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martes, 13 de octubre de 2015
El año de los gatos amurallados, Ignacio Padilla
Sabían que a finales de invierno sería necesario enviar a alguien por agua. Hasta entonces habían mal pasado ya varias semanas - así ordenaban sus días y sus noches, aunque la verdad es que hacía tiempo habían perdido la cuenta de ellos- gracias a un goteo intermitente que se filtraba por las grietas del túnel principal, y que no obstante la turbia amargura de sus sorbos, les permitía cumplir al menos con las funciones indispensables para sobrellevar su existencia.
Poco a poco, conforme el calor sofocante del subterráneo dio paso a un frío acre como el que más, el goteo había ido menguando hasta convertirse ene le fiel reflejo del nacimiento de una estalactita. Y fue precisamente esa imagen, vertida en un inoportuno comentario de Maida, la que rompió las hostilidades una tarde en que los cuatro se hallaban reunidos ente el agonizante reloj de agua.
- Podríamos quedarnos así para siempre - dijo irónica, sin siquiera ocultar la repugnancia que aquella escena le provocaba, - morirnos aquí sentados y esperar a que también el frío nos vaya convirtiendo en columnas de hielo.
Sin apartar las miradas del huyente manchón de humedad, los otros tres se esforzaron por guardar silencio. En ese momento, puntual hasta donde era posible serlo, se desprendió del concreto un goterón que se había dedicado el día entero en engordar. También Maida vio desaparecer aquel punto luminoso sobre uno de los rieles abandonados; también ella imaginó la próxima sequedad de su garganta mientras el eco del agua golpeando el metal corría hacía el punto donde comenzaba la oscuridad en el túnel, allí donde sólo el eterno mayido de los gatos respondería al último estertor del agua. La lámpara de gasolina sacudió su llamarada. Iñigo se inclinó para darle presión. Al fin convencida de que su macabro comentario llegaría a mayores, Maida dejó salir el aire contenido. Pero lo dicho no se esfumaría tan fácil como el agua sobre los rieles; no habían terminado de llorar los gatos cuando Maida sintió en el antebrazo los gastados colmillos de Roberta hundiéndose en su piel a punto de arrancársela.
Esta vez, el grito de Maida lo congeló todo: la gota, los mayidos, el bombeo de la lámpara de súbito interrumpido por Iñigo.
-¡Puta!- comenzó a clamar Roberta con los dientes aún ensangrentados por el mordisco - ¡Todo esto es tu culpa! ¡Eres la que menos derecho tiene a burlarse así de la muerte!
- Aquí nadie se va a morir- dijo Iñigo categórico, sosteniendo a Maida, aún gimoteante, en los brazos.
Pero el afán de Iñigo por reconfortar a los inquietos habitantes del subterráneo les pareció a todos inútil, casi un grito de absurdos o ironías que difícilmente los apartaría de una realidad evidente: allí sí era posible morir en cualquier momento, así lo habían demostrado los últimos acontecimientos, los mismo que lo habían ido arrinconando poco a poco en aquel último reducto de existencia mal llevada, casi feudal, por no decir, prehistórica.
Y era justamente Iñigo quien mejor entendía la desesperanza de su propio grito, acaso por ser el único en haberse tomado la molestia de seguir pensando, de escribir en hojas sueltas las desventuras de dos mundos que habían terminado por unirse: su mundo personal y el mundo de los hombres, ambos súbitamente animados al caos, en fin, a la oscuridad del túnel del cual sólo partían gemidos de un gato, tan similares a los de un niño tan recién nacido como abandonado a su infame suerte.
Habían llegado al subterráneo en grupos más o menos bien nutridos, cuando en vez de sólo cuatro eran aproximadamente cincuenta - en el cuaderno de Iñigo se hallaban anotados los nombres de casi todos, junto con las fechas de sus sucesivas muertes.
Maida y Roberta habían sido las últimas en entrar al subterráneo, por los días en que la subsistencia en la superficie se había hecho prácticamente imposible. La mayoría se habían negado en principio a recibirlas, argumentando, no sin razón que allá abajo no tenían suficiente alimento, pero Iñigo había intercedido por ellas argumentando que con o sin alimento, todos terminarían en la misma tumba o se las arreglarían para sobrevivir. Dos personas más no harían la diferencia entre sus vidas y sus muertes.
