lunes, 26 de octubre de 2015

La carretera imposible, Oscar J. Friend



El doctor Albert Nelson miró a su joven ayudante, Robert Mackensie, y frunció el ceño.

— ¡Esto era justo lo que necesitaba! —exclamó—. Dejar mi laboratorio y hacer una excursión contigo por las Ozarks. Unas vacaciones encantadoras. ¡Bah!

—Pero doctor —protestó mansamente Mackensie—, necesita usted unas vacaciones. No es culpa mía que tuviéramos un accidente. —Una mueca asomó en su cara juvenil— Además, es casi divertido... idos, científicos eruditos ¡indefensos como bebés en el bosque!

Pero el doctor Nelson no podía entender la gracia de la situación. Estaban perdidos en las profundidades de las Montañas Ozark, y su brújula estaba irremediablemente rota. Y aquello le molestaba muchísimo.

Y es que el doctor Nelson era un espíritu ordenado. Siempre había sido un tipo lógico. Tenía una mente matemática que funcionaba como una máquina. Para él no existían cabos sueltos. Eso era lo que le convertía en un excelente biólogo. Seguía todo el proceso hasta su origen, y lo almacenaba permanentemente en su cerebro antes de dejarlo salir.

Para el doctor Nelson, dos y dos eran cuatro, y tenía que dar esa respuesta antes de renunciar. Todo lo positivo tenía una contrapartida negativa, cada causa un efecto. En su laboratorio no había nunca ningún trabajo de investigación sin terminar, ningún papel ni basura en su mesa, nada de sobra en su mente. Repudiaba todo aquello que no tenía una explicación lógica. No tenía paciencia con las sinfonías inacabadas, las historias de doncellas y caballeros, los enigmas o los misterios sin resolver. Era un tipo muy definido y positivo.

Por eso se sintió tan desolado y desesperado cuando Mackensie y él llegaron al final de la carretera. No era por la acumulación de circunstancias que les llevó a perderse, el que su brújula se hubiera roto accidentalmente, el hecho que estuvieran dando vueltas desde primeras horas de la mañana y ya fueran las tres de la tarde, el que estuvieran cansados, magullados y muertos de hambre y sed. Nada de esto. Era el hecho inexplicable de la carretera en sí.

— ¿Qué es eso que hay delante de nosotros? —jadeó el doctor Nelson mientras contemplaba una extensión blanca y brillante a través de los árboles y matojos. Habían estado escalando incesantemente durante la última hora, buscando un lugar alto desde el que pudieran divisar los alrededores del terreno y salir del atolladero—. ¿Una extensión de agua o el cielo?

Mackensie se adelantó. Su voz juvenil flotó cargada de ansiedad.

— ¡Es una carretera, doctor! ¡Una carretera asfaltada! Gracias a Dios, ahora podremos encontrar un camino de vuelta a la civilización.

Era una carretera, de acuerdo. Nelson arrugó las cejas pensativo mientras aceleraba el paso para alcanzar a su compañero. Pero ¿qué hacía una carretera de asfalto en mitad de un país salvaje, en donde los hombres blancos que estaban en sus cabales jamás habían puesto el pie? ¿Cómo podía existir una carretera en estas montañas, donde sólo vivían los gamos salvajes y algún grajo ocasional alzaba la voz, o un buitre salvaje volaba en su solitario esplendor sobre sus cabezas? Y había algo más.

No había nada de particular en la carretera de asfalto en sí. Era un ejemplo bastante normal del arte de la ingeniería y la construcción. Veinte metros de ancho, unos veinte centímetros de grosor, y se estiraba ante los dos hombres con una gradación adecuada, una extensión blanca que se curvaba a través de los pinos, olmos y cedros y se perdía graciosamente de vista más allá de la cima de una colina.

No, no era la construcción ni el estado de la carretera; era el hecho mismo de su presencia en este lugar. El doctor Nelson era consciente de que había utilizado el adverbio «de repente» dos veces en los escasos segundos que había estado reflexionando. Eso describía aquella cosa. La carretera empezaba bruscamente, así, tal cual; su extremo más cercano estaba tan recortado y terminado como los salientes que corrían a los lados de las autopistas mejor construidas. En medio de un paisaje primitivo, la carretera empezaba de golpe.

