martes, 3 de noviembre de 2015

Jasón y el vellocino de oro, mito griego.



La reina Ino, que odiaba y conspiraba contra la vida de su hijastro Frixo, convenció a las mujeres de Beocia, el país donde vivían ella y el padre de Frixo, el rey Atamante, para que asaran en sus hornos, sin que nadie lo supiera, todo el grano de cebada que existía, de manera que cuando fuese sembrado en primavera no germinara ni una sola semilla. Como sabía que entonces Atamante enviaría mensajeros al oráculo de Delfos, para averiguar si los dioses del Olimpo estaban enfadados con él, la reina sobornó a los heraldos para que, cuando regresaran, contaran una mentira:

—El oráculo dice que a menos que Atamante sacrifique a su hijo Frixo en la cima de una montaña, la cebada nunca volverá a crecer en Beocia.

Atamante creyó que debía obedecer. Y se llevó a Frixo a la cumbre de una montaña cercana a Tebas. Allí lo hubiera sacrificado, si Heracles, de regreso a casa, no hubiera estado presente en aquel momento, después de capturar las yeguas del rey Diomedes.

—Zeus detesta los sacrificios humanos —gritó Heracles, quitándole a Atamante, de un manotazo, el cuchillo de la mano.

—Pero debo obedecer el oráculo de Delfos —dijo Atamante, entre sollozos.

En aquel instante, Zeus envió un carnero áureo alado que descendió volando desde el Olimpo. Frixos se subió a su lomo. Y su hermana pequeña, Hele, que lo adoraba, le suplicó:

—¡Llévame contigo, si no nuestro padre me matará a mí en tu lugar!

Frixos subió a su hermana detrás de él y el carnero se dirigió al este, hacia el país de Cólquide, al otro lado del mar Negro. Pero Hele se mareó a medio camino y se cayó del carnero, ahogándose en el estrecho que más tarde se llamó Helesponto.

Frixos continuó su vuelo. Y cuando llegó a Cólquide, sacrificó el carnero a Zeus y colgó su vellón de oro en el templo de Ares, donde lo dejó custodiado por una enorme serpiente. Frixos vivió varios años más y se casó con una princesa de Cólquide, con la que tuvo cuatro hijos. Pero en Cólquide, los hombres no eran enterrados como es debido: envolvían sus cuerpos en una piel de buey y los ataban a la copa de los árboles, donde eran devorados por los buitres. El espíritu de Frixos regresó y protestó ante su amigo, el rey Pelias, que se había apoderado recientemente del trono de Yolco, en Tesalia, diciéndole que así no le permitirían entrar en el Tártaro.

El oráculo de Delfos le había profetizado a Pelias que un pariente joven suyo lo mataría, por lo que invitó a todos sus primos y sobrinos a un banquete y los exterminó. Aquella misma tarde, sin embargo, nació un nuevo sobrino llamado Jasón, cuya madre ordenó a sus doncellas que llorasen mucho, como si el bebé hubiera muerto nada más nacer. Más tarde, Pelias mató a la madre de Jasón para evitar que tuviera más hijos, pero Jasón había sido trasladado en secreto, sano y salvo, hasta el monte Pellón, donde Quirón, el centauro sabio, lo educó también en secreto. El oráculo, entonces, advirtió a Pelias:

—¡Ten cuidado de un hombre que lleve una sola sandalia!

Pasaron veinte años. Pelias, ya muy anciano, estaba ofreciendo sacrificios en la costa de Yolco, cuando vio a un extranjero que se acercaba. Éste iba armado con dos lanzas de hoja ancha y calzaba una sola sandalia.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—Tu sobrino Jasón.

—¿Por qué no llevas dos sandalias?

—Perdí la otra en el río, cuando ayudaba a cruzar a una anciana, que resultó ser la diosa Hera disfrazada y que te acusó de no ofrecerle nunca sacrificios.

Pelias miró a Jasón con furia y le preguntó:

—¿Qué harías tú si un oráculo te hubiera profetizado que uno de tus propios parientes iba a matarte?

