Archivo de cuentos y obras compartidas en las páginas de facebook "Lea, no sea pendejo" y "Círculo Lovecraftiano y Horror"
viernes, 2 de octubre de 2015
Rosa de la noche, John Collier
En un cuaderno de Highlife Bond, comprado por la señorita Sadi Brodribb en Bracey por 25 centavos.
21 de marzo
Hoy he tomado mi decisión, le volveré la espalda y de una vez por todas al mundo bourgeois que odia al poeta. Me marcharé, me iré lejos, escaparé…
Y lo he hecho. ¡Soy libre! ¡Tan libre como la mota de polvo que baila en el rayo de sol! ¡Libre como una mosca que viaja en primera clase del más grande de los transatlánticos de lujo! ¡Libre como mis versos! Y mi libertad será tan gratuita como los alimentos que comeré, el papel sobre el que escribo y las cómodas zapatillas forradas de lana que calzaré.
Esta mañana no tenía ni para alquilar un taxi. Y ahora me encuentro rodeado de lujos. Seguro que la impaciencia les corroe a ustedes por conocer este paraíso; les gustaría organizar viajes hasta aquí, destrozarlo, hacer que acudieran sus parientes, puede que incluso ustedes mismos…Después de todo, es imposible que este diario caiga en sus manos hasta que yo no esté muerto. Así que…se lo contaré.
Me encuentro en el Emporio Gigante de Bracey, tan feliz como un ratón en el centro de un inmenso queso, y el mundo no sabrá nada más de mí. Ahora viviré feliz, feliz y seguro tras una inmensa pila de alfombras, en un rincón que me propongo recubrir de colchas, mantas de angora y las mejores almohadas y cojines, dignos de Cleopatra. Estaré muy cómodo.
Entré en este santuario a última hora de la tarde y pronto oí el eco agonizante de las pisadas a la hora de cerrar. A partir de ahora, mi único esfuerzo será esquivar al vigilante de noche. Los poetas sabemos hacer eso muy bien.
Ya he llevado a cabo mi primera exploración, igual que un ratón. Fui de puntillas hasta el departamento de papelería y, temeroso, volví a toda velocidad con sólo este material para escribir, la primera necesidad del poeta. Ahora dejaré todo aquí y buscaré para proveer el resto de mis necesidades: comida, vino, los cómodos muebles de mi refugio y un elegante albornoz. Este lugar me estimula. Aquí podré escribir.
Amanecer del día siguiente
Supongo que en el mundo no habrá nadie que se haya sentido más abrumado y atónito de lo que me he sentido yo esta noche. Resulta increíble. Sin embargo, lo creo. ¡Que interesante es la vida cuando las cosas llegan a tales extremos!
Salí de mi refugio, como había dicho que haría, y me encontré al gran almacén sumido en una mezcla de luz y penumbra. El huevo central se hallaba medio iluminado; las galerías que había a su alrededor se alzaban como un Piranesi barato de luces y sombreas superpuestas. La telaraña de escaleras y viaductos había pasado de servir a un propósito a ser una fantasía. Sedas y terciopelos relucían igual que fantasmas, un centenar de maniquíes vestidos con ropa interior ofrecían mohines y abrazos al aire desierto. Anillos, broches y brazaletes brillaban gélidamente en la desolada ausencia de “Cariño” y “Papaíto”.
Mientras me deslizaba por los pasillos transversales, que estaban sumergidos en una oscuridad más profunda, me sentí igual que una idea perdida en el dormido cerebro de una joven corista a la que se le ha terminado la buena suerte. Sólo que, por supuesto, sus cerebros no son tan grandes como el Emporio Gigante de Bracey. Y en él no había hombre alguno.
Nadie, salvo, claro está, el vigilante nocturno. Le había olvidado. Al cruzar un espacio abierto de la galería central, mientras bordeaba todo un surtido de oscuros chales, percibí un golpeteo regular que casi podría haber sido el de mi propio corazón. De repente se me ocurrió que venía del exterior de mi cuerpo. Eran pisadas y se acercaban a muy poca distancia. Rápido como el rayo, agarré una flamante mantilla, me envolví en ella y me quedé con un brazo extendido, igual que una Carmen petrificada en un gesto desdeñoso.