No había ninguna evidencia de que intentara continuar en esta dirección. No había árboles talados, ni marcas de prospección, ni niveles, ni arena, grava, pilares, maquinaria, barricadas, señalizaciones de carretera o señales de desviación. Nada. Ni siquiera una carretera de arena o un sendero que llevara a algún sitio desde el extremo del suelo de asfalto. ¡Simplemente una colina agreste en el corazón de unas montañas sin cartografiar y allí, tan bruscamente como un tiro, el extremo de una brillante carretera!

La incongruencia de todo aquello tenía que haber dejado anonadado a Mackensie, a pesar de su alivio, pues el joven biólogo estaba de pie, junto al extremo del pavimento y miraba a su alrededor lleno de perplejidad cuando Nelson se unió a él. Sus brillantes ojos azules encontraron los fijos ojos marrones del hombre mayor y su cara se torció en un interrogante. Sacudió las manos, sintiéndose inútil.

— ¿Por qué no continúa? —preguntó—. ¿Puede ser un proyecto abandonado?

— ¿Quién ha oído hablar alguna vez de una carretera abandonada, que no lleve al menos a una casa o a una cabaña? —replicó Nelson, irritado.

— ¿No será una pista de prueba? —sugirió Mackensie.

El doctor Nelson señaló sin decir nada la superficie inmaculada de la carretera. No había ni una gota de aceite, ni una marca de neumáticos, ni un bache, ni una pisada, nada que rompiera la pureza virginal del tramo. Y sin embargo la carretera, que empezaba aquí, en lo más profundo del bosque, continuaba hasta perderse de vista ante ellos, como si se prolongara eternamente y fuera una arteria importante de un sistema de transportes.

— ¡Esto es una adivinanza sin sentido! —exclamó Nelson—. Y detesto las adivinanzas.

—Bien, aunque empieza de un modo espontáneo, doctor, parece que lleva a alguna parte —observó Mackensie—. Al menos, nos conducirá de vuelta a la civilización. Podremos resolver este misterio en el otro extremo. ¿Está usted demasiado cansado para continuar?

—No, no —repitió Nelson irritado, frunciendo el ceño ante la carretera; pero sentía una cierta aversión a pisar el asfalto, aunque no sabía por qué.

Dudó, se secó el sudor de la frente con un pañuelo y miró alrededor, a los densos bosques de donde habían salido. Entonces se encogió de hombros y dio un paso hacia la calzada.


Mackensie le siguió y los dos empezaron a caminar. Forzadamente, Nelson marcaba el paso y los dos marcharon en silencio. Durante un breve espacio de tiempo, no se oyó ningún sonido, excepto el rítmico compás de sus botas y los ruiditos ocasionales que brotaban de la mochila de Nelson. Se trataba del lagarto verde, que el biólogo había capturado poco antes del mediodía.

—Siempre el científico infatigable —había observado Mackensie cuando Nelson había capturado hábilmente al pequeño reptil, que tomaba el sol en una roca y al que había introducido en una fiambrera vacía para estudiarlo más tarde.

Ahora, el ruido del lagarto era el único sonido que les hacía compañía. Era el extraño significado de todo esto lo que hizo que Nelson agarrara el brazo de Mackensie y se detuviera de repente.

— ¿Por qué nos paramos? —preguntó sorprendido Mackensie—. Esto es mejor que abrirnos paso entre arbustos y matojos para llegar a una granja.

—Escucha —dijo Nelson.

Mackensie así lo hizo, con el cuerpo en tensión. Todo a su alrededor permanecía en completo silencio. No se oía siquiera un soplo de viento entre las hojas de los árboles.

—No oigo nada.

