miércoles, 13 de enero de 2016

Las mujeres-flor, Clark Asthon Smith


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–Athlé –dijo Maal Dweb–, sufro la terrible maldición de la omnipotencia. En todo Xiccarph y en los cinco planetas exteriores de los triples soles no hay nadie, no hay nada, que pueda disputar mi dominio. Por consiguiente, mi aburrimiento se ha convertido en intolerable.

Los virginales ojos de Athlé contemplaban al mago con una mirada de imperecedero asombro que, sin embargo, no se debía a su extraña afirmación. Era la última de las cincuenta y una mujeres que Maal Dweb había convertido en estatuas con el fin de preservar su frágil y corruptible belleza del mordisqueo, como de mil gusanos, del tiempo. Y dado que, a causa de un loable deseo de evitar la monotonía, había decidido no volver a repetir nunca aquel embrujo específico, el mago apreciaba a Athlé con el afecto que un artista siente por la obra maestra final de una serie. La había colocado sobre un pequeño pedestal, junto al trono de marfil en su cámara de meditación. A menudo se dirigía a ella en sus preguntas o monólogos; y el hecho de que no le replicase o siquiera le contestase era, para él, una clara señal y una infalible recomendación.

–Solo hay un remedio para este aburrimiento mío –prosiguió–, la renuncia, al menos por un tiempo, de esa torre demasiado clara, de la que brota. Por consiguiente, yo, Maal Dweb, el dueño de seis mundos y todas sus lunas, partiré solo, sin escolta y sin más equipo que aquél que pudiera poseer cualquier brujo principiante. De este modo, quizá recupere el perdido encanto de la incertidumbre, el desaparecido embeleso del peligro. Serán mías aventuras que no he previsto, y el futuro llevará puesto el atractivo velo de lo misterioso. No obstante, aún queda por elegir el campo de mis aventuras.

Maal Dweb se alzó de su curiosamente tallado trono e hizo un gesto negativo hacia los cuatro autómatas de hierro, que tenían el aspecto de hombres armados, que saltaron en pie para seguir sus pasos. Atravesó solo las estancias de su palacio, donde colgadas pinturas contaban en bermellón y púrpura las aterradoras leyendas de su poder. Cruzando puertas de ébano que se abrieron sin ruido alguno al pronunciar una palabra de tono agudo, entró en la cámara que era su planetario. La sala tenía paredes, suelo y bóveda de un cristal obscuro repleto de diminutos e incontables destellos, que daban la ilusión del espacio infinito con todas sus estrellas. En medio del aire, sin cadenas ni ningún otro medio visible de sostén, colgaba un conjunto de diversos globos que representaban los tres soles, los seis planetas y las trece lunas del sistema gobernado por Maal Dweb. Los soles en miniatura, de ámbar, esmeralda y carmín, bañaban los mundos que los circundaban de modo intrincado con una iluminación que reproducía, en cada momento, las condiciones diurnas del mismo sistema; y los diminutos satélites mantenían siempre sus correspondientes órbitas y posiciones relativas.

El brujo fue hacia adelante, caminando como por un abisal golfo de noche, con estrellas y galaxias bajo sus pies. Los modelos de los mundos se hallaban al nivel de sus hombros cuando pasó por entre ellos. Descartando los globos que correspondían a Mornoth, Xiccarph, Ulassa, Nouph y Rhul, llegó hasta Votalp, el más exterior, que se hallaba entonces en afelio, en el extremo más lejano de la habitación. Votalp, un mundo grande y sin luna, giraba sobre sí mismo de un modo imperceptible mientras lo estudiaba. Vio que en un hemisferio el sol amarillo se hallaba en aquel momento en eclipse total tras el sol carmín; pero a pesar de esto y de su mayor distancia a la tríada solar, Votalp estaba iluminado con suficiente claridad. Se hallaba moteado con extrañas tonalidades, como un gran ópalo nublado; y aquellas motas eran microcósmicos océanos, islas, montañas, junglas y desiertos. Fantásticos escenarios saltaban en momentánea prominencia, tomando la definición y perspectiva de verdaderos paisajes, y luego se desvanecían de nuevo entre la mancha iridiscente. Ojeadas de vida multitudinaria y multiforme, increíbles escenas, monstruosos sucesos, fueron contemplados por Maal Dweb mientras miraba hacia abajo, como si fuera algún espía celestial.

