viernes, 2 de octubre de 2015

El rey de los trasgos, Angela Carter



La luminosidad, la claridad de la luz de aquella tarde se bastaba a sí misma; la transparencia perfecta debe ser impenetrable, esa destilación de luz en barras verticales de color latón, que surge de unos intersticios de tono amarillo sulfuroso en un cielo de nubes grises, cargadas de más lluvia. Golpeaba el bosque con dedos manchados de nicotina, y las hojas relucían. Un día frío de finales de octubre, cuando las moras mustias penden como fantasmas sombríos en las decoloradas zarzas. Las crujientes cáscaras de los hayucos y las bellotas se hundían bajo los pies en el limo rojizo de los helechos muertos, tan empapada la tierra por las lluvias del equinoccio que el frío traspasaba la suela de los zapatos, un frío que anunciaba la cercanía del invierno, se aferraba al estómago y apretaba con fuerza. Ahora, los severos saúcos tienen una expresión anoréxica; en el bosque del otoño no hay mucho que haga sonreír, aunque aún no es, ni mucho menos, la época más triste del año. Salvo por la inquietante sensación de un cese inminente del ser; porque, al dar la vuelta, el año se vuelve sobre sí mismo. Tiempo introspectivo, cuarto de enfermo.

El bosque se cierra. Dejas los primeros árboles atrás y ya no estás al aire libre; el bosque te traga. No hay camino que lo atraviese; este bosque ha regresado a su privacidad original. Cuando entras, debes permanecer en él hasta que él te permita salir; no hay pistas que indiquen una ruta segura; la hierba cubrió el sendero años atrás, los zorros y los conejos campan a sus anchas por el delicado laberinto y nadie se acerca al lugar. Los árboles se agitan con un sonido como el de las faldas de tafetán de las mujeres que se perdieron en el bosque y buscaron inútilmente una salida. Los ruidosos cuervos juegan al corre que te pillo en las ramas de los olmos que albergan sus nidos y, de vez en cuando, graznan escandalosamente. Un arroyo de suaves orillas surca el bosque, pero baja crecido por la época del año y las silenciosas y negruzcas aguas se han congelado. Todo permanece inmóvil, todo es lapso.

Una jovencita entra en el bosque tan confiadamente como Caperucita Roja de camino a la casa de su abuela, pero esta luz no admite ambigüedades y, una vez aquí, se quedará atrapada en su propia ilusión, porque todo en el bosque es exactamente lo que parece.

El bosque se cierra y se vuelve a cerrar, como un sistema de cajas chinas, unas dentro de otras; las íntimas perspectivas del bosque cambian incesantemente alrededor de la intrusa, de la viajera imaginaria que camina hacia un horizonte inventado que retrocede perpetuamente ante mí. En el bosque, es fácil perderse.

Las dos notas de la canción de un pájaro se alzaron en la quietud del aire, como si mi deliciosa soledad aniñada se hubiera transformado en un sonido. En los matorrales se enganchaba una pequeña niebla que emulaba los mechones de la barba de un viejo que se enhebrara en las ramas más bajas de árboles y arbustos; pesados arbustos de bayas rojas tan maduras y exquisitas como un duende, y frutos encantados que pendían de espinos mientras la hierba vieja se marchitaba y se batía en retirada. Uno a uno, los helechos habían cerrado sus cien ojos y habían vuelto a la tierra. Los árboles tejían una cama de ramas medio desnudas por encima de mi cabeza, de tal modo que yo me sentía como en una casa de redes; y, a pesar del viento frío que siempre anuncia una presencia —lástima que no lo supiera entonces—y que soplaba sutilmente a mi alrededor, pensé que estaba sola en el bosque.

El rey de los trasgos te causará un profundo dolor.

