lunes, 30 de noviembre de 2015

La ciudad hermana, Brian Lumley



(Este manuscrito se incluye como "Anexo A" en el informe número M-Y-127/52, fechado el 7 de agosto de 1952.)

Hacia el final de la guerra, cuando bombardearon nuestra casa de Londres y murieron mis padres, fui hospitalizado debido a mis heridas y tuve que pasar casi dos años enteros postrado. Yo era joven —tenía sólo diecisiete años cuando salí del hospital—, y fue entonces cuando se despertó en mí el entusiasmo, que años después se convirtió en un anhelo insaciable, por los viajes, las aventuras y por conocer las antigüedades más grandes de la Tierra. Siempre he tenido una naturaleza vagabunda, pero estuve tan sujeto durante esos dos pesados años que, cuando finalmente me llegó la ocasión de emprender la aventura, me resarcí del tiempo perdido dejando que esa inclinación mía campase por sus respetos.

No es que esos largos y dolorosos meses estuviesen totalmente exentos de placeres. Entre una y otra operación, cuando mi salud lo permitía, leía ávidamente en la biblioteca del hospital, principalmente para olvidar mi desgracia, y después para dejarme llevar a esos mundos antiguos y maravillosos creados por Walter Scott en sus encantadoras Noches arábigas.

Aparte de deleitarme tremendamente, el libro contribuyó a desviar mi atención de las cosas que había oído decir sobre mí en las salas. Se comentaba en voz baja que yo era diferente; al parecer los médicos habían encontrado algo extraño en mi constitución física. Había rumores sobre las peculiares cualidades de mi piel y el cartílago córneo ligeramente prolongado de mi espina dorsal. Se hablaba del hecho de que los dedos de mis manos y de mis pies fuesen ligeramente palmeados, y de mi total carencia de pelo, de modo que me había convertido en objeto de muchas miradas extrañas.

Estas circunstancias, y mi nombre, Robert Krug, no contribuyeron precisamente a aumentar mi popularidad en el hospital. De hecho, en la época en que Hitler devastaba de cuando en cuando Londres con sus bombas, un apellido como el de Krug, con todas sus implicaciones de ascendencia germana, era probablemente un obstáculo mayor para granjearme amistades que todas mis otras peculiaridades juntas.

Al final de la guerra me encontré con que era rico: fui nombrado heredero único de la riqueza de mi padre, y aún no había cumplido los veinte años. Había dejado muy atrás a los Jinns, Gules y Efreets de Scott, pero había regresado al mismo tipo de emoción de las Noches arábigas con la publicación de las Excavaciones de los lugares sumerios, de Lloyd. En líneas generales, este libro fue el responsable del miedo que siempre me han inspirado esas mágicas palabras de «Ciudades Perdidas».

En los meses subsiguientes, y ya durante todos los demás años de mi formación, la obra de Lloyd quedó como un hito, pese a que fue seguida de otros muchos volúmenes de talante similar. Leí ávidamente Nínive y Babilonia y Primeras aventuras en Persia, Susa y Babilonia, de Layard. Leí morosamente obras tales como Origen y progreso de la Asiriología, de Budge, y Viajes a Siria y Tierra Santa, de Burckhardt.

Pero no fueron las fabulosas tierras de Mesopotamia los únicos lugares de interés para mí. Las ficticias Shangri-La y Ephiroth se situaban asimismo junto a la realidad de Micenas, Knosos, Palmira y Tebas. Leí entusiasmado las historias de la Atlántida y de Chichén-Itzá, sin molestarme nunca en separar lo real de lo fantástico, y pensaba con igual anhelo en el Palacio de Minos en Creta que en la Ignorada Kadath de la Inmensidad Fría.

Lo que leí de la expedición africana de sir Amery Wendy-Smith en busca de la muerta G'harne confirmó mi creencia de que ciertos mitos y leyendas no están muy lejos del hecho histórico. Al menos, una persona como este eminente arqueólogo había patrocinado una expedición en busca de una ciudad en la jungla, considerada por las más prestigiosas autoridades como puramente mitológica... ¡Bueno! Su fracaso no significaba nada, comparado con el hecho de que él lo había intentado...

