lunes, 2 de noviembre de 2015

La confesión, leyenda mexicana.



Era una noche calmada y de sosiego sin par en la que los citadinos de la ciudad de Guadalajara, en la primera mitad del siglo XVIII, dormían plácidamente, soñando con oro, poder y hermosas parejas, sin que el menor ruido interrumpiera la tranquilidad de sus fantasías nocturnas. La densa oscuridad de la noche encapotada y sin luna se rompía en algunos rincones por farolillos y candiles que iluminaban las imágenes de los santos en sus hornacinas.

Nuestra historia da inicio cuando estas débiles luces dejan entrever la silueta de un fraile encapuchado que camina tan veloz que diera la impresión de deslizarse sin piernas, como si flotara. Nada en su aspecto exterior le diría al observador casual acerca de la mortífera condición del alma de aquel sacerdote, cuyas dudas le han llevado a perder la fe.

Más, quien supiera, vería en su rostro la gigantesca aflicción que estremece al que ha abandonado toda confianza. Envuelto en su capa, va rezando el rosario mientras aprieta contra su pecho el crucifijo. Acto mecánico, desprovisto de genuina devoción; ya que, mientras tanto, su espíritu navega en tierra que solo podríamos llegar a considerar propias de Satán.

Cuando suenan las once campanadas, el fraile observa que las patrullas de policía van y vienen custodiando la paz nocturna de la ciudad tapatía. Casi en cada esquina encuentra un vigilante provisto de un silbato, lo que lo tranquiliza. El desdichado se siente más temeroso de las acciones de los hombres que de la voluntad de Dios. Y nadie podría asegurar que, a pesar de las rondas policiales, por esos barrios bajos se preservara la única paz valedera, la de las almas.

De pronto, un sujeto de fiero aspecto aparece en una de las bocacalles e intenta cerrarle el paso al religioso. Sin hacerle demasiado caso, el fraile lo elude y cambia de acera, sólo para comprobar que aquel cruza la calle y lo sigue.

Con la intención de no alarmar al vecindario, el fraile acelera el paso y descubre que su perseguidor también lo hace. Salta charcos hediondos y elude lodazales que el paso de las carretas ha creado por todas partes. Le palpita el corazón. Siente miedo, mas orgulloso, no se encomienda a Dios sino que prosigue el fatal juego. Camina con la esperanza de que una pareja de vigilantes salga al paso y les pueda pedir ayuda.

Tuerce el rumbo y lo vuelve laberíntico; tenazmente lo sigue el desconocido. Hasta que se encuentra con una callejuela cerrada. Sin escapatoria ni resuello, y tras persignarse carente de fe auténtica, se detiene de súbito y mira de frente al intruso:

-¿Por qué me busca?

-Padrecito, disculpe vuestra merced la brusquedad –profiere aquel sujeto con un aliento aguardientoso. El cura percibe el olor a grasa quemada y tequila rancio, impregnado en las ropas de aquel individuo y no deja de temer un asalto. “Pero, ¿por qué?”, piensa.

-¿Para que soy bueno? –quiere saber el fraile, sacando fuerzas de su debilidad.

-Disculpe el modo en que lo busqué y el pedido que quiero hacerle a pesar de lo avanzado de la hora.
-usted dirá –manifestó el religioso mostrando una firmeza que lejos estaba de sentir; su alma seguía en la ingratitud.

-Mi esposa está moribunda, padre, y lo necesita antes del momento supremo –escupe las palabras aquel sujeto cuya pestilencia es ahora más notoria. ¿Quiere vuestra caridad hacer el favor de la confesión? –solicita el que hasta el momento parecía un vagabundo a punto de matar al religioso.

El fraile, que es hombre viejo y cuya tonsura ya le es natural, se excusa:

-Es muy tarde, hijo. Aún estoy lejos del monasterio y me encuentro muy cansado.

