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viernes, 22 de enero de 2016
Padre fundador, Isaac Asimov
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La combinación de catástrofes había ocurrido cinco años atrás. Cinco revoluciones en ese planeta, HC—12549d según los mapas y anónimo en otros sentidos. Más de seis revoluciones en la Tierra; pero ¿y quién estaba llevando la cuenta ya?
Si los habitantes de la Tierra se enterasen, dirían que era una lucha heroica, una saga épica del Cuerpo Galáctico; cinco hombres contra un mundo hostil, resistiendo durante cinco (o más de seis) años. Y estaban agonizando, tras haber perdido la batalla. Tres se encontraban en coma, otro aún mantenía abiertos sus ojos amarillentos y el quinto continuaba en pie.
Pero no se trataba de una cuestión de heroísmo. Eran cinco hombres luchando contra el tedio y la desesperación en esa burbuja metálica, y por la poco heroica razón de que no había otra cosa que hacer mientras siguieran con vida.
Si alguno se sentía estimulado por la batalla, jamás lo mencionaba. Al cabo del primer año dejaron de hablar de rescate y, al cabo del segundo, dejaron de usar la palabra «Tierra».
Pero una palabra estaba siempre presente; si nadie la pronunciaba, permanecía en sus pensamientos: amoníaco.
Pensaron en ella por primera vez mientras improvisaban el aterrizaje contra viento y marca, con los motores jadeantes y en un cascajo maltrecho.
Siempre se tenía presente la posibilidad de que hubiese accidentes, desde luego, y siempre se esperaba que ocurrieran unos cuantos; pero de uno en uno. Si una explosión estelar achicharraba los hipercircuitos, se podían reparar, siempre y cuando se contase con tiempo para ello; si un meteorito desajustaba las válvulas de alimentación, se podían reparar, siempre y cuando se contase con tiempo para ello; si, bajo una gran tensión, se calculaba mal una trayectoria y una aceleración momentáneamente insoportable arrancaba las antenas de salto estelar y embotaba los sentidos de todos los miembros de la tripulación, pues las antenas se podían reemplazar y la tripulación acababa recobrando los sentidos, siempre y cuando se contase con tiempo para ello.
Hay una probabilidad, entre una innumerable cantidad de ellas, de que las tres cosas ocurran simultáneamente, y menos durante un aterrizaje endemoniado, cuando el tiempo, lo que más se necesita en el momento de corregir los errores, es precisamente lo que más escasea.
El «Crucero Juan» dio con esa probabilidad entre una innumerable cantidad de ellas y efectuó su último aterrizaje, pues nunca más volvió a despegar de una superficie planetaria.
Ya era un milagro que aterrizara casi intacto. Los cinco tripulantes dispusieron así al menos de varios años de vida. Al margen de eso, sólo la fortuita llegada de otra nave podría ayudarlos, pero no contaban con ello. Eran conscientes de haber tropezado con todas las coincidencias que podían concurrir en una vida, y todas ellas malas.
No había escapatoria.
Y la palabra clave era «amoníaco». Mientras la superficie ascendía en espiral hacia ellos y la muerte (piadosamente rápida) les hacía frente con óptimas probabilidades de vencer, Chou tuvo tiempo para fijarse en los espasmódicos saltos del espectrógrafo de absorción.
—¡Amoníaco! —exclamó.
Los otros le oyeron, pero no tuvieron tiempo de prestarle atención. Estaban concentrados en luchar contra una muerte rápida a cambio de una muerte lenta.
Aterrizaron en un terreno arenoso y con una vegetación escasa y azulada (¿azulada?); hierbas semejantes a juncos, objetos parecidos a árboles, achaparrados, con corteza azul y sin hojas; sin indicios de vida animal, y con un cielo nublado y verdoso (¿verdoso?). Y esa palabra comenzó a obsesionarlos.
—¿Amoníaco? —preguntó Petersen.
—Cuatro por ciento —le confirmó Chou.
—Eso es imposible —decía Petersen.
Pero no lo era. Los libros no decían que fuese imposible.
El Cuerpo Galáctico había descubierto que un planeta de cierta masa y volumen y determinada temperatura era un planeta oceánico y tenía una de estas dos atmósferas: nitrógeno—oxígeno, o nitrógeno—bióxido de carbono. En el primer caso, la vida sería superior; en el segundo, primitiva.
Ya nadie comprobaba factores que no fueran la masa, el volumen y la temperatura. Se daba esa atmósfera por sentado (o una u otra de las dos citadas). Pero los libros no decían que tuviera que ser así, sino que siempre era así. Las atmósferas de otro tipo eran termodinámicamente posibles, pero muy improbables, y en la práctica no se encontraban.
Hasta entonces. Los hombres del Crucero Juan habían encontrado una y se pasarían el resto de su vida bañados por una atmósfera de nitrógeno/bióxido de carbono/amoníaco.
Los hombres convirtieron la nave en una burbuja subterránea y de ambiente terrícola. No podían despegar ni podían proyectar un haz de comunicaciones por el hiperespacio, pero todo lo demás era rescatable. Para compensar las ineficiencias del sistema de reciclaje, podían extraer agua y aire del planeta dentro de ciertos límites; siempre, por supuesto, que eliminaran el amoníaco.