Mientras otros, antes de mi época, habían ridiculizado la quebrantada figura del explorador demente que regresó solo de las selvas del Continente Negro, yo intenté imitar sus trastornados desvaríos —como han sido calificadas sus teorías— examinando una vez más las pruebas sobre Chyria y G'harne y ahondando más en las fragmentarias antigüedades de las ciudades legendarias y los países de nombres tan inverosímiles como R'lyeh, Ephiroth, Muar e Hiperbórea.

Con el paso de los años, mi cuerpo se restableció completamente y me convertí de un joven fascinado en un hombre de endeble constitución... Yo no sospechaba siquiera qué era lo que me impulsaba a explorar los oscuros pasajes de la historia y de la fantasía. Lo único que sabía era que había algo irresistiblemente atrayente para mí en el redescubrimiento de esos mundos antiguos de ensueño y leyenda.

Antes de empezar los viajes lejanos que iban a ocuparme durante cuatro años, compré una casa en Marske, en el mismísimo límite de los pantanos de Yorkshire. Era ésta una región en la que había pasado mi niñez, y siempre había experimentado por los desolados pantanos una fuerte sensación de afinidad muy difícil de definir. En cierto modo, allí me sentía más en casa, me sentía infinitamente más cerca del pasado. Dejé mis pantanos con auténtica renuencia, pero la inexplicable llamada de los lejanos lugares y nombres extranjeros me sacó de allí, y me llevó a cruzar los mares.

Primero visité los países que se hallan más al alcance, ignorando los lugares de ensueño y de fantasía, aunque prometiéndome a mí mismo que más tarde... ¡más tarde!

¡Egipto con todo su misterio! La pirámide escalonada de Djoser en Saggara, obra maestra de Imhotep; las antiguas mastabas, tumbas de reyes muertos hacía siglos; la inescrutable sonrisa de la Esfinge; la pirámide de Snefern en Meidum y las de Kefrén y Cheops en Gizeh; las momias, los dioses meditabundos...

Sin embargo, a pesar de todo su encanto, Egipto no me retuvo demasiado tiempo. La arena y el calor me dañaban la piel, que se me quemó y resquebrajó casi de la noche a la mañana.

Creta, ninfa del hermoso Mediterráneo... Teseo y el Minotauro; el Palacio de Minos en Knosos... Todo era maravilloso; pero lo que yo buscaba no estaba allí.

Salamina y Chipre, con sus ruinas de antiguas civilizaciones, me retuvieron un mes o poco más cada una. Sin embargo, fue en Chipre donde me di cuenta de otra de mis peculiaridades personales: mi extraña aptitud para el agua...

Trabé amistad con un grupo de buceadores de Famagusta. Hacían inmersiones diarias en busca de ánforas y otros restos del pasado frente a la costa de Salónica. Al principio, el hecho de que pudiese permanecer bajo el agua el triple de tiempo que el mejor de ellos, y nadar más de prisa sin ayuda de aletas ni tubo respiratorio, fue sólo motivo de asombro para mis amigos; pero a los pocos días observé que cada vez hablaban menos conmigo. No les chocaba demasiado la falta de pelo de mi cuerpo ni las membranas de mis dedos, que parecían haber crecido. Lo que no les gustaba era el leve abultamiento en la parte de atrás de mi traje de baño y la facilidad con que podía conversar con ellos en su propia lengua, aun cuando yo no había estudiado griego en mi vida.

Se hizo hora de cambiar de aires. Mis viajes me llevaron por todo el mundo, y me convertí en una autoridad en civilizaciones extinguidas, que para mí eran el único gozo de la vida. Luego, en Phetri, oí hablar de la Ciudad Sin Nombre.

Perdida en el desierto de Arabia, la Ciudad Sin Nombre era un conjunto de ruinas desarticuladas, con murallas bajas, casi enterradas en las arenas seculares. Fue en este lugar, donde soñó el poeta loco Abdul Alhazred, la noche antes de componer su inexplicable dístico:

“Que no está muerto lo que puede yacer eternamente,
Y con los extraños eones aun la muerte puede morir.”

Mis guías árabes pensaron que también yo estaba loco, cuando desoí sus advertencias y continué la búsqueda de aquella Ciudad de los Demonios. Sus ligeros camellos desaparecieron más que de prisa cuando notaron la extraña escamosidad de mi piel y otras cosas de mi persona que les desasosegaron. Además se habían quedado estupefactos, lo mismo que yo, ante la extraña fluidez con que manejé su lengua.