Hera se disfrazó de mosca y entonces le susurró unas palabras a Jasón al oído. Él las repitió:

—Le haría ir hasta Cólquide, enterrar allí los huesos de Frixo y volver con el vellocino de oro.

—Tú debes ser el hombre que me vaticinó el oráculo —contestó Pelias—. ¡Márchate enseguida y tráeme ese vellocino!

Jasón envió heraldos a todos los rincones de Grecia, invitando a los héroes a unirse a él en la aventura. Pronto, cientos de ellos llegaron a Yolco. Jasón se vio obligado a rechazar a la mayor parte, porque el Argos, la nave que estaban construyendo para él, sólo tenía espacio para cincuenta remeros. Cuando Heracles, que acababa de capturar el jabalí de Enmanto, se unió a la tripulación, todos quisieron que fuese él el que liderara la expedición, pero él respondió:

—No. Ese honor debe ser para Jasón, no para mí. Yo soy aún un esclavo.

Los argonautas, que es como fue llamada aquella tripulación de héroes, partieron de Yolco navegando hacia el este a comienzos de la primavera y, poco después, llegaron a la isla de Lemnos, donde atracaron para conseguir alimentos y agua. Algunos meses antes, las mujeres lemneas habían asesinado a todos sus esposos, porque éstos las trataban con crueldad, pero ahora se sentían solas y perdidas. Estas mujeres intentaron que los argonautas se quedaran en la isla y se casaran con ellas, pero Heracles ordenó que todos regresaran a bordo, haciendo uso incluso de la fuerza.

El Argos cruzó el Helesponto, pasando por Troya, y se adentró en el mar de Mármara. Allí, los argonautas organizaron un concurso amistoso para ver cuál de ellos era capaz de remar durante más tiempo. Heracles, Jasón y los gemelos celestiales —Castor y Pólux— aguantaron toda una noche, hasta la hora del desayuno del día siguiente. A mediodía, ya sólo quedaban Jasón y Heracles, cada uno remando a un lado del barco. Al anochecer, Jasón se desmayó y el remo de Heracles se partió justo en aquel instante. Llevaron entonces el Argos hasta una playa de la costa de Misia y prepararon la cena; todos hicieron lo mismo menos Heracles, que se fue a construir un remo nuevo. Junto a Heracles se había embarcado un huérfano, llamado Hilas, que hacía de grumete. Mientras los argonautas cazaban y cuarteaban unos ciervos, Hilas cogió su cántaro y fue a buscar agua para el cocido. Jamás lo volvieron a ver. Heracles corrió de aquí para allá gritando: «¡Hilas! ¡Hilas!», con todas sus fuerzas, sin saber que una náyade, que vivía en el lago al que Hilas había ido a llenar su cántaro, se había enamorado del guapo muchacho y lo había arrastrado con ella hasta las profundidades del agua. Heracles quería que los argonautas declararan la guerra a los campesinos de Misia, a los que acusaba de raptar a Hilas. Estaba tan nervioso y se comportaba de forma tan extraña —vieron, por ejemplo, que su remo nuevo era dos veces mayor que el de los demás— que la noche siguiente los argonautas se marcharon sin él.

Cerca del lugar donde más tarde se levantaría Constantinopla, encontraron al rey Fineo, hermano de Cadmo, en una triste situación. En cuanto sus criados le servían la comida, tres aves repugnantes, con cabeza de mujer y aliento repugnante, llamadas harpías, se arrojaban sobre su mesa. Si no podían llevarse la comida, lanzaban su aliento y la dejaban incomible. Los argonautas ahuyentaron a las harpías y Fineo, agradecido, le dio un buen consejo a Jasón. Sus últimas palabras fueron:

—Y cuando llegues a Cólquide, ¡confía en la diosa Afrodita!