Organizaron partidas de exploración, pues los trajes estaban en excelentes condiciones y eso los ayudaba a pasar el tiempo. El planeta era inofensivo: sin vida animal y con escasa vida vegetal por doquier. Azul, siempre azul; clorofila amoniacal; proteína amoniacal.
Instalaron laboratorios, analizaron los componentes de las plantas, estudiaron muestras microscópicas y compilaron vastos volúmenes de hallazgos. Trataron de cultivar plantas nativas en la atmósfera libre de amoníaco y fracasaron. Se transformaron en geólogos y estudiaron la corteza del planeta; se hicieron astrónomos y estudiaron el espectro del sol de ese mundo.
—Con el tiempo —decía a veces Barrére—, el Cuerpo llegará de nuevo a este planeta y legaremos una herencia de conocimiento. Es un planeta singular. Tal vez no haya otro planeta similar a la Tierra y con amoníaco en toda la Vía Láctea.
—Estupendo —replicaba Sandropoulos con amargura—. Qué suerte para nosotros.
Sandropoulos dedujo la termodinámica de la situación:
—Es un sistema metaestable. El amoníaco desaparece a través de una oxidación geoquímica que forma nitrógeno; las plantas utilizan nitrógeno y forman de nuevo amoníaco, adaptándose así a la presencia del amoníaco. Si el índice de formación de amoníaco mediante las plantas bajara un dos por ciento, crearía una espiral descendente. La vida vegetal se marchitaría, reduciendo aún más el amoníaco, y así sucesivamente.
—Es decir que si extermináramos suficientes plantas —apuntó Vlassov— podríamos eliminar el amoníaco.
—Si tuviéramos aerotrineos y armas de ángulo ancho, y contáramos con un año para trabajar, podríamos lograrlo —contestó Sandropoulos—; pero no los tenemos, y hay un modo mejor de conseguirlo. Si pudiéramos cultivar nuestras propias plantas, la formación de oxigeno por fotosíntesis incrementaría el índice de oxidación del amoníaco. Incluso un aumento pequeño y localizado reduciría el amoníaco de la zona, estimularía el crecimiento de la vegetación terrícola y reprimiría la vegetación nativa, rebajando aún más el amoníaco, y así sucesivamente.
Se transformaron en jardineros durante la estación de la siembra; a fin de cuentas, estaban acostumbrados a ella en el Cuerpo Galáctico. La vida de los planetas similares a la Tierra era habitualmente del tipo agua-proteínas, pero existían variaciones infinitas, y los alimentos de otros mundos rara vez resultaban nutritivos y eran mucho menos apetecibles. Había que probar con plantas terrícolas. A menudo (aunque no siempre), algunas clases de plantas terrícolas invadían la flora nativa y la ahogaban. Al menguar la flora nativa, otras plantas terrícolas podían echar raíces.
De esa manera, muchos planetas se habían convertido en nuevas Tierras. Durante el proceso, las plantas terrícolas desarrollaron cientos de variedades resistentes que florecían en condiciones extremas, lo cual, en el mejor de los casos, facilitaba la siembra en el siguiente planeta.
El amoníaco mataba cualquier planta terrícola, pero las semillas de que disponía el Crucero Juan no eran verdaderas plantas terrícolas, sino mutaciones de esas plantas en otros mundos. Lucharon con denuedo, pero no fue suficiente. Algunas variedades crecieron de modo débil y enfermizo y, luego, murieron.
Aun así, tuvieron mejor suerte que la vida microscópica. Los bacteroides del planeta eran mucho más florecientes que las desordenadas y azules plantas nativas. Los microorganismos nativos sofocaban cualquier intento de competencia por parte de las muestras terrícolas, fracasó el intento de sembrar el suelo alienígena con flora bacteriana de tipo terrícola para ayudar a las plantas terrícolas.
Vlassov sacudió la cabeza.
—De cualquier modo, no serviría. Si nuestras bacterias sobrevivieran, sólo lo harían adaptándose a la presencia del amoníaco.
—Las bacterias no nos ayudarán —dijo Sandropoulos—. Necesitamos las plantas, pues ellas tienen sistemas para manufacturar oxigeno.
—Nosotros podríamos generar un poco —apuntó Petersen—. Podríamos electrolizar el agua.
—¿Cuánto durará nuestro equipo? Con sólo que nuestras plantas salieran adelante sería como electrolizar el agua para siempre; poco a poco, pero con perseverancia hasta que el planeta cediera.
—Tratemos el suelo, pues —propuso Barrére— Está plagado de sales de amoníaco. Lo hornearemos para extraer las sales y lo reemplazaremos por suelo sin amoníaco.
—¿Y qué pasa con la atmósfera? —preguntó Chou.
—En un terreno libre de amoníaco, quizá se adapten a pesar de la atmósfera. Casi lo han logrado en las condiciones actuales.