No hablaré de lo que vi y lo que hice en Kara-Shehr. Baste citar que me enteré de cosas que hicieron vibrar en lo más hondo mi subconsciente; cosas que me empujaron a seguir viajando en busca de Sarnath la Predestinada, en la que una vez estuvo el país de Mnar...

Ningún hombre conoce el paradero de Sarnath, y es preferible que siga siendo así. Por tanto, de mis viajes en busca del lugar y las dificultades con que tropecé en cada etapa no referiré nada. Sin embargo, mi descubrimiento de la ciudad sumergida en el limo, y de las inmemoriales ruinas de la vecina Ib, fueron importantísimos eslabones en la larga cadena de datos que lentamente iba reduciendo el vacío que se abría entre este mundo y mi destino final. Y yo, abrumado, no sabía siquiera dónde estaba ni cuál era ese destino.

Durante tres meses vagué por las orillas legamosas del tranquilo lago que ocultaba Sarnath, y por fin, movido de un impulso tremendo, hice uso una vez más de mis excepcionales facultades acuáticas y comencé a explorar bajo la superficie del espantoso pantano.

Esa noche dormí con una pequeña estatuilla verde, rescatada de las ruinas sumergidas, apretada contra mi pecho. En sueños, vi a mi padre y a mi madre —confusamente, como a través de una bruma—, y ellos me llamaban por señas...

Al día siguiente fui otra vez a pasear por las seculares ruinas de Ib, y cuando me disponía a marcharme, vi una piedra con una inscripción que me proporcionó la primera clave verdadera. Lo maravilloso es que yo pude leer lo que había escrito en aquel erosionado y antiquísimo pilar; pues estaba escrito en una rara escritura cuneiforme, más antigua aún que las inscripciones de las fragmentarias columnas de Geoh, y se hallaba profundamente erosionada por las inclemencias del tiempo.

No decía nada de los seres que una vez habitaron en Ib, ni tampoco de los largo tiempo desaparecidos habitantes de Sarnath. Sólo refería la destrucción que los hombres de Sarnath habían llevado sobre los seres de Ib, y de la Maldición consiguiente que cayó sobre Sarnath. Esta maldición fue obra de los dioses de los seres de Ib, pero no pude averiguar nada sobre dichos dioses. Yo sólo sabía que la lectura de esa piedra, y el estar en Ib, había removido recuerdos largamente sepultados, quizá incluso recuerdos ancestrales, en mi mente. Una vez más me invadió ese sentimiento de proximidad a casa, ese sentimiento que siempre experimentaba en los pantanos de Yorkshire. Entonces, mientras apartaba ociosamente con el pie los juncos de la base del pilar, aparecieron otras inscripciones labradas. Limpié el limo y las leí. Eran sólo unas líneas, pero contenían una clave inestimable para mí:

“Ib ha desaparecido, pero los Dioses viven. En el mundo existe una Ciudad Hermana, oculta en la tierra, en las tierras bárbaras de Zimmeria. Allí el Pueblo prospera, y los Dioses serán siempre venerados; hasta el advenimiento de Cthulhu...”

Muchos meses después, en El Cairo, busqué a un hombre versado en la antigua sabiduría, autoridad ampliamente reconocida en antigüedades prohibidas y regiones y leyendas prehistóricas. Este sabio no había oído hablar jamás de Zimmeria, pero conocía una región que en otro tiempo había tenido un nombre muy similar.

—¿Y dónde está situada Zimmeria? —pregunté.

—Desgraciadamente —contestó mi erudito asesor, consultando un mapa—, casi toda Zimmeria se halla bajo el mar, aunque originalmente estaba situada entre Vanaheim y Nemedia, en la antigua Hiperbórea.

—¿Dice que casi toda se halla sumergida? —pregunté—. ¿Pero cuál es la parte del país que se encuentra por encima del mar? —Quizá fuera la ansiedad de mi voz lo que hizo que me mirase de la forma que lo hizo, quizá fuera mi aspecto otra vez; pues el sol de muchos países había curtido mi piel de un modo muy peculiar, y una dura membrana había crecido entre mis dedos.