Para entrar en el mar Negro, el Argos tenía que cruzar el estrecho del Bósforo, que estaba custodiado por dos rocas flotantes que chocaban entre sí y aplastaban cualquier barco que intentara entrar, las rocas cianeas. Fineo había recomendado a los argonautas que se llevaran una paloma consigo. Al llegar allí, a la entrada de las rocas, Jasón soltó la paloma. Ésta pudo cruzar a toda velocidad, aunque las rocas le pellizcaron las plumas de la cola. El Argos la siguió rápidamente. Las rocas se abrieron y se volvieron a cerrar enseguida, cortando los adornos de la popa del navío. Después, Zeus ancló las cianeas firmemente y para siempre. Como la corriente del estrecho era muy fuerte, Orfeo, que era uno de los argonautas, tañó su lira y los marineros remaron a su ritmo. Entraron en el mar Negro tras un gran esfuerzo.

A medio camino de la costa sur, el Argos llegó a la isla de Ares, donde estaban las aves de plumas de bronce, que vivían allí desde que Heracles las había expulsado de los pantanos del Estínfalo. Los argonautas pasaron de largo a toda prisa, entrechocando sus escudos de bronce y sus espadas para ahuyentar a los pájaros. Al día siguiente, rescataron a un grupo de náufragos, que resultaron ser los cuatro hijos de Frixo, que viajaban a Grecia, con la esperanza de que el rey Atamante les nombrara sus herederos. Jasón les advirtió que no esperaran nada de Atamante, porque estaba desterrado en un lugar desértico en Tesalia, y les invitó a unirse a sus argonautas. Había espacio para ellos a bordo, ya que habían perdido a Heracles y a otros tres tripulantes en diversos accidentes. Los hijos de Frixo aceptaron y juraron obedecer las órdenes de Jasón. Éste convocó un consejo de guerra en un remanso del río Fasis y ofreció un sacrificio a Afrodita. La diosa se le apareció y le prometió ayuda. Afrodita había encontrado a su travieso hijo Eros jugando a los dados con Ganimedes, el copero de Zeus, y lo había sobornado con una bonita pelota de oro con esmalte azul. Eros, entonces, partió hacia el palacio del rey Eetes, en Cólquide, se escondió tras una columna y se preparó para disparar una flecha contra Medea, la hija pequeña del rey. Jasón llegó poco después, guiado por los hijos de Frixo, y le preguntó cortésmente al rey Eetes si, por favor, se podía llevar el vellocino de oro.

—Someteré a todos tus enemigos, si me lo das —le dijo.

Eetes se negó:

—¡Vuelve a tu casa, joven, antes de que te corte la lengua!

Pero Medea le suplicó:

—¡Padre, qué modales son esos! Este valeroso príncipe ha salvado la vida de tus cuatro nietos.

Eros lanzó su flecha e, inmediatamente, Medea se enamoró locamente de Jasón. Medea, entonces, le pidió a Eetes que le entregara el vellocino a Jasón, con la condición de que hiciera algunos trabajos.

Eetes accedió a regañadientes.

—Pero serán unos trabajos extremadamente difíciles —le dijo a Jasón—. Tengo dos toros que escupen fuego. Enyúgalos, labra con ellos un campo de una hectárea y media, y siémbralo con dientes de dragón. Aquí tienes una bolsa llena de dientes de dragón que Cadmo no utilizó.

Después de hacerle jurar por todos los dioses a Jasón que sería su esposo para siempre, Medea le ayudó untándole el cuerpo con un bálsamo de azafrán especial de Cólquide. Este bálsamo mágico lo protegería del aliento ardiente de los toros. Jasón enyugó los toros, aró el campo, sembró los dientes de dragón y, cuando brotaron unos hombres armados, hizo lo mismo que Cadmo había hecho: tiró una piedra entre ellos, para que se mataran entre sí.

Mientras tanto, los cuatro hijos de Frixo, siguiendo las órdenes de Jasón, bajaron los huesos de su padre, que estaban envueltos en una piel de buey, del árbol en el que todavía estaban colgados; los enterraron con una moneda de plata para Caronte, y erigieron una bonita lápida sobre ellos.

