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lunes, 28 de diciembre de 2015
Galatea en Brighton, Ignacio Padilla
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Me tomó algunos meses comprender que Siobhan Kearney era el nombre irremediable de por lo menos dos mujeres distintas. Y cuando al fin pude apreciar las dimensiones de esa triste homonimia, era ya tan tarde que mejor hubiera sido no saberlo. Con frecuencia me pregunto durante cuánto tiempo oí a mis padres citar aquel nombre antes de que éste comenzara a quitarme el sueño. Nunca es fácil decidir en qué momento preciso una mención fortuita o un rostro cualquiera pasaron a formar parte de nuestro insomnio. Legiones de rasgos y palabras perturban cada día nuestros sentidos sin granjearse por ello un espacio en nuestra mente. Acaso intercambiamos miradas con un desconocido, leemos con alivio las esquelas de una funeraria o cedemos nuestro sitio en el tranvía a una joven hermosa que sin embargo olvidaremos enseguida. Los borramos para defendernos de la memoria pura. Los ignoramos porque no queremos que todos sean alguien para nosotros. O quizá también porque nos aterra la idea de ser alguien para todos. Los olvidamos, en fin, porque en el fondo sabemos que el anonimato, tanto o más que la fama, es uno de los deseos velados de cualquier existencia.
Escribo esto y descubro con vergüenza que a la segunda Siobhan Kearney le fue negado precisamente su derecho a no ser nadie. Puedo apostar que ella, hacia el final de sus días, hubiera dado lo que fuese por que su nombre no importase a nadie, al menos no para quienes la honramos hasta matarla. La imagino antes de todo, cuando era niña o adolescente, quién sabe si feliz, pero sin duda poco preocupada por llamarse como se llamaba. Su nombre, hasta el momento atroz en que lo descubrió mi padre en los registros de su oficina bancaria, debió de ser como cualquier otro, resonante sólo para quienes la amaron o aborrecieron antes que nosotros: su madre viuda, un hermano que sólo alcanzó a escribirle dos cartas desde las trincheras del Somme, un novio acaso despechado que habría repetido aquellas sílabas de amor desde el fondo de la calle que conducía a su modesto apartamento en Cockfosters. Un nombre para ella dulce o neutro, un nombre que, sin embargo y sin que ella lo supiese, se iría cargando de fatalidad en las sesiones espiritistas que por años ofició madame Doucelin en nuestra casa solariega de Brighton.
Los devotos de la madame llegaban siempre a las cinco: anchos, atildados, diestros como nadie en la elegancia de quienes llevan mucho tiempo compartiendo mezquinas transgresiones. Ahogaban su espera con la repostería de mi madre y se embarcaban en charlas banales que sólo hacían más enervante la impuntualidad de madame Doucelin. Siempre parecía intolerablemente tarde cuando la figura inmensa de la médium ensombrecía el umbral de la casa. Su sola presencia, sin embargo, bastaba para que los miembros de su conventillo le perdonasen todo: su informalidad, la perfumada grosería de sus modales, sus cien kilos de ser escandalosamente francesa. Daba pena verles tan sumisos a la fuerza espiritual de aquella mujer enorme, tan dispuestos a celebrar sus desaires y cumplir sus más leves caprichos como si se tratara de una deidad telúrica, providente y terrible al mismo tiempo. Ella, por su parte, se dejaba querer y temer, jugueteaba un rato con la ansiedad del conventillo y sólo se avenía a iniciar la sesión cuando era noche cerrada y la vehemencia de sus devotos comenzaba ya a volverse insostenible. Aquella postergación era tan frecuente y estudiada como las propias sesiones, y no me extrañaría que la madame la juzgase parte de su ritual ultramundano, un necesario desgaste para quebrantar las defensas de los comensales y disponerles para creer ciegamente en las cosas que ella, transfigurada y solemne a la luz de las velas, les decía luego desde la frágil frontera que nos separa de los muertos.
Ignoro cómo o cuántas veces fui testigo presencial de los prodigios espiritistas de madame Doucelin. Seguramente fueron muchas, pues sus visitas a Brighton nunca fueron en mi casa motivo de secreto, ni siquiera de discreción. Mi padre hablaba de las sesiones como quien comenta un partido de cricket, y mi madre las preparaba siempre con el mismo esmero con que habría administrado las raciones para un almuerzo dominical. Cuando aludían a los espectros que la noche previa habían acudido a sus invocaciones, los hacían como si se tratara de un político en desgracia o de una soprano que ha cantado bien un aria en Covent Garden.
