viernes, 15 de enero de 2016

Más allá se encuentra el wub, Philip K. Dick


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Faltaba poco para terminar de cargar. El optus, de pie, con los brazos cruzados, fruncía el ceño. El capitán Franco bajó despacio por la pasarela y sonrió.

—¿Qué ocurre? —le preguntó—. Te pagan por esto.

El optus no dijo nada. Recogió sus túnicas y dio media vuelta. El capitán pisó el borde de la túnica.

—Espera un momento, no te vayas; aún no he terminado.

—¿De veras? —El optus se giró con dignidad—. Vuelvo a la aldea. —Contempló los animales y los pájaros que eran conducidos hacia la nave—. He de organizar nuevas cacerías.

Franco encendió un cigarrillo.

—¿Por qué no? A vosotros os basta con salir a campo abierto y seguir pistas. Pero cuando estemos a mitad de camino entre Marte y la Tierra...

El optus se marchó sin contestar. Franco se reunió con el primer piloto al pie de la pasarela.

—¿Cómo va todo? —Consultó el reloj—. Hemos hecho un buen negocio.

El piloto le miró con cara de pocos amigos.

—¿Cómo explica eso?

—¿Qué le pasa? Los necesitamos más que ellos.

—Nos veremos después, capitán.

El piloto subió por la pasarela, y se abrió paso entre las aves zancudas marcianas. Franco le vio desaparecer en el interior de la nave. Iba a seguirle los pasos hacia la portilla cuando lo vio.

—¡Dios mío!

Se quedó mirando con las manos en las caderas. Peterson venía por el sendero, con la cara congestionada, arrastrándolo con una cuerda.

—Lo siento, capitán —dijo, manteniendo la cuerda tensa.

Franco avanzó hacia él.

—¿Qué es eso?

El wub desplomó su enorme cuerpo lentamente. Se sentó con los ojos entornados. Algunas moscas zumbaban sobre su flanco y las espantó con la cola.

Se hizo el silencio.

—Es un wub —explicó Peterson—. Se lo compré a un nativo por cincuenta centavos. Dijo que era un animal muy raro. Muy respetado.

—¿Esto? —Franco aguijoneó el inmenso flanco del wub—. ¡Si es un cerdo! ¡Un inmundo cerdo grande!

—Sí, señor, es un cerdo. Los nativos lo llaman wub.

—Un gran cerdo. Debe de pesar unos doscientos kilos.

Franco agarró un mechón del hirsuto pelo. El wub jadeó. Abrió sus ojos pequeños y húmedos, y su gran boca tembló.

Una lágrima se deslizó por la mejilla del animal y cayó al suelo.

—Tal vez sea comestible —dijo Peterson, nervioso.

—Pronto lo averiguaremos —respondió Franco.


El wub sobrevivió al despegue, profundamente dormido en el casco de la nave. Cuando ya estaban en el espacio y todo funcionaba con normalidad, el capitán Franco ordenó a sus hombres que subieran al wub para dilucidar qué clase de animal era.

El wub gruñó y resopló mientras ascendía a duras penas por el pasaje.

—Vamos —masculló Jones tirando de la cuerda.

El wub se retorcía y rozaba su piel contra las lisas paredes cromadas. Desembocó en la antecámara y cayó pesadamente al suelo. Los hombres se levantaron de un salto.

—¡Santo cielo! —exclamó French—. ¿Qué es eso?

—Peterson dice que es un wub —respondió Jones—. Es suyo.

Le dio una patada al wub, y el animal, jadeante, se puso en pie con grandes dificultades.

—¿Y ahora qué le pasa? —dijo French acercándose—. ¿Se va a poner enfermo?

Todos lo contemplaban. El wub puso los ojos en blanco y luego miró a los hombres que le rodeaban.

—Quizá tenga sed —aventuró Peterson.

Fue a buscar agua. French meneó la cabeza.

—Ya entiendo por qué tuvimos tantas dificultades para despegar. Me vi obligado a revisar todos mis cálculos de lastre.

Peterson volvió con el agua. El wub, agradecido, la lamió a grandes lengüetazos y salpicó a la tripulación.

El capitán Franco apareció en la puerta.

—Echémosle un vistazo. —Avanzó con mirada escrutadora—. ¿Lo compraste por cincuenta centavos?