—¿Por qué desea saberlo? —me preguntó—. ¿Qué es lo que busca?

—Mi casa —respondí instintivamente, sin saber qué fue lo que me hizo contestar eso.

—Sí... —dijo él, estudiándome atentamente—. Podría ser muy bien así... Es usted inglés, ¿verdad? ¿Puedo preguntarle de qué parte?

—Del nordeste —dije, recordando súbitamente mis pantanos—. ¿Por qué quiere saberlo?

—Amigo mío, busca usted en vano —sonrió—; porque Zimmeria, o lo que queda de ella, circunda toda esa parte nordeste de Inglaterra que es su tierra natal. ¿No es irónico? Buscando su casa, la ha abandonado.

Esa noche el destino me deparó una carta que yo no podía ignorar. En la sala de estar de mi hotel había una mesa dedicada únicamente a los hábitos lectores de los residentes ingleses. Sobre ella había gran variedad de libros, periódicos y revistas, desde el Reader's Digest hasta el News of The World, y con el fin de pasar unas horas con relativo frescor, me senté bajo un reconfortante ventilador con un vaso de agua con hielo, y me puse a hojear ociosamente uno de los periódicos. De repente, al volver una página, me tropecé con una fotografía y un artículo que, una vez hube leído atentamente, motivaron el que tomara un pasaje en el primer vuelo a Londres.

La fotografía estaba pobremente reproducida, pero era lo bastante clara como para ver que representaba una pequeña estatuilla verde: el duplicado de la que yo había salvado de las ruinas de Sarnath, bajo las quietas aguas de la laguna...

El artículo, tal como lo recuerdo, rezaba así:

“Samuel Davies, con domicilio en Heddington Crescent, 17, Radcar, ha descubierto esta preciosa reliquia de edades pretéritas que reproducimos más arriba, en un arroyo cuya única fuente conocida está en la escarpa de los Pantanos de Sarby. La estatuilla se encuentra actualmente en el Museo de Radcar, donada por el señor Davies, y está siendo estudiada por el Prof. Gordon Walmsley de Goole. Hasta ahora el Prof. Walmsley se ha visto impotente para arrojar alguna luz sobre el origen de dicha estatuilla, si bien la prueba Wendy-Smith, procedimiento científico para determinar la edad de los fragmentos arqueológicos, ha demostrado que posee una antigüedad de más de diez mil años. La estatuilla verde no parece tener relación alguna con ninguna de las civilizaciones conocidas de la Inglaterra antigua y se cree que se trata de un hallazgo de rara importancia. Desgraciadamente, los espeleólogos son unánimes en la opinión de que es imposible llegar hasta el mismo nacimiento del manantial, en la escarpa de Sarby.”

Al día siguiente, durante el vuelo, dormí una hora o más, y en sueños vi a mis padres otra vez: aparecían como antes, en una bruma... pero las señas que me hacían eran más insistentes que en el sueño anterior, y en medio de los intermitentes vapores que los envolvían había extrañas figuras, inclinadas en aparente acatamiento, mientras de ocultas e innominadas gargantas brotaba un cántico harto familiar...

Había cablegrafiado a mi ama de llaves desde El Cairo, notificándole mi regreso, y cuando llegué a mi casa de Marske encontré a un procurador esperándome. Este caballero se presentó como el señor Harvey, de la firma de Radcar de Harvey, Johnson & Harvey, y me entregó un gran sobre lacrado. Estaba dirigido a mí, con la letra de mi padre, y el señor Harvey me informó que tenía instrucciones de entregarme el sobre en propia mano en cuanto cumpliese los veintiún años. Desgraciadamente, yo había estado fuera del país en esa fecha, hacía ya casi un año, pero la firma había estado en contacto con el ama de llaves para que el acuerdo estipulado hacía siete años entre mi padre y la firma se cumpliese. Cuando el señor Harvey se marchó, dije al ama que podía retirarse y abrí el sobre. El manuscrito que contenía no estaba redactado en ninguna de las escrituras que yo había aprendido en el colegio. Eran los caracteres que yo había visto en aquel antiquísimo pilar de la antiquísima Ib; no obstante, sabía instintivamente que era la mano de mi padre la que había escrito aquello. Y por supuesto, pude leerlo con la misma facilidad que si estuviera en inglés. Los muchos y diversos contenidos de la carta hacían que pareciese más, como he dicho, un largo manuscrito, y no es mi intención reproducirlo completamente. Sería muy farragoso, y la rapidez con que está aconteciendo el Primer Cambio no me lo permite. Solamente consignaré los puntos especiales significativos sobre los que se centró mi atención.

