martes, 13 de octubre de 2015

Lía y Raquel, Amado Nervo



I

Eran dos hermanas, las dos hermanas de todos los cuentos y, como las dos hermanas de todos los cuentos, una rubia, morena la otra; sólo que aquí la rubia era hermosa y la morena era fea y contrahecha. La rubia era la guapa de la familia, aquella para la cual se compran las telas y las joyas, la que el papá y la mamá invitan con insistencia al teatro y a visitas, en tanto que dicen a la otra; “Tú no has de querer ir, ¿verdad?; debes estar cansada…”

La morena era una verdadera “Cenicienta”, la Cenicienta sin encanto de esta historia sin interés; una Cenicienta cuyo pie no iría nunca a buscar el príncipe maravilloso para calzarle el chapín de cristal hallado en el camino…

Era tímida, como lo son generalmente las mujeres contrahechas, y sus ojos parecían pedir a todo el mundo perdón: perdón de atreverse a brillar; perdón del desacato de ver, como los otros (los ojos que son bellos y amados), el jubiloso color rosa de las mañanas, el oro en sazón de los mediodías y la austera opulencia de las tardes; la fiesta de las hojas y flores en la landa, y la majestad del centro en la montaña; el raso trémulo de los lagos y el azul pensativo de los cielos.

Sabía la fea (a la que llamaremos Lía, en memoria de aquella triste hermana de Raquel, de ojos pitañosos, que Labán puso con vergonzante cautela en el lecho de Jacob como premio de siete años de trabajo), sabía la fea ejecutar mil primores, era, como las antiguas reinas que hilaban en la rueca sus telas y sus sueños, verdadera maga de cuyos dedos salían prodigios; ¡cuántos tejidos, que parecían, tal era su finura, hechos con los propios “hilos de la Virgen” o con la substancia misma de la ilusión! ¡Cuántos manjares dignos de la m esa de un emperador! Y, con esto, una pericia elegante y suave para tocar el piano y el arpa.

Lía había aprendido desde temprano que era preciso vestir su fealdad, vestirla de algo para que fuese menos ingrata ante los ojos de los hombres, y la había vestido de inteligencia, de bondad y de amor. Su alma era una piedra preciosa, cuyo mayor mérito consistía en un instinto incalculable de sacrificio.

Era Lía uno de esos seres llenos de misericordia y de abnegación, que siempre ceden su parte en la vida, y tornan, si es posible, más desnudos que los otros a la eternidad.

Abundan por cierto tales seres en la familia hispanoamericana; casi siempre hay en una casa una Cenicienta que da su parte a los demás y que se siente feliz por haberla dado. Almas raras que nacen atormentadas por una misteriosa sed de oblación, divinas sitibundas que jamás se sacian de sacrificio: Lía era como éstas.

Si acertaba a cocinar uno de esos manjares sabrosos y deleitables que son la alegría de una mesa, todos menos ella gustaban; porque era su placer que le gustasen todos, prometiéndose gustar ella lo que quedara y por lo común nada quedaba.

Siempre llegaba tarde para recibir el bien, semejante al poeta de la fábula, que se presentó después que todos ante Jove, cuando ya estaba hecha la total repartición de las heredades del universo mundo.

Si su hermana tras haber derrochado sus haberes, tenía un capricho, ahí estaban los ahorros de Lía. Si su hermana, a la que llamaremos Raquel, para apurar el símil bíblico que usamos al principio, cometí a un yerro Lía echaba sobre si la culpa y recibía sin protestar el condigno castigo. Lía era quien rompía siempre los platos, quien perdía los dedales y las tijeras, quien acaba primero con los trajes, quien quemaba la leche de los postres, quien se dejaba robar por las criadas. Lía tenía siempre la culpa: era éste un principio establecido en la casa.

Y era Lía también quien dormía en el suelo, sobre una estera, a hurtadillas de sus padres, cuando huéspedes inesperados llegaban y faltaba un lecho. Lía era quien al alba estaba en pie, disponiéndolo todo, recorriendo la casa como una bendición, mientras que los demás holgaban entre sábanas, disfrutando de esta voluptuosa e intermitente prolongación matinal del sueño.

