martes, 3 de noviembre de 2015

El niño de la manita, Fiódor Dostoyevski



Los niños son unas personitas un tanto particulares. Uno sueña con ellos y se los imagina. En Navidades, o el mismo día de Nochebuena, tropecé en la esquina de una famosa calle con un muchachillo que no tendría más de siete años. Hacía un frío espantoso y el niño vestía ropa de verano y unos trapos viejos atados al cuello que hacían de bufanda (lo que significaba que a pesar de todo, había alguien que se los ponía antes de salir a la calle). Andaba él “con la manita extendida”, un término técnico que significa... pedir limosna. Lo acuñaron los propios muchachos. Hay muchos chicos como él que se cruzan en tu camino repitiendo lo mismo (y aullando algo ya aprendido). Pero este niño no lo hacía, hablaba ingenuamente y con un estilo poco corriente y sincero, mirándote a los ojos; quizás se estuviera iniciando en el oficio. A mis preguntas respondió que tenía una hermana que no trabajaba y estaba enferma. Probablemente fuera cierto, pero después me enteré de que hay una multitud de esos muchachos: los echan a la calle “con la manita” aunque haga un frío terrible y, en caso de no recoger limosna, seguramente les aguarde después una paliza. Tras reunir algunas monedas, el niño, con las manos ateridas y enrojecidas, se dirige al sótano, donde algún grupo de gente se emborracha a su costa: son aquellos que “tras holgar del sábado al domingo, no regresan a sus puestos de trabajo hasta el miércoles por la tarde”. Y allí, en los sótanos, se emborrachan junto a ellos sus hambrientas y apaleadas mujeres, y allí mismo gimen sus bebés. El vodka; suciedad y depravación, pero que no falte vodka. Con los cópecs reunidos envían rápidamente al niño a otra taberna a por más vino. Para divertirse, a veces también le dan un poco de alcohol, mientras el niño, medio ahogado, cae inconsciente al suelo,

... y en su boca vierten despiadadamente el desagradable vodka...

En cuanto estos muchachos crecen un poco los envían a trabajar a alguna fábrica y se ven nuevamente obligados a entregar cuanto ganen a esos bribones que se lo gastan en alcohol. Pero ya antes de empezar a trabajar esos niños se convierten en auténticos delincuentes. Deambulan por la ciudad y llegan a conocer todo tipo de sótanos donde pueden pasar la noche sin que nadie repare en ellos. Uno de esos muchachos pasó varias noches seguidas en una portería dentro de una cesta y nadie se percató de su presencia. Se convierten en unos ladronzuelos sin darse cuenta. Incluso en niños de ocho años, el hurto se torna pasión y apenas son conscientes del delito cometido. Finalmente, lo padecen todo —hambre, frío y palizas—, y sólo para conservar la libertad, y huyen de esos bribones para mendigar por su cuenta. Esos pequeños salvajes a veces no saben nada, ni dónde viven, ni de qué nacionalidad son, ni si existe Dios, y se comentan a veces de ellos tales cosas que hasta le parece a uno mentira oírlas; y, sin embargo, todo eso son hechos.

Pero soy un novelista y creo que una de esas “historias” fui yo mismo quien la inventó. Y si he dicho “creo” es porque soy consciente de haberla inventado y, sin embargo, me parece que realmente sucedió en algún lugar, y, para más exactitud, en vísperas de Navidad, en alguna ciudad terriblemente grande, un día que hacía mucho frío.

Veo en un sótano a un niño pequeño que como máximo tendrá unos seis años, quizás menos. Se despierta por la mañana en un sótano húmedo y frío. Lleva algo parecido a una bata, y tirita. Al respirar, sale de su boca vaho, y mientras se acurruca sobre un baúl se entretiene soltando al aire bocanadas de vaho. Pero tiene mucha hambre. A lo largo de la mañana se acerca varias veces al finísimo petate de paja, con un hatillo de trapos que hace de almohada, sobre el que yace su madre, que está enferma. ¿Cómo fue a parar allí? Debió de venir de otra ciudad junto a su hijo y después enfermó. Hacía un par de días que la policía había echado a la patrona de aquel lugar; los inquilinos se marcharon Dios sabe adónde, y allí tirado se quedó sólo un indigente que llevaba veinticuatro horas completamente borracho sin haber llegado la fiesta. En otro rincón de la habitación gemía una anciana octogenaria que trabajó de criada durante algún tiempo y ahora estaba muriéndose en soledad; la anciana gruñía al niño cada vez que se le acercaba, hasta que el muchacho dejó de hacerlo. En el zaguán encontró algo de beber, pero no consiguió dar con un pedazo de pan; se había acercado ya una decena de veces a su madre para despertarla. Finalmente, la angustia empezó a apoderarse de él: hacía mucho que había anochecido y no encendían las luces. Al palpar el rostro de su madre, le extraña que no se inmute y esté tan fría como el témpano. “Aquí hace demasiado frío”, piensa el muchacho, que se queda un rato de pie y apoya inconscientemente su mano sobre el hombro de la fallecida; a continuación se sopla los dedos ateridos de frío, se coloca la gorra, que está sobre el petate, y despacito y a tientas sale del sótano. Quería haber salido antes, pero le retuvo el miedo a un perro grande que estaba en la escalera de arriba y que se pasó el día entero aullando en la puerta de los vecinos. Pero, como el perro ya se había marchado, el muchacho pudo finalmente salir a la calle.