Cuando Eetes vio que Jasón había terminado su tarea, gritó:

—¡No te daré el vellocino, sinvergüenza! Mi hija te ha ayudado con malas artes. Además, ¿por qué has sepultado los huesos de Frixo? El entierro está prohibido por nuestras leyes. ¡Abandona Cólquide antes del amanecer!

Aquella noche, Medea condujo a Jasón hasta el templo donde el vellocino estaba colgado de un pilar y cantó un conjuro mágico a la serpiente protectora, rociándole los ojos con bálsamo de amapola, hasta que el sueño venció al animal. Jasón robó entonces el vellocino y corrió con Medea hasta el Argos. Tras una feroz batalla, los argonautas derrotaron al ejército de Cólquide y se fueron, remando río abajo. Medea les curó las heridas con un ungüento de su botiquín.

La flota de Eetes persiguió el Argos por el mar Negro, el estrecho del Bósforo, el mar de Mármara, el mar Egeo y por toda Grecia, hasta llegar a la isla de Drepane (hoy llamada Corfú), a medio camino del mar Adriático. Medea y Jasón llegaron allí a mediodía y pidieron protección al rey y a la reina. El almirante de la flota de Cólquide llegó al palacio de Drepane a la hora de cenar y le dijo al rey:

—Majestad, un sinvergüenza llamado Jasón ha huido con la hija del rey Eetes, la princesa Medea. Venimos a rescatarla y también a recuperar el vellocino de oro que ellos han robado.

El rey contestó:

—Es muy tarde para que pueda decidir si tienes derecho a llevarte a Medea o el vellocino. Vuelve por la mañana, cuando mi cabeza esté más clara.

La diosa Afrodita se le apareció a la reina y le dijo:

—Deja que te preste mi ceñidor áureo; hará que el rey se vuelva a enamorar de ti y que haga todo lo que le pidas.

—Eso sería muy bonito. Últimamente, está bastante cansado de mí. Pero, ¿qué tengo que pedirle?

—Pídele que envíe a los colquianos de regreso a su casa.

Cuando la reina se abrochó el ceñidor, el rey exclamó:

—¡Querida, qué preciosa eres! ¿Puedo hacer algo por ti?

—Quiero una corona nueva, con diamantes, rubíes y esmeraldas; y una larga túnica bordada en oro. Y también deseo saber la respuesta que le darás mañana al almirante de Cólquide.

—Te prometo la corona y la túnica, pero todavía no he decidido lo que diré mañana.

—Pues permíteme que te aconseje. Dile al almirante que si la princesa Medea todavía no se ha casado con Jasón, ella deberá volver a la casa de su padre, el rey Eetes, con el vellocino. Pero que si ya se ha casado, entonces Jasón podrá quedársela y considerar el vellocino como su regalo de boda.

—De acuerdo; eso es lo que diré..., ¡si me permites que te dé cien besos!

La reina contó los besos con cuidado y se dio cuenta de que el rey se sobrepasó de uno. Luego, fue a ver a Jasón. Antes, sin embargo, se quitó el ceñidor, para evitar que Jasón se enamorara también de ella y que por tanto Medea se pusiera celosa.

—¡Deprisa! —gritó—. ¡Unios enseguida en matrimonio!

Los argonautas organizaron una boda a medianoche para Jasón y Medea. A la mañana siguiente, el rey supo lo sucedido y le dijo al almirante que Medea y el vellocino eran ya de Jasón.

El almirante no se atrevía a luchar contra los argonautas, pero tampoco osaba regresar a su reino con las manos vacías, así que pidió permiso al rey para quedarse en Drepane con toda su flota. Le fue concedido. Algunos meses más tarde, la noticia llegó a oídos del rey Eetes, en Cólquide, que murió del enfado.

Cuando navegaban de regreso a Yolco, los argonautas se vieron atrapados por una tempestad que los arrastró hasta la costa de África. Allí, una enorme ola levantó el Argos y lo depositó sobre la arena seca del desierto. Los argonautas hubieran tenido que abandonar la nave si no hubiera aparecido la diosa Libia que, vestida con pieles de cabra, les prestó unos rodillos de madera. Los argonautas, de esta manera, pudieron empujar el Argos de vuelta al agua.