—Eso es —comentó Nelson—. Ni siquiera el zumbido de un insecto, ni un pájaro en el cielo, ni un murmullo en la maleza que rodea la carretera. ¿Qué ha pasado con los grajos y los mosquitos, que nos han hecho compañía y no han parado de molestarnos hasta que encontramos esta carretera?

Los ojos azules de Mackensie parecían sorprendidos. Nelson se dio la vuelta para contemplar el tramo de la carretera que ya habían recorrido. Se extendía unos veinte metros, blanca e inmaculada excepto por las débiles marcas de su reciente paso. Era como si estuvieran solos en un mundo muerto. No, no era así exactamente. Todo lo que les rodeaba era la evidencia de vida vegetal, pero en movimiento suspendido. Eso era, una foto en tres dimensiones y technicolor, un mundo rígido y congelado donde sólo ellos dos podían moverse. Era increíble.

—Ni un solo insecto se arrastra por la carretera —susurró Mackensie, asustado—. No hay ni siquiera un sonido distante que indique que hay algo o alguien en este planeta. Pero tengo una extraña sensación en mi interior... que las fuerzas de la vida están a nuestro alrededor. Doctor, noto como si esta carretera estuviera latiendo y temblando, llena de vida, a pesar de que esté rígida bajo nuestros pies. En nombre de Dios, ¿qué es todo esto?

Nelson bajó los ojos y miró a sus pies. Mackensie tenía razón. Había una especie de indicio psíquico de vida en el asfalto, en el mismo aire, y sin embargo todo permanecía inmóvil y silencioso. Lentamente, la extrañeza se apoderó del perturbado científico.

Era como si sus ojos penetraran una fracción de centímetro en la suave superficie del tramo de carretera. Notó, más que vio, que ésta era una carretera de vida increíble, que billones y billones de entes vivos habían recorrido este camino antes que él en interminables y abundantes tropeles.

—Vamos —dijo Nelson con voz apagada—. Continuemos.

Fue al girar en la siguiente curva, donde el bosque se aclaraba un poco y la carretera parecía serpentear majestuosamente en una serie de altiplanos en la cima del mundo, cuando llegaron a la primera variante de la suave superficie de la calzada. Era un pedestal de hormigón a la altura de la cintura, que giraba a la izquierda. Parecía que la carretera se hubiera detenido y hubiera lanzado una especie de pseudópodo en su borde.

En lo alto de este pedestal había un cubo de lo que parecía ser cristal de cuarzo. Al menos era cristal de alguna clase, levemente iridiscente y brillante bajo los rayos del sol de la tarde. A medida que se acercaban, vieron que se trataba de un cubo hueco donde había un poderoso microscopio binocular. Sus piezas gemelas, cubiertas para que el aire libre no las deteriorase, sobresalían de la vitrina. Sobre el pedestal, justo bajo el cubo de cristal y fácilmente distinguible, había una placa de bronce con unas letras. La inscripción estaba en inglés.

Los dos hombres se detuvieron sorprendidos ante la incongruencia de todo aquello. ¡Un hermoso microscopio colocado como en un museo, en medio de una selva que sólo tenía una autopista desierta! ¿Qué significaba?

— ¡Dios mío! — murmuró Mackensie—. ¡Mire! ¡Léalo, doctor Nelson! Juntos inspeccionaron la placa oscura pero claramente legible.

MUTACIONES PAN-CÓSMICAS UNIVERSALES
Estos diminutos especímenes celulares son las semillas evolucionadas más pequeñas del fenómeno llamado vida, sea vegetal o animal, autocontenidas y prácticamente inmortales. Surcan el universo con los rayos de luz. Particularmente inmortales, se asientan como los hongos sobre los planetas más áridos y desérticos y son los padres de todas las formas de vida. Su origen es desconocido.

Nelson quitó los protectores del microscopio y se aproximó a las lentes. Sintió un extraño escalofrío magnético al tocar el instrumento del interior del cristal. La vitrina parpadeó y brilló como si tuviera vida propia. Era imposible ajustar los controles del microscopio, ya que estaban dentro de la vitrina de cristal, pero tampoco hacía falta.

