domingo, 15 de noviembre de 2015

Gil Braltar, Jules Verne



I

Había allí unos setecientos u ochocientos, cuanto menos. De talla promedio, pero robustos, ágiles, flexibles, hechos para los saltos prodigiosos, se movían iluminados por los últimos rayos del sol que se ponía al otro lado de las montañas ubicadas al oeste de la rada. Pronto, el rojizo disco desapareció y la oscuridad comenzó a invadir el centro de aquel valle encajado en las lejanas sierras de Sanorra, de Ronda y del desolado país del Cuervo.

De pronto, toda la tropa se inmovilizó. Su jefe acababa de aparecer montado en la cresta misma de la montaña, como sobre el lomo de un flaco asno. Del puesto de soldados que se encontraban sobre la parte superior de la enorme piedra, ninguno fue capaz de ver lo que estaba sucediendo bajo los árboles.

-¡Uiss, uiss! -silbó el jefe, cuyos labios, recogidos como un culo de pollo, dieron a ese silbido una extraordinaria intensidad.

-¡Uiss, uiss! -repitió aquella extraña tropa, formando un conjunto completo.

Un ser singular era sin duda alguna aquel jefe de estatura alta, vestido con una piel de mono con el pelo al exterior, su cabeza rodeada de una enmarañada y espesa caballera, la cara erizada por una corta barba, sus pies desnudos y duros por debajo como un casco de caballo.

Levantó el brazo derecho y lo extendió hacia la parte inferior de la montaña. Todos repitieron de inmediato aquel gesto con precisión militar, mejor dicho, mecánica, como auténticos muñecos movidos por un mismo resorte. El jefe bajó su brazo y todos los demás bajaron sus brazos. Él se inclinó hacia el suelo. Ellos se inclinaron igualmente adoptando la misma actitud. Él empuñó un sólido bastón que comenzó a ondear. Ellos ondearon sus bastones y ejecutaron un molinete similar al suyo, aquel molinete que los esgrimistas llaman "la rosa cubierta".

Entonces, el jefe se dio la vuelta, se deslizó entre las hierbas y se arrastró bajo los árboles. La tropa lo siguió mientras se arrastraban al mismo tiempo.

En menos de diez minutos fueron recorridos los senderos del monte, descarnados por las lluvias sin que el movimiento de una piedra hubiera puesto al descubierto la presencia de esta masa en marcha.

Un cuarto de hora después, el jefe se detuvo. Todos se detuvieron como si se hubieran quedado congelados en el lugar.

A doscientos metros más abajo se veía la ciudad, cobijada por la extensa y oscura rada. Numerosas luces centelleantes hacían visible un confuso grupo de muelles, de casas, de villas, de cuarteles. Más allá se distinguían los fanales de los barcos de guerra, los fuegos de los buques comerciales y de los pontones anclados en el muelle y que eran reflejados en la superficie de las tranquilas aguas. Más lejos, en la extremidad de la Punta de Europa, el faro proyectaba su haz luminoso sobre el estrecho.

En ese momento se oyó un cañonazo: el first gun fire, lanzado desde una de las baterías rasantes. Luego se comenzaron a escuchar los redobles de los tambores acompañados de los agudos silbatos de los pífanos.

Era la hora del toque de queda, la hora de recogerse en casa. Ningún extranjero tenía ya el derecho de caminar por la ciudad, a no ser que estuviera escoltado por algún oficial de la guarnición. Se les ordenaba a los miembros de las tripulaciones de los barcos que regresaran a bordo antes de que las puertas de la ciudad se cerraran. Con intervalos de quince minutos, circulaban por las calles algunas patrullas que llevaban a la estación a aquellos que se habían retrasado o a los borrachos. Entonces la ciudad se sumía en una profunda tranquilidad.

El general Mac Kackmale podría dormir entonces a pierna suelta.

Esa noche, no parecía que Inglaterra tuviera que temer que algo ocurriera en su Peñón de Gibraltar.


II

Es conocido que este gran peñón, que tiene una altura de cuatrocientos veinticinco metros, reposa sobre una base de doscientos cuarenta y cinco metros de ancho, con cuatro mil trescientos de largo. Su forma se asemeja a un enorme león echado, su cabeza apunta hacia el lado español, y su cola se baña en el mar. Su rostro muestra los dientes -setecientos cañones apuntando a través de sus troneras-, los dientes de la anciana, como alguien dice. Una anciana que mordería duro si alguien la irritara. Inglaterra está sólidamente apostada en el lugar, tanto como en Perim, en Adén, en Malta, en Pulo-Pinang y en Hong Kong, otros tantos peñones que, algún día, con el progreso de la Mecánica, podrán ser convertidos en fortalezas giratorias.

Mientras llega el momento, Gibraltar le asegura al Reino Unido una dominación indiscutible sobre los dieciocho kilómetros de este estrecho que la maza de Hércules abrió entre Abila y Calpe, en lo más profundo de las aguas mediterráneas.