—Sí, señor —dijo Peterson—. Come de todo. Le di cereales y le gustaron, y después patatas, forraje y las sobras de nuestra comida, y leche. Creo que le gusta comer. Una vez ha llenado el estómago, se echa a dormir.

—Entiendo. Bien, me gustaría saber cuál es su sabor. Creo que no conviene alimentarlo tanto, ya está bastante gordo. ¿Dónde está el cocinero? Que se presente al instante. Quiero averiguar...

El wub dejó de beber y miró al capitán.

—Le sugiero, capitán, que hablemos de otros asuntos —dijo el wub.

Un pesado silencio se abatió sobre la habitación.

—¿Quién dijo eso? —preguntó el capitán Franco.

—El wub, señor —dijo Peterson—. Habla.

Todos miraron al wub.

—¿Qué dijo? ¿Qué dijo?

—Sugirió que habláramos de otras cosas.

Franco se acercó al wub. Dio vueltas a su alrededor y lo examinó desde todos los ángulos. Luego volvió a reunirse con sus hombres.

—Tal vez haya un nativo en su interior —reflexionó en voz alta—. Tal vez deberíamos abrirlo y confirmarlo.

—¡Dios mío! —exclamó el wub—. ¿Sólo saben pensar en matar y trinchar?

—¡Salga de ahí! ¡Quienquiera que sea, salga! —gritó Franco con los puños apretados.

No se produjo el menor movimiento. Los hombres miraban al wub, pálidos y procurando mantenerse muy juntos. El wub agitó la cola y eructó.

—Perdón —se disculpó.

—Creo que no hay nadie dentro —susurró Jones.

Los hombres se miraron entre sí.

El cocinero entró.

—¿Me mandó llamar, capitán? ¿Qué es esto?

—Es un wub —dijo Franco—. Nos lo comeremos. ¿Por qué no lo mide y trata de...?

—Antes que nada, deberíamos hablar —interrumpió el wub—. Con su permiso, me gustaría discutir este asunto. Veo que no nos ponemos de acuerdo en algunos puntos fundamentales.

El capitán tardó un rato en contestar. El wub esperó pacientemente y aprovechó para secarse el agua de las mandíbulas.

—Vamos a mi despacho —dijo el capitán por fin.

Se giró y salió de la habitación. El wub se levantó y fue tras él. Los hombres lo siguieron con la mirada y oyeron como subía la escalera.

—Me gustaría saber cómo terminará todo esto —dijo el cocinero—. Bien, vuelvo a la cocina. Informadme de cualquier novedad.

—Claro —dijo Jones—. Claro.


El wub se dejó caer en un rincón con un suspiro.

—Le ruego me disculpe, pero me encantan todas las formas de descansar. Cuando se es tan grande como yo...

El capitán asintió con un gesto de impaciencia. Tomó asiento ante su escritorio y entrelazó las manos.

—Bien, empecemos de una vez. Es usted un wub, si no me equivoco.

—Creo que sí. Quiero decir que así es como nos llaman los nativos, aunque tenemos nuestra propia denominación.

—Habla nuestro idioma. ¿Estuvo en contacto con terrícolas anteriormente?

—No.

—Entonces. ¿cómo lo hace?

—¿Hablar su idioma? ¿Estoy hablando en su idioma? No soy consciente de hablar ninguna lengua en particular. Examiné su mente...

—¿Mi mente?

—Estudié los contenidos, en especial el depósito semántico, como yo lo llamo...

—Entiendo. Telepatía, claro.

—Somos una raza muy antigua. Muy antigua y voluminosa. Nos cuesta mucho desplazarnos. Como comprenderá, algo tan lento y pesado está a merced de formas más ágiles de vida. Consideramos que sería inútil basar nuestra supervivencia en la fuerza física. Demasiado pesados para correr, demasiado blandos para combatir, demasiado pacífico para cazar por diversión...

—¿Y de qué viven?

—Plantas, vegetales, comemos casi de todo. Somos tolerantes, liberales y eclécticos. Vivimos y dejamos vivir. Por eso hemos durado tanto. Y por eso me opuse con tanta vehemencia a ser introducido en una olla. Vi la imagen en su mente: la mayor parte de mi cuerpo en el congelador, otra en la olla, un pedacito para el gato...