De modo que las aceptaron allá abajo, no sin antes obligarlas a una promiscuidad poco más humillante a que ambas se sometieron con tal de no volver al caos supremo de la superficie. Cada noche se les iba en saciar las carnes de sus salvadores a cambio de su porción diaria de agua y conservas. En ese aspecto, Iñigo había sido incapaz de refrenar los vericuetos de aquel pacto infamante: bastante había hecho con obtener la venia de los otros para que las recibiesen. Ahora, ellas se rascarían con sus propias uñas. O con sus caricias.
Algunos días más tarde, Iñigo anotaría en sus apuntes inútiles, que después de todo, la forzada prostitución de Maida y de Roberta se había revertido contra quienes las indujeran al coito de la desesperanza: como vampiros, ellas iban sobreviviendo uno a uno a sus amantes más voraces; prácticamente se habían alimentado de la simiente de aquellos infrahumanos caballeros que, al paso del tiempo, iban cediendo a la enfermedad y al hambre. Al final, sólo habían quedado ellas, un adolescente demudado como muchos por algún acontecimiento previo a su llegada - de la cual nadie tenía noticia - y el propio Iñigo, demasiado absorto en sus pensamientos como para reparar en la particularísima familia que a la postre le había otorgado el destino.
Siempre con temor a rozarse, reacios de dar siquiera el abrazo solidario de sus tristezas, habían visto cada una de las muertes de los otros,mhabían cargado sus cuerpos y, al principio, se habían adentrado en los túneles para depositarlos allí, lo más lejos posible, de modo que los gusanos los devorasen a placer.
Pero después de una decena de cadáveres supieron que no serían los gusanos sino los gatos quienes se encargarían de ellos. Si bien habían notado que los mayidos aumentaban gradualmente, no supieron cuántos animales existían allí hasta la tarde en que Iñigo y Roberta cargaron el cuerpo de un anciano y tuvieron que dejarlo a escasos metros de la salida del túnel: no pudieron llegar más lejos, pues una cantidad ingente de bestias gordas y diabólicas se les habían echado encima como si también ellos fuesen cadáveres.
Le había tomado a Roberta varias noches reponerse de la impresión que le provocaron, más que las numerosas y diminutas dentelladas de los gatos, la sensación de estar siendo devorada en vida por aquellos animales que siempre le resultaron particularmente odiosos. Maida no había desaprovechado la ocasión para burlarse de ella, aunque se cuidó muy bien de no acercarse tampoco demasiado a la boca del túnel. Los mayidos iban aumentando. Así como las dos mujeres se habían alimentado de la lujuria, los gatos se habían alimentado de los cadáveres secos. La diferencia estaba en que ellos habían engendrado miles de pequeños demonios, mientras que Maida y Roberta, aún no queriéndolo, habían permanecido infértiles.
El tiempo que Roberta estuvo más o menos convaleciente por culpa de los gatos, Iñigo se ocupó de cuidarla, tanto que en más de una ocasión ella intento que los cuidados pasaran a mayores. Todo en vano, un par de acercamientos le ayudaron a comprender que Iñigo no la tocaría, que no le interesaban particularmente ni sus bondades ni su carne. Una tarde, Maida se ocupó de confirmar sus sospechas señalando el empeño de Iñigo por desaparecerse larguísimas horas con aquel adolescente nudo y anónimo que con toda seguridad, había sabido cumplirle mejor que ellas.
La familia, en fin, estaba hecha y condenada. Y los gatos, aún cuando dejaron de alimentarlos de cadáveres, siguieron multiplicándose al grado de que los cuatro decidieron armar una barricada para impedir que los animales llegasen hasta ellos y cumpliesen su manifiesto deseo de devorarlos.