Tuve éxito. Pasó junto a mí, mientras su pequeño artefacto tintineaba al extremo de su cadena, y silbaba una leve cancioncilla, sus ojos cubiertos por las escamas creadas por las refracciones del día atronador. « ¡Vete, pequeña criatura mundana!», murmuré, y me permití el lujo de una risa insonora.
Se me heló en los labios. Mi corazón vaciló. Un temor nuevo se apoderó de mí.
Tenía miedo de moverme para mirar a mi alrededor. Me dio la sensación de estar siendo observado por algo capaz de ver a través de mí. Y sentí algo muy distinto de la prosaica emergencia ocasionada por el vulgar vigilante nocturno. Mi impulso consciente fue el obvio: mirar a mi espalda. Pero mis ojos eran más sabios. Permanecí totalmente petrificado, con la vista fija delante de mí.
Mis ojos intentaban decirme algo que mi cerebro se negaba a creer. Y al final se salieron con la suya. Me encontré con otro par de ojos, ojos humanos, sí, pero grandes, inexpresivos, luminosos. He visto ojos parecidos entre las criaturas nocturnas que se arrastran bajo la azulada luna artificial del zoológico.
Yo tenía al propietario de esos ojos tan sólo a unos tres metros de distancia. El vigilante había pasado por entre nosotros dos, más cerca de él que de mí. Y, con todo, no le había visto. Yo debía haberle estado mirando durante bastante tiempo. Y tampoco le había visto.
Estaba medio reclinado contra un estrado en el que, sobre una capa de hojas de color rojizo, flanqueadas por irisadas nubes de gasa, jóvenes céreas de tranquilo y descansado rostro posaban ofreciéndole al espectador trajes deportivos a cuadros, a rayas y estampados. Se apoyaba en la falda de una de esas Dianas; sus pliegues ocultaban quizá su oreja, su hombro y un poco de su lado derecho. Vestía un traje de mezclilla escocesa último modelo, de color apagado, pero de dibujo bastante llamativo, zapatos de ante y una camisa con un motif más bien grande en verde oliva, rosa y gris. Pálido como un muerto, sus brazos, largos y delgados, terminaban en manos que parecían flotar en el aire, más semejantes a unas aletas translúcidas o a unas hebras de seda que a unas manos corrientes.
Habló. Su voz no sonó a voz; fue un mero silbido nacido bajo la lengua.
— ¡No está mal para un principiante!
Me pareció entender que me felicitaba, en un tono más bien satírico, por mi propia y menos profesional hazaña de camuflaje. Me tembló la voz.
—Lo siento —dije —. No sabía que aquí viviera alguien más.
Incluso mientras pronunciaba tales palabras noté que imitaba su forma de hablar, sibilante y suave.
—Oh, sí —dijo—. “Nosotros” vivimos aquí. Es delicioso.
— ¿Nosotros?
—Sí, todos nosotros. ¡Mira!
Nos encontrábamos cerca del final de la primera galería. Movió su larga y delgada mano en un gesto circular, indicando todo el hueco central de la tienda. Miré. No vi nada. No podía oír nada, salvo los pasos del vigilante que parecían alejarse infinitamente por algún pasillo del sótano.
— ¿No los ves?
¿Conocen la sensación que se experimenta al contemplar un terrario sumido en su media luz? Se ven ramas, guijarros, unas cuantas hojas, nada más. Y, entonces, de repente, una piedra respira…, es un sapo. Ahí se mueve un camaleón, otro, una víbora enroscada, una mantis entre las hojas. Todo el recipiente parece crepitar de vida. Quizá el mundo entero es así. Tus ojos se posan en tu manga, en tu pie.
Así ocurría con el gran almacén. Miré y estaba vacío. Miré y allí había una anciana, tras el monstruoso reloj. Luego, tres chicas, ingénues, demasiado mayores para ese papel, delgadas hasta lo increíble, inmóviles, con gestos lánguidos, a la entrada de la perfumería. Su cabello era un delicado vellón, suave como la gasa. Igual de frágil e incoloro era el hombre parecido a un coronel de origen sureño que me contemplaba mientras se acariciaba unos bigotes que habrían honrado a una gamba de cristal. Una mujer muy acicalada, es posible que de gustos inclinados a la literatura, surgió como si nadara de entre las cortinas y tapizados.