—¿Así que lee la mente? —interrumpió el capitán—. Muy interesante. ¿Qué más?
Quiero decir, ¿posee alguna otra capacidad semejante?

—Nada importante —respondió el wub distraído, paseando la mirada por la habitación—. Un bonito despacho, capitán, muy limpio. Respeto las formas de vida que aman la pulcritud. Algunas aves marcianas son muy aseadas: sacan los desperdicios del nido y luego barren.

—Fascinante, pero volviendo a lo que hablábamos...

—Desde luego. Usted habló de cocinarme. Según he oído, el sabor es agradable. Un poco grasos, pero tiernos. Pero ¿cómo lograremos establecer una relación perdurable entre su pueblo y el mío si persiste en actitudes tan bárbaras? ¿Comerme? Deberíamos discutir otras cuestiones: filosofía, arte...

—¡Filosofía! —exclamó el capitán poniéndose en pie—. Quizá le interese saber que el próximo mes apenas tendremos nada para comer, algunas provisiones se han echado a perder...

—Lo sé —asintió con la cabeza el wub—. Pero ¿no estaría más de acuerdo con sus principios democráticos que lo sorteáramos? Después de todo, la democracia consiste en proteger a las minorías de tales abusos. Si cada uno tiene derecho a votar...

El capitán caminó hacia la puerta.

—Está loco —rezongó.

Abrió la puerta. Abrió la boca.

Se quedó petrificado, con la boca abierta, la mirada perdida, los dedos aún sujetos al tirador.

El wub le miró. Luego salió de la habitación y pasó por delante del capitán. Se alejó por el corredor, absorto en sus pensamientos.


La habitación estaba en silencio.

—Como verá —dijo el wub— tenemos mitos comunes. Sus mentes albergan muchos símbolos mitológicos familiares: Ishtar, Ulises...

Peterson estaba sentado sin decir nada, con la vista fija en el suelo. Se removió en su silla.

—Siga —dijo—. Siga por favor.

—Su Ulises es una figura común a casi todas las razas autoconscientes. Desde mi punto de vista, Ulises vaga como un individuo consciente de sí como tal. Es la idea de la separación, la separación de la familia o del país. El proceso de individuación.

—Pero Ulises acaba por volver a casa. —Peterson miró por el ojo de buey las estrellas, las incontables estrellas que brillaban con intensidad en el universo vacío—. Al final, vuelve a casa.

—Como lo hacen todas las criaturas. El momento de la separación es un período transitorio, un breve viaje del alma. Tiene un principio y un fin. El viajero errante regresa a su país y a su raza...

La puerta se abrió. El wub se calló y volvió su gran cabeza.

El capitán Franco entró en la habitación seguido de sus hombres. Titubearon en el umbral.

—¿Te encuentras bien? —preguntó French.

—¿Te refieres a mí? —replicó Peterson, sorprendido—. ¿Por qué?

—Ven aquí —ordenó el capitán Franco empuñando una pistola—. Levántate y acércate.

Hubo un silencio.

—Adelante —dijo el wub—. No importa.

Peterson se puso en pie.

—¿Para qué?

—Es una orden.

Peterson se dirigió hacia la puerta. French le cogió del brazo.

—¿Qué pasa? —Peterson se soltó con un movimiento brusco—. ¿Qué os pasa a todos?

El capitán Franco avanzó hacia el wub. El wub le miró desde el rincón en donde estaba echado junto a la pared.

—Es interesante que siga obsesionado con la idea de comerme. Me pregunto la razón.

—Levántese —ordenó Franco.

—Si insiste... —El wub se levantó con un gruñido—. Tenga paciencia. Me cuesta mucho.

Logró ponerse en pie, jadeando y con la lengua fuera.

—Mátelo ya —dijo French.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Peterson.

Jones se giró hacia él con los ojos llenos de miedo.

—Tú no le viste... como una estatua con la boca abierta. Aún seguiría allí si no hubiéramos bajado.

—¿Quién? ¿El capitán? —preguntó Peterson— Pero si ya está bien.

Todos miraban al wub, parado en mitad de la habitación. Respiraba entrecortadamente.

—Vamos —dijo Franco—. Apártense.