Hiriente ahora, se volvió a oír el canto del pájaro, tan desolado como si procediera de la garganta del último pájaro vivo. Aquel canto, impregnado de la melancolía de la estación, me llegó directamente al corazón.
Caminé por el bosque hasta que todas sus perspectivas convergieron en un claro que se oscurecía poco a poco; en cuanto vi a sus ocupantes, supe que me habían estado esperando desde el momento en que entré en el bosque, con la paciencia inagotable de las criaturas montaraces, que tienen todo el tiempo del mundo.
Era un jardín donde todas las flores eran bestias y pájaros; palomas de suave ceniza, carrizos diminutos, pecosos tordos, petirrojos de pechera parda, enormes cuervos que relucían como el charol, un mirlo de pico amarillo, ratones de campo, musarañas, tordellas y conejitos marrones con las orejas echadas hacia atrás como cucharillas agazapados a los pies del rey trasgo. Un herrumbrado zorro, de hocico afiladísimo, apoyaba la cabeza en su rodilla. Una alta y esbelta liebre, erguida sobre sus cuartos traseros, le fruncía la nariz. Una ardilla, aferrada al tronco de un serbal escarlata, lo miraba. Un faisán estiraba su resplandeciente y delicado cuello desde un espino para verlo mejor. Y una cabra de blancura asombrosa, que brillaba como si fuera de nieve, giró sus afables ojos hacia mí y baló con suavidad, para que él supiera que yo había llegado.

Él sonríe. Deja a un lado su silbato de madera de saúco, origen del canto que yo había oído. Me pone encima una mano irrevocable.

Sus ojos son muy verdes, como de mirar mucho el bosque.

Hay ojos que te pueden devorar.

El rey de los trasgos vive solo, en el corazón del bosque, en una casa que tiene una única habitación. La casa está hecha de troncos y piedras sobre los que se ha formado un manto de liquen amarillo, y en el musgoso tejado crecen hierba y maleza. Él corta ramas caídas para alimentar el fuego y saca agua de un arroyo con un balde de hojalata.

¿Qué come? ¡Vaya, la munificencia del bosque! Ortigas guisadas, sabrosos revueltos de pamplinas con nuez moscada. Cocina el follaje de su alforja de pastor como si fuera repollo. Busca entre los sucios y picados hongos con flecos y sabe cuáles se pueden comer; comprende sus extrañas costumbres, cómo surgen de la noche a la mañana en lugares sin luz y prosperan sobre cosas muertas. Desde el familiar agárico, que otros cocinarían como los callos, con leche y cebollas, hasta el anaranjado níscalo con su bóveda en abanico y su leve aroma a albaricoque, todos nacidos de repente como burbujas de tierra, ajenos a la naturaleza, viviendo en el vacío. A mí no me habría extrañado que él se encontrara en el mismo caso, nacido simplemente por el deseo del bosque.

Por la mañana, sale a recoger sus tesoros sobrenaturales, que trata con la delicadeza que dedica a los huevos de paloma y mete en una de las cestas que teje con mimbres. Prepara ensaladas con dientes de león que le merecen nombres obscenos como «desatascaculos» y «meacamas» y los sazona con unas cuantas hojas de fresas silvestres, pero no toca las zarzas porque dice que el diablo escupe en ellas en la fiesta de San Miguel.

Su cabra niñera, de color suero, le da leche abundante; y él sabe hacer un queso de sabor único, intenso y amniótico. A veces, atrapa un conejo con una trampa de lazo y prepara una sopa o un estofado, que condimenta con ajo. Lo sabe todo sobre el bosque y las criaturas que viven en él. Me habló de las culebras; me dijo que las viejas abren mucho la boca cuando olfatean el peligro y que las pequeñas se esconden en las gargantas de las viejas hasta que el peligro ha pasado, momento en el cual salen a dar vueltas como de costumbre. Me contó que el sabio sapo que se agazapa entre las caléndulas en verano, junto al arroyo, tiene una joya preciosa en la cabeza. Me hizo saber que el búho es la hija de un panadero, y luego me sonrió. Me enseñó a hacer esterillas de juncos y a tejer mimbre para hacer cestas y las jaulas pequeñas donde tiene a sus pájaros cantores.

Su cocina tiembla y se estremece con los cantos de las alondras y los pardillos, cuyas jaulas se apilan unas encima de otras, contra la pared: una pared de pájaros atrapados. ¡Qué crueldad la de encerrarlos en jaulas! Pero se ríe de mí cuando le digo eso, y enseña sus blancos y puntiagudos dientes con la baba que brilla entre ellos.