Ante su campo de visión, perfectamente ajustado, había un típico cristal similar a los millares que el biólogo había examinado. Allí, inmóviles, inmortales, imperturbables, había cientos de pequeñas células grises que parecían las hojas de pino que había estudiado más de una vez. Sin embargo, eran diferentes. Eran celulares; eran bacterias, indudablemente, pero tenían un reborde o concha distinta, que podía haber sido impermeable a la oscuridad, el frío y los rayos cósmicos del espacio exterior. Ciertamente, el doctor Nelson nunca había visto antes nada igual.

Después de un cuidadoso estudio, alzó la cabeza, dio un paso atrás e instó a Mackensie para que mirara. El joven así lo hizo.

—Santo cielo, doctor —murmuró—. Ni siquiera aceptan el colorante en lo más mínimo. Lo rehúsan por completo. Permanecen como puntos en un fondo rosa pálido.

—Exactamente —coincidió Nelson, con el ceño fruncido—. Y ya ves que están inmóviles, inertes, como suspendidos por arte de magia en mitad de su actividad.

—Sí —asintió Mackensie, sin dejar de mirar—. Indudablemente están muertos.

—Eso me pregunto.

—No puedo comprenderlo. Incluso los organismos más diminutos mostrarían al menos algún movimiento molecular.

—Continuemos —dijo Nelson, volviendo a cubrir los binoculares—. Veo otro pedestal más allá, al otro lado de esta carretera infernal.

Mackensie fue el primero en alcanzar el segundo pedestal, donde también había una vitrina de cristal brillante con un microscopio en su interior. Ya estaba observando con los binoculares cuando Nelson leyó la placa de bronce que había bajo la vitrina de cristal.

LEPTOTHRIX. MIEMBRO DE LA FAMILIA DE LAS CLAMIDOBACTERIAS
Una de las formas de vida primitiva de este planeta. Tiene, según las rocas arqueológicas, al menos cien mil millones de años. De forma filamental, con segmentos sueltos, se reproduce por fisión de un extremo. Las paredes de filamentos son de hierro, depositado alrededor de las células vivas por acrecencia. El hombre y los animales son alimentados por plantas que consumen elementos terrestres y producen clorofila gracias al poder del sol, pero el Leptothrix literalmente come hierro. La mayoría de las vetas de
hierro han sido creadas por la acción de esta bacteria.

Nelson echó un vistazo cuando Mackensie, confundido e inseguro, se apartó del microscopio. Reconoció los especímenes al instante. Las bacterias estaban inmóviles, congeladas como estatuas. Cuando alzó la vista, Mackensie ya se dirigía al siguiente pedestal que se encontraba a veinte o treinta metros de distancia. Nelson le siguió lentamente.

— ¡Algas! —exclamó Mackensie.

Nelson leyó la placa de bronce y luego miró las familiares fibras azulverdosas de la planta acuática, que son visibles al ojo en forma de porquería verdosa en el agua estancada. Y una vez más se dio cuenta de la inmovilidad de los especímenes.

— ¡Plancton! —gritó Mackensie al llegar ante el cuarto pedestal—. Dios santo, doctor, esto parece... parece que es una exposición de bacteriología al aire libre.

Eso era precisamente lo que estaba pensando Nelson. Aún no había resuelto el enigma de la carretera en sí. El misterio adicional de los potentes microscopios colocados aquí, a la intemperie, dentro de aquellas vitrinas de cristal, le había hecho posponer en su mente el deseo de explicarlo a su debido tiempo. Era, como decía Mackensie, una especie de laboratorio de los dioses. Casi con miedo, Nelson miró al cielo, como si esperase que la cabeza y los hombros de algún supercientífico se materializaran desde más allá de las nubes. Pero no sucedió nada. Aún eran las tres de la tarde. Nada vivía ni se movía excepto los dos hombres y el lagarto encerrado en la mochila.

Una cosa le resultó significativa al metódico Nelson mientras recorrían esta extraña carretera. No había nada innecesario o aleatorio en la colocación de los especímenes. Por lo que él podía ver, todo estaba colocado siguiendo un orden lógico y cronológico. El orden iba ascendiendo incesantemente en el poderoso ciclo de la vida.

Ante ellos, adornando la carretera como los árboles de un parque, había vitrinas de cristal de varias formas y tamaños. Ya no había microscopios. Las formas de vida eran ahora detectables a simple vista. Se trataba de una sucesión de especímenes entre la vida animal y la vegetal, que avanzaba en perfecta progresión. Y en el interior de cada vitrina, cada espécimen estaba perfectamente conservado y aparentemente sin vida.

Toda la sucesión de vitrinas de cristal latía y brillaba a la luz del sol como si tuviera vida propia.

Aquella extraña historia de la vida avanzó por las diferentes épocas. De los fósiles a los bosques de coniferas, los primeros reptiles, la edad de los gigantescos mamíferos..., marchaban por la escalera de la vida, viendo especímenes que presumiblemente ningún hombre había visto antes. Era como un viaje a través de una maravillosa combinación de laboratorio, jardín botánico, acuario y la Smithsonian Institution.

Los dos biólogos olvidaron el hambre, la sed, el cansancio. Perdieron la noción del tiempo, aunque tenían que haber pasado horas y horas mientras recorrían este panorama de vida inmóvil. Era como observar las fotografías tridimensionales de alguna revista del futuro, o como mirar ampliaciones estereotipadas de la pantalla de la vida. Y el sol colgaba brillantemente a las tres de la tarde.

Las inscripciones de las diversas placas de bronce, que siempre estaban presentes, a pesar del tamaño de la vitrina o de la naturaleza de su contenido, habían conformado una historia completa y única del surgimiento de esa cosa tenaz y frágil, pero indestructible, que es la vida. Nelson empezó a lamentar no haber copiado lo que decían, dándose cuenta mientras lo hacía que eso habría sido imposible. No habría tenido papel suficiente aunque su mochila no hubiera estado llena de otra cosa.

Mackensie empezó a lamentar no haber traído una cámara consigo. Algunos de los especímenes jamás habían sido imaginados por el hombre en su reconstrucción de los huecos de la historia. El enigma principal permanecía sin resolver y Nelson notaba que la fiebre por resolverlo le abrasaba. Sentía, sin necesidad de analizarlo, que estaba siendo arrastrado por la mano del destino y se aproximaba a un clímax, a una altura, un destino que era inexorable.

El mismo fuego tenía que haberse apoderado de Mackensie, pues el joven se maravillaba del gigantesco panorama, de la rareza magnética de las vitrinas de cristal, de las especulaciones que despertaba este museo exagerado, del hecho imposible de que el tiempo se hubiera detenido.

Y entonces llegaron a la primera vitrina vacía. Era una cabina pequeña y se detuvieron a leer la placa de bronce. Hacía tiempo que habían alcanzado una época comparativamente reciente y la flora y la fauna eran tal como existía ahora. El hombre primitivo ya había aparecido, y su imagen estaba apropiadamente colocada en vitrinas progresivas y espaciadas.

Nelson se maravilló ante la visión del primer bruto peludo, que era claramente el eslabón perdido entre el hombre y los animales inferiores. Aunque era una cosa extraña y repulsiva a los ojos de la estética, Nelson el biólogo casi se arrodilló ante el mamífero. A partir de aquí, la historia de la humanidad estaba escrita gráficamente para los dos sorprendidos viajeros.

Pero aquí tenían la primera vitrina vacía. Consciente de su estupor, Nelson leyó la placa de bronce.

LACERTA VIRIDIS
Este lagarto verde es un espécimen de los pequeños reptiles con cola que, junto con su familia, forman el suborden de los Lacertilios, con la excepción de las salamanquesas y camaleones.

El biólogo alzó los ojos. Pero la vitrina, que brillaba con su peculiar tono azulverdoso, estaba vacía. No estaba rota ni quebrada. Simplemente no había nada dentro.