Del resto del mundo les llegaban pocas noticias. Y la verdad era que eellos no estaba demasiado interesados por saber cómo andan las cosas desde su voluntaria reclusión. Sin embargo, no era difícil imaginarlo. Cuando la supervivencia le pareció una historia demasiado aburrida para narrarla en sus papeles, Iñigo se dedicó, tal y como lo había hecho durante su pasada vida de estudioso, a especular con los acontecimientos que no veía. Imaginó sin gran esfuerzo que el sueño de la anarquía estaba aproximándose a sus últimas consecuencias. El estado feudal, escribió en cierta ocasión refiriéndose al imperio de violencia que, como los gatos, se multiplicaba en la ciudad, es el estado natural del hombre. Y al terminar de escribirlo ya no supo si ese estado era el que regía allí, en la ciudad de cuatro miembros del subterráneo, o en el mundo que hacía meses o quizá años habían abandonado, un mundo en el que poco a poco la autoridad se había ido haciendo un lado para dejar que los poderosos y los bandidos forjasen castillos de poder en todas partes: en otras estaciones del subterráneo, en los edificios arruinados después del terremoto, en los antiguos palacios de gobierno que se transformaron en garitas de desgobierno, incluso en los autobuses y en los deshuesaderos, también fortalezas mecánicas. Ahora, sin embargo, comprendía que la supervivencia de los más fuertes no implicaba la inmediata eliminación de ellos, los débiles, quienes se hallaban condenados a una muerte lenta, como si parte de los designios de la naturaleza consistiese también en la tortura de medrar sus propias huestes.
Así transcurrieron aún varios días después del infortunado comentarios de Maida. Los rencores simplemente fueron almacenándose - como tanto otros- para emerger en otras oportunidades, cuando ya no hubiese manera de contenerlos por más tiempo. El goteo a la entrada del túnel principal no derivó en una formación de hielo, sólo se fue para siempre.
Mientras tanto, los gatos siguieron aumentando en número y fue preciso reforzar la barricada con lo que hubiera a manos: muebles raídos que habían llegado que habían llegado hasta allí en manos de otros, hoy muertos, que en su momento pensaron que allá abajo podrían construir sabía Dios qué suerte de imposible morada doméstica; vidrios y plástico arrancados a fuerza de sangre de las antiguas oficinas de las estación; incluso la vestimenta y los recuerdos más caros de quienes ya no estaban, habían servido de junturas para la muralla en contra de aquella manada que no parecía dispuesta a disminuir ni en tamaño ni en hambre.
En la mente de los cuatro habitantes de la estación fue inevitable ceder el paso a la idea de que eran justamente los gatos quienes se habían bebido las últimas reservas de agua que pudieran quedar entre las cavidades del túnel. Así, los animales engendraban todo lo demoniaco de la situación en la que encontraban, eran los dueños de esa parte del mundo y pronto lo serían también de la superficie, cuando los grupos de hombres - los que habían tenido la suerte de estar mejor armados cuando estalló el caos, cuando el terremoto invitó a la anarquía- dieran cuenta los unos de los otros, sin reparar en la voracidad de aquellos seres mauyantes.
En tanto le fue posible, Iñigo se apartó de Maida y Roberta y se sumergió en los amores silenciosos de su compañero. El adolescente nunca se negaba a sus apetitos, nunca lo mortificaba e incluso Iñigo creyó haber encontrado en él, justo en ese trance de sobrevivir, al amante ideal. Y si bien no dejaba de torturarse con la idea de que las mujeres se lo quitaran, cada vez estaba más seguro de que la iniciación del muchacho había sido lo bastante convincente como para esperar de él algún absurdo tipo de fidelidad.
De cualquier forma, cuando Iñigo se dio cuenta de que sólo él tenía el valor suficiente para ir en busca del agua, intentó con desesperación conseguir la compañía de su amante. Sus esfuerzos fueron inútiles. No era gratuito que el adolescente hubiese perdido el habla; él, menos que nadie, volvería a la superficie. Todos habían padecido, de una forma u otra, una transformación, miles de pérdidas: pero seguramente ninguna había llegado con tanta fuerza, y en un momento tan inoportuno, como para aquel que sólo exhaló un grito de terror en el momento en que Iñigo le pidió que lo acompañara por el líquido.