Es un excelente amo de casa. Su rústico hogar está limpio y ordenado. Deja su sartén y cacerola bien fregadas en la chimenea, juntas, como un par de zapatos lustrosos. De la chimenea, cuelgan ramilletes de hongos puestos a secar, de la fina y rizada clase que llaman oreja de Judas, que crecen en los saúcos desde que Judas se ahorcó de uno; ése es el tipo de historias que me cuenta, tentando mi credulidad. También cuelga hierbas para que se sequen: tomillo, mejorana, salvia, verbena, abrótano, milenrama. La habitación es musical y aromática y siempre hay un fuego que crepita en la chimenea, un dulce y acre humo, una brillante y observadora llama. Pero no puedes sacar ninguna melodía del viejo violín que cuelga de la pared, al lado de los pájaros, porque todas las cuerdas están rotas.

Ahora, cuando salgo a pasear, a veces por la mañana cuando la helada ha dejado su brillante huella en la maleza o, a veces, aunque cada vez menos y con más ganas, por la tarde, cuando desciende la fría oscuridad, siempre voy en compañía del rey trasgo. Y él me tumba en su cama de paja crujiente, donde descanso a merced de sus enormes manos.

Es el tierno carnicero que me enseñó hasta qué punto es el amor el precio de la carne.

— ¡A despellejar el conejo! —dice. Y yo me quedo sin ropa.

Cuando se peina el cabello, que es del color de las hojas secas, hojas secas caen de él; susurran y se mecen hasta el suelo como si él fuera un árbol, y se puede quedar inmóvil como un árbol cuando quiere que las palomas revoloteen suavemente y arrullen antes de posarse en sus hombros, esas gordas y confiadas tontas que lucen bonitos anillos de boda en el cuello. Talla sus silbatos con madera de saúco, y eso es lo que usa para llamar a las aves... y todas las aves se presentan y él mete en jaulas a las que cantan mejor.

El viento agita el oscuro bosque; sopla entre los arbustos. Una brizna del aire frío que pasa sobre las tumbas acompaña siempre al rey trasgo; a mí me eriza el vello de la nuca, pero él no me asusta; sólo me asusta el vértigo, el vértigo por el que él me toma en posesión. Tengo miedo de caer.

Caer como un pájaro caería en vuelo, si el rey trasgo atrapara los vientos con su pañuelo y anudara sus cabos para que no se pudieran escapar. Luego, las corrientes del aire ya no sostendrían a las aves, y todas ellas caerían por imperativo de la gravedad como mi corazón ha caído en su amor. Pero sé que, si no caigo aún más, es porque él es bueno conmigo. El frágil vellón de la hierba y las hojas secas del verano pasado sólo me sostienen porque son sus cómplices, porque su carne es de la misma substancia que esas hojas que, lentamente, se van convirtiendo en tierra.

Él me podría hundir en la cama de semillas de la generación del año que viene y yo tendría que esperar hasta que él me despertara de mi oscuridad con un silbido y me permitiera volver. Pero, cada vez que arranca esas dos notas dulces a su silbato, yo acudo como cualquiera de los seres confiados que se posan en la parte inferior de sus muñecas.

Encontré al rey trasgo sentado en un tocón cubierto de hiedra, devanando a todos los pájaros del bosque con un carrete diatónico de sonido, una nota alta, otra baja; una llamada tan dulce y penetrante que acudieron alegremente y a empellones. El claro estaba lleno de hojas secas, algunas de color miel, algunas de color escoria y algunas de color tierra. Él parecía hasta tal punto el espíritu del lugar que no me extraño que el zorro apoyara el hocico, sin miedo alguno, en su rodilla. La luz marrón del final del día desaguaba en la húmeda y densa tierra; todo en silencio, todo inmóvil, y el frío olía a la noche que ya se acercaba. Cayeron las primeras gotas de una tormenta. En el bosque no hay más refugio que la casita del rey trasgo.