Sin embargo, hallaba bien poco que le divirtiese o le atrajese en aquellas extrañas acciones y exóticas maravillas. Visión tras visión se alzaba frente a él, llamada y rechazada a voluntad, como si estuviese girando las páginas de un volumen, conocido. Las luchas de los gigantescos wyverns, los apareamientos de monstruos semivegetales, las extrañas algas que habían llenado un cierto océano con sus laberintos vivos y en movimiento, las curiosas criaturas de cierto glaciar polar: todo aquello no logró arrancar ni un destello de sus apagados ojos de obscura esmeralda. Al fin, en aquella porción del planeta que estaba girando lentamente hacia el doble amanecer desde su noche sin luna, divisó un hecho que atrajo y mantuvo su atención. Por primera vez, comenzó a calcular la longitud y latitud precisas del ambiente que lo rodeaba.

–Ahí –se dijo a sí mismo–, hay una situación que no está desprovista de interés. De hecho, todo el asunto es lo bastante interesante y curioso como para merecer mi intervención. Visitaré Votalp.

Se retiró del planetario e hizo algunos preparativos para su viaje. Habiendo cambiado su túnica de sable y escarlata magisteriales por un manto con capucha, y habiendo retirado de su persona todo amuleto y talismán, con la excepción de dos filacterios adquiridos durante su noviciado, se dirigió hacia el jardín de su palacio montañoso. No dio instrucción alguna a los muchos servidores que le atendían, pues dichos servidores eran autómatas de hierro y bronce, que cumplirían sus diversas funciones sin pausa, hasta que regresase. Atravesando el curioso laberinto del que él solo conocía el camino, llegó al borde de la tremenda masa, allí donde lianas parecidas a pitones caían hacia el espacio y palmeras metálicas desplegaban su armamento de follaje contra los lejanos horizontes de aquel mundo, Xiccarph. Ante él se extendían imperios y ciudades, postrados bajo su mágico dominio; pero, sin apenas darles una ojeada, caminó a lo largo del estrado de mármol negro, por el mismo borde, hasta llegar a un estrecho promontorio, alrededor del cual colgaban, en todo momento, nubes profundas y sin color, que obscurecían la visión de las tierras que se hallaban por debajo y más allá.

El secreto de aquella nube, que permitía el acceso a múltiples dimensiones y a profundamente entremezclados lugares del espacio adyacentes a lejanos mundos, era solo conocido por Maal Dweb. Había construido un puente levadizo de plata sobre el promontorio, y, haciendo descender su tramo móvil sobre la nube, podía pasar a voluntad a las más lejanas zonas de Xiccarph, o incluso cruzar el vacío que había entre los planetas. Al fin, tras efectuar algunos cálculos realmente arcanos, manipuló la maquinaria del ligero puente levadizo para que su otro extremo descendiese sobre el lugar concreto que deseaba visitar en Votalp. Luego, asegurándose de que sus cálculos y ajustes fueran perfectos, siguió el tramo de plata hasta el obscuro y asombroso caos de la nube. Allí, mientras tanteaba en la gris ceguera, le pareció que su cuerpo y sus miembros eran extendidos a lo largo de golfos infinitos y doblados en ángulos imposibles. Un solo paso equivocado le hubiera zambullido en regiones espaciales de las que ni toda su astuta brujería hubiera podido ofrecerle ningún modo en que liberarse o regresar; pero había recorrido a menudo aquellos caminos ocultos y no perdió su equilibrio. El tránsito pareció llevarle siglos enteros de tiempo; pero por fin salió de la nube y llegó al extremo opuesto del puente levadizo.

Ante él se hallaba una escena que había atraído su interés en Votalp. Se trataba de un valle semitropical, llano y abierto en la parte delantera, y alzándose con gran pendiente en el otro extremo, con multiformes fantasías de vegetación que se extendían hacia las cimas y precipicios de las montañas color sable, coronadas con piedra roja como la sangre. Aún eran las primeras horas de la mañana; pero el sol ámbar, liberándose lentamente de la ocultación del sol carmín, había comenzado a suavizar las tonalidades y las sombras del valle con extraños coloridos cobre y naranja. El sol esmeralda aún estaba bajo el horizonte. El extremo terminal del puente había caído sobre un promontorio musgoso, tras el que se había acumulado la nube sin tonalidad, tal como lo hacía alrededor del promontorio en Xiccarph. Maal Dweb descendió del promontorio, sin preocuparse en lo más mínimo por el puente. Seguiría tal como él lo había dejado, hasta que llegase el momento de su regreso; y si, en el interín, alguna criatura de Votalp cruzaba el golfo e invadía su ciudadela montañosa, se encontraría con un espantoso fin en los recovecos y meandros del laberinto; o, si lograba evitar esto, sería exterminada por sus servidores de hierro.

Mientras descendía del promontorio hasta el valle, el brujo oyó un cántico extraño y dolorido, como el de las sirenas que anuncian algún hecho irremediable y desafortunado. El cántico provenía de una hermandad de inusitadas criaturas, medio mujer y medio flor, que crecían en el fondo del valle junto a un dormido arroyo de aguas púrpura. Había varias docenas de aquellos encantadores y hermosos monstruos, cuyos cuerpos femeninos de rosa y perlas se reclinaban entre los lechos de seda bermellón de los amplios pétalos a los que estaban unidos. Aquellos pétalos se hallaban asentados sobre hojas parecidas a colchones y tallos gruesos, cortos y de fuertes raíces. Las flores se hallaban dispuestas en círculos irregulares, más apretadas hacia el centro y con intervalos abiertos en los círculos exteriores. Maal Dweb se aproximó a las mujeres-flor con una cierta precaución, pues sabía que eran vampiros. Sus brazos terminaban en largos tentáculos, pálidos como el marfil, más rápidos y más flexibles que los cuerpos de las serpientes, con los que aferraban a sus ilusas víctimas, atraídas por sus cánticos. Como es natural, conociendo en su sabiduría las inexorables leyes de la naturaleza, no desaprobaba un tal vampirismo; pero, por otra parte, no tenía ningún deseo de verse sometido al mismo.

Trazó un círculo alrededor de la extraña familia a una cierta distancia, con sus movimientos ocultos a su observación por unas rocas tapizadas por altos y exuberantes líquenes de color oro y rojo. Pronto se halló cerca de la cimbreante línea exterior de las plantas que se hallaban orilla arriba del promontorio en el que había descendido; y allí, en confirmación a la visión tenida en el mundo mimético de su planetario, halló que el terreno herboso estaba alzado y roto donde cinco de las flores, que crecían aparte de sus compañeras, habían sido desraizadas y arrancadas del suelo. Había visto en su visión la violación de la quinta flor y sabía que las otras estaban ahora lamentándose por ella. De repente, como si hubiesen olvidado su pena, el gemir de las mujeres-flor se convirtió en un cántico enloquecedor, dulce y voluptuoso como el de Lorelei. Por aquello, el brujo supo que habla sido detectada su presencia. Inmune como era a tales encantamientos, descubrió que sin embargo no era totalmente insensible al peligroso atractivo de las voces. En contra de sus intenciones, y olvidando el riesgo, emergió de la protección de las rocas tapizadas de liquen. Insidiosamente, la melodía fue inflamando su sangre con una extraña intoxicación, cantando en su cerebro como algún vino embriagador. Paso a paso, con una temporal pérdida de prudencia que luego no pudo acabarse de explicar, se aproximó a los capullos.

Al fin, deteniendo por un instante su peligroso acercamiento, contempló claramente las facciones semihumanas de los vampiros, que se inclinaban hacia él con una fantástica invitación. Sus ojos extrañamente oblicuos, como ópalos oblongos de rocío y veneno, el reptilesco estremecerse de su cabello verde bronce, el terrible y morboso escarlata de sus labios, que mostraban sutilmente su sed, aun entre su canto, despertaron en su interior el conocimiento del peligro. Demasiado tarde, trató de luchar contra el embrujo, tan cautivadoramente entretejido. Desenrollándose con un movimiento tan rápido como el de la luz, los largos y pálidos tentáculos de una de las criaturas lo envolvieron, y se sintió atraído, resistiendo vanamente, hacia su lecho. En el momento de su captura, toda la hermandad había cesado en sus cantos. Comenzaron a lanzar grititos de triunfo, agudos y sibilantes. De las más cercanas comenzaron a alzarse murmullos de expectación, como los ronroneos de las llamas hambrientas, pues esperaban compartir la buena fortuna de la que había capturado al brujo.