Me rodearon en un nutrido grupo, revoloteaban y siseaban, como una ola de telarañas al viento. Tenían los ojos muy grandes y relucientes, pero inexpresivos. Me di cuenta de que no había color en el iris.
— ¡Qué tosco parece!
— ¡Un detective! ¡Haced que vengan los Hombres Oscuros!
—No soy detective. Soy poeta. He renunciado al mundo.
—Es un poeta. Ha venido a unírsenos. El señor Roscoe le encontró.
—Nos admira.
—Tiene que conocer a la señora Vanderpant.
Fui llevado a presencia de la señora Vanderpant. Esta resultó ser la Gran Anciana del almacén, casi totalmente translúcida.
— ¿Así que es usted poeta, señor Snell? Aquí hallará la inspiración. Soy la habitante más antigua del lugar. Tres fusiones y toda una remodelación del edificio, ¡pero no se libraron de mi!
—Querida señora Vanderpant, cuéntele cómo salió una vez a la luz del día y casi la compran creyendo que era la Madre, de Whistler.
—Eso fue antes de la guerra. Entonces era más robusta. Pero en caja recordaron de pronto que no había marco. Y cuando volvieron para echarme una mirada.
—Se había ido.
Su risa era como el estridente chirrido de unas cigarras fantasma.
— ¿Dónde está Ella? ¿Dónde está mi caldo?
—Ahora lo trae, señora Vanderpant. Vendrá en seguida.
— ¡Qué criatura tan fastidiosa! La encontramos, señor Snell. No pertenece a nuestra especie por completo.
— ¿Es cierto eso, señora Vanderpant? ¡Oh, vaya, vaya!
—Señor Snell, he vivido aquí sola durante muchos años. Este lugar fue mi refugio durante esos tiempos terribles del mil ochocientos. Entonces yo era joven, y la gente tenía la bondad de referirse a mí como a una belleza, pero el pobre papá perdió su dinero. Ah, señor Snell, en el Nueva York de aquel entonces, Bracey significaba mucho para una jovencita. Me parecía terrible no poder entrar aquí de la forma corriente, no ser ya capaz de ello… Así que decidí venir y quedarme. Me sentí muy alarmada cuando los otros empezaron a llegar, durante la Depresión de 1907. Pero se trataba de mi querido juez, del coronel, de la señora Bilbee.
Hice una reverencia. Estaba siendo presentado.
—La señora Bilbee escribe obras de teatro. Y proviene de una familia muy antigua le Filadelfia. Ya verá, señor Snell, aquí hay gente muy agradable.
—Creo que es un gran privilegio conocerles, señora Vanderpant.
—Y, por supuesto, todos nuestros queridos jóvenes llegaron en el veintinueve. Sus pobres papás saltaron desde los rascacielos.
Hice gran cantidad de reverencias y emití montones de siseos. Las presentaciones consumieron un largo tiempo. ¿Quién habría pensado que en Bracey vivía tanta gente?
—Y aquí está al fin Ella con mi caldo.
Fue entonces cuando noté que las jóvenes no eran tan jóvenes, después de todo, pese a sus sonrisas, sus maneras de portarse, sus trajes de ingénue. Ella no había cumplido los veinte. Vestida con algo sacado de los mostradores más baratos, tenía, sin embargo, la apariencia de una flor viva en un cementerio francés o de una sirena entre los pólipos.
— ¡Ven, criatura estúpida!
—La señora Vanderpant espera.
Su palidez no se parecía a la de ellos; no era como la palidez de algo que reluce o se escabulle cuando le das la vuelta a una piedra. Su palidez semejaba a la de una perla.
¡Ella! ¡Perla de ésta, la más remota y fantástica caverna! ¡Pequeña sirena, rozada y oprimida por objetos de un blanco muerto…, por tentáculos! No puedo escribir más.