Los hombres se apelotonaron en la puerta.

—Tiene miedo. ¿verdad? —habló el wub— ¿Qué le he hecho?. Me repugna la idea de lastimar a alguien. Sólo he intentado protegerme. ¿Esperaba que me precipitara alegremente hacia mi muerte? Soy un ser tan sensible como ustedes. Tenía curiosidad por ver su nave, por saber algo más sobre sus costumbres. Le sugerí al nativo...

La pistola osciló.

—¿Ven? —dijo Franco—. Ya me lo pensaba.

El wub se tiró al suelo, tembloroso. Estiró las patas y enrolló la cola.

—Hace mucho calor —dijo—. Debemos estar cerca de los motores. Energía atómica. Desde un punto de vista técnico han logrado cosas maravillosas, pero sus científicos no están preparados para resolver problemas morales, éticos...

Franco se volvió hacia los tripulantes, apiñados a su espalda, silenciosos y con los ojos abiertos de par en par.

—Yo lo haré. Pueden mirar, si quieren.

—Trate de darle en el cerebro —aprobó French—. No es comestible. No tire al pecho. Si la caja torácica revienta, tendremos que ir sacando los huesos.

—Escuchad —dijo Peterson lamiéndose los labios—. ¿Qué ha hecho? ¿Ha causado algún mal? Os estoy haciendo una pregunta. Y, además, es mío. No tenéis derecho a matarlo. No es vuestro.

Franco levantó la pistola.

—Yo me voy —dijo Jones, pálido y descompuesto—. No quiero verlo.

—Yo también —le imitó French.

Ambos salieron tropezando y murmurando. Peterson permaneció junto a la puerta.

—Me hablaba de los mitos —musitó—. Es incapaz de hacerle daño a nadie.

Se marchó.

Franco se acercó al wub. Éste levantó los ojos y tragó saliva.

—Qué locura —dijo—. Lamento que desee hacerlo. Recuerdo una parábola de su Salvador...

Se interrumpió y fijó la vista en la pistola.

—¿Será capaz de mirarme a los ojos cuando lo haga? ¿Será capaz?

—Desde luego. Allá en la granja teníamos cerdos, apestosos jabalíes. Claro que seré capaz.

Sin apartar la mirada de los ojos húmedos y brillantes del wub, apretó el gatillo.


El sabor era excelente.

Estaban sentados con semblante de tristeza alrededor de la mesa; algunos apenas comían. El único que parecía disfrutar del plato era el capitán Franco.

—¿Más? —preguntó—. ¿Más? ¿Un poco más de vino?

—Yo no —respondió French—. Vuelvo a la sala de control.

—Yo tampoco. —Jones se puso en pie y empujó la silla hacia atrás—. Nos veremos más tarde.

El capitán les vio marcharse. Algunos de los que quedaban también se excusaron.

—¿Qué les ocurre a todos? —preguntó el capitán a Peterson.

Éste permanecía sentado con la vista fija en el plato, en las patatas, en los guisantes y en el trozo de carne humeante y tierna.

Abrió la boca, pero no emitió ningún sonido.

El capitán apoyó la mano en el hombro de Peterson.

—Ahora es tan sólo materia orgánica. La esencia vital ha desaparecido. —Mojó un trozo de pan en la salsa—. Me gusta comer. Es uno de los grandes placeres de la vida. Comer, descansar, meditar, discutir de algunas cosas.

Peterson asintió con un gesto. Otros dos hombres se levantaron y se marcharon. El capitán bebió agua y suspiró.

—Bien, he de admitir que es una comida muy agradable. Todo lo que me habían dicho acerca del... sabor del wub era cierto. Exquisito. Aunque me advirtieron, hace tiempo, que no lo hiciera nunca.

Se secó los labios con la servilleta y se recostó en la silla. Peterson miraba la mesa con expresión de tristeza.

El capitán le observó atentamente. Luego se inclinó hacia adelante.

—Vamos, vamos, anímese. Hablemos de cualquier cosa.

Sonrió.

—Como decía antes de que me interrumpieran, el papel de Ulises en los mitos...

Peterson se levantó de un salto con los ojos bien abiertos.

—Como iba diciendo, Ulises, desde mi punto de vista...

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