Sin embargo, ahora Maal Dweb era capaz de utilizar sus facultades. Sin miedo ni alarma, contempló al encantador monstruo, que lo había atraído hacia el borde de su lecho de seda y estaba acariciándole con unos labios siniestramente entreabiertos. Utilizando un poder de adivinación algo primario, se enteró de ciertos asuntos concernientes al vampiro. Habiendo descubierto el verdadero y oculto nombre que aquella criatura compartía con todas las de su especie, pronunció el nombre en voz alta, con tono firme pero suave, logrando así obtener, por una ley elemental de la magia, el poder de dominio sobre la que lo había cautivado y sus hermanas, con lo que inmediatamente notó una relajación en sus tentáculos. La mujer-flor, con miedo y asombro en sus extraños ojos, se echó hacia atrás como una lamia asombrada; pero Maal Dweb empleando los sonidos semiarticulados del extraño lenguaje de aquellas criaturas, comenzó a tranquilizarla. Y, al poco, se hallaba en términos amistosos con toda la hermandad. Aquellos seres, simples e inocentes, olvidaron sus intenciones vampíricas, su sorpresa y asombro, y parecieron aceptar al mago tal como aceptaban los tres soles y las condiciones atmosféricas del planeta Votalp.

Conversando con ellas, verificó pronto la información obtenida a través del globo mimético. Por lo general, sus emociones y recuerdos eran de corta duración, dado que su naturaleza era más próxima a la de las plantas o los animales que a la de la Humanidad. Pero la pérdida de cinco hermanas, ocurrida en mañanas sucesivas, las había llenado de un pesar y terror que no podían olvidar. Las flores desaparecidas habían sido arrancadas de cuajo. Los depredadores eran ciertos seres reptilescos, de tamaño colosal y alados como pterodáctilos, que descendían de su ciudadela recién construida entre las montañas de la extremidad del valle. Aquellos seres, conocidos por el nombre de ispazars, y que eran siete en número, se habían transformado en temibles brujos y habían desarrollado un intelecto muy por encima del de su especie, junto con muchas facultades esotéricas. Manteniendo la naturaleza fría y malévolamente críptica de los reptiles, se habían convertido en dueños de una ciencia no humana. Pero, hasta el presente, Maal Dweb los había ignorado y no había creído que valiese la pena interferir en su evolución.

Ahora, por un capricho pasajero, y en su búsqueda de aventura, había decidido enfrentarse con los ispazars, sin emplear otras armas de brujería que su propia voluntad y sabiduría, los conocimientos que recordaba, su clarividencia, y los dos simples amuletos que llevaba sobre su persona.

–Reconfortaos –dijo a las mujeres-flor–, pues en verdad, en verdad os digo que trataré a esos malandrines en un modo adecuado.

Al oír esto, se hundieron en un agudo charloteo, repitiendo historias que el pueblo alado del valle les había contado acerca de la fortaleza de los ispazars, cuyos muros se alzaban vertiginosamente desde un pico oculto nunca escalado por el hombre, y estaban desprovistos de toda puerta o ventana excepto en las más altas almenas, allá por donde entraban y salían los reptiles voladores. Y le narraron otras historias, concernientes a la ferocidad y crueldad de los ispazars... Sonriendo como ante los charloteos de niños, apartó sus pensamientos hacia otros asuntos, y les contó muchas historias de extrañas y curiosas maravillas y raros acontecimientos en otros mundos. Mientras tanto, perfeccionó su plan para lograr entrada en la ciudadela de los reptilescos brujos. El día fue pasado en tales diversiones; y, uno tras otro, los tres soles del sistema se hundieron por detrás del borde del valle. Las mujeres-flor fueron dejando de prestarle atención y comenzaron a cabecear y a dormitar en el hermoso atardecer; y Maal Dweb pasó a efectuar ciertos preparativos que formaban parte esencial de su plan.