El primer párrafo lo leí con escepticismo; pero a medida que seguía la lectura, mi escepticismo se fue transformando en inquietante asombro, y después en incontenible alegría, ante las fantásticas revelaciones de estos intemporales jeroglíficos de Ib. ¡Mis padres no habían muerto! Solamente se habían ido; habían regresado...

El día aquél, hace ya casi siete años, en que yo volvía de mi residencia estudiantil reducida a cenizas por las bombas, a nuestra casa de Londres, ésta había sido saboteada a propósito por mi padre. Había montado un poderoso artefacto explosivo, con un dispositivo que entrase en funcionamiento cuando sonaran las sirenas; luego mis padres se fueron en secreto a los pantanos. No habían sabido, naturalmente, que yo volvía a casa después de la destrucción de la residencia donde vivía. Aun ahora ignoraban que yo había llegado a casa precisamente cuando las defensas de radar de los servicios militares de Inglaterra habían captado objetivos hostiles en el cielo. Aquel plan tan cuidadosamente trazado para que los hombres necios creyesen que mis padres habían muerto había dado resultado; pero estuvo a punto de destruirme a mí también. Y todo este tiempo había vivido convencido yo también de que habían muerto. Pero ¿por qué habían recurrido a ese extremo? ¿Cuál era el secreto que hacía tan necesario ocultarse de nuestros semejantes, y dónde estaban ahora? Seguí leyendo...

Lentamente quedó revelado todo. Nosotros, mis padres y yo, no éramos indígenas de Inglaterra; ellos me habían traído aquí de niño, desde nuestra tierra natal, un país muy próximo, y sin embargo, paradójicamente lejano. La carta seguía contando cómo todos los niños de nuestra raza debían crecer y hacerse mayores lejos de su lugar de nacimiento, mientras que los mayores sólo raramente pueden marcharse de su suelo natal. Este hecho está determinado por el aspecto físico que adquieren en el mayor período de sus ciclos de vida. Pues no son, durante la mayor parte de su existencia, ni física ni mentalmente semejantes a los hombres normales.

Esto significa que los hijos tienen que ser abandonados en los portales, en las entradas de los orfelinatos, en las iglesias y demás lugares donde pueden ser recogidos y cuidados; pues de muy pequeños apenas existen diferencias entre mi raza y la raza de los hombres. A medida que leía recordaba las historias fantásticas que tanto me habían gustado; sobre gules y hadas y demás criaturas que dejaban a sus hijos y que robaban niños para que se criaran a su semejanza.

¿Era ése, entonces, mi destino? ¿Iba a ser yo un gul? Seguí leyendo. Me enteré de que los de mi raza sólo pueden abandonar su país natal dos veces en la vida; en la juventud, cuando, como he explicado, los traen aquí por necesidad, para dejarlos hasta que lleguen aproximadamente a la edad de veintiún años, y más tarde, cuando los cambios en su aspecto los hacen compatibles con las condiciones exteriores. Mis padres habían alcanzado exactamente ese estadio de... desarrollo cuando nací yo. Debido al cariño de mi madre hacia mí, desatendieron sus deberes para con nuestro propio pueblo y me trajeron personalmente a Inglaterra donde, ignorando las leyes, se quedaron a vivir conmigo. Mi padre trajo ciertos tesoros para asegurarse una vida cómoda, para sí y para mi madre, hasta el momento en que se viesen obligados a dejarme: el Momento del Segundo Cambio, en que al quedarse podrían alertar a la humanidad sobre nuestra existencia.

Ese momento había llegado finalmente, y ocultaron su partida hacia nuestro secreto país haciendo saltar por los aires la casa de Londres; haciendo creer a las autoridades y a mí (aunque esto debió de partir el corazón de mi madre), que habían muerto en un bombardeo alemán.