Por lo que tocaba a Maida y Roberta, ambas parecían resignadas a la lentísima agonía que la primera había profetizado en su momento. Como si hubiese terminado por aceptar aquellas palabras, Roberta había sido la primera en movilizarse. Ella fue la primera piedra blanda que se tumbó en un rincón del pasillo de la estación y no hubo forma de moverla de ahí. Iñigo, sin embargo, dedujo que aquella ausencia de movimiento no era exactamente una entrega a la muerte, sino que Roberta permanecía así convencida de que la inmovilidad le permitiría vivir un poco más.
Maida no tardó en imitarla, de modo que en la estación disminuyó al mínimo la actividad y, como no fuera por las embestidas rugientes de los gatos al otro lado de la muralla, uno habría pensado que Iñigo y el adolescente mudo eran los únicos supervivientes de la pequeña hecatombe que estaba teniendo lugar allá abajo.
Convencido de su forzado papel de padre, Iñigo se preparó a salir. Cargado de recipientes vacíos igual que un gitano, tomó asimismo un pequeño revólver que no dejó de parecer ridículo y una mañana, mientras los demás dormían, sacudió al muchacho por el hombro y solo le susurró con un beso en el oído - casi seguro de que no lo entendería - que iba a salir a la superficie.
Eso fue todo. Iñigo salió de la estación con la doble angustia de volver con vida y volver pronto. Por suerte para la fatiga de sus ojos acostumbrados al neón y luego a las racionadísimas lámparas de gasolina, era de noche. La ciudad, sin embargo, estaba despierta, pues no era difícil notar cuán propia era la oscuridad para la nueva existencia que tenía lugar en ella. En un primer vistazo, cualquiera habría pensado que el terremoto acababa de ocurrir, que en cualquier instante surgiría detrás de la esquina una ambulancia, las patrullas que nunca había venido. A distancia se podían ver numerosas columnas de humo que, con todo, provenían de incendios forzados - pequeñas batallas quizás represalias, saqueos - y no de accidentales explosiones de gas, como había sido en un principio.
Iñigo se sorprendió al descubrir que también los oídos deben acostumbrarse a la oscuridad, puesto que sólo después de un rato de enfrentarse a la ciudad en ruinas comenzó a descubrir los sonidos del caos: el crepitar de la llamas, explosiones continuas, ráfagas de pólvora, muy pocos gritos, automóviles a toda marcha convertidos quién sabe si en tanques o en caballos acorazados; en fin, la madurez de un mundo que muy pronto había crecido en noches como ésa.
Descendió lentamente la escalinata a la entrada de la estación. se sintió ridículo así, prácticamente vestido de buhonero, desandando casi a rastras aquellos escalones otrora recorridos con prisa y entre una multitud que ya desde esos tiempos parecía amenazante, más nunca tanto como ahora que se había vuelto invisible.
De pronto entró en consciencia de lo difícil que puede ser buscar agua. Lejano a todos los sentidos, como no fuese el de la supervivencia, el líquido retumbaba en su memoria como el simple goteo de tantas semanas, de tantos meses. Y ahora ni siquiera percibía un goteo similar, o una bendita promesa de lluvia en el aire. Era una noche tan seca como su garganta. ¿Cuánto tiempo tardaría en encontrarla? ¿Cuánto en volver con vida a las catacumbas donde aguardaba sin aguardar su pequeña familia de psicóticos? Una cuerda imaginaria apretó su cuello, lo movió a correr sin cuidarse del escándalo que hacían los recipientes en su cintura. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto?
Amanecía ya cuando llegó hasta los charcales. O a lo que de ellos quedaba, esto es, el tubo del desagüe que había visto disminuir su río de desechos al escupitajo de una, dos, tres raquíticas lagunas de agua oscura, casi sólida. Iñigo recupero el sigilo, se acercó como pudo a la charca menos pequeña y, dejando de lado los recipientes, hundió la boca el la delgada superficie de agua sucia.
En otras circunstancias le habría escandalizado aquella postura, esa reacción intempestiva de bestializarse para saciar la sed; pro esos tiempos de razón habían pasado, estaban yéndose a la mierda, como el agua misma, y ya ni siquiera él tenía voluntad para analizar sus actos, su decadencia.