28 de marzo
Bien, me estoy acostumbrando rápidamente a mi nuevo mundo en penumbra, a mi extraña compañía. Estoy aprendiendo las intrincadas leyes del silencio y el camuflaje que gobiernan los aparentemente casuales vagabundeos del clan de medianoche. ¡Cómo detestan al vigilante nocturno, cuya existencia impone estas leyes a sus ociosos festivales!
— ¡Criatura vulgar y odiosa! ¡Apesta con la grosería del sol!
A decir verdad, se trata de un hombre bastante simpático y apuesto, demasiado joven para trabajar como vigilante nocturno, tan joven que creo deben haberle herido en la guerra. Pero a ellos les gustaría hacerle pedazos.
Sin embargo, se muestran muy agradables conmigo. Les complace que un poeta se les haya unido. Pero no consigo que acaben de gustarme. Mi sangre se siente un poco fría por la increíble agilidad con que incluso las ancianas pueden trepar igual que arañas de una balconada a otra. ¿O es acaso por lo poco amables que son con Ella?
Ayer tuvimos una fiesta en la galería. Esta noche se va a escenificar la obrita de la señora Bilbee, Amor en la tierra de las sombras. ¿Podrán creerme si les digo que otra colonia acudirá en masa a la representación desde los almacenes Wanamaker? Al parecer, hay gente viviendo en todos los grandes almacenes. Esta visita es considerada un gran honor, pues entre estas criaturas hay una gran cantidad de esnobismo y prejuicios. Hablan con horror de un exiliado social que abandonó un establecimiento de alta categoría en la avenida Madison y ahora lleva una vida de vicio y depravación en una delicatessen. Y relatan con trágica emoción la historia del hombre de Altman, que concibió tal pasión por una chaqueta a cuadros que emergió de su refugio y se la arrancó de las manos a un comprador. Al parecer, toda la colonia de Altman, temerosa de una investigación, se vio obligada a trasladarse al otro lado del abismo social, a una de esas tiendas donde todo cuesta cinco o diez centavos. Bien, debo prepararme para asistir a la representación.
14 de abril
He encontrado una oportunidad para hablar con Ella. Antes no había osado Hacerlo; aquí siempre se tiene la sensación de ser observado en secreto por ojos acuosos. Pero la última noche, durante la representación, sufrí un ataque de hipo. Se me ordenó que me marchara y me ocultara en el sótano, entre los cubos de basura, donde nunca va el vigilante, y se me dijo con cierta severidad.
Allí, en la oscuridad frecuentada por las ratas, oí un sollozo ahogado.
— ¿Qué ocurre? ¿Eres tú? ¿Eres tú, Ella? ¿Qué te aflige, niña? ¿Por qué lloras?
—Ni tan siquiera me han dejado ver la obra.
— ¿Eso es todo? Deja que te consuele.
—Soy tan desgraciada.
Me contó su pequeña y trágica historia. ¿Qué les parece? Cuando era una niña, una criatura de tan sólo seis años, se perdió y se quedó dormida detrás de un mostrador mientras su madre se probaba un sombrero. Cuando despertó, el almacén se hallaba a oscuras.
—Y lloré; entonces, todos ellos aparecieron a mi alrededor y me agarraron. “Si la dejamos marchar, hablará”, comentaron. Uno de ellos dijo: “Llamad a los Hombres Oscuros”. “Dejad que se quede —ordenó la señora Vanderpant—. Me irá muy bien tenerla como doncella.”
— ¿Quiénes son esos Hombres Oscuros, Ella? Cuando vine aquí, les mencionaron también.
— ¿No lo sabes? ¡Oh, es algo horrible! ¡Horrible!
—Cuéntamelo, Ella. Deja que lo compartamos.
Se estremeció.
— ¿Conoces esa agencia de pompas fúnebres, El Final del Camino, esos que van a las casas cuando la gente se muere?
—Sí, Ella.
—Bueno, en esa tienda, al igual que aquí, y que en Gimbel y en Bloomingdale, hay gente viviendo, gente como esta de aquí.
— ¡Qué repugnante! Pero, Ella, ¿de qué pueden vivir en una funeraria?