Mediante su poder de videncia, había determinado la identidad de la víctima que los reptiles se llevarían en su siguiente ataque por la mañana. Y sucedía que aquella criatura era la que había tratado de atraparlo. Como las otras, se estaba disponiendo a acurrucarse para pasar la noche en su voluminoso lecho de pétalos. Confiándole parte de su plan, Maal Dweb manipuló de un modo singular uno de los amuletos que llevaba y, en virtud de tales manipulaciones, se redujo a las proporciones de un enano. En este estado, y con la ayuda de la adormilada sirena, pudo ocultarse en un espacio hueco entre los pétalos; y así protegido, durmió con toda seguridad la corta noche sin luna de Votalp, como si fuera una abeja en una rosa. El alba le despertó, brillando como a través de cortinas traslucidas de rubí y púrpura. Oyó cómo las mujeres-flor murmuraban adormiladas una con otra mientras abrían sus capullos a los soles matutinos. Sus murmullos, sin embargo, pronto se transformaron en agudos gritos de preocupación y miedo, y, por encima de los gritos, se escuchó un vibrante tamborileo como el de grandes alas de dragones. Atisbó desde el lugar en el que se hallaba oculto y vio, en la doble alba, el descenso de los ispazars, de cuyas manos membranosas caía una obscuridad sobre el valle. Se acercaron aún más, y vio sus ojos, fríos y escarlata, bajo escamosos párpados, sus largos y ondulantes cuerpos, sus miembros de lagarto y garras prensiles. Y escuchó el profundo y articulado siseo de sus voces. Luego, los pétalos se cerraron a su alrededor cegadoramente, estremecidos y constrictivos, mientras la mujer-flor retrocedía ante los monstruos que descendían. Todo era confusión, terror y tumulto, pero sabía, de su anterior observación de la violación, que dos de los ispazars habían rodeado el tallo de la flor con sus colas, parecidas a pitones, y que estaban arrancándolo del suelo, como un brujo humano pudiera arrancar una mandrágora.

Notó la agonía convulsiva del capullo desraizado, oyó el griterío de lamentos de sus hermanas. Entonces escuchó un batir más pesado de las alas tamborileantes, y sintió el vértigo de una ascensión y vuelo. Durante todo aquello Maal Dweb mantuvo una total presencia de mente; y no se manifestó a los ispazars. Al cabo de muchos minutos notó un descenso en la velocidad de vuelo, y supo que los reptiles estaban aproximándose a su ciudadela. Un momento más, y la penumbra que atravesaba los pétalos cerrados se obscureció y se hizo de un tono púrpura, como si hubiese pasado de la luz del sol a un lugar de profundas sombras. El batir de las alas cesó de modo abrupto, la flor viva fue dejada caer desde una cierta altura sobre alguna superficie rígida, y Maal Dweb casi fue expulsado de su lugar de ocultamiento por la violencia de la caída. Gimiendo débilmente, y estremeciéndose un poco, la flor yacía donde sus captores la habían lanzado. El brujo oyó las voces siseantes de los reptilescos magos, el burdo y seco deslizarse de sus colas sobre el suelo de piedra, mientras se retiraban.

Susurrando palabras de consuelo al moribundo capullo, notó cómo los pétalos se relajaban a su alrededor. Se arrastró hacia adelante con mucho cuidado y se halló en una inmensa y obscura sala abovedada, cuyas ventanas eran como las bocas de una caverna. El lugar era una especie de laboratorio de alquimista, un antro de extrañas brujerías y aborrecible farmacopea. En todas partes, en la penumbra, se veían cubas, copelas, hornos, alambiques y matraces de forma inhumana, alzándose y extendiéndose colosales a los ojos de pigmeo de Maal Dweb. Cerca de él, un monstruoso caldero humeaba como un cráter de metal negro, con sus lados curvados ascendiendo muy por encima de la cabeza del mago. No se veía a ninguno de los ispazars, pero, sabiendo que podían regresar en cualquier momento, se apresuró a prepararse contra ellos, sintiendo, por primera vez en muchos años, la emoción del peligro y la expectación.