Naturalmente, mis padres y los demás miembros del conventillo tenían sus preferencias en lo que hace a sus visitantes del más allá: ciertos nombres podían repetirse en nuestras sobremesas hasta volverse cotidianos, otros podían apasionarles, causar trifulcas entre ellos, caer en desgracia o incluso merecer que nadie volviese a nombrarles, no se diga a invocarles. Y aunque nunca tuve claro qué etiqueta podía ganarle a un alma en pena el afecto o el desprecio de los vivos, muy pronto me acostumbré a convivir con ellos y tolerarlos en mi infancia como otros deben hacer con parientes que se resisten a ser lejanos o con la prole invasiva de extraños que fueron al colegio en las mismas aulas que nuestros padres.
Mentiría si dijese que la primera Siobhan Kearney fue desde el comienzo una muerta de excepción para los seguidores de madame Doucelin. Sus primeras apariciones en la casa de Brighton apenas debieron de sembrar en ellos cierta curiosidad por su vida desastrada o por las minucias de un suicidio con barbitúricos que, en realidad, no difería gran cosa de la de muchos otros espectros invocados por la voz ventral de la médium. Después de todo, no era inusual que los suicidas pululasen en las sesiones para narrar a los vivos los mórbidos detalles de sus últimos instantes en el mundo. Ciertamente esos casos sembraban algún interés en el conventillo, pero el entusiasmo o el morbo que generaban se extinguían tan pronto como habían venido, casi siempre desplazados por las confesiones de algún suicida más elocuente, más audaz o, por lo menos, más lúbrico.
No es entonces improbable que el fantasma de la suicida Siobhan estuviese cerca de pasar al olvido cuando mi padre descubrió a la joven que, para su mal, llevaba sin saberlo ese mismo nombre. Culpar de esto sólo a la casualidad me parece hoy tan absurdo como creer a ojos cerrados que la primera Siobhan lo dispuso todo para que así ocurriera desde el fondo mismo del infierno. Antes que el azar o los designios de ultratumba, los verdaderos responsables de esa escaramuza fuimos los vivos, seres de carne y hueso cuyo guía no fue otro que mi padre. A fin de cuentas fue él quien cierto día reconoció el nombre de Siobhan Kearney en la lista de pequeños clientes proletarios de su banco en Londres. Y fue él quien esa misma tarde celebró el hallazgo entre los devotos de madame Doucelin, inocente al principio, entusiasta luego, delirante al fin cuando notó que también ellos, sus contertulios y amigos, veían en el hecho como algo más que una curiosa coincidencia, quizá más bien como una señal una invitación inestimable a refrescar un poco aquel juego espiritista que a esas alturas había comenzado ya a aburrirles.
No dudo que al principio lo hayan concebido así, como un juego, un simple juego más o menos inocente, algo similar a una especulación bursátil en la que algunos cientos de libras, audazmente administrados por mi padre, enriquecerían por fuerza el anecdotario de su conventillo en Brighton. Nada de esto, sin embargo, les absuelve de haber seguido con su macabro pasatiempo cuando advirtieron hasta dónde tendrían que llevarlo para sentir que su inversión había valido la pena. Por lo que hace a madame Doucelin, su parte en esa industria me resulta hoy extrañamente difusa: a veces la concibo como artífice última de la debacle de la segunda Siobhan, algunas la veo reacia a participar en ella, y otras, las más, la pierdo entre los rostros de sus devotos como si, en efecto, la médium hubiera sido un mero instrumento, un amasijo de carne blanca y resonante sometido por entero a los designios de la primera Siobhan, la muerta.
De este vórtice inestable de memorias apenas puedo rescatar con claridad la noche en que mi padre relató a sus cómplices los pormenores de su primer encuentro con la nueva Siobhan Kearney. Lo veo ensanchado en el sillón que preside la sala, sonriente, orgulloso como un patriarca que se dispone a contarnos sus desmanes de juventud. Junto a él, erguida en un pequeño taburete, mi madre también sonríe, casi puedo asegurar que aplaudiría si no la contuviese su estricto sentido del recato. De cualquier modo, mi madre no deja de exigir a mi padre que les diga de una vez lo que todos ansían oír: quieren saber qué aspecto tiene la muchacha, si se sintió inhibida por la célebre opulencia de la oficina bancaria, si aceptó de buenas a primeras el generoso trato que al cabo le hizo mi padre o si mostró algún interés por la muerta cuya fortuna estaba a punto de usurpar sin saber que con ello asumía también su turbulento destino.