— ¡No me lo preguntes! Envían a los muertos allí para que sean embalsamados.¡Oh, son criaturas terribles! Incluso la gente de aquí está aterrorizada de ellos. Pero si alguien muere, o si algún pobre ladrón se introduce aquí y ve a esta gente, y quizá llegara a contar.
— ¿Sí? Continúa.
—Entonces mandan a buscar a los otros, a los Hombres Oscuros.
— ¡Cielo santo!
—Sí, y colocan el cuerpo en Suministros Quirúrgicos…o al ladrón, bien atado, si es un ladrón, y entonces mandan a buscar a esos otros y luego todos se esconden y ellos llegan, los otros. .. ¡Oh, son como trozos de oscuridad! Una vez les vi. Fue terrible.
— ¿Y luego?
—Entran al lugar donde está el muerto, o el pobre ladrón. Y allí tienen cera… y todo tipo de cosas. Y cuando se marchan, sólo queda uno de esos modelos de cera, encina de la mesa. Y después nuestra gente le pone un traje o un bañador y le colocan entre los demás, y nadie llega a saberlo nunca.
—Pero ¿acaso esos modelos de cera no pesan más que los otros maniquíes? Tendrían que ser más pesados.
—No. No lo son. Creo que la mayor parte de ellos…ha desaparecido.
— ¡Oh, Dios mío! Entonces, ¿pensaban hacer eso contigo cuando eras pequeña?
—Sí, pero la señora Vanderpant dijo que iba a servirle de doncella.
—No me gusta esta gente, Ella.
—A mí tampoco. Ojalá pudiera ver un pájaro.
— ¿Por qué no vas al departamento de animales?
—No sería lo mismo. Quiero verlo en lo alto de una rama con hojas.
—Ella, hemos de vemos más a menudo. Nos encontraremos aquí y nos veremos sin que nadie lo sepa. Yo te hablaré de los pájaros, y las ramas, y las hojas.
1 de mayo
Durante estas últimas noches, en el almacén ha reinado una atmósfera febril y la susurrada noticia de que había una gran fiesta en Bloomingdale. Esta noche es la noche.
— ¿Todavía no te has cambiado? Nos marchamos en cuanto den las dos.
Roscoe se ha nombrado a sí mismo, o ha sido nombrado, mi guía o mi guardián.
—Roscoe, sigo siendo un novato. Me dan mucho miedo las calles.
— ¡Tonterías! No hay nada que temer. Salimos discretamente en grupos dos o tres, nos quedamos en la acera y cogemos un taxi. ¿Acaso no salías a esas horas de la noche en los viejos tiempos? Si era así, tenías que habernos visto montones de veces.
— ¡Santo cielo, creo que os vi! Y a menudo me preguntaba de dónde salíais. ¡Y era de aquí! Pero, Roscoe, la frente me arde. Tengo dificultad para respirar. Me temo que he pillado un resfriado.
—En tal caso, desde luego que debes permanecer aquí. Todo nuestro grupo se vería humillado si se produjera el desgraciado caso de que estornudaras.
Había confiado en su rígida etiqueta basada claramente en el miedo a ser descubiertos, y no estaba equivocado. En seguida se marcharon, como hojas arrastradas por el viento. Me vestí de inmediato con unos pantalones de franela, zapatos de lona y una elegante camisa deportiva, todo ello artículos que habían llegado ese mismo día. Encontré un sitio tranquilo, seguro y alejado de la ruta que hacía el vigilante nocturno. Allí, sobre la mano que un maniquí extendía, dispuse un gran helecho que había cogido de la floristería y obtuve, de inmediato, un arbolito de primavera. La alfombra era del mismo color arenoso que la orilla de un lago. Un mantel de nívea blancura; dos pasteles, cada uno coronado por una cereza; sólo me hacía falta imaginar el lago y buscar a Ella.
—Oh, Charles, ¿qué es todo esto?
—Soy un poeta, Ella, y cuando un poeta conoce a una chica como tú piensa en lo que sería compartir con ella un día en el campo. ¿Ves este árbol? Digamos que es “nuestro” árbol. Ahí está el lago… el lago más bonito que se pueda imaginar. Aquí, la hierba, y ahí, flores. También están los pájaros, Ella. Me dijiste que los pájaros te gustaban.
