del claro donde los lingotes habían desaparecido, no estaba seguro; no quería estarlo.

De repente se aterró ante la idea de haberse perdido, y tener que vagar por el bosque invernal hasta hallar el sendero que recorriese aquel día lejano con sus padres, y que lo podía llevar a su lugar de partida antes de que el corto día se oscureciese. No se pudo sacudir el terror del cuerpo ni incluso cuando llegó al sendero de cantos rodados; no, hasta que estuvo dentro de su coche, aferrado al volante que sus manos iban sacudiendo, sentado y rezando por recuperar su autodominio para poder conducir y alejarse del bosque, antes de que cayese la noche.

No quería pensar si el oro había hecho que se cumpliese su deseo. No lo podría saber hasta que muriese y, quizás, ni siquiera entonces.

Su padre nunca miró atrás, ni siquiera cuando la pista que estaba siguiendo se bifurcó poco después de que abandonasen el claro en el bosque. Se decidió por el de la izquierda, que era más ancho. Continuó ensanchándose hasta que la madre de Ian empezó a otear, tratando de ver más allá de los árboles; deseando ver algo o a alguien.

—Sigue firme —le dijo a Ian con energía, y a su padre—: Tengo frío.

—Debemos estar cerca de la corriente, es todo lo que sé —dijo su padre, como si pudiese verla a través de la compacta arboleda, tan tupida que parecía, al avanzar, que alguien fuese de árbol en árbol al mismo tiempo.

Cuando Ian se volvió, ya no pudo ver dónde se había ensanchado el sendero. No quería que su madre se diese cuenta, eso sólo la haría estar más nerviosa y provocaría otro altercado verbal. Superó con dificultad una mata de zarzas y corrió tras ellos.

—¿Dónde estabas? —preguntó su padre—. Bien, permanece aquí.

El cambio en el tono de su voz hizo que Ian mirase ante ellos. Casi habían alcanzado otro claro, pero esa no era suficiente razón para que la voz de su padre sonase como si hubiesen recorrido todo aquel camino intencionadamente; en el claro no había nada más que algunos montones de leña seca. Avanzó unos pasos para proteger sus ojos del resplandor solar, y vio que su apreciación anterior había sido equívoca. En el claro se hallaban varias mesas y bancos, cual un merendero; de la leña no había ni rastro.

Ian gritó; su padre lo había alcanzado silenciosamente, y le estaba comprimiendo el hombro con sus dedos.

—Te dije que permanecieras donde estabas.

Su madre retrocedió y, tomándole de una mano, le acompañó hasta una de las mesas.

—No le permitiré que vuelva a hacerlo —murmuró—. Puede tratar así a sus alumnos en la escuela pero no dejaré que se comporte de esa manera contigo.

Ian no estaba muy convencido de sus posibilidades para enmendar las maneras de su padre. En especial cuando él dejó caer con estruendo la mochila sobre la mesa y tomó asiento ante ella, cruzándose de brazos. Se avecinaba un altercado. Ian optó por alejarse para ver qué había más allá del claro.

Había otro merendero. Pudo ver a una familia sentada a una mesa en la lejanía: un chico y una chica con sus padres, pensó. Quizá podría jugar con ellos más tarde. Se estaba preguntando por qué aquella mesa tenía una apariencia más de merendero que la suya, cuando su padre le gritó:

—Regresa aquí y toma asiento. Ya has incordiado bastante con tu sed.

Ian se aproximó con lentitud a la mesa, pues la discusión ya había empezado; con ella el claro pareció empequeñecerse.

—¿No estarás esperando a que te sirva? —estaba diciendo su madre.

—¿Acaso no hice yo el transporte? —replicó su padre.

Ambos se quedaron contemplando la mochila, hasta que su madre optó por alcanzarla, y liberando las correas, extrajo de su interior los vasos y la limonada.

Ella bebió su refresco a sorbitos mientras su padre apuraba su vaso de cuatro tragos acompañados de profundos suspiros. Ian se bebió el suyo sin parar y medio atragantado jadeó.

—¿Puedo beber otro vaso, por favor?

Su madre repartió el resto de la bebida entre los tres vasos y alcanzando de nuevo la mochila, miró dentro de ella.

—Me temo que esa es toda la bebida que nos queda —dijo, como si le costase creerse a sí misma.

—¿Quieres volverme loco? —dijo su padre elevando sus hombros ostentosamente—. ¿Se puede saber qué demonios he estado yo cargando?