De súbito, un empujón lo sacó del Edén y lo hizo rodar cuesta abajo hasta lo que había sido el fondo del río. Con restos de agua y excremento cubriéndole el rostro, tomó aire y, sin pensarlo dos veces sacó el revólver y disparó a una figura que, ansiosa, se inclinada como un cerdo a beber de la charca de la cual lo habían desalojado. La criatura gimió un poco y luego se dejó morir. Todavía con el aire y los dedos apestando a pólvora, Iñigo removió el cadáver y llenó a tope los recipientes con una mezcla de agua, mierda y sangre que, después de todo, no sabía tan mal.
Aquello fue volver al silencio del subterráneo con una sonrisa de imbécil, apestando a ciudad putrefacta, a desagüe, a remedo de salvación guardado en recipientes. Aquello no fue pensarse más humano, ni pensar más en que en las cosas hubieran podido salir de otra manera. Había llegado finalmente al estado natural del hombre, ya fuera arriba o abajo. Si había regresado, aún convertido en fantasma de excrecencias y en algo así como redimible asesino, era ya no por la razón, sino por el instinto de no dejarse morir y de proteger a un ser amado y a las dos mujeres que de alguna manera compartían su cueva. Remotísima noción del haber cumplido, de ahí la sonrisa estúpida mientras descendía las escaleras eléctricas que hacía mucho habían dejado de funcionar.
Y ya no lo angustió el silencio con que lo recibió el subterráneo. Los gatos, pensó, debían estar dormidos, como si por el momento no tuviesen hambre.
Maida y Roberta ya no estaban recostadas cada una en el rincón donde él las había dejado. Tampoco se encontraban en las mortales condiciones de hacía unos días: Por el contrario, estaban de pie y guardaban una sonrisa poco más digna que la del propio Iñigo.
Las mujeres no hicieron aspavientos cuando lo vieron aparecer en el corredor, más bien actuaron como niñas que acabaran de ver, por primera ocasión en sus vidas, a un hombre desnudo. Porque Iñigo, a su manera, estaba llegando desnudo. Y ellas lo supieron perfectamente apenas alcanzaron a distinguir su rostro, la suciedad de sus ropas, el remedo de agua chapoteada en latas cantimploras atadas a su cintura.
- ¿Dónde está él? - les dijo a quemarropa, casi en un gruñido. Las mujeres intercambiaron miradas y guiños, demudaron sus propios rostros para parecer solemnes cuando en realidad sabían que ese hombre, quien las había regido en los primeros meses de encierro, sólo necesitaba un empujón para desaparecer tal y como lo habían hecho los demás hombres que las habían madreado - quizás a veces amolado de verdad - durante los últimos días inmediatos a la reclusión.
- Está muerto, Iñígo. Tardaste demasiado - le respondió Maida dirigiendo los ojos, con demasiada claridad, al túnel de los gatos amurallados.
Iñigo no espero más señales. No las necesitaba. Tal vez las había esperado durante su infortunada acería en la superficie. Guardó silencio unos instantes. Las observó, las odió con los últimos vestigios del alma humana que pudieran quedarle, vestigios que al final dejó salir en un grito nunca más humano que retumbó en los corredores mientras que él, corriendo con su cargamento de mierda, atravesaba la muralla y se entregaba al hambre de los gatos.
Maida y Roberta lo vieron desaparecer. Casi disfrutaron los gruñidos las dentelladas de los gatos que se clavaban - como lo habían hecho antes los dientes de Roberta en el brazo de su compañera - en la carne inútil de Iñigo.
Después regresó el silencio. Maida levantó de nuevo la muralla mientras que Roberta, en un acto inútil, limpiaba los restos de sangre y los huesos adolescentes que después del banquete se habían dado el lujo de dejar.
Tanto para ellas como para los gatos, había llegado la hora de hundirse en el sueño de la digestión eterna, oscura. La única diferencia estaba en que ellas no despertarían de la hibernación. Ahora, la idea de quedarse ahí hasta convertirse en piedras o en hielo ya no parecía tan desagradable.
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