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sábado, 12 de diciembre de 2015
El niño que amaba una tumba, Fitz-James O'Brien.
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Muy lejos, en el corazón de un país solitario, había una vieja y solitaria iglesia. En su patio ya no se enterraba a los muertos, pues había dejado de funcionar hacía mucho tiempo; su pasto crecido alimentaba ahora a algunas cabras salvajes que trepaban el muro ruinoso y vagaban por el triste desierto de tumbas. El camposanto estaba bordeado de sauces y cipreses sombríos; y su oxidado portón de hierro, rara si alguna vez abierto, crujía cuando el viento agitaba sus bisagras, como si alguna alma perdida, condenada a vagar por siempre en ese lugar desolado, sacudiera los barrotes y se lamentara de su terrible prisión.
En este cementerio había una tumba distinta a las demás. La lápida no llevaba nombre, pero en su lugar aparecía la rara escultura de un sol saliendo del mar. El sepulcro era muy pequeño y estaba cubierto de una espesa capa de retama y ortigas; uno podría suponer por su tamaño que correspondía a un niño de pocos años.
No lejos del lugar vivía con sus padres un chico en una casita triste; era un chico soñador, de ojos negros, que nunca jugaba con los otros niños del barrio, él amaba correr por los campos, recostarse a la orilla del río, mirando caer las hojas y enrularse las aguas, y los lirios que mecían sus blancas cabezas al compás de la corriente. No era de asombrarse que su vida fuera triste y solitaria, ya que sus padres eran personas crueles y salvajes que bebían y discutían todo el día y toda la noche; los ruidos de sus peleas llegaban en las cálidas noches de verano hasta los vecinos que vivían en la aldea bajo la colina.
El muchachito se aterrorizaba con estas horribles disputas y su alma joven se encogía cada vez que escuchaba las maldiciones y los golpes resonando en la mísera casa, así que solía escaparse a los campos donde todo lucía tan calmo, tan puro, y hablar con los lirios en voz baja como si fueran sus amigos. De este modo dio un día con el viejo cementerio y empezó a caminar entre las lápidas cubiertas de maleza, deletreando los nombres de las personas que había partido de la tierra años y años atrás.
Por algún motivo, la pequeña tumba anónima y olvidada atrajo su atención más que las otras. El extraño agregado del sol naciendo del mar era para él una fuente perpetua de misterio y asombro, y así, fuera de día o de noche, cuando la furia de sus padres lo espantaba de su casa, solía dirigirse allí, echarse entre la maleza espesa y pensar en quién podría estar enterrado debajo. Con el tiempo su amor por la pequeña tumba creció tanto, que la adornó según su gusto infantil. Arrancó las retamas y ortigas y la maleza que crecía sombríamente sobre la piedra, y recortó el pasto hasta que empezó a crecer espeso y suave como la alfombra del cielo. Después trajo pimpollos de las lomas verdes, de los caminos de rocío donde los espinos llueven sus flores blancas, rojas amapolas de los maizales, campanillas azules del corazón del bosque y las plantó alrededor de la tumba. Con las ramas flexibles del mimbre plateado trenzó un simple cerco alrededor y raspó el moho que se arrastraba sobre la lápida, hasta que la pequeña tumba se vio como si fuera la de una bella hada. Entonces estuvo contento. Durante los largos días de verano, gustaba de echarse allí, aferrando con sus brazos el hinchado montículo, mientras un viento suave de voluntad cambiante jugaba sobre él y tímidamente levantaba sus cabellos. Del otro lado de la colina le llegaban los gritos de los chicos de la aldea jugando; a veces alguno de ellos venía y le proponía sumarse al juego; pero él lo miraba con sus calmos ojos negros y le respondía gentilmente que no; el muchacho impresionado se iba en silencio y susurraba con sus compañeros sobre el chico que amaba una tumba. Era cierto, él amaba aquel cementerio más que cualquier juego. La quietud del lugar, el aroma de las flores salvajes, los rayos dorados cayendo por entre los árboles y jugueteando en la hierba eran delicias para él. Permanecía horas recostado boca arriba contemplando el cielo de verano, mirando navegar las nubes blancas y preguntándose si serían las almas de buenas personas yendo a casa en el cielo. Pero cuando las nubes negras de la tormenta se acercaban llenas de lágrimas apasionadas y reventaban con ruido y fuego, pensaba en sus malos padres en casa y giraba sobre la tumba, presionando su mejilla contra ésta como si fuera su hermano mayor. Así el verano se convirtió en otoño. Los árboles estaban tristes y temblaban al acercarse el tiempo en que el viento feroz les arrebataría sus capas y las lluvias y las tormentas golpearían sus miembros desnudos. Los pimpollos se pusieron pálidos y se marchitaron, pero en sus últimos momentos parecieron mirar sonrientes al chico como diciendo: “No llores por nosotros, volveremos el año que viene”. Pero la tristeza de la temporada lo invadió mientras se acercaba el invierno y a menudo mojaba la pequeña tumba con sus lágrimas y besaba la piedra gris como uno besaría a un amigo que está a punto de partir.