Ella empezó a sacar los recipientes con la comida, el pollo frío y la ensaladilla de remolacha.

Ian se dio cuenta entonces de la peculiaridad de aquella mesa, en contraste con el otro merendero. Estaba demasiado limpia para ser una mesa expuesta a la intemperie, parecía una...

Su madre estaba indagando dentro de la mochila..

—Tendremos que comer con los dedos —dijo ella—. Olvidé los platos y los cubiertos.

—¿Qué crees que somos, salvajes? —Su padre miró con fiereza a los alrededores, como si alguien pudiera observarlo comiendo de esa manera—. ¿Cómo quieres que comamos la ensaladilla con los dedos? No he oído tal absurdo en mi vida.

—Estoy sorprendida, no puse nada de lo necesario —gritó ella—. Tú haces que me distraiga.

Ian pensó que parecía la mesa de un café y levantó la vista cuando notó que alguien se aproximaba. Al menos así sus padres dejarían de discutir; nunca lo hacían delante de extraños. Por un momento, y hasta que parpadeó apartándose de la claridad, tuvo la impresión de que los ojos de los dos personajes eran completamente circulares.

Los dos hombres se dirigieron directamente hacia la mesa. Iban vestidos de negro, de los pies a la cabeza. Al principio pensó que podían ser policías, que venían a decirles que allí no se podían sentar, y entonces estuvo a punto de echarse a reír al constatar el significado de sus uniformes negros. Su padre también se había dado cuenta.

—Ya hemos traído nuestras cosas —dijo abruptamente.

El primero de los camareros se encogió de hombros sonriendo. Los labios en su pálido rostro eran casi blancos, y muy anchos. Hizo un gesto señalando la mesa y el otro camarero se alejó, para volver casi de inmediato con platos y cubiertos. Venía de donde estaba el pozo, por un lugar de espesa enramada y en una dirección que provocaba que el sol deslumbrase a Ian.

El camarero que se había encogido de hombros abrió los contenedores de la comida y la sirvió en los platos. Ian vislumbró unos dibujos pintados en la porcelana, pero los platos fueron colmados con rapidez y le fue imposible constatar los detalles.

—Esto está mucho mejor —dijo su padre.

Su madre permaneció callada.

Cuando Ian se incorporó para alcanzar una pata de pollo, su padre le golpeó la mano.

—Tienes tenedor y cuchillo. Úsalos.

—Oh, ¿de verdad? —preguntó irónicamente la madre de Ian.

—Sí —respondió el padre, como si estuviese hablando a un niño de la escuela.

Se quedó mirándole con fijeza, hasta que él bajó la vista hacia la comida que blandía su tenedor. No podían discutir delante de extraños, pero las disputas silenciosas eran aún peor. lan permaneció sentado, trinchando su pata de pollo. El cuchillo atravesó con facilidad la carne y arañó el hueso.

—Está demasiado afilado para él —dijo su madre—. ¿Tienen otro cuchillo?

El camarero sacudió la cabeza y mostró las palmas de las manos. Éstas eran muy finas y pálidas.

—Entonces ten cuidado, Ian —dijo ella ansiosamente.

Su padre inclinó la cabeza hacia atrás, apurando los últimos restos de su limonada. De nuevo apareció el otro camarero. Ian no se había dado cuenta de su partida, ni podía saber dónde había ido. Pero regresó con una botella de vino ya descorchada, con la cual llenó el vaso de su padre sin que nadie se lo indicase y sin preguntar siquiera al interesado.

—De acuerdo, ya que está abierta —dijo el padre de Ian, dando la impresión de estar dispuesto para objetar el precio.

El camarero llenó el vaso de su madre y se lo acercó.

—A él no le ponga mucho —dijo ella.

—Ni tampoco a ella —dijo su padre, tomando un sorbo y dando su conformidad con un gesto—, pues tiene que conducir.

Ian tomó un trago para distraerse. El vino era atrayente: sabía seco y espeso.

Pero no pudo tragarlo. Se volvió al lado opuesto de su padre y lo escupió sobre la hierba, viendo que ambos camareros tenían sus pies desnudos.

—Pequeño salvaje —dijo su padre en voz baja y llena de odio.

—Déjalo tranquilo. No le deberían haber servido nada.

Incrementando la confusión de Ian, los dos camareros asintieron con sus cabezas. Sus pies eran finos como ramas, y parecían estar unidos al suelo; podían ser yerba y tierra apretujadas entre los largos nudillos de sus dedos. No quería permanecer por más tiempo cerca de ellos ni junto a sus padres, cuyos denuestos caían sobre él cual truenos.