¿Y qué otra cosa podrían haber hecho? No se atrevieron a adoptar la otra posibilidad, la de decirme lo que realmente ocurría; porque, ¿cómo saber el efecto que tal revelación podía haber producido en mí, cuando apenas empezaban a manifestarse mis diferencias? Tenían que esperar a que descubriera el secreto por mí mismo, o gran parte de él al menos, ¡cosa que he hecho! Pero para estar doblemente seguro, mi padre me había dejado la carta.

Esta contaba también que no son muchos los niños que encuentran el camino de regreso a su propio país. Algunos mueren en accidentes y otros se vuelven locos. Aquí recordé algo que había leído sobre dos enfermos del sanatorio de Oakdeene, cerca de Glasgow, los cuales están tan horriblemente locos y tienen un aspecto tan antinatural, que no se permite siquiera que se les vea, y sus enfermeros no pueden soportar el estar cerca de ellos mucho tiempo. Otros se retiran a vivir a parajes salvajes e inaccesibles, y otros sufren los más espantosos destinos; y me estremecí al leer qué clase de destinos eran ésos. Pero había unos pocos que conseguían regresar. Eran los afortunados, los que regresaban para reclamar sus derechos; y mientras que a algunos se les guiaba —lo hacían los adultos de la raza durante su segunda visita—, otros retornaban por instinto o por suerte. Aunque parecía horrible este plan de existencia, la carta explicaba su lógica. Mi país natal no podía sostener a muchos de mi especie, y aquellos peligros de locura intermitente, consecuencia de los inexplicables cambios físicos, los accidentes, y aquellos otros destinos que he mencionado, actuaban como un sistema de selección por el que sólo los más aptos mental y corporalmente retornaban a su lugar de nacimiento.
Pero un momento; acabo de leer la carta por segunda vez, y ya empiezo a sentir una tirantez en las piernas... El manuscrito de mi padre me ha llegado muy a tiempo. Hace muchos meses que me venían preocupando las diferencias cada vez más acusadas. La membrana de mis manos me llega ahora casi hasta los nudillos superiores, y mi piel es fantásticamente gruesa, áspera e ictoidea. La pequeña cola que me sobresale de la base de la espina dorsal no es ya tanto una rareza como un apéndice; un miembro aparte que, a la luz de lo que ahora sé, no es rareza en absoluto, ¡sino lo más natural, en mi mundo! Mi falta de pelo, con el descubrimiento de mi destino, ha dejado de ser motivo de turbación para mí. Soy diferente de los hombres, es cierto, pero ¿no es como debería ser? Porque, en definitiva, no soy hombre...

¡Ah, los venturosos destinos que me impulsaron a coger aquel periódico en El Cairo! De no haber visto aquella fotografía y haber leído aquel artículo, no habría regresado tan pronto a mis pantanos, y me estremezco al pensar lo que podría haber sido de mí entonces. ¿Qué habría hecho yo cuando el Primer Cambio me hubiese alterado? ¿Habría huido apresuradamente, disfrazado y envuelto en ropas disimuladas, a algún lejano lugar, para vivir una existencia de ermitaño? Tal vez habría regresado a Ib o a la Ciudad Sin Nombre, para vivir en las ruinas y la soledad hasta que mi aspecto fuese otra vez capaz de permitirme habitar entre los hombres. ¿Y qué después de eso, después del Segundo Cambio?

Tal vez me habría vuelto loco ante tan inexplicables alteraciones de mi persona. Quién sabe si me habría convertido en otro huésped del sanatorio de Oakdeene. Por otro lado, mi destino podría haber sido peor aún: podría haberme sentido impulsado a vivir en las profundidades, a unirme a los Profundos en su adoración a Dagon y al Gran Cthulhu, como han hecho otros antes que yo.

¡Pero, no! Por fortuna, merced a los conocimientos alcanzados en mis largos viajes y a la ayuda prestada por el documento de mi padre, he evitado todos esos terrores que otros de mi especie han conocido. Yo regresaré a la Ciudad Hermana de Ib, a Lh-yib, situada en el país de mi nacimiento bajo estos pantanos de Yorkshire; esa tierra de la cual procedía la estatuilla que me hizo regresar a estas costas, la estatuilla que es el duplicado de la que saqué de la laguna de Sarnath. Regresaré para ser adorado por aquellos cuyos hermanos ancestrales murieron en Ib bajo las lanzas de los hombres de Sarnath; aquellos que tan certeramente describen los Cilindros de ladrillo de Kadatheron; aquellos que cantan sin voz en los abismos. ¡Regresaré a Lh-yib!