¡Dios mío, qué ciudad! Jamás había visto nada semejante. En el lugar del que provenía, las noches eran muy oscuras y en toda la calle había sólo una farola. Las casitas bajas de madera se cerraban con sus contraventanas. Apenas anochecía no quedaba un alma en la calle, pues todos se escondían en sus casas y sólo se oían aullidos de jaurías enteras de perros. Centenares y miles de ellos aullaban y ladraban durante toda la noche. Pero, a pesar de todo, allí hacía calor y le daban de comer, mientras que aquí... ¡Dios mío, ojalá pudiera llevarse algo a la boca! ¡Aquí, en cambio, cuánto ruido y bramido había! ¡Cuánta luz y cuánta gente, cuántos coches, caballos! ¡Y frío, cuánto frío! Los morros de los sudorosos caballos que corren veloces desprenden un vaho blanco; sus cascos resuenan en el empedrado cubierto de mullida nieve. Pero ¡Dios mío! ¡Qué hambre tiene! ¡Con que sólo pudiera llevarse a la boca un pedazo de pan! De pronto siente un fuerte dolor en sus deditos. Un guardia pasa junto a él y se da la vuelta, haciéndose el despistado.

He aquí otra calle. ¡Oh, qué ancha es! Le pueden aplastar a uno, por eso todos gritan y corren de un lado a otro, ¡y cuánta luz hay! ¡Cuánta luz! “Y ¿eso qué es?”, piensa el niño. ¡Oh! ¡Qué cristal tan grande, y detrás una habitación con un árbol que llega hasta el mismo techo! Es un abeto con muchas luces, adornos dorados y manzanas. Alrededor del árbol hay juguetes y caballitos pequeños. Por la habitación corretean niños vestidos de gala. Están limpios y ríen, juegan, comen y toman refrescos. Una niña se pone a bailar con un niño. ¡Qué niña más guapa! También hay música que se oye a través de la ventana. El niño la mira sorprendido, incluso tiene ganas de reír, pero le duelen los dedos de los pies y los de las manos los tiene tan enrojecidos que no los puede doblar. Y de pronto vuelve a sentir que le duelen los deditos, se echa a llorar y sale corriendo hacia otro lugar, donde ve otra habitación detrás de una ventana y varios árboles, y sobre las mesas hay bollos de todo tipo, de almendra y de color rojo y amarillo. Y junto a la mesa están sentadas cuatro ricachonas que ofrecen bollos al que se acerca a la mesa, y la puerta de la casa, donde entran muchos señores, se abre constantemente. El niño se acerca agazapado, abre despacito la puerta y entra. ¡Uf! ¡Cómo le gritan y le espantan! Una señora se acerca rápidamente y le da un cópec mientras abre la puerta y le indica la salida. ¡Cómo se asusta! Al instante, la moneda se le resbala de las manos y cae al suelo sonando escaleras abajo. El niño no puede doblar sus helados deditos para agarrarla. Sale a toda prisa sin saber adónde. Otra vez le entran ganas de llorar, pues tiene miedo, y corre deprisa mientras se sopla los deditos. Y la tristeza nuevamente se apodera de él porque está solo y angustiado, pero ¡Dios mío! ¿Qué es esto? Hay una muchedumbre que se asombra y se agolpa junto a una ventana. Al otro lado del cristal hay tres muñecos pequeños, vestidos con preciosos vestidos de color verde y encarnado, que parecen de verdad: un ancianito sentado que toca un enorme violín y otros dos de pie junto a él que tocan unos violines pequeños. Pero ¡cómo giran sus cabecitas mirándose los unos a los otros, y moviendo los labios como si realmente hablaran! Aunque a través del cristal no se les oye. Al principio, el niño creyó que se trataba de personas vivas, pero al percatarse de que eran muñecos se echó de pronto a reír. ¡Jamás había visto semejantes muñecos! ¡No pensaba que pudieran existir! Tiene ganas de llorar, pero los muñecos le hacen mucha gracia. De repente siente que alguien le agarra del abrigo. Un chico grandote con cara de malas pulgas, y que está a su lado, de improviso le da un capirotazo en la cabeza, le quita el gorro y le propina una patada en la espinilla. El niño cae estupefacto al suelo en medio de un gran alboroto; se levanta y echa a correr a toda prisa. De pronto se encuentra en un patio desconocido y se acurruca tras un montón de leña: “Aquí no me buscarán y está oscuro”, piensa.