Así fue como entré en la soledad embrujada de pájaros de aquel ser, que encierra a sus cosas aladas en jaulas tejidas con mimbre para que le canten.

Para beber, leche de cabra servida en una abollada taza de hojalata. Nos comemos las galletas de avena que había horneado en la chimenea. La lluvia traquetea en el tejado. El pestillo resuena en la puerta. Estamos solos en la pequeña habitación marrón, sin más compañía que el olor de los leños que arden y se estremecen entre llamas diminutas, y yo me tumbo en el crujiente jergón de paja del rey trasgo. Su piel tiene el tono y la textura de la nata agria. Sus pezones son tiesos y rojizos, carnosos como bayas. Es como un árbol que tuviera flores y frutos en la misma rama, juntos; qué agradable, qué encantador.

Y ahora... ¡Ay! Siento tus afilados dientes en las subacuáticas profundidades de tus besos. Los vendavales del equinoccio sacuden los olmos desnudos y los hacen silbar y girar como derviches; tú hundes los dientes en mi garganta y me haces gritar.

La blanca luna que flota sobre el claro ilumina fríamente la tranquila escena de nuestros abrazos. Qué dulcemente deambulo o, más bien, solía deambular cuando era la hija perfecta de las praderas del verano; pero entonces el año cambió, la luz se volvió más clara y yo vi al delgado rey trasgo, alto como un árbol, con pájaros en las ramas, que me atrajo hacia él con su lazo mágico de música inhumana.

Si encordara ese viejo violín con tu pelo, podríamos bailar juntos al son de la música mientras la exhausta luz del día zozobra entre los árboles; tendríamos mejor música que los agudos cantos nupciales de las alondras apiladas en sus bonitas jaulas mientras el techo cruje por el peso de los pájaros que tú has atraído mientras nos arrojamos a tus misterios profanos bajo las hojas.

Me desviste hasta mi desnudez plena, esa piel de satén aperlada color malva, como un conejo desollado; luego me vuelve a vestir en un abrazo luminoso que me circunda por completo, como si fuera de agua. Y derrama hojas secas sobre mí, como al arroyo en el que me he convertido.

A veces, los pájaros que cantan, todos juntos, consiguen una sintonía perfecta al azar.

Su piel me cubre totalmente; somos las dos mitades de una semilla, encerrados en el mismo tegumento. Yo debería volverme increíblemente pequeña, para que tú me pudieras tragar como esas reinas de los cuentos de hadas que se quedan preñadas cuando tragan un grano de maíz o de sésamo. Así, yo me hospedaría en tu cuerpo y tú me llevarías en él.

La vela se agita y se apaga. Sus caricias me consuelan y me devastan; siento que mi pulso se acelera y después decae, desnuda como una roca en el rugiente colchón mientras la preciosa noche con luna se desliza por la ventana para vetear los costados de este inocente que fabrica jaulas para que los pájaros no se escapen. Cómeme, bébeme; montada por un sediento e infeccioso trasgo, vuelvo una y otra vez a él para que sus dedos me arranquen la piel hecha jirones y me vistan con su vestido de agua, esa prenda que me empapa, su olor deslizante, su capacidad para ahogar.

Ahora, los cuervos lanzan invierno con sus alas e invocan la estación más dura con su grito.

Cada vez hace más frío. Casi no queda una hoja en los árboles, y los pájaros vienen a él en mayor número porque, con tan mal tiempo, no hay mucho que comer. Los mirlos y los zorzales tienen que buscar caracoles en el fondo de los setos y romper sus conchas con piedras; pero el rey trasgo les da maíz y, cuando les silba, cubren su cuerpo al instante como una suave nevada y no se le puede ver. A mí me ofrece un festín de frutas, terrible suculencia; luego, descanso sobre él y contemplo la luz del fuego que se ve succionada por el vórtice negro de sus ojos, supresión de la luz en su centro, atrayéndome con tanta fuerza que me arrastra a su interior.

Ojos verdes como manzanas. Verdes como un espejismo.

Se levanta viento; hace un sonido singular, salvaje, bajo, apurado.