—Es curioso —comentó Mackensie en voz alta, mientras Nelson examinaba la
vitrina de cristal que, en este instante, parecía una campanilla—. Es el primer
hueco en toda la serie.

—Sí —casi gruñó Nelson mientras manoseaba el pomo de la campanilla.

Para su sorpresa, pudo moverla. Entonces vio, al pie, la ruedecita que controlaba el aparato de vaciado de aire y sellado.

Accidentalmente colocó una mano en el lugar que había estado cubierto por la campanilla e instantáneamente perdió toda sensibilidad en el miembro. Era como si toda su mano, desde la muñeca para abajo, no fuera nada más que un muñón de materia insensible. La retiró. Inmediatamente, la vida regresó.

— ¿Qué pasa? —preguntó rápidamente Mackensie con interés profesional—. ¿Está caliente?

—No —respondió Nelson, colocando la campanilla en su sitio con mucho cuidado—. No, nada de eso. No se siente nada. Mi mano se quedó completamente muerta.

— ¿Se encuentra bien ahora?

—Sí. Debe de haber algo en esas pulsaciones magnéticas que retienen e interrumpen la fuerza vital sin destruir la vida.

—Entonces, si es así... ¿todos esos especímenes que hemos visto están vivos? ¿Vivos pero dormidos?

—Eso me pregunto.

—Vamos —dijo—. Continuemos. Creo que veo un león de las montañas un poco más adelante.

Nelson le siguió, con el ceño fruncido por la irritación ante esta interrupción menor en la colosal muestra de especies. El roce del lagarto en su mochila era como un impulso molesto que se escurría en su cerebro. Pasaron junto al camaleón, los ejemplares de animales salvajes y otra fauna menor y llegaron al lugar donde se resumía la historia de la vida vegetal de esta época.

Aquí, tal vez a unos doscientos metros de la vitrina vacía del lagarto, Nelson se detuvo con determinación. Mackensie le miró, sorprendido.

—Vamos —dijo Nelson—. Retrocedamos.

— ¿Retroceder? —repitió Mackensie—. ¿Adonde? ¿Por qué?

—Sólo hasta la vitrina del Lacerta viridis. Tengo que hacerlo. No puedo continuar.

—Pero... pero... ¿podemos retroceder? —preguntó Mackensie.

La idea era preocupante. Nelson nunca había considerado tal posibilidad.

— ¿Tendremos tiempo? —continuó su ayudante—. La noche puede que se nos eche encima antes de que lleguemos al final de la carretera.

Por toda respuesta, Nelson señaló al sol, que colgaba en el cielo precisamente a las tres de la tarde.

—Vamos —ordenó Nelson.

Obediente, casi como hipnotizado, Mackensie se dio la vuelta y empezó a deshacer lo andado. Nelson le precedía. Era como si se enfrentaran a una ola resistente, como si combatieran un viento firme y poderoso. Nelson se sentía como si estuviera en un sueño, casi abrumado por una letargia que no podía comprender. Sólo su indomable fuerza de voluntad les hizo seguir avanzando. Y en la carretera seguía sin moverse nada, excepto los dos hombres que caminaban bajo la luz del sol.

Rehicieron sus pasos lentamente y llegaron a la vitrina vacía del lagarto.

—Bien, aquí estamos —jadeó Mackensie—. Y ahora ¿qué?

Por toda respuesta, Nelson abrió su mochila y sacó la fiambrera. Cogió al lagarto por la base del cuello, movió la campanilla de su sitio y colocó el reptil en el pedestal.

La criatura se quedó inmóvil de inmediato. Nelson apartó la mano entumecida y observó el espécimen. El lagarto reposaba sobre sus cuatro patitas, como si estuviera vivo, el cuerpo medio enroscado, la cabeza alzada, los ojillos brillantes mientras contemplaba la nada.

Rápidamente, Nelson lo cubrió con la campanilla y giró la rueda para sellar el vacío. Un débil murmullo surgió de la base del pedestal y luego se apagó. El dios de la ciencia aceptaba una ofrenda. Cuando Mackensie intentó retirar la campanilla, vio que era imposible.