Manipulando el segundo amuleto recuperó sus proporciones normales. La habitación, aunque seguía siendo espaciosa, ya no era una sala de gigantes, y el caldero que había junto a él disminuyó de tamaño y perdió importancia hasta alzarse únicamente hasta su hombro. Ahora veía que el caldero, estaba repleto con una repugnante mezcla de ingredientes, entre los que se hallaban porciones, finamente trituradas, de las desaparecidas mujeres-flor, junto con la hiel de quimeras y el ámbar gris de leviatanes. Calentada por fuegos invisibles, bullía tumultuosamente, espumando con burbujas negras y alquitranadas, y emitiendo un hedor nauseabundo. Con el ojo experto de un verdadero maestro en todas las ciencias químicas, Maal Dweb procedió a estimar los diversos productos contenidos en el caldero y, entonces, fue capaz de adivinar el propósito al que estaba destinada aquella pócima. La conclusión a la que tuvo que llegar lo asombró un tanto, y sirvió para aumentar su respeto por el poder y la ciencia de los brujos reptilescos. Vio que, desde luego, sería muy aconsejable detener su evolución.

Tras una breve reflexión, se le ocurrió que, de acuerdo con las leyes de la química, el añadir ciertos componentes simples a la pócima produciría un efecto final ni deseado ni esperado por los ispazars. En altas mesas situadas alrededor de las paredes del laboratorio de alquimia se hallaban jarras, redomas y viales que contenían sutiles drogas y poderosos elementos, algunos de los cuales habían sido obtenidos de los reinos más arcanos de la naturaleza. Sin hacer caso del polvo de luna, los carbones de fuego estelar, las gelatinas hechas con los cerebros de gorgona, el icor de las salamandras, el polvo de los hongos letales, el tuétano de las esfinges y otras substancias igualmente asombrosas y perniciosas, el mago halló bien pronto las esencias que requería. Y fue cuestión de un instante el verterlas en el humeante caldero, y, habiéndole hecho, aguardó con toda compostura el regreso de los reptiles. Mientras tanto, la mujer-flor había dejado de gemir y agitarse. Maal Dweb sabía que estaba muerta, dado que los seres de su especie no podían sobrevivir tras ser desraizados con tal violencia de su suelo natal. Se habla cubierto el rostro con sus tensos pétalos, como con un sudario rojo, que se iba obscureciendo. La contempló por un instante, no sin una cierta conmiseración; pero en aquel momento escuchó las voces de los siete ispazars, que había vuelto a entrar en el laboratorio de alquimia.

Llegaron hacia él entre las repletas vasijas, caminando erectos, al modo de los hombres, sobre sus cortas patas de lagarto, con sus alas sedosas y con nervaduras retraídas tras ellos, y con los ojos brillando rojos en la penumbra. Dos de ellos iban armados con largos cuchillos de hoja sinuosa y los otros estaban equipados con enormes manos de almirez diamantinas que pensaban emplear, sin duda, para machacar la carne del vampiro floral. Cuando vieron al brujo se sintieron tan asombrados como irritados. Sus cuellos y torsos comenzaron a hincharse como las capuchas de las cobras y un gran siseo creció entre ellos, como el sonido de un chorro de vapor. Su aspecto hubiera llenado de terror el corazón de cualquier hombre vulgar, pero Maal Dweb se enfrentó con ellos con calma, repitiendo en voz alta, con tono suave y tranquilo, una palabra de impresionante poder protector. Los ispazars se abalanzaron hacia él, algunos corriendo por el suelo con un movimiento sinuoso y ondulante y los otros alzándose sobre sus alas, que batían rápidamente, para atacarle desde arriba. Sin embargo, todos ellos chocaron vanamente con la esfera de fuerza invisible que el mago había creado a su alrededor al pronunciar la palabra de poder. Era realmente extraño verles arañando vengativamente con sus garras el aire vacío, o dando fútiles golpes con sus armas, que resonaban como si hubiesen golpeado contra una pared de bronce.