Qué ojos más grandes tienes. Ojos de luminosidad incomparable, la mágica fosforescencia de los ojos de los licántropos. El verde gélido de tus ojos fija el reflejo de mi cara. Es un conservante, una especie de líquido ámbar verde que me atrapa. Tengo miedo de quedarme atrapada en él para siempre, como las pobres hormigas y moscas que se quedaran pegadas a una resina antes de que el mar cubriera las tierras bálticas Me atrapa hacia el círculo de su ojo con un sedal de cantos de pájaro. Hay un agujero negro en el centro de tus ojos; es su centro inmóvil y, cuando lo miro, me siento tan mareada que podría caerme dentro.

Tus ojos verdes son una cámara de reducción. Si los miro lo suficiente, me volveré pequeña como mi propio reflejo, me convertiré en un punto y, después, me desvaneceré. Me hundiré en ese torbellino negro y me consumirás. Seré tan diminuta que me podrás encerrar en una de tus jaulas de mimbre y te podrás reír de mi falta de libertad. He visto la jaula que me estás preparando; es muy bonita. Yo me sentaré en ella, entre las aves cantoras y... pero ¿cómo puedo ser tan tonta?

Cuando me di cuenta de lo que el rey trasgo pretendía, sentí un miedo terrible y no supe qué hacer porque lo amaba con todo mi corazón y, sin embargo, no sentía ningún deseo de unirme a la cantarina congregación que mantenía enjaulada, aunque los tratara con el mayor de los afectos, les cambiara el agua todos los días y los alimentara bien. Sus abrazos eran señuelos y, al mismo tiempo, sí, al mismo tiempo, los mimbres de los que estaba hecha la jaula. Pero, en su inocencia, él nunca supo que podía ser el causante de mi muerte; en cambio, yo supe desde el primer momento que el rey trasgo me podía causar un profundo dolor.

Aunque el arco cuelga de la pared junto al viejo violín, todas las cuerdas están rotas y no se puede tocar.

No sé qué melodías se podrían tocar con él si se le pusieran cuerdas nuevas; nanas de vírgenes estúpidas, quizás, y ahora sé que los pájaros no cantan: se limitan a gritar porque no pueden encontrar la salida del bosque, porque perdieron su carne cuando se hundieron en las corrosivas charcas de la mirada del rey trasgo y, desde entonces, viven en jaulas.

A veces, él apoya la cabeza en mi regazo y permite que le peine su bonito cabello, que cae sobre mis rodillas; los pelos que se quedan en el peine son hojas de todos los árboles del bosque y susurran secamente a mis pies. El silencio es como un sueño delante del fuego, con él sobre mí y yo, que retiro las hojas secas de su aletargante cabellera. Este año, el petirrojo ha anidado otra vez en la techumbre de paja; se posa sobre un tronco sin quemar, se limpia el pico y se ahueca las plumas. En su canto hay una dulzura lastimera y un fondo de melancolía, porque el año ha terminado... El petirrojo, el amigo del hombre, a pesar de la herida abierta en su pecho por donde el rey trasgo le arrancó el corazón.

Apoya la cabeza en mi rodilla para que así no pueda ver los soles verdosos, girados hacia dentro, de tus ojos.

Me tiemblan las manos.

Mientras él descansa entre dormido y despierto, yo agarraré dos enormes mechones de su susurrante pelo y los trenzaré en cuerdas, silenciosamente, para que no se despierte; y silenciosamente, con manos sutiles como la lluvia, lo estrangularé con ellas.

Entonces, ella abrirá todas las jaulas y liberará a los pájaros, que volverán a ser las jovencitas que fueron, una a una y cada una con marca escarlata de un mordisco de amor en el cuello.

Ella le cortará la gran melena con el cuchillo que él usa para desollar conejos y encordará el viejo violín con cinco solitarios cabellos color castaño ceniza.

Luego, el violín sonará con música inarmónica sin una mano que toque. El arco bailará por sí mismo sobre las cuerdas nuevas, que gritarán «¡Madre, madre, me has asesinado!».

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