II

Pero un día aquella alma desnuda de todo, hasta de deseos, sintió que llamaban paso y con insistencia su puerta, y pávida se estremeció: el que llamaba así era el amor.

Entré en el enjambre de muchachos que cortejaban a su hermana, bella como un éxtasis, y a quienes Raquel correspondía con un amable y coqueto desdén "colectivo", uno, Carlos, guiado quizá por un secreto instinto, había ido, poco a poco, alejándose de la hermosa para acercarse directamente a Lía, a la pobrecita Lía, tan callada, tan fea, tan pálida y tan triste, adivinando quizá la santa piedra preciosa de tu espíritu.

Era Carlos un muchacho silencioso y también pensativo; probablemente un ideólogo, un poeta, un sentimental que empezaba por confundir el amor con la misericordia.

Lía tuvo miedo al principio, un miedo terrible de engañarse; luego, siguiendo su avasalladora tendencia al sacrificio, miró hacia todos lados, en la zona de su vida, para ver si alguno de los que pasaban, necesitado de amor, le pedía el de Carlos, a fin de dárselo... Más nadie apareció en el camino, nadie se dio cuenta de que Lía era poseedora de un cariño muy grande, muy grande, y entonces, la infeliz (como el niño mendigo que tropieza en la calle con un juguete, vuelve tímidamente la mirada en derredor por miedo de que algún niño rico le reclamé el hallazgo y le pegue, y al ver que nadie le persigue, se aleja glorioso recatando su tesoro) echó a correr con su cariño escondido en el mas casto escondrijo de su alma, el rincón más apartado de su vida, y allí se llevó aquel amor, recién nacido, a los labios, con unción infinita, y púsose a besarlo, dulcemente, muy dulcemente, primero; después ,como una insensata, en un inopinado despertar de vida, presa de una poderosa conflagración de anhelos y temores y esperanzas...

III

¿La amaba Carlos? ¡Oh!, sí, sin duda; no hay en el mundo un ser bastante malo para burlarse de una fea hasta el punto de sacudir con engafiñas la virginidad callada, hermética y poderosa de su alma…¡Carlos no era malo y Carlos le había dicho que la quería, así como era , morena, muy morena, bajita, muy bajita, contrahecha, canija, ñoña y miserable!, tenía, sin embargo, un miedo cerval de que aquello se trasluciera, miedo y vergüenza, y no cesaba de suplicar a su Carlos generoso:
-¡Por Dios, no lo digas; por Dios, que nadie lo sepa!- Y añadía para su coleto: -¡Si supieran que poseo este tesoro y viniesen a pedírmelo... tendría que darlo!

Pero nadie lo supo, por más que, maguer el disimulo de ambos, metódico y reconcentrado, era tan fácil darse cata de ello con sólo mirar los pobres ojos de Lía, aquellos pobres ojos, llenos ahora de felicidad, y que la iban proclamando “a grito herido”, como si dijéramos, por toda la casa, y por toda la ciudad, y por toda la vida…

Lo que aconteció fue diferente y monstruoso, dentro de la monstruosidad consuetudinaria de la existencia: aconteció que Raquel empezó a enamorarse de Carlos. ¿Por qué? Por una razón muy sencilla: porque Carlos era el único que se sustraía de sus encantos inefables: el único que, sin que ella pudiera comprender la causa, le negaba el pleito homenaje; y -¡esto es y ha sido siempre tan humano!- nació en ella, como en tantas otras en casos semejantes, un capricho, un capricho de conquistadora desdeñada, que se apercibe a luchar con el arsenal de todas sus gracias, que echa mano de todos sus recursos. Empero el ímpetu de la hermosa se estrello ante la inconciencia de Carlos. Entonces el capricho se volvió amor.

Carlos no se dio cuenta al principio de los sentimientos que inspiraba. Estaba serenamente asomado al alma de Lía…Pero al fin los ojos azules de Raquel empezaron a turbarlo. Lía tampoco se había dado cuenta de nada: amaba en pleno recogimiento y en absoluto éxtasis…Pero al fin fue nevando sobre su espíritu la frialdad creciente, lentamente creciente, imperceptiblemente invasora de Carlos; y un día, después de muchos meses en que los ojos maravillosos y los encantos todos de Raquel habían hecho su obra, y en que la misma dificultad y lentitud de esta obra habían acabado por enamorar locamente a la bella testaruda, ésta dejó que saliera de sus labios un turbulento grito de confidencia:
-¡Hermana, hermana, yo sufro mucho, yo estoy enamorada de Carlos!