¿Han renunciado los españoles a reconquistar este trozo de su península? Sí, sin duda, porque parece ser inatacable por tierra o mar.

No obstante, existía uno que estaba obsesionado con la idea de reconquistar esta roca ofensiva y defensiva. Era el jefe de la tropa, un ser raro, que se puede decir que estaba loco. Este hombre se hacía llamar precisamente Gil Braltar, nombre que sin duda alguna lo predestinaba para hacer viable esta conquista patriótica. Su cerebro no había resistido y su lugar hubiera debido estar en un asilo de dementes. Se le conocía bien. Sin embargo, desde hacía diez años, no se sabía a ciencia cierta lo que había sido de él. ¿Quizás erraría a través del mundo? Realmente, no había abandonado en modo alguno su dominio patrimonial. Vivía como un troglodita, bajo los bosques, en cuevas, y más específicamente en el fondo de aquellos inaccesibles reductos de las grutas de San Miguel, que según se dice se comunican con el mar. Se le creía muerto. Vivía, sin embargo, pero a la manera de los hombres salvajes, privados de la razón humana, que solo obedecen a sus instintos animales.


III

El general Mac Kackmale dormía perfectamente a pierna suelta sobre sus dos orejas, algo más largas de lo que manda el reglamento. Con sus desmesurados brazos, sus ojos redondos, hundidos bajo espesas cejas, su cara rodeada de una áspera barba, su fisonomía gesticulante, sus gestos de antropopiteco, el prognatismo extraordinario de su mandíbula, era de una fealdad notable, incluso para un general inglés. Un verdadero mono. Pero un excelente militar por otra parte, pese a su figura simiesca.

¡Sí! Dormía en su confortable morada de Main Street, una calle sinuosa que atraviesa la ciudad desde La Puerta del Mar hasta La Puerta de la Alameda. Quizás el general soñaba que Inglaterra se apoderaba de Egipto, de Turquía, de Holanda, de Afganistán, de Sudán o del país de los bóers, en una palabra, de todos los puntos del globo que se ajustaban a su conveniencia, justo en el momento en que corría el peligro de perder Gibraltar.

La puerta del cuarto se abrió de repente.

-¿Qué ocurre? -preguntó el general Mac Kackmale, incorporándose de un salto.

-¡Mi general -le contestó un ayudante de campo que había entrado por la puerta como un torpedo-, la ciudad está siendo invadida!...

-¿Los españoles?

-¡Debe ser!

-¡Se habrán atrevido!...

El general no terminó la frase. Se levantó, arrojó a un lado el madrás que le ceñía la cabeza, se deslizó en sus pantalones, se zambulló en su traje, se dejó caer en sus botas, se caló su bicornio, se armó con su espada mientras decía:

-¿Qué es ese ruido que estoy escuchando?

-El ruido de las rocas que avanzan como un alud por toda la ciudad.

-¿Son numerosos esos bribones?...

-Deben serlo.

-Sin duda todos los bandidos de la costa se han reunido para ejecutar este ataque: los contrabandistas de Ronda, los pescadores de San Roque y los refugiados que pululan en todas las poblaciones...

-Es de temer, mi general.

-¿Y el gobernador?... ¿Ha sido prevenido?

-¡No! ¡Es imposible ir a darle aviso a su quinta de la Punta de Europa! ¡Las puertas están ocupadas, las calles están llenas de asaltantes!...

-¿Y el cuartel de La puerta del Mar?...

-¡No existe medio alguno para llegar hasta allí! ¡Los artilleros deben hallarse sitiados en su cuartel!

-¿Con cuántos hombres cuenta usted?...

-Unos veinte, mi general. Son los soldados del tercer regimiento, que pudieron escapar cuando todo comenzó.

-¡Por San Dunstán! -exclamó Mac Kackmale-, ¡Gibraltar arrebatada a Inglaterra por estos vendedores de naranjas!... ¡No!... ¡Eso no ocurrirá!

En ese momento, la puerta del cuarto dio paso a un extraño ser que saltó sobre los hombros del general.


IV

-¡Ríndase! -exclamó una ronca voz, que más tenía de rugido que de voz humana.

Algunos hombres, que habían acudido detrás del ayudante de campo, iban a abalanzarse sobre aquel hombre que había acabado de penetrar en el cuarto del general, cuando a la claridad del cuarto los individuos reconocieron al recién llegado.

-¡Gil Braltar! -exclamaron.

Era él, en efecto, aquel hombre del cual no se hablaba desde mucho tiempo atrás, el salvaje de las grutas de San Miguel.

-¡Ríndase! -volvió a gritar.

-¡Jamás! -contestó el general Mac Kackmale.

De repente, en el momento en que los soldados lo rodeaban, Gil Braltar emitió un silbido agudo y prolongado.

Inmediatamente, el patio del edificio, luego el edificio todo, se llenó de una masa invasora.