Lejos de su ánimo está el brindar confesión, cuando él mismo, lo sabe, es un hombre más que ha caído en el pecado.

-Se lo suplico, padre. No es posible dejar partir a un alma sin el perdón que implora –rogó el desconocido.

-¿Tan grave se encuentra?

-Sí, padre.

-¿Es muy lejos? –quiere saber desde su pereza el sacerdote

-Es aquí no más, cerquita –responde el solicitante.

Caminan algunos pasos y dan vuelta en la esquina, se adentran en un oscuro callejón, Sin esperar más, aquel hombre con facciones brutales abre el pórtico de una casa de altos y empuja al fraile al interior.

Muy sorprendido se hallaba aquel religioso cuando comenzó a caminar entre tinieblas húmedas y frías siguiendo al guía a través de aquel pasadizo. En medio de la oscuridad del pasillo solo se alcanzaba a divisar una lucecita a lo lejos. El olor a cilantro era débil, aunque seguro. Ascendieron por una escalerilla y llegaron a una habitación que no tenía otra entrada ni respiro que aquel corredor que desembocaba en la escalera y al final la puerta estrecha. De allí procedía el aroma; aunque ahora podía decirse que no era a cilantro, sino a un manojo de hierbas de olor. Estaban en una casa de altos, dedujo el fraile; es decir, en el segundo piso de una residencia jalisciense típica. Esto era cuanto sabía. Quien lo llevaba le empujó hacia el interior de aquella habitación iluminada de modo inexplicable y dueña de aquella fragancia tan especial.

Sobre un lecho revuelto se encontraba una mujer joven y hermosa. Era ella a quien tenía que confesar, comprendió. Tembló el fraile al comprobar que la señora tenía las manos atadas en actitud de orar.

Luego observó que las ropas, otrora lujosas, estaban rasgadas y el rostro de la dama dejaba entrever que había sido maltratada.

La mirada del fraile se dirigió al que decía ser el marido de aquella señora pidiéndole, exigiéndole, una explicación. El hombre que lo había conducido hasta el aposento le ordenó:

-Padre, cumpla con si ministerio, porque de todos modos, confesa o no, condenada o absuelta, ella va a morir esta noche –ahora supo identificar el olor con certeza: era azufre.

Y acompañado de estas palabras le mostró el arma con la que pensaba dar muerte a la atribulada esposa.

-No puedo administrar la confesión si no tengo los sentidos expeditos tal y como pide el ministerio -manifestó el atemorizado fraile.

-Está bien…los dejaré a solas.

Salió el malhechor y la mujer le rogó que la desatara. Temeroso, el fraile lo hizo. Mas al inclinarse sobre el lecho de la desgraciada, ese aroma enfermizo que envuelve el alma de un antojo voluble y sensual, derritiéndola, se apoderó de su conciencia. La cual pudo recuperar tras el rapto de perdición.

Recibió la confesión de la mujer, quien cuchicheó a su oído palabras que iban lentamente descomponiendo las facciones del religioso. Había pasado mucho tiempo. El hombre, ya impaciente, dio la misión del fraile por concluida y cogiéndolo por un hombre lo condujo hasta la puerta, arrojándolo a la calle de un empellón. Y, tras celebrar con una risotada triunfal que su misión había sido cumplida, cerró de nuevo la puerta tras de él.

El fraile cayó atontado, mudo de espanto, mientras escuchaba el pedido de auxilio de quien era muerta, en forma por demás inclemente, con el filo de una espada. Sin poder dominarse, se vuelve, toca el aldabón, llama con grandes golpes a la puerta, pide auxilio a voces, grita desesperado. Todo es inútil. Al cabo de una hora, e levanta y santiguándose, echa a caminar.