Los dos hombres se miraron el uno al otro.

—Al menos es un ejemplar pasable —observó Nelson—. Es similar a las especies del Viejo Mundo. Continuemos ahora.

Encabezó la marcha a paso rápido. Toda su molestia por la vitrina vacía había desaparecido.

Tuvo que haber sido horas más tarde, y sólo Dios sabía tras cuántos kilómetros de curvas, cuando llegaron a la segunda y última vitrina vacía.

— ¡Mire! —exclamó Mackensie, aliviado de todo corazón—. ¡Estamos llegando
al final de la carretera!

Nelson había perdido el interés por la carretera. La poderosa historia de la vida que había descubierto le había atrapado irresistiblemente. Se dio cuenta de lo que le rodeaba con un sobresalto, y enfocó su atención en la distancia.

Mackensie tenía razón. La carretera se acababa a un centenar de metros de distancia, al alcanzar un grupo de árboles en una colina que descendía.

La carretera acababa como había empezado: brusca, inexplicablemente. No muy lejos había una vitrina que parecía medir casi un metro. Pero Nelson estaba más interesado en la vitrina de dos metros que tenía enfrente.

HOMBRE DEL SIGLO XX
Este espécimen del mamífero bípedo de sangre caliente, con cerebro y glándulas tiroides desarrolladas representa la cumbre de su evolución. Como se ha señalado a través de las diversas vitrinas, la vida animal y vegetal, teniendo un lejano origen común, difieren principalmente en que un átomo de magnesio en la estructura clorofílica, en vez de un átomo de hierro en la hemoglobina de la sangre, ha provocado sus evoluciones separadas. Desde este punto, sus caminos paralelos convergen y se unen por fin en una estructura común que alcanza la cima total del desarrollo
mental.

El doctor Nelson apartó los ojos de la placa de bronce. El cubo estaba vacío. No había ningún ejemplar. En cambio, sólo había una puerta de cristal abierta, que giraba sobre goznes invisibles, como si invitara a un excursionista cansado a entrar y descansar... para toda la eternidad.

El biólogo frunció el ceño con total desesperación. ¿Por qué, de todas las vitrinas de especímenes, era ésta la que tenía que estar vacía? Se tiró de una oreja mientras se volvía para contemplar la carretera. Una vez más se sintió molesto, enfadado, al notar que no había ninguna otra vitrina excepto la de un metro al final del camino.

La historia casi había terminado. Después de recorrer durante horas cientos de miles de vitrinas, se encontraban con que esta última, la más importante en lo que concernía a la humanidad, estaba vacía. De alguna manera, Nelson no podía proseguir y marcharse de esta forma. Su naturaleza metódica parecía hacerle continuar con una lógica inexorable. Miró a su compañero.

—Mackensie —dijo con voz extraña—. Mackensie, ven aquí.

El joven palideció y dio un paso atrás.

—No —gimió, adivinando intuitivamente el propósito del otro—. ¡No! Está usted loco, doctor. Salgamos de este lugar infernal y...

Exhaló un alarido de terror mientras Nelson se le acercaba. El biólogo tenía veinte años más que Mackensie, pero también era físicamente más grande. Mackensie no tenía ninguna posibilidad contra él. La lucha fue breve y su significado terrible. En cuestión de segundos, Nelson tuvo a su víctima indefensa.

— ¡No! —chilló Mackensie, con los ojos llenos de terror—. ¡Doctor Nelson, no puede...! ¡No puede hacerme esto!

Acabó emitiendo una serie de chillidos inconexos mientras Nelson lo levantaba y lo llevaba hasta la puerta entornada de la cabina de cristal.

—Es indoloro —murmuró Nelson amablemente—. Lo sé. ¿Y por qué la vitrina está vacía si no es para uno de nosotros dos? ¡Contéstame a eso!

Pero Mackensie ya no podía responder ninguna pregunta. Se había sumergido en un estado de horror cataléptico.