Aun ahora oigo la voz de mi madre; me llama como me llamaba cuando era niño y solía vagar por estos mismos pantanos: «¡Bo! ¡Pequeño! ¿Dónde estás?»

Bo; solía llamarme así, y se echaba a reír cuando yo le preguntaba por qué. ¿Y por qué no? ¿No era Bo un nombre apropiado? ¿Robert... Bob... Bo? ¿Qué tiene de raro? ¡Qué ciego había estado! Jamás se me ocurrió pensar en el hecho de que mis padres no fueron nunca exactamente como los demás; ni siquiera hacia el final... ¿No eran adorados mis antecesores en esa ciudad de piedra gris que era Ib, antes de la aparición de los hombres, en los primeros días de la evolución de la Tierra? Debí haber adivinado mi identidad cuando saqué aquella estatuilla del limo; porque los rasgos que reproducían eran los que yo tendré después del Primer Cambio, y grabado en su base con los viejos caracteres de Ib —caracteres que yo podía leer porque formaban parte de mi lengua nativa, precursora de todas las demás lenguas— ¡estaba mi propio nombre!

BOKRUG
¡Dios Lagarto-Acuático del pueblo de Ib y de Lh-yib, la Ciudad Hermana!”


(Acompañando a este manuscrito, “Anexo A” de mi informe, había una pequeña nota aclaratoria dirigida a la NECB de Newcastle que contenía lo siguiente)

“Robert Krug, Marske, Yorks.,19 de julio, '52.

Sres. Secretario y Miembros NECB, Newcastle
Distinguidos Señores del Consejo Minero del Nordeste:

Mi descubrimiento, durante mi estancia en el extranjero, en las páginas de una revista popular científica, del proyecto de Vds. sobre los Pantanos de Yorkshire, cuyo comienzo está previsto para el próximo verano, me ha decidido, a la vista de mis recientes averiguaciones, a dirigirles esta carta. Esta no es más que una protesta contra sus propósitos de perforar el terreno con el fin de llevar a cabo una serie de explosiones subterráneas con la esperanza de crear bolsas de gas y utilizarlas como parte de los recursos naturales del país. Es muy posible que este proyecto que han concebido sus consejeros científicos suponga la aniquilación de dos antiguas razas de vida consciente. El deseo de evitar tal destrucción es lo que me impulsa a romper las leyes de mi raza y anunciar de este modo su existencia y la de sus servidores. Con el fin de explicar mi protesta más claramente creo necesario contar toda mi historia. Confío en que al leer el manuscrito que adjunto suspenderán Vds. indefinidamente sus proyectadas operaciones. Robert Krug...”


INFORME POLICIAL M-Y-127/52
Presunto suicidio

Muy señor mío:

Tengo el deber de informarle que en Dilham, el 20 de julio de 1952, a las cuatro treinta de la tarde aproximadamente, me encontraba en servicio en el Puesto de Policía, cuando tres niños (adjunto declaraciones en el «Anexo B») notificaron al sargento de guardia que habían visto a un “payaso” encaramarse en la valla de la “Charca del Diablo”, ignorando los carteles de avisos, y arrojarse a la corriente, en el lugar que ésta desaparece en el interior de la montaña. Acompañado por el mayor de los niños, me personé en el lugar del suceso, aproximadamente un kilómetro más arriba de los pantanos de Dilham, donde me indicó el punto en que el supuesto “payaso” había trepado a la cerca. Encontré señales de que alguien había subido recientemente allí; hierba pisoteada y manchas de hierba en los palos de la cerca. Con cierta dificultad, subí yo a dicha cerca, pero no me fue posible determinar si los niños habían dicho o no la verdad. No vi prueba alguna, ni allí ni en los alrededores de la charca, que indicara que alguien se había arrojado... pero no es de extrañar, ya que en ese punto la corriente penetra en la tierra y el agua se precipita con fuerza en el interior de la montaña. Una vez en el agua, sólo un nadador muy potente sería capaz de regresar. Tres experimentados espeleólogos se perdieron en el mismo lugar en agosto del año pasado al intentar un reconocimiento parcial del lecho de la corriente.