Así apremiado por sus cómplices y amigos, mi padre al fin narra y retrata. En dos trazos describe a la rústica muchacha que esa mañana entró en su oficina manoseando la carta que él mismo había redactado sugiriéndole invertir parte de sus ahorros en el mercado del hierro. Imita luego la voz tímida de Siobhan Kearney cuando ésta le dijo que seguramente se trataba de un error, pues ella nunca ha visto junta tal cantidad de dinero. Mi padre, entonces, exagera su propia sorpresa cuando revisó con simulada atención los registros bancarios y juró despedir al empleado imbécil que no supo distinguir entre las cuentas de ambas mujeres. Finalmente, abusando del silencio en que han caído sus oyentes, vuelve a fruncir el ceño, contempla a la muchacha, finge meditar y le dice con un guiño de complicidad que sin duda ese dinero estará mejor en sus manos, pues es evidente que su dueña original hace tiempo que dejó de necesitarlo y sería una pena, señorita Kearney, que esa pequeña fortuna pasara sin más a las arcas del banco.
Al oír esto la concurrencia celebra por todo lo alto la actuación de mi padre. Ya no hay para qué preguntarle qué ocurrió enseguida. El conventillo de Brighton sabe que la muchacha, con reparos o sin ellos, ha aceptado aquel súbito giro de su suerte. ¿Quién no lo haría en su situación? Ya imaginan a la muchacha soñando con vestidos nuevos, tomando ese taxi que necesitó tantas veces cuando la lluvia la sorprendía en los descampados de Southgate, aplaudiendo en la fila cero del Strand esa obra de teatro a la que nunca creyó poder asistir. A esas alturas los presentes, en especial mi madre, han comenzado ya a concebir mil maneras de sacar el mayor provecho posible de la ilusión que mi padre sembró esa mañana en las ansias de Siobhan Kearney. Ahora que la saben al alcance de sus manos, quieren poseerla por completo, adueñarse de ella, cortejarla, redimirla de su vergonzosa medianía. Buscan, en fin, la forma de controlar su suerte con la misma ilusión con la que un niño cree que podrá algún día regir la fuerza incontenible de las mareas o de los astros.
Siempre me han estremecido la energía y la eficacia con que en esos meses el conventillo de Brighton llevó a efecto sus planes para renovar la suerte de Siobhan Kearney. Era como si auténticas fuerzas del más allá se hubiesen confabulado a fin de que la impostura de aquella segunda Siobhan fuese un éxito. Invitada por mi padre, su ángel protector, la muchacha comenzó a visitarnos en Brighton, donde las damas del conventillo se consagraron enseguida a cortejarla, redimirla e instruirla para que respondiese dignamente a la supuesta generosidad de la providencia. Entre bromas y veras la felicitaron por su buena estrella, la iniciaron en las normas más elementales de la etiqueta que debía respetar si quería ser aceptada en sociedad, eligieron para ella los vestidos, el maquillaje y aun el peinado con que empezó a asistir a la ópera y al hipódromo. La muchacha, por su parte, se prestó a aquella transformación con la docilidad de una muñeca de trapo en manos de un grupo de niñas sobreexcitadas y enormes. Casi con alegría obedeció cada una de sus instrucciones y vistió cada uno de los sombreros que le asignaron, se entregó sin chistar a agotadoras sesiones donde le mejoraron el acento y hasta la educaron para que su ignorancia en materia de música y política pareciese antes una virtud de dama bien criada que un defecto de su origen modestísimo. Tal fue su docilidad, que en menos de dos meses hubiera sido imposible reconocer en ella a la humilde muchacha de Cockfosters a la que mi padre había citado alguna vez en la oficina de su banco en Londres.
Debo aclarar a todo esto que la tenaz metamorfosis de Siobhan Kearney tuvo sus límites, acaso porque ninguna de sus hadas de marras quiso nunca renunciar del todo al placer de exhibir el fondo grotesco de aquella acartonada Cenicienta. Más que hermosa o refinada, la muchacha terminó por parecer un borroso catálogo de buenas maneras, una máscara que sin embargo nunca pudo disimular el carácter híbrido y monstruoso de la condición de quien la portaba. Fruto de la indiscreción y la jactancia de los miembros del conventillo, la verdad sobre el origen de la pequeña fortuna de la señorita Kearney fue un secreto a voces en los círculos más selectos de la alta sociedad londinense, y tanto, que la muchacha no tardó en convertirse en el juguete temporario de Ascot y Covent Garden, en una suerte de prodigio circense alimentado por aplausos y falsos halagos que ella, desde su radical ingenuidad, aceptó de plácemes como si en verdad fuesen pruebas incontrovertibles de que había sido aceptada por los que antes cortejaron a la dueña original de su nombre, su dinero y su destino.