Estaba ya amaneciendo. Tenía el fraile la impresión de haber hecho un viaje al otro mundo y el aire, las personas y hasta el azul del cielo le alegraban el corazón, al saberse de vuelta en la tierra. Mucha gente pensó que el fraile había enloquecido, pues bastaba mirar su expresión demente para pasar del asombro a la extrañeza. Ríe, llora. Se detiene en una esquina para arreglar el hábito y el cordón. No da crédito de que todavía conserve la vida. Con el pecho palpitándole angustias malsanas, no sabe qué hacer. Delatar aquel crimen es abrir paso a su propio infierno. Ni siquiera sabe si el matador no vendrá por él para darle una muerte más terrible aún. Pero tampoco puede cometer el sacrilegio de colocarse entre el asesino de la mujer y Dios ¿Dios? ¿Por qué lo habrá abandonado?

Se percata de su blasfemia, herejía y falta de fe; se aterroriza y, por un acto que se le ha hecho automático, busca el rosario para poder pensar cómo se librará de esta circunstancia adversa. Descubre, con terror, que no lo tiene consigo. Rebusca el rosario entre los pliegues de su hábito: ¡no está! Decide repasar la situación y comprende que lo ha dejado en el cuarto de aquella infeliz. Un rosario que su propia madre le regaló, sobre el que se leen su nombre y apellidos grabados. Es entonces cuando decide dar cuenta a las autoridades virreinales.

La mañana del 16 de septiembre de 1791 fueron llamados los guardafaroles y los alcaldes de Corte, Mayores y Ordinarios, para que entre todos ayudaran a localizar al asesino. Enterado el gobernador de Jalisco, mientras desayunaba un copioso menú compuesto por lomo de cerdo y tortas de maíz, del extraño suceso al que se le conocía como el asesinato de la bella dama, ordenó a sus subalternos policíacos que le diesen lista expresiva de los nombres de plazas, calles y callejones que cada alcalde tenía a su cargo, con distinción de mesones y posadas públicas o privadas y el movimiento de pasajeros que hubiese habido en ellos.

Dio orden de que nadie saliera de la ciudad hasta nuevo aviso. Y él personalmente se puso al frente de la investigación. Estaba cortejando a una señora de ojazos verdes y quería causarle una buena impresión. Solicitó, además, a los señores curas de las parroquias de la Soledad, Tlaquepaque y del Salto del Agua, le informasen quiénes habían fallecido la víspera y dónde los habían sepultado.

En pocas palabras, mandó practicar múltiples averiguaciones encaminadas a descubrir el delito. Mien-tras más diligencias se hacían no se podía encontrar siquiera huella. Todas las pesquisas efectuadas fue-ron inútiles. Algunas casas investigadas resultaron estar cerradas desde hacía tiempo por problemas testamentarios de los dueños; en otras se halló que, aunque vacías, eran de bajos, y el crimen supuesto había de ser en una casa de altos.

En una mansión abandonada se encontraron huellas de sangre, podían percibirse manchas como dedos estampados en la puerta y en las paredes, una mano izquierda femenina había dejado un rastro sanguinolento sobre el zaguán y algunas de estas marcas parecían repetirse en el interior de la casa. El olor de aquella mansión, como otras de su estirpe, era por demás particular, aunque quizá indescifrable, ya que algunos habrían jurado aspirar la fragancia del cilantro fresco y picado; ramos de olor, asegurarían los más; azufre, declararían pocos.

Pero el escribano certificó que el perito médico había señalado que las manchas de sangre eran muy antiguas, y no podía afirmar si eran de seres humanos. Los curas de las parroquias vecinas a camposantos de la Soledad, Tlaquepaque y del Salto del Agua en sus informes respectivos no dieron luz ninguna sobre el crimen. Nadie murió ni fue enterrado la noche de la víspera ni en el día que comenzaron las inquisiciones. En las posadas y mesones la averiguación tampoco dio resultado. Arrieros e indígenas comerciantes que podrían haber sido inculpados resultaron vecinos conocidos y fuera de toda sospecha. El gobernador pidió al fraile que acompañara a la ronda, con el propósito de que él en persona pudiera identificar la casa buscada.