Al fin, dándose cuenta de que el hombre que había ante ellos era un brujo, los magos reptiles comenzaron a utilizar su propia brujería no humana. Invocaron del aire grandes relámpagos de lívidas llamas, con forma de pitones, que saltaban y se agitaban de modo incesante, combatiendo con la esfera de poder protector, haciéndola retroceder tal como un escudo es hecho retroceder por la fuerza del número en una batalla, pero sin nunca acabar de romperla del todo. También comenzaron a canturrear malévolas y sibilantes runas que estaban destinadas a hacer perder mágicamente la memoria del brujo, para que así olvidase sus artes. Comprometido era el esfuerzo de Maal Dweb mientras luchaba contra los fuegos serpentinos y las runas; y en su frente se mezclaba la sangre con el sudor, a causa de tal esfuerzo. Pero de todos modos, aunque los rayos golpeaban cada vez más cerca y los cánticos aumentaban en tono, no dejaba de pronunciar la palabra no olvidada; y la palabra seguía protegiéndole.

Entonces, por encima del serpentino cántico, oyó el profundo siseo del caldero, bullendo con mayor turbulencia que antes a causa de aquellas substancias que había añadido a su contenido. Y vio, entre los rayos que no dejaban de estremecerse, que estaba alzándose del mismo un humo más voluminoso, obscuro como el vapor de una ciénaga primigenia, que se extendía por todo el laboratorio de alquimia. Pronto los ispazars quedaron inmersos en los humos, como en una nube de obscuridad; y poco a poco comenzaron a retorcerse y acurrucarse, convulsos en una extraña agonía. Las llamas pitonescas murieron en el aire, y los siseos de los ispazars se transformaron en sonidos inarticulados, como los de las serpientes comunes. Después, desplomándose por el suelo, mientras la niebla negra se espesaba sobre ellos, se arrastraron de un lado a otro sobre sus vientres, tal cual hacen los verdaderos reptiles y, emergiendo a veces del vapor, se les veía estremecerse y sufrir como si el fuego del Infierno estuviera consumiéndolos. Todo aquello sucedía tal cual Maal Dweb lo había planeado. Sabía que los ispazars habían olvidado su brujería y su ciencia, y que una rápida regresión, que los había devuelto al más brutal estado de la bestialidad, había sido producida por la acción de los vapores. Pero, antes de que estuviese totalmente realizado el cambio, admitió a uno de los siete ispazars dentro de la esfera que ahora servía para protegerle de los vapores. El ser se desplomó a sus pies como un dragón amaestrado, reconociéndolo como dueño y señor. Y entonces, finalmente, la nube de vapor comenzó a alzarse, y vio a los otros ispazars que habían disminuido en tamaño hasta ser ahora solo un poco mayores que las serpientes de los lodazales. Sus alas se habían agostado hasta convertirse en apéndices inútiles, y reptaban y siseaban en el suelo entre los alambiques, crisoles y atanores de su perdida ciencia.

Maal Dweb los contempló por breve tiempo, no sin un cierto orgullo por su propia brujería. La lucha había sido difícil, incluso peligrosa; y reflexionó que su aburrimiento había sido superado totalmente, al menos en aquella ocasión. Desde el punto de vista práctico, las cosas también habían estado muy bien hechas; pues, al liberar a las mujeres-flor de sus perseguidores, también había erradicado una posible amenaza futura a su total dominio sobre los mundos de los tres soles. Volviéndose hacia el ispazar que había conservado para un fin necesario, se sentó con firmeza sobre su lomo, tras la gruesa juntura de las alas. Pronunció una palabra mágica que fue comprendida por el monstruo. Manteniéndolo entre sus alas, se alzó y voló obedientemente a través de una de las altas ventanas y, dejando tras él para siempre la ciudadela que no podía ser escalada por el hombre, ni ocupada por ningún ser alado, llevó al mago sobre las rojizas cimas de las montañas color sable, a través del valle donde habitaba la hermandad de vampiros florales, y descendió en el promontorio musgoso al borde de aquel puente levadizo de plata mediante el cual el mago había llegado a Votalp. Allí desmontó Maal Dweb y, seguido por el reptante ispazar, comenzó su viaje de regreso a Xiccarph a través de la nube desprovista de tonalidad, por encima de los abismos multidimensionales.

Mediado aquel tránsito tan peculiar, oyó un repentino y seco batir de alas. Cesó con curiosa brusquedad, y no fue repetido. Mirando hacia atrás, descubrió que el ispazar se había caído del puente y estaba desvaneciéndose de modo irremisible, entre ángulos irreconciliables, en el golfo del que no existe regreso posible.

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