Navegaron luego hasta Creta, donde un monstruo autómata de bronce, construido en la herrería de Hefesto, custodiaba el puerto, arrojando rocas contra los barcos extranjeros. Pero los argonautas necesitaban comida y agua, así que Medea embrujó al autómata de bronce con sus ojos. El monstruo se tambaleó, se golpeó el talón en una roca y se desangró hasta morir. Los argonautas, entonces, desembarcaron sin peligro.

Llegaron a Yolco, sin más incidencias, un día de octubre, al atardecer. Un pescador solitario, que estaba sentado en la playa reparando sus redes, les informó que Pelias había ordenado asesinar a Jasón en cuanto apareciera. Medea, entonces, se disfrazó de anciana y se fue al palacio, llevándose consigo a sus doncellas colquianas. Allí, se presentó como una diosa que había venido desde las islas Británicas en un carro de fuego.

—Haré que vuelvas a ser joven, rey Pelias —le dijo.

Pelias vio cómo Medea descuartizaba un viejo cordero y hervía los pedazos en un caldero de hierro, con hierbas mágicas y conjuros. Tras ello, Medea hizo un truco: sacó un corderillo del caldero y le dijo a Pelias:

—Éste es el cordero que he descuartizado. ¡Míralo ahora! ¡Los mismos conjuros funcionarían contigo!

—Si sabes devolver la juventud a los viejos, ¿por qué no te la devuelves a ti misma? —le preguntó, suspicaz, Pelias.

—Lo haré, si eso te divierte. ¡Cierra tus ojos y cuenta hasta cien!

Mientras Pelias contaba, Medea se quitó el disfraz a toda prisa.

—¡Abre los ojos!

Al ver que Medea se había vuelto joven de repente, Pelias pidió a una de sus hijas que lo cortara en pedazos con un hacha y que hirviera los trozos en el caldero. Aquella hija era el joven pariente destinado a matarlo, porque el caldero, claro está, no tenía ningún poder mágico.

Jasón colgó el vellocino en un templo de Zeus, en la montaña próxima a Tebas, desde la cual el carnero se había llevado a Frixo. Luego, condujo el Argos hasta Corinto, lo varó y lo ofreció como sacrificio al dios Poseidón.

Corinto, rey de Corinto, murió de repente y Jasón fue elegido para sustituirle. Poco después, sin embargo, los habitantes de la ciudad descubrieron que Corinto había sido envenenado, un crimen del que Medea se confesó autora. Aquella confesión hizo que los corintios le pidieran entonces a Jasón que se casara con otra mujer y que continuara siendo el rey. Él aceptó, pero con la condición de que le perdonaran la vida a Medea.

—Juraste por todos los dioses que serías mi esposo para siempre —replicó Medea.

—No sabía que fueras una envenenadora —contestó Jasón—. Será mejor que te vayas enseguida, antes de que los corintios cambien de idea y decidan castigarte. Me casaré con la princesa Glauce.

Poco antes de la boda, Glauce recibió una corona de oro y una larga túnica blanca. El mensajero que las trajo dijo que eran regalos nupciales hechos por Hera. Pero, en realidad, habían sido enviados por Medea. En cuanto Glauce se las puso, empezaron a arder y la princesa murió abrasada. El palacio también fue pasto de las llamas y los invitados quedaron atrapados por el fuego. Sólo Jasón pudo escapar.

Medea huyó y, más tarde, contrajo matrimonio con el rey Egeo de Atenas, como ya hemos contado. Jasón, por su parte, fue maldecido por los dioses del Olimpo, pues había roto el voto de fidelidad que contrajo con Medea. El héroe perdió su trono y vagó miserablemente por toda Grecia. Sus antiguos amigos nada querían saber de él y, de viejo, cuando volvió a Corinto vestido como un mendigo, se sentó a la sombra del Argos y sollozó recordando sus glorias pasadas. En aquel momento, la proa del navío se desplomó y lo mató. Y Zeus colocó la popa del barco en el cielo, formando así la constelación de Argos.

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