Pasaron horas, incluso días tratando de dar con un callejón que parecía haberse volatilizado. Y cuando el asunto asemeja leyenda fantasmagórica que ha de desvanecerse en la nada, dejando al crimen en el misterio, el fraile localiza la calle en la que se detuvo para enfrentar a su perseguidor.

— Es por aquí — le indica a la ronda que, ya para entonces, tenía serias sospechas de la cordura de aquel religioso.

Tras algunas vueltas y dudas, localiza el camino, llega al portal que reconoce y dice:

— Aquí es, dentro está la muerta y su inhumano matador.

El alcalde, tras tocar el aldabón tres veces y al ver que nadie responde, grita:

— Abrid en nombre de la ley. Abrid a la justicia del rey.

Al oír estas voces acuden los vecinos, se abren puertas y ventanas y todos quieren saber qué acontece. Una vieja se atreve a decirles al alcalde y al fraile, así como a la ronda de soldados que aguarda la orden de derribar la puerta:

— Señores, ¡señores!

Voltean el rostro con la esperanza de encontrar una respuesta y la anciana les asegura:

— Nadie vive en esa casa. Hace más de medio siglo que sus puertas no se abren.
Fijáronse en la cerradura y vieron cómo las telas de araña la tenían sellada. El alcalde vaciló un instante. No sabía qué hacer. Comenzó a pensar que aquel fraile había perdido la razón y los conducía a una maniobra amén de absurda, extraña.

— ¿Está seguro, padre, de que es aquí?

— Sí, señor alcalde. Con certeza.

Reponiéndose de la duda y con ánimo de dar por concluida aquella farsa, diciéndose el alcalde para sus adentros que han de acabarla aunque al hospicio fuese a dar el pellejo del religioso, ordena:

— Tumben la puerta.

Los soldados de la ronda no se detienen a discutir ni un instante, empujan con fuerza la vieja bisagra, la cual salta hecha pedazos y tras un baño de aserrín y polvo se descubre el pasillo, la escalera y la puerta al fondo.

El lugar está completamente vacío y el fraile señala un oscuro pasadizo a través del cual entró a la habitación cerrada. La oscuridad es grande y es necesario alumbrarse con antorchas para poder divisar siquiera lo que se encuentra a una yarda. Sin embargo, aquel olor, aquella fragancia...

Entran a la habitación el alcalde y el fraile, detrás viene la tropa que alumbra la escena macabra.

Allí está el rosario.

Pero ¡ay! Lo sostienen dos manos que lejos de ser cadavéricas, ya son puro hueso.

Sobre un lecho sin ropas de cama, descansa un esqueleto humano que por la larga cabellera se adivina perteneció a una mujer. Ahora los fuegos de los soldados alumbran el interior del cuarto, sorpresivamente no apesta, sino que puede percibirse un perfume femenino que exhalan los restos de brocados y ornamentos que visten a la calaca. Y puede verse a la muerta que sostiene aquella cruz entre sus manos.

No queda ningún recelo de lo que ha dicho el fraile. Allí permanecen las huellas de un crimen. Pero han debido pasar muchos, muchos años, más de cincuenta tal vez. El fraile siente que la razón le abandona; acongojado, exclama:

— ¡Confesé a una muerta, Jesús, me entretuve con un alma en pena!

Y se desploma al suelo, pesadamente, como si hubiera caído fulminado por un rayo. Uno de los soldados intenta socorrerlo. Al tocarlo descubre que el religioso tiene la frente helada y las manos yertas.

De pronto, quizá por una poco usual ilusión óptica producida por la cada vez más débil luz de las antorchas, pues el aire falta, ven a la muerta, es decir, a ese cadáver esquelético no sólo sonreírles, sino que pretende incorporarse. La gente abandonó de inmediato la casa, con la creencia de que sufrirían la misma suerte que el fraile. Dichos aposentos debían estar malditos.

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