¿Lo creerán ustedes? ¡Eran monos, monos por centenares! ¿Venían pues a recuperar de los ingleses este peñón del que son los verdaderos dueños, este monte que ocupaban mucho antes que los españoles, mucho antes que Cromwell hubiese soñado en su conquista para Gran Bretaña? ¡Sí, en verdad! ¡Y eran temibles por su número!, estos monos sin colas, con los cuales no se vivía en paz, sino a condición de tolerar sus merodeos, estos seres inteligentes y atrevidos que las personas evitan molestar, pues sabían vengarse (lo habían hecho muchas veces) haciendo rodar enormes rocas sobre la ciudad.

Y ahora, estos monos se habían convertido en los soldados de un loco, tan salvaje como ellos, este Gil Braltar que ellos conocían, que vivía la vida independiente de ellos, de este Guillermo Tell cuadrumanizado, que ha concentrado toda su existencia a un solo pensamiento: expulsar a todos los extranjeros del territorio español.

¡Qué vergüenza para el Reino Unido, si aquella tentativa tuviera éxito! ¡Los ingleses, que habían derrotado a los indios, a los abisinios, a los tasmanios, a los australianos, a los hotentotes y a muchos otros, ahora serían vencidos por unos simples monos!

¡Si semejante desastre llegara a ocurrir, el general Mac Kackmale no tendría otro remedio que volarse los sesos! ¡Era imposible sobrevivir a semejante deshonor!

Sin embargo, antes de que los monos, llamados por el silbido de su jefe, hubiesen invadido la habitación del general, algunos soldados habían podido atrapar a Gil Braltar. El loco, dotado de un vigor extraordinario, se resistió, y no costó poco trabajo reducirlo. Su piel prestada le había sido arrancada en la lucha; se encontraba amarrado, amordazado y casi desnudo en una esquina de la habitación, sin poder moverse ni emitir sonido alguno. Poco tiempo después, Mac Kackmale abandonó su casa con la firme resolución de vencer o morir de acuerdo a una de las más importantes reglas militares.

Pero el peligro en el exterior no era menor. Al parecer, algunos soldados se habían podido reunir en La puerta del Mar y avanzaban hacia la casa del general. Varios disparos se escucharon en los alrededores de Main Street y la plaza de Comercio. Sin embargo, el número de simios era tal que la guarnición de Gibraltar corría peligro de verse muy pronto obligada a ceder posiciones. Y entonces, si los españoles hacían causa común con los monos, los fuertes serían abandonados, las baterías quedarían desiertas, las fortificaciones no contarían con un solo defensor, y los ingleses que habían hecho inaccesible aquella roca, no volverían a poseerla jamás.

De repente, se produjo un brusco giro en el curso de los acontecimientos.

En efecto, a la luz de algunas antorchas que iluminaban el patio, pudo verse a los monos batirse en retirada. Al frente de la banda iba su jefe blandiendo su bastón. Todos lo seguían a su mismo paso, imitando su movimiento de brazos y piernas.

¿Había podido Gil Braltar desatarse y arreglárselas para escapar de la habitación donde se encontraba prisionero? No había duda posible. ¿Pero adónde se dirigía ahora? ¿Se dirigía hacia la punta de Europa, a la villa del gobernador con el objetivo de atacarlo y obligarlo a rendirse, así como había hecho con el general?

¡No! El loco y su banda descendieron por Main Street. Luego de haber cruzado por La puerta de la Alameda, marcharon oblicuamente a través del parque y comenzaron a subir por la cuesta de la montaña.

Una hora después, en la villa no quedaba uno solo de los invasores de Gibraltar.

¿Que había ocurrido, entonces?

Pronto se supo, cuando el general Mac Kackmale apareció en el límite del parque.

Había sido él quien, desempeñando el papel del loco, se había envuelto en la piel de mono del prisionero y había dirigido la retirada de la banda. Parecía de tal modo un cuadrúmano, este bravo guerrero, que logró engañar a los monos. Así fue como no tuvo que hacer otra cosa más que presentarse y todos lo siguieron.

Simplemente, una idea genial, que fue muy pronto recompensada con la concesión de la Cruz de San Jorge.

En cuanto a Gil Braltar, el Reino Unido lo cedió, a cambio de dinero, a un Barnum que hace fortuna exhibiéndolo en las principales ciudades del viejo y el nuevo mundo. El Barnum incluso da a entender de buen grado que no es aquel salvaje de San Miguel quien exhibe, sino el general Mac Kackmale en persona.

Sin embargo, esta aventura constituyó una lección para el gobierno de Su Graciosa Majestad. Comprendió que si bien Gibraltar no podía ser tomada por los hombres, estaba a merced de los monos. En consecuencia, Inglaterra, que es muy práctica, ha decidido no enviar allí, en lo sucesivo, sino a los más feos de sus generales, de manera que los monos volvieran a engañarse si ocurriera otro hecho similar.

Esta medida le asegurará, verdaderamente para siempre, la posesión de Gibraltar.

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