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miércoles, 28 de octubre de 2015
Popsy, Stephen King
Sheridan conducía con lentitud frente a la larga fachada lisa del centro comercial, cuando vio al chiquillo salir por las puertas principales, situadas bajo el cartel iluminado que rezaba COUSINSTOWN. Era un niño, de tal vez algo más de tres años, aunque, sin duda, no pasaba de los cinco. En su rostro se leía una expresión a la que Sheridan se había tornado muy perceptivo. Estaba intentando contener las lágrimas, pero no tardaría en echarse a llorar.
Sheridan se detuvo un instante mientras le acometía la familiar sensación de disgusto..., aunque cada vez que se llevaba a un niño, la sensación se hacía menos acuciante. La primera vez no había pegado ojo en una semana. No podía dejar de pensar en aquel turco enorme y grasiento que se hacía llamar señor Brujo..., de pensar en qué haría con los niños. “Los mando a dar un paseo en barca, señor Sheridan” le había explicado el turco, aunque, en su caso, la frase había sonado algo así como “Loj mando a da unpazeo en baca, seño Se-ridan.”. El turco había esbozado una sonrisa. “Y si sabe lo que le conviene, dejará de hacer preguntas”, decía aquella sonrisa, y lo decía alto y claro, sin acento alguno.
Sheridan había dejado de hacer preguntas, pero eso no significaba que hubiera dejado de pensar en el asunto. Sobre todo después. Dando vueltas y más vueltas sobre el tema, deseando poder volver atrás para poder dar otro giro al asunto, para poder alejarse de la tentación. La segunda vez lo había pasado casi igual de mal... La tercera vez algo menos, y a la cuarta ya había dejado de pensar en el paseo en barca y en lo que podría esperar a los niños a su término.
Sheridan aparcó la furgoneta en una de las plazas más cercanas al centro comercial y reservadas a los inválidos. En la parte trasera de la furgoneta llevaba una matrícula especial que el estado concede a los inválidos. La matrícula valía su peso en oro, porque impedía que los guardias de seguridad sospecharan y, además, porque esas plