martes, 15 de diciembre de 2015

Trabajar es un placer, Cesare Pavese



Yo viví siempre en el campo durante el buen tiempo, de junio a octubre, y venía a él como a una fiesta. Era un chaval, y los campesinos me llevaban consigo a las recolecciones - las más ligeras, amontonar heno, coger mazorcas, vendimiar. No a segar el trigo, por culpa del sol demasiado fuerte; y mirar la aradura de octubre me aburría porque, como todos los chicos, prefería, también en el juego y la fiesta, las cosas que rinden, las cosechas, las cestas llenas; y solamente un campesino ve en los surcos recién abiertos el trigo del año siguiente. Los días que no había recolección, me los pasaba deambulando por la casa o por las tierras, completamente solo, y buscaba fruta jugaba con otros chavales a pescar en el Belbo - había un provecho en ello y me parecía una gran cosa regresar a casa con aquella miseria, un pececito que luego se comía el gato. En todo lo que hacía me daba importancia, y pagaba así mi parte de trabajo al prójimo, a la casa, y a mí mismo.

Porque creía saber qué era el trabajo. Veía trabajar por todas partes, de aquel modo tranquilo e intermitente que me agradaba - ciertos días, de la madrugada a la noche sin ir a comer siquiera, y sudados, descamisados, contentos-, otras veces, los mismos se iban de paseo al pueblo con el sombrero, o se sentaban en la viga a charlar, y comíamos, reíamos y bebíamos. Por las carreteras encontraba a un capataz que iba bajo el sol a una feria, a ver y hablar, y disfrutaba pensando que también eso era trabajo, que aquella vida era mucho mejor que la prisión ciudadana donde, cuando yo dormía aún, una sirena recogía a empleados y obreros, todos los días, todos, y los soltaba solamente de noche.

En aquel tiempo estaba convencido de que había diferencia entre salir de mañana antes de que fuera de día a un campo delante de colinas pisando la hierba mojada, y cruzar a la carrera aceras gastadas, sin siquiera tiempo para echarle un vistazo a la franja de cielo que asoma sobre las casas. Era un crío, y puede ser también que no entendiese la ciudad donde recolecciones y cestas llenas no se hacen; y, desde luego, si me hubieran preguntado, habría respondido que era mejor, y más útil, irse a pescar o a recoger moras que fundir el hierro en hornos o escribir a máquina cartas y cuentas.

Pero en casa oía a los míos hablar y enfurecerse, e insultar precisamente a aquellos obreros de la ciudad como trabajadores, como gente que con el pretexto de que trabajaba no acababa nunca de pedir y de incordiar y de causar desórdenes. Cuando un día se supo que en la ciudad también los empleados habían pedido algo e incordiado, hubo un gran alboroto. Nadie en casa entendía qué tenían que compartir o que ganar los empleados- ¡los empleados! al juntarse con los trabajadores. «¿Es posible? ¿Contra quienes les dan de comer?» «¡Rebajarse así!» «Están locos o vendidos.» «Ignorantes.»

El chaval escuchaba y callaba. Trabajo para él quería decir el alba estival y el solazo, el canasto al cuello, el sudor que corre, la azada que rompe. Comprendía que en la ciudad se quejaran y no quisieran saber nada había visto aquellas fábricas tremendas y aquellas oficinas sofocantes - de estar allí dentro de la mañana a la noche. No comprendía que eso fuese un trabajo. «Trabajar es un placer», decía para sí.

- Trabajar es un placer - dije un día al capataz, que me llenaba el cesto de uvas para llevárselas a mamá.

- Ojalá fuese cierto - contestó-, pero hay quien no tiene ganas.

Aquel capataz era un tipo serio, que la mayoría del tiempo se estaba callado y sabía todos los trucos de la vida del campo. Mandaba también en mí a veces, pero en broma. Tenía tierras propias, una alquería pasado el Belbo, y tenía sus quinteros.

Estos quinteros venían el domingo a traer verdura o a echar una mano si el trabajo apretaba. Él estaba siempre en todas partes y trabajaba en nuestra casa, trabajaba en lo suyo, recorría las ferias. Cuando venían los quinteros y él no estaba, se quedaban charlando con nosotros. Eran dos, el viejo y el joven, y reían.

- Trabajar es un placer-les dije también a ellos, aquel año que los míos se enfurecían porque en la ciudad había desórdenes.

- ¿Quién lo dice?-respondieron. - Quien no hace nada, como tú.

- Lo dice el capataz.

Entonces rieron más fuerte. - Se comprende - me dijeron -, ¿has oído alguna vez al párroco decir que esté mal ir a la iglesia?

Comprendí que la conversación se volvía de las que se tenían en casa aquel año.

- Si no os gusta trabajar-dije, os gusta recoger los frutos.

El joven dejó de reír. - Están los amos - dijo despacio - que comparten los frutos sin haber trabajado.

Lo miré, con la cara roja.

- Haced una huelga dije si no estáis contentos. En Turín la hacen.

Entonces el joven miró a su padre, me guiñaron el ojo, y volvieron a reír.

- Primero tenemos que vendimiar dijo el viejo-, luego veremos. - Pero el joven meneó la cabeza y reía. - Nunca hará nada, papá dijo bajito.

En efecto, no hicieron nada, y en mi casa se siguió armando follón sobre los desórdenes de empleados y obreros a quienes había estropeado la vida fácil de los años de guerra. Yo escuchaba y callaba, y pensaba en las huelgas como en una fiesta que permitía a los obreros ir de paseo. Pero una idea - al principio no fue sino una sospecha - se me había metido en la sangre: trabajar no era un placer ni siquiera en el campo. Y esta vez sabía que la necesidad de ver la recolección y llevársela a casa era lo que impedía a los labriegos hacer algo.

No hay comentarios :

Publicar un comentario