Una tarde, casi al fin del otoño, cuando los árboles se veían marrones y severos y el viento sobre la colina parecía aullar malignamente, el chico, sentado junto a la tumba, escuchó chirriar la vieja puerta girando sobre sus oxidados goznes, y mirando por sobre la lápida vio acercarse una extraña procesión. Allí había cinco hombres: dos llevaban entre ellos lo que parecía ser una caja larga cubierta con un paño negro, otros dos llevaban picas en sus manos y el quinto, un hombre alto de rostro consternado envuelto en una capa larga caminaba a la cabeza. Cuando el muchachito vio andar a estos hombres de un lado a otro por cementerio, tropezando con lápidas medio enterradas o parándose a examinar las escrituras semiborradas, su corazoncito casi dejó de latir y se encogió detrás de la piedra gris con la rara escultura, lleno de terror.
Los hombres caminaban de un lado a otro, con el hombre alto a la cabeza, buscando concienzudamente entre el pasto y de vez en cuando parando a consultar entre ellos. Finalmente el líder giró y caminó hacia la pequeña tumba y, agachándose, se puso a mirar la lápida. La luna acababa de levantarse y su luz bañaba la peculiar escultura del sol saliendo del mar. Entonces el hombre alto le hizo señas a sus compañeros. “La encontré” dijo “aquí está”. Los demás se acercaron al escucharlo y los cinco hombres quedaron parados mirando la tumba. El pequeño detrás de la piedra no podía respirar. Los dos hombres que llevaban la caja la apoyaron en el pasto y quitaron el paño negro, con lo que el chico vio un pequeño ataúd de ébano brillante con adornos plateados y en la cubierta, labrada también en plata, la escultura de un sol saliendo del mar, y la luna brilló sobre todo esto.
“Ahora, ¡a trabajar!” dijo el alto y al momento los dos que llevaban picas las clavaron en la pequeña tumba. El chico pensó que se le rompería el corazón y ya no se pudo contener, se arrojó sobre el montículo y exclamó sollozando: “¡Oh, señor! ¡No toquen mi pequeña tumba! ¡Es lo único que tengo en el mundo para amar! No la toquen, pues todo el día me recuesto aquí y la abrazo y es como si fuera mi hermano. La cuido y mantengo el pasto cortito y grueso, y les prometo que si me la dejan el año que viene plantaré aquí las más bellas flores de la colina.”
“¡Calla, muchacho, eres un tonto!' respondió el hombre serio. 'Es una tarea sagrada la que debo realizar, el que yace aquí era un chico como tú, pero de sangre real, y sus ancestros descansan en palacios. No corresponde que huesos como los suyos reposen en un terreno común y corriente. Del otro lado del mar los espera un lujoso mausoleo, y he venido a llevarlos conmigo para depositarlos en bóvedas de pórfido y mármol. Quítenlo, hombres, y sigan con su trabajo.” Los hombres forcejearon y arrastraron al chico, lo dejaron cerca sobre el pasto, sollozando como si se le rompiera el corazón, y cavaron en el montículo. A través de sus lágrimas vio cómo juntaban los blancos huesos y los ponían en el ataúd de ébano; escuchó la tapa cerrarse y vio las palas volviendo a poner la tierra negra en la tumba vacía; se sintió robado. Los hombres levantaron el ataúd y se fueron por donde habían venido. El portón chirrió una vez más sobre sus goznes y el chico quedó solo.
Regresó a su casa en silencio, vacío de lágrimas y pálido como un fantasma. Cuando se acostó en su cama llamó a su padre y le dijo que iba a morir. Le pidió que lo enterraran en la pequeña tumba que tenía una lápida gris con un sol naciendo del mar esculpido. El padre rió y le dijo que se durmiera; pero cuando llegó la mañana el chico estaba muerto.
Lo enterraron donde él había deseado y cuando el césped estuvo alisado y el cortejo fúnebre se retiró, esa noche apareció una nueva estrella en el cielo para cuidar la pequeña tumba.
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