—Oh, Charles, eres tan bueno…Tengo la sensación de oír cómo cantan.
—Y aquí tenemos nuestro almuerzo. Pero, antes de comer, ve tras esa roca de ahí, a ver qué encuentras.
Lanzó una exclamación de placer al ver el traje veraniego que yo había dejado allí para que se lo pusiera. Cuando volvió, el día de primavera sonrió y el lago brilló con más fuerza que antes.
—Ella, comamos. Divirtámonos. Nademos un poco. Puedo imaginar cómo estarías con uno de esos bañadores nuevos...
—Charles, sentémonos aquí y hablemos. ,
Y nos sentamos y hablamos y el tiempo pasó igual que en un sueño. Podríamos habernos quedado allí, olvidándolo todo, de no haber sido por la araña.
—Charles, ¿qué haces?
—Nada, querida mía. No es más que una pequeña y traviesa araña que trepa por tu rodilla. Puramente imaginaria, por supuesto, pero, a veces, las de esta clase son las peores. Intentaré atraparla.
— ¡No, Charles, no lo hagas! Es tarde. Es terriblemente tarde. Volverán en cualquier momento. Será mejor que me vaya.
La acompañe a su casa, en el departamento de menaje de cocina del sótano, y le di un beso de buenos días. Me ofreció su mejilla. Eso me inquieta.
10 de mayo
—Ella, te amo.
Se lo dije con esas palabras exactas. Nos hemos encontrado muchas veces. He soñado con Ella cada noche. Ni tan siquiera he mantenido al día mi diario. En cuanto a los versos, ni pensarlo.
—Ella, te amo. Vayamos al departamento de lencería y ajuares. Querida, no pongas esa cara. Si quieres, nos marcharemos de aquí. Viviremos en ese pequeño restaurante de Central Park. Allí hay miles de pájaros.
—Por favor... ¡Por favor, no hables de esa forma!
—Pero si te amo con todo mi corazón.
—No debes hacerlo.
—He descubierto que debo hacerlo. No puedo evitarlo. Ella, no amarás a otro, ¿verdad?
Rompió a llorar.
—Oh, Charles, sí.
— ¿Amas a otro, Ella? ¿A uno de ésos? Pensé que todos te daban miedo. Tiene que ser Roscoe. Es el único que tiene algo de humano. Hablamos de arte, la vida y ese tipo de cosas. ¡Y te ha robado el corazón!
—No, Charles, no. En realidad, él es como los demás. Les odio a todos. Me hacen estremecer.
—Entonces, ¿quién es?
—Él.
— ¿Quién?
—El vigilante nocturno.
— ¡Imposible!
—No. Huele a sol.
—Ella, me has roto el corazón.
—Intenta ser mi amigo, pese a todo.
—Lo haré. Seré tu hermano. ¿Cómo te enamoraste de él?
—Oh, Charles, fue tan maravilloso. Yo pensaba en los pájaros y no tuve cuidado de esconderme. No me delates, Charles. Me castigarían.
—No, no. Continúa.
—No tuve cuidado y, entonces, él apareció, doblando la esquina. No vi sitio alguno donde esconderme; yo llevaba puesto este vestido azul. Sólo había unos cuantos maniquíes de cera en ropa interior.
—Sigue, por favor.
—No pude evitarlo. Me quité el vestido y permanecí inmóvil.
—Ya entiendo.
—Y él se detuvo justo a mi lado, Charles. Y me miró. Y me tocó la mejilla.
— ¿No se dio cuenta de nada?
—No. Estaba fría. Pero. Charles, él dijo... dijo...: «Caramba, encanto, ojala las hicieran como tú en la Octava Avenida». Charles. ¿Verdad que son unas palabras preciosas?
—Personalmente, yo habría dicho Park Avenue.
—Oh, Charles, no seas como la gente de aquí, no te comportes de la misma forma. A veces pienso que te estás volviendo como ellos. No importa la calle, Charles: fueron unas palabras preciosas.
—Sí, pero yo tengo el corazón destrozado. Y, además, Ella, ¿qué puedes hacer con él? Pertenece a otro mundo.