Lía sintió al oír el grito lo que el niño del símil cuando le piden el juguete que había encontrado; algo como un rápido y doloroso convencimiento, que podría traducirse con estas palabras o con palabras semejantes a estas: “¡Es claro! ¿Cómo pude yo pensar que era para mí una cosa tan bella? Pues qué, ¿he tenido yo algo alguna vez en la vida?”. Pregunta esta última, formulada íntimamente, con naturalidad y sin la menor sombra de despecho; porque el instinto de sacrificio ingénito, la tendencia idiosincrásica a la oblación, habían ido borrando toda idea de derecho propio y de posesión en aquella alma… casi toda la idea de individualidad.

Sin embargo, fuerza es confesarlo: Lía se defendió esta vez; tuvo un impuso, ¡el único de rebelión! No tan aínas se arranca del corazón lo que es ya su vida, su luz y hasta su propia sustancia.
-No- respondió Lía-; tú no estñas enamorada de Carlos…
E iba a añadir: “Carlos me quiere. Me lo ha confesado”
Pero no lo dijo. Raquel, abrazándola, besándola, mirándola, como siempre que quería obtener algo de ella dejó escapar un torrente de palabras:
-Sí, lo quiero, hermanita, lo adoro; es el único hombre que he querido en mi vida, y es preciso que me ayudes, que me ayudes con papá, con mamá, con él mismo… ¿Eh? ¡Tú no sabes cuánto le quiero!

Lía se asió a la última esperanza, una esperanza débil y alirrota que pasaba:
-Pero Carlos… ¿te ha dicho algo?
No; Carlos no le había dicho nada aún. Carlos tenía vergüenza y remordimientos. Carlos era bueno en el fondo (como todos los infidentes y los tránsfugas). Pero, en primer lugar, si se llegó hasta Lía fue porque, visto al principio por Raquel, rodeada de amadores, con cierto desdén, no cupo en el número de sus probabilidades la de ser amado por ella; y luego, porque Lía estaba tan sola y era tan desvalida y tan pequeñita dentro de la existencia, que la comparación se vistió de cariño… Mas ahora Raquel venía hacia él desplegando todas sus gracias, “hermosa como la luna, resplandeciente como el sol, terrible como un ejército ordenado en batalla”… ¿cómo resistirla?

IV

-Lo quiero mucho, hermanita; ayúdame…
Lía enmudeció algunos segundos… los pocos segundos que ella necesitaba para una oblación, y luego besó a Raquel con un beso suave, cuchicheándole al oído:
-¡Sí, hermanita; yo te ayudaré!
Al día siguiente Carlos recibía estas breves líneas:
“Carlos: Mi hermana le quiere a usted y usted quiere a mi hermana; yo, por mi parte, había imaginado quererle; pero me engañaba; le quería solo en nombre de Raquel y mientras ella llegaba… ¿Desea usted hacerme feliz? Pues hágala dichosa.”

V

Esto que refiero pasó hace muchos años. Raquel se casó con Carlos y hoy es una venerable abuela. Lía, después de haber sido una verdadera madre para los hijos de Raquel, por los cuales se sacrificó siempre, era una segunda abuela para sus nietos, por quienes también empezaba a sacrificarse.

Pero en la pasada primavera una pulmonía se la llevó a la tumba, y en la noche en que velábamos su cadáver, observando con pena que ni la muerte, que es una gran embellecedora, había logrado embellecerla, un viejo amigo de la casa, católico él a macha martillo, me llevó al huevo de una ventana para decirme con cierto desdén piadoso:
-Ahí donde usted la ve, es muy posible que esa tonta de Lía esté a estas horas en el infierno…
-¿Por qué?- le pregunté sorprendido.
-¡Ah!- me respondió, alisándose la barba (ademán que le es peculiar)- porque, si encontró en el camino de la muerte a un pobre réprobo, es muy capaz de haberle cedido su bienaventuranza y de haberse hundido ella en su lugar en el infierno por toda la eternidad.

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