Cierta noche, no hace mucho tiempo, pregunté a mi padre si alguna vez consideró que tarde o temprano sería necesario desengañar a la muchacha. Mi padre me miró extrañado y se encogió de hombros como si esa fase ineludible de su juego nunca hubiera ocupado sus pensamientos. O peor aún, como si a esas alturas el nombre de Siobhan Kearney no le dijese absolutamente nada. Entonces me aterró descubrir que la historia de la muchacha había sido para él tan importante como un viaje de negocios a Newcastle o una cacería en Bretaña. Sin duda, el tiempo que duró el desfile de Siobhan Kearney por los salones y teatros de Londres le había dado numerosas satisfacciones, pero a la postre había sido también un descalabro que juzgó prudente olvidar tan pronto como la muchacha desapareció de nuestras vidas y del mundo.
Más que avergonzarle, el desenlace de aquel juego sólo pudo provocar en mi padre un efímero estallido de rabia, acaso lo sacó provisoriamente de sus cabales como la derrota de un caballo por el que había apostado más de lo prudente. Lo mismo vale decir por los restantes miembros del conventillo de Brighton, que en el fondo nunca perdonaron a la muchacha su exceso de credulidad. Cuando su industria dejó de parecerles novedosa, mi padre y sus cómplices comenzaron a ver en el entusiasmo de Siobhan Kearney un síntoma de su irremediable mal gusto. Les indignó que la muchacha se sintiese efectivamente a nuestra altura y, sobre todo, que creyese en la honestidad de las flores y los billetes perfumados con que de pronto se dio a cortejarla un gomoso cuarentón de Bristol. Las mujeres del conventillo tomaron por una ofensa imperdonable que la muchacha dejase de frecuentarlas para entregarse a una felicidad que ninguno de sus creadores podía brindarle o escamotearle. Todavía puedo escuchar la irritada voz de mi madre cuando comentaba el penoso espectáculo de la muchacha cogida del brazo de aquel cazafortunas, de ese patán que sólo la quiere por su dinero. Nuestro dinero, añadía como si dijese también nuestra Siobhan, nuestra criatura. Entonces las otras damas del conventillo se indignaban con ella, reprobaban la ingratitud de las mujeres ordinarias, pero qué puede una esperar, amigas mías, de ese tipo de gentuza.
El conventillo de Brighton debió de sacar de esta o semejante indignación la fuerza que le faltaba para dar fin a su juego. Tal vez un jugador más justo o piadoso habría propuesto hablar seriamente con la muchacha, advertirle de los peligros que la amenazaban si seguía juntándose con el solterón de Bristol, aconsejarla como lo habría hecho su madre: con cariño pero con firmeza. Pero ese tipo de compasión le estaba vedado a los cínicos de Brighton: Siobhan Kearney no era su hija, y ellos debían cuidarse de caer en vanos sentimentalismos. Más que sus hadas, los miembros del conventillo debían asumirse sus parcas, y estaban obligados a actuar como tales si en verdad deseaban evitar que la muchacha los despeñase definitivamente en el ridículo.
Como es de suponerse, la responsabilidad de cortar los hilos que unían a las dos Siobhan recayó nuevamente en mi padre. La operación, simple e ingrata, fue ejecutada con una limpieza casi quirúrgica. Mi padre no citó a la muchacha en Brighton, sino en la oficina bancaria donde había empezado todo. No la estrechó ni la bendijo. Ni siquiera le reclamó sus desaires al conventillo o sus coqueteos con el caballero de Bristol. Simplemente le anunció que había aparecido inopinadamente un heredero de la difunta señora Kearney y que éste, con toda justicia, reclamaba la fortuna de la cual él, con la mejor de las intenciones, se había atrevido a disponer. Desde luego, añadió, él se encargaría de asumir la significativa merma que en el caudal de la desdichada señora Kearney había ocasionado su irreflexivo acto de altruismo, pero no necesito decirle, señorita, que por desgracia ya no nos será posible seguir ayudándola como hasta ahora lo hemos hecho.
Ni esa ni ninguna otra tarde pudo el conventillo de Brighton agasajarse con un histriónico relato del nuevo encuentro entre mi padre y la infortunada muchacha. Es incluso posible que esa noche prefiriesen no reunirse, no ver la cara de mi padre cuando se sentó a cenar y anunció sin más que todo estaba hecho. Mi madre, por su parte, guardó silencio. Recuerdo ahora su mandíbula distraída en masticar un pedazo de carne ofensivamente duro, su mente acaso concentrada en imaginar el rostro pálido de la muchacha al recibir el golpe de su vuelta a la indigencia, sus manos aferradas a un suntuoso sillón de cuero negro que no basta para sostenerle, los ojos que se apagan porque ya anticipan el día en que el caballero de Bristol la dejará plantada en un banco de los jardines de Kensington hasta que llegue la noche y ella comprenda que sólo una dosis desmedida de barbitúricos le permitirá seguir siendo Siobhan Kearney, la única.
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