—Quiero ir a un auténtico merendero —se quejó—. Quiero poder comer como solía hacerlo.

—Ve, pero no te pierdas —dijo su madre, apenas unos instantes antes de que su padre la interrumpiese.

—Permanece donde estás y compórtate como es debido.

Su madre se dirigió a los camareros.

—¿No les importa que estire un poco las piernas, verdad?

Ellos sonrieron y mostraron otra vez las palmas de sus manos.

—Muévete de esta mesa antes de que te lo digan —dijo su padre—, y veremos que tal te sienta la correa cuando lleguemos a casa.

Podía levantarse, su madre lo había dicho. Se tragó la ensaladilla, ya que no le era posible comer fuera de la mesa, y se quedó contemplando el fragmento del dibujo que había descubierto en el plato.

—No le pondrás un dedo encima —murmuró su madre.

Su padre tomó un bocado de ensaladilla, que le enrojeció los labios, y golpeó la mesa con el vaso. Su brazo desnudo quedó próximo a un cuchillo bajo la claridad solar. Tanto la hoja como el vello de su brazo relucieron.

—No has hecho más que conseguirle una propina con la correa, si no hace lo que le tengo dicho.

—Mami dijo que podía —replicó Ian, cogiendo la pata de pollo de su plato e incorporándose.

Su padre trató de atraparlo, pero la bebida debía de haberlo adormecido, pues quedó tendido sobre la mesa sacudiendo su cabeza.

—Ven aquí —dijo con voz pastosa, mientras Ian se alejaba fuera de su alcance, después de haber tenido tiempo de echar una última mirada al dibujo en el plato. Parecía algo que quisiese escapar al tiempo de ser descubierto. No quena permanecer cerca de aquello, ni cerca de sus padres, ni tampoco cerca de esos camareros con sus sonrisas silenciosas. Quizás los camareros no hablasen su mismo idioma. Al tiempo que corría hacia donde se hallaban los otros niños, le dio un bocado a la pata de pollo. Ellos se habían levantado de la lejana mesa y estaban jugando con una pelota de trapo.

Por un momento miró tras de sí. Cada uno de los camareros se hallaba tras uno de sus padres (¿esperando que les pagasen, o para limpiar la mesa?). Debían de ser muy pacientes para que sus pies se hubiesen adherido al suelo de tal manera. Su padre se sostenía la barbilla en el cuenco de ambas manos, mientras la madre de lan lo contemplaba fijamente desde el otro extremo de la mesa, que ahora le parecía extrañamente desvencijada: mucho más parecida a un montón de leña seca.

Ian llegó corriendo al claro donde estaban los niños.

—¿Puedo jugar con vosotros?

La niña dio un grito de sorpresa.

—¿De dónde has salido tú? —le preguntó al chico.

—Pues de allí.

Ian se volvió señalando con la mano, y vio que no podía situar a sus padres. Al principio se quiso tomar a broma la forma en que había sorprendido a los niños, pero de repente se sintió solo y abandonado, aunque también temeroso de su padre y de su madre. Se volvió de espaldas cuando los niños lo contemplaron con insistencia, y luego salió corriendo.


El nombre del chico era Neville; su hermana se llamaba Annette. Sus padres eran las personas más encantadoras que nunca hubiese conocido..., aunque su deseo no había sido para ellos, se dijo a sí mismo con firmeza cuando hubo puesto en marcha el coche, una vez tranquilizado; no sabía cuál había sido su deseo junto al pozo.

Seguramente su madre se había embriagado. Ella y su padre debieron de extraviarse, y regresaron al coche estacionado en la carretera del bosque para pedir ayuda en la búsqueda de Ian. Pero su madre perdió el dominio del vehículo apenas empezó a conducir. ¡Si al menos el coche con sus ocupantes dentro no hubiese ardido tan rápidamente! Ian no se habría visto forzado a desear con el oro que lo que creyó haber visto no hubiese sucedido nunca: los árboles separándose ante él mientras corría, mostrándole una última visión de su madre escudriñando el plato, cada vez con más rapidez, contemplando el dibujo que había descubierto y poniéndose en pie, una mano tapándole la boca mientras con la otra sacudía a su padre, sacudía sus hombros desesperadamente para despertarlo, mientras las delgadas figuras abrían sus enormes fauces y las cerraban sobre ellos.

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