Se queda acurrucado y sin aliento por lo asustado que está, y pronto empieza a sentirse a gusto: súbitamente deja de sentir dolor en sus manitas y piececillos y le parece estar junto a una estufa. El muchacho se estremece: ¡oh!, pero ¡si se había quedado dormido! “¡Qué a gusto se duerme aquí! Estaré aquí un ratito y otra vez iré a ver los muñecos”, pensó el niño, y sonrió al recordarlos. “¡Si parecen de verdad...!” Y se imagina que su madre le canta una canción al oído. “¡Mamá, estoy durmiendo! ¡Oh! ¡Qué bien se duerme aquí!”

—¡Vamos a ver mi árbol de Navidad! —le susurra de pronto una voz cariñosa.

El muchacho cree que es su madre, pero no lo es. No ve quién le llama ni quién, en medio de la oscuridad, se agacha junto a él y le abraza, y también el niño le extiende sus bracitos y... ve mucha luz. ¡Qué árbol! ¡No parece un árbol, jamás había visto nada semejante! ¿Dónde está ahora? Todo refulge y brilla y alrededor hay muchos muñecos. Pero si no son muñecos, sino niños y niñas, sólo que iluminados, revoloteando y dando vueltas en torno a él. Todos lo besan, lo cogen de la mano, lo llevan con ellos, y él ve que su madre lo mira y sonríe feliz.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Oh! ¡Qué bien se está aquí! —exclama el niño, y vuelve a besarse con los niños, y tiene muchas ganas de contarles los muñecos que vio detrás de los cristales de un ventanal—. ¿Quiénes sois, niños? ¿Quiénes sois, niñas? —les pregunta. sonriendo amorosamente.

—Éste es el “Árbol de Noé” —le responden—. En un día como éste, Cristo siempre tiene un Árbol de Noé para los niños que no tienen su propio árbol allí, en la Tierra... —y se enteró de que todos aquellos niños y niñas eran muchachos como él, sólo que unos murieron congelados en las cestas en que los abandonaron tras arrojarlos a las puertas de algún funcionario petersburgués; otros, asfixiados a manos de las cuidadoras de los orfanatos donde les daban de comer; otros, en los extenuados pechos de su madre (durante la hambruna de Sámara); otros, asfixiados por el aire fétido en los vagones de tercera. Y ahora todos están aquí, todos son ángeles que están junto al Niño Jesús, y él en medio, con las manos extendidas hacia ellos; los bendice tanto a ellos como a sus pecadoras madres... Y las madres de esos niños también están aquí, a un lado, y lloran: todas reconocen a sus hijos, y los niños vuelan hacia sus madres y las besan, les secan las lágrimas con sus manitas, y las consuelan para que no lloren, pues están muy bien en este lugar...

Mientras tanto, por la mañana, aquí abajo en la Tierra, los barrenderos encontraron el pequeño cuerpo sin vida de un niño escondido detrás de la leña; también encontraron a su madre... Había fallecido antes que él; ambos se reencontraron en el cielo.

Y ¿para qué habré escrito yo una historia de este tipo, ajena a la línea de un diario normal, máxime cuando es el de un escritor? ¡Había prometido hablar únicamente de historias reales! Pero ahí está la cuestión, que no hace más que figurárseme que todo ello puedo haber ocurrido realmente, es decir, lo que ocurrió en el sótano y detrás de la leña. Y en cuanto a lo del Árbol de Noé ni yo mismo sabría decirles si realmente pudo haber ocurrido o no. Pero por algo soy novelista y puedo imaginar.

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