Como un sonámbulo, como una marioneta controlada por cuerdas extraterrestres, Nelson dio la vuelta hábilmente a su carga para ponerla ante él y luego, conservando el equilibrio con mucho cuidado, introdujo suavemente el cuerpo de su compañero en la vitrina vacía. El cambio que tuvo lugar fue milagroso, instantáneo. El cuerpo de Mackensie pareció convertirse en mármol. Se quedó erecto, balanceándose como una estatua vacilante.

Rápidamente, Nelson cerró la puerta de cristal ante el rostro de su compañero. Con un suave murmullo, los bordes de la puerta se ajustaron al marco de cristal. La última vitrina tenía su ejemplar perfecto.

El biólogo temblaba mientras miraba a los ojos de su antiguo ayudante, de laboratorio. Entonces suspiró, se secó el sudor de la frente y miró al sol. Eran las tres de la tarde.

Se dio la vuelta lentamente, como si no le gustara abandonar al hombre con el que había hecho este increíble viaje, y se dirigió al final de la carretera.

Al llegar a la última vitrina, se detuvo para estudiar el espécimen que había en el interior. El aura titilante de la vitrina, ya casi en la sombra de los árboles, era levemente fosforescente. Pero fue la naturaleza del ejemplar lo que fascinó al biólogo.

La cosa, sentada en cuclillas, de apenas dos metros de altura, pálida y amarronada, parecía más una seta gigantesca que otra cosa. Un champiñón con una protuberancia, que era una horrible caricatura de la cabeza de un hombre. Un par de orificios enormes señalaban lo que podían ser un par de ojos. La boca no era más que una hendidura que recordaba dónde había estado. La cosa no tenía sexo y se alzaba sobre dos metros en forma de raíz. Por fin, Nelson leyó la placa de bronce.

TIRODICUS. HOMBRE PLANTA
La evolución definitiva de la vida mamífera en esta planta. Compuesto principalmente de un tejido cerebral fibroso y un organismo productor de yodo, que es el desarrollo de lo que fue antiguamente la productora de yodo del hombre, la glándula tiroides localizada en la garganta, esta criatura no tiene sangre ni clorofila.
Como el Leptothrix, esta forma de vida ha aprendido a asimilar su alimento directamente de los elementos, transmutándolos instantáneamente y liberando energía. El Tirodicus, el último estadio de la evolución física, es prácticamente todo cerebro. El escalón siguiente de la evolución, inevitablemente, cruza las fronteras de la existencia animal y la vida se convierte en puramente espiritual.

Eso era todo. La historia había sido contada. El final de la carretera aparecía bruscamente. No había árboles talados, no había marcas, ni niveles, ni pilones, maquinaria, herramientas, barricadas ni señales de desvío. Ni siquiera una carretera de arena. O un sendero que llevara a cualquier parte a partir del final de la superficie de asfalto.

Simplemente una colina agreste en el corazón de unas montañas que nunca habían sido cartografiadas, y la carretera que había empezado tan repentinamente como un tiro, que no llevaba a ningún sitio y acababa con la misma rapidez.

El doctor Nelson era un espíritu metódico y ordenado. Hizo una mueca irónica. No había podido evitarlo. Su fría lógica había sido llevada hasta el último grado.

Se dio la vuelta y miró pensativo el camino que acababa de recorrer. Sintió un temblor de vida, vago e incomprensible, bajo sus pies. Ahora no había ninguna vitrina vacía, ninguna ruptura entre las dos líneas de especímenes que se encontraban allí. El archivo estaba completo.

¿Qué archivo? ¿Qué era esta increíble muestra científica? Estaba firmemente convencido de que no procedía de la Tierra. ¿Era una trampa del tiempo, o una gigantesca sala de trofeos de algún supercazador de más allá de las estrellas?

El doctor se encogió de hombros y descartó el enigma. Salió de la carretera imposible, aliviado de sentir el terreno y la hierba bajo sus pies. Una vez más, se volvió para mirar la carretera de asfalto.

La carretera había desaparecido. No había nada más allá de los arbustos. El sol se escondía tras las montañas de poniente.

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