Cuando pregunté otra vez al chico que me había acompañado, me dijo que un segundo hombre había estado en el lugar antes del incidente. Habían visto a este otro hombre cojear como si estuviese herido, y meterse en una cueva próxima. Esto había ocurrido poco antes de que el “payaso” —descrito como de color verde y con una pequeña cola flexible— saliese de la misma cueva, se dirigiese a la cerca y se arrojase a la charca.

Al inspeccionar la citada cueva encontré lo que parecía ser una especie de piel animal arrancada y abierta por los brazos y patas y por la barriga, a la manera de los trofeos de caza mayor. Dicha piel estaba cuidadosamente depositada en un rincón de la cueva y ahora se encuentra en el depósito de objetos perdidos del Puesto de Policía de Dilham. Junto a esta piel había un equipo completo de ropa de caballero de buena calidad, cuidadosamente plegada y depositada. En el bolsillo de la chaqueta encontré un billetero que contenía, además de catorce libras en billetes de una libra, una tarjeta con la dirección de una casa de Marske: concretamente, Sunderland Crescent. Estos artículos de ropa, más el billetero, están también en el departamento de objetos perdidos.

A las seis treinta de la tarde aproximadamente fui a la dirección de Marske e interrogué al ama de llaves, una tal señora White, quien me facilitó una declaración (adjunta en el “Anexo C”) con respecto a su señor, Robert Krug. La señora White me entregó también dos sobres, uno de los cuales contenía el manuscrito que acompaña a este informe en el “Anexo A”. La señora White había encontrado este sobre, lacrado, con una nota en la que se le rogaba que lo entregase, cuando fue a la casa la tarde del día 20, una media hora antes de que llegase yo. En vista de las preguntas que le hice, y debido a la naturaleza de tales preguntas —o sea, sobre el posible suicidio del señor Krug—, la señora White consideró lo más prudente entregar el sobre a la policía. Aparte de esto, no sabía qué hacer con él, ya que Krug había olvidado ponerle señas. Como cabía la posibilidad de que el sobre contuviese una notificación de suicidio o una confesión del moribundo, lo acepté.

El otro sobre, que no está lacrado, contenía un manuscrito en una lengua extraña y ahora se encuentra en el Ayuntamiento de Dilham.

En las dos semanas transcurridas desde el supuesto suicidio, y a pesar de todos mis esfuerzos por averiguar el paradero de Robert Krug, no ha aparecido indicio alguno que apoye la esperanza de que pueda encontrarse vivo todavía. Esto, y el hecho de que la ropa hallada en la cueva haya sido identificada por la señora White como la que llevaba Krug la noche antes de su desaparición, me ha decidido a solicitar que mi informe se clasifique en el archivo de casos no resueltos y que se inscriba el nombre de Robert Krug en la lista de personas desaparecidas.

Sarg. J. T. MillerDilham,Yorks.”


NOTA:

7 de agosto de 1952
Muy señor mío:
Comuníqueme si desea le envíe una copia del manuscrito del “Anexo A” —como pedía Krug a la señora White— a la Secretaría del Consejo Minero del Nordeste.



INSPECTOR I. L. IANSON
Oficial del Condado de Yorkshire,
Radcar, Yorkshire.

Estimado sargento Miller:

En respuesta a su nota del 7 del corriente, le comunico que no emprenda más diligencias referentes al caso Krug. Como usted sugiere, he incluido a este hombre entre los desaparecidos, como posible caso de suicidio. En cuanto a su documento, bien, pienso que estaba mentalmente desequilibrado, o era un monumental embaucador; posiblemente era una combinación de ambas cosas. Independientemente del hecho de que ciertas cosas de su historia son hechos indiscutibles, la mayoría parece ser producto de una mente enferma.

Entretanto, espero un informe de sus progresos en ese otro caso. Me refiero al niño encontrado en un banco de la iglesia de Eely-on-the-Moor el mes de junio pasado. ¿Ha descubierto alguna pista sobre quién pueda ser su madre?

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