Trabajaron como estibadores, pero sin un final a la vista. Ninguno creía que aquello acabaría funcionando y no tenían perspectivas de un futuro personal aunque sí funcionara. Pero el trabajo mataba el tiempo.
Para la siguiente estación de siembra tuvieron el suelo libre de amoníaco, pero las plantas terrícolas seguían creciendo muy débiles. Incluso pusieron cúpulas sobre varios brotes y les bombearon aire sin amoníaco. Eso ayudó un poco, aunque no lo suficiente. Ajustaron la composición química del suelo de todos los modos posibles. No obtuvieron ninguna recompensa.
Los débiles brotes produjeron diminutas bocanadas de oxígeno, pero no bastó para acabar con la atmósfera de amoníaco.
—Un esfuerzo más —dijo Sandropoulos—, uno más. Lo estamos desequilibrando, pero no logramos eliminarlo.
Las herramientas y las máquinas se mellaban y se gastaban con el tiempo, y el futuro se iba estrechando. Cada vez había menos margen de maniobra.
El final llegó de un modo casi gratificante por lo repentino. No tenían un nombre para la debilidad y el vértigo. Ninguno sospechó un envenenamiento directo por amoníaco; sin embargo, se alimentaban con los cultivos de algas de lo que había sido el jardín hidropónico de la nave, y los cultivos estaban contaminados de amoníaco.
Tal vez fuese obra de algún microorganismo nativo que al fin había aprendido a alimentarse de ellos. Tal vez era un microorganismo terrícola que había sufrido una mutación en ese entorno extraño.
Así que tres de ello murieron finalmente; por fortuna, sin dolor. Se alegraron de morir y abandonar esa pelea inútil.
—Es tonto perder así —susurró Chou.
Petersen, el único de los cinco que se mantenía en pie (por alguna razón era inmune), volvió su rostro apenado hacia el único compañero vivo.
—No te mueras —le pidió—. No me dejes solo.
Chou intentó sonreír.
—No tengo opción. Pero puedes seguirnos, viejo amigo. ¿Para que luchar? No quedan herramientas y ya no hay modo de ganar, si es que alguna vez lo hubo.
Aun entonces, Petersen combatió su desesperación concentrándose en la lucha contra la atmósfera. Pero tenía la mente fatigada y el corazón consumido, y cuando Chou murió al cabo de una hora se encontró con cuatro cadáveres.
Miró los cadáveres, recordando, evocando (pues ya estaba solo y se atrevía a sollozar) la Tierra misma, que había visto por última vez en una visita de once años antes.
Tendría que sepultar los cuerpos. Arrancaría ramas azuladas de los árboles nativos y construiría cruces. En las cruces colgaría los cascos espaciales y apoyaría al pie los tanques de oxigeno. Tanques vacíos, símbolo de la lucha perdida.
Un tonto homenaje para unos hombres que ya no estaban, y para unos futuros ojos que seguramente nunca lo verían.
Pero necesitaba hacerlo para demostrar respeto por sus amigos y por sí mismo, pues no era hombre de abandonar a sus amigos en la muerte mientras él se mantenía en pie.
Además...
¿Además? Pensó con esfuerzo durante unos momentos.
Mientras permaneciera con vida se valdría de todos sus recursos. Enterraría a sus amigos.
Los sepultó en una parcela del terreno libre de amoníaco que habían construido laboriosamente; los sepultó sin mortaja y sin ropa, los dejó desnudos en el suelo hostil para que se descompusieran lentamente originando sus propios microorganismos antes de que éstos también perecieran con la inevitable invasión de los bacteroides nativos.
Clavó las cruces, con los cascos y los cilindros de oxígeno colgados de ellas, las apuntaló con piedras y se dio media vuelta, abatido, para regresar a la nave enterrada, donde ahora vivía solo.
Trabajó día tras día y al fin también sintió los síntomas.
Se metió en el traje espacial y salió a la superficie por última vez.
Se puso de rodillas en los jardines. Las plantas terrícolas eran verdes. Habían vivido más que antes. Parecían saludables y vigorosas.
Cubrían todo el suelo y limpiaban la atmósfera, pero Petersen había agotado el último recurso que le quedaba para fertilizarías...
De la carne putrefacta de los terrícolas surgían los nutrientes que impulsaban el esfuerzo final. De las plantas terrícolas brotaba el oxigeno que derrotaría al amoníaco y arrancaría al planeta del inexplicable nicho en que se había atascado.
Si los terrícolas regresaban alguna vez (¿cuándo, dentro de un millón de años?) encontrarían una atmósfera de nitrógeno/oxigeno y una flora limitada que evocaría extrañamente la de la Tierra.
Las cruces se pudrirían y se derrumbarían; el metal se oxidaría y se descompondría. Quizá los huesos se fosilizaran y dejaran un testimonio de lo ocurrido. Quizás alguien descubriera sus papeles, que estaban encerrados herméticamente.
Pero nada de eso importaba. Aunque nadie encontrase nada, el planeta mismo, el planeta entero sería un monumento para los cinco.
Petersen se tumbó para morir en medio de su victoria.
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