—Sí. Charles, a la Octava Avenida. Y quiero ir allí. Charles, ¿eres realmente mi amigo?
—Soy tu hermano, sólo que tengo el corazón destrozado.
—Voy a decirte lo que haré. Me pondré otra vez en ese sitio para que él me vea.
— ¿Y luego?
—Quizá vuelva a decirme algo.
—Ella, queridísima mía, estás torturándote. Sólo consigues que todo sea peor.
—No, Charles. Porque le contestaré. Me llevará lejos.
—Ella, no puedo soportarlo.
-¡Chist! Alguien viene. Veré pájaros..., pájaros de verdad. Charles, y flores que crecen. Se acercan. Debes irte.
13 de mayo
Los últimos tres días han sido una tortura. Esta noche no he podido más y he estallado. Roscoe estaba conmigo. Ha permanecido en silencio durante largo rato, mirándome.
—Tienes mal aspecto, viejo amigo —dijo, mientras ponía su mano sobre mi hombro—. ¿Por qué no vas a Wanamaker para esquiar un poco?
Su bondad me obligó a responderle con franqueza:
—Es algo más profundo que eso. Roscoe. Estoy acabado. No puedo comer, ni dormir. No puedo escribir, amigo. Ni siquiera puedo hacer eso.
— ¿Nostalgia del día? ¿De qué se trata?
—Roscoe. El amor.
—Charles, no será nadie del personal o de la clientela, ¿verdad? Eso está absolutamente prohibido.
—No, Roscoe, no es eso. Pero me siento tan desesperado como si lo fuera.
—Querido amigo, no puedo soportar verte así. Permíteme que te ayude. Deja que comparta tu problema.
Y entonces fue cuando lo solté todo. Se me escapó. Confiaba en él. Creo que confiaba en él. Y creo que, en realidad yo no tenía intención alguna de traicionar a Ella, de arruinar su huída, de mantenerla aquí hasta que su corazón se volviera hacia mí. Si tenía tal intención, era algo subconsciente, lo juro.
Y se lo conté todo. ¡Todo! Mostró interés hacia mi problema; pero detecté una astuta reserva en su simpatía. ,
— ¿Guardarás en secreto esta confidencia, Roscoe? Esto debe quedar entre nosotros.
—Seré como una tumba, viejo amigo.
Y estoy seguro de que luego fue a ver directamente a la señora Vanderpant.
Esta noche la atmósfera ha cambiado. La gente va de prisa de un lado a otro, con sonrisas y gestos nerviosos, algo horrible, es como una especie de exaltación entre sádica y asustada. Cuando les hablo, me responden con evasivas, no saben qué hacer y desaparecen. Han suspendido el baile de esta noche. No logro encontrar a Ella. Tengo que salir. Volveré a buscarla.
Más tarde
¡Cielos! Ha ocurrido. Desesperado, fui al despacho del gerente, cuyo gran ventanal domina toda la tienda. Estuve vigilando hasta la medianoche. Entonces, vi un grupito de ellos, como hormigas que llevaran a una víctima. Habían cogido a Ella. La conducían a Suministros Quirúrgicos. También transportaban otras cosas.
Y, al volver, junto a mí pasó una revoloteante horda de ellos; hablaban en murmullos, y miraban por encima del hombro en un agudo éxtasis de pánico, mientras se dirigían hacia sus escondites. También yo me escondí. ¿Cómo puedo describir a las criaturas negras e inhumanas que pasaron cerca de mí, silenciosas igual que sombras? Se dirigieron hacia allí. ..., donde está Ella.
¿Qué puedo hacer? Sólo una cosa. Encontraré al vigilante. Se lo contaré todo. El y yo la salvaremos. Y si nos vencen... Bueno, dejaré esto encima de un mostrador. Mañana, si estamos vivos, puedo recuperarlo.
Si no, busquen en los escaparates. Busquen tres nuevas figuras: dos hombres, uno de ellos de aspecto más bien sensible e inteligente, y una chica. Tiene los ojos azules, como las flores de la pervinca, y el labio superior un poquito respingón.
Búsquennos.
¡Háganles salir de sus escondrijos con humo! ¡Extermínenlos! ¡Vénguennos!
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