viernes, 2 de octubre de 2015

Los otros, Neil Gaiman



-Aquí el tiempo es fluido -dijo el demonio.

Supo que era un demonio en el mismo momento en que lo vio. Simplemente lo sabía, del mismo modo que sabía que aquel lugar era el infierno. Ninguno de los dos podría haber sido otra cosa.

La habitación era alargada, y el demonio esperaba junto a un brasero humeante situado en el otro extremo.

De las paredes de piedra gris colgaban multitud de objetos, objetos que no habría sido prudente ni tranquilizador inspeccionar de cerca. El techo era bajo, el suelo, extrañamente insustancial.

-Acércate más -dijo el demonio, y el hombre obedeció.

El demonio estaba flaco como un fideo e iba desnudo. Tenía muchas cicatrices, y parecía que le hubieran arrancado la piel en un pasado remoto. Tampoco tenía orejas, ni sexo. Sus labios eran finos y tenían un aire ascético; sus ojos eran demoníacos: habían visto demasiado y habían llegado demasiado lejos, su mirada hacía que el hombre se sintiera más insignificante que una mosca.

-¿Qué va a pasar ahora? -preguntó.

-Ahora -replicó el demonio, con una voz que no denotaba pena, ni tampoco deleite, tan sólo una rotunda y atroz resignación- vas a ser torturado.

-¿Por cuánto tiempo?

Pero el demonio se limitó a menear la cabeza y no respondió a la pregunta. Empezó a caminar despacio a lo largo de la pared, paseando su mirada de objeto en objeto. En el extremo más alejado de la pared, junto a la puerta cerrada, había un látigo de nueve correas hecho de alambres pelados. Con una mano en la que sólo había tres dedos, el demonio lo descolgó de la pared y volvió junto al hombre, transportando el macabro instrumento con suma ceremonia. Colocó las correas de alambre sobre el brasero y se quedó mirando cómo se calentaban.

-Eso es inhumano.

-Sí.

Los extremos de las nueve correas empezaban a adquirir un tono anaranjado. Mientras alzaba el brazo para asestar el primer latigazo, dijo:

-Dentro de algún tiempo recordarás todo esto con cariño,incluso este momento.

-Eres un mentiroso.

-No-replicó el demonio

-Lo que viene después es peor-le explicó, justo antes de azotarle.

Entonces, las correas del látigo se estrellaron contra la espalda del hombre, desgarrando sus caras ropas, que ardían y se hacían tiras al contacto con los alambres incandescentes, y el hombre profirió un grito. Pero la cosa no había hecho más que empezar.

En las paredes esperaban aún doscientos once instrumentos de tortura y, a su debido tiempo, habría de probar cada uno de ellos.

Cuando, por fin, la Hija del Lazareno, a la que había llegado a conocer muy íntimamente, fue limpiada y colocada de nuevo en la pared en el puesto doscientos doce, entonces, con una mueca de dolor, masculló:

-Y ahora, ¿qué?

-Ahora -respondió el demonio- es cuando viene el dolor de verdad. Y así fue. Todo cuanto había hecho en su vida y que habría sido mejor no hacer; cada mentira que había dicho -ya fuera a sí mismo o a otros-; cada pequeño dolor que había infligido, y los grandes también… cada uno de ellos iba siendo extraído de su interior, detalle a detalle, centímetro a centímetro. El demonio le fue arrancando a tiras la piel del olvido, desnudándolo hasta dejar sólo la verdad, y aquello le dolió más que cualquier otra cosa.

-Dime qué pensaste cuando ella salió por la puerta -dijo el demonio.

-Pensé que mi corazón estaba roto.

-No -replicó el demonio, pero en su voz no había odio-, no fue eso lo que pensaste.

Se le quedó mirando fijamente con sus inexpresivos ojos, y él no tuvo más remedio que apartar la vista.

-Pensé: ya nunca sabrá que he estado acostándome con su hermana.

El demonio desbarató su vida, momento a momento, instante a espantoso instante. Tal vez duró cien años, o mil –En esa habitación gris, tenían todo el tiempo que ha existido- y llegando al final comprendió que el demonio había tenido razón. La tortura física había sido mejor.

Y terminó.

Y una vez terminó, empezó de nuevo. Ahora con un autoconocimiento que no había estado ahí la primera vez y que de alguna manera hacía que todo fuera peor.

Ahora, mientras hablaba, se odiaba a si mismo. No había mentiras, ni evasiones, no había espacio para nada excepto el dolor y la rabia.

Habló, ya no lloriqueó. Y cuando terminó, mil años después, rogó que el demonio fuera a la pared, y trajera el cuchillo de desollar, o la pera de la angustia, o los tornillos.

“De nuevo,” dijo el demonio.

Él empezó a gritar, gritó por un largo rato.

Cuando terminó de gritar, el demonio dijo “De nuevo,” como si nada se hubiera dicho.

Era como pelar una cebolla. Esta vez mientras recorría su vida aprendió sobre las consecuencias. Se enteró de los resultados de las cosas que había hecho; cosas que no había visto mientras las hacía; las formas en las que había lastimado al mundo; el daño que había hecho a gente que nunca había conocido, o visto, o encontrado. Fue la lección más dura hasta entonces.

Mil años después el demonio dijo: “De nuevo”.

Él se acurrucó en el piso, al lado del brasero, meciéndose lentamente, con los ojos cerrados y contó la historia de su vida, volviéndola a experimentar mientras la contaba, desde el nacimiento hasta la muerte, sin cambiar nada, sin dejar nada por fuera, enfrentándolo todo. Abrió su corazón.

Cuando terminó, siguió allí sentado, los ojos cerrados, esperando que la voz dijera, “De nuevo,” pero nadie dijo nada. Abrió sus ojos.

Lentamente se levantó. Estaba solo.

Al otro extremo de la habitación, había una puerta, y mientras la miraba, se abrió.

Un hombre entró a través de la puerta. Había terror en el rostro de ese hombre, y arrogancia, y orgullo. El hombre, que usaba ropa lujosa, dio varios pasos dudosos en la habitación y luego se detuvo.

Cuando vio al hombre, comprendió.

“Aquí el tiempo es fluido,” le dijo al recién llegado.

No hay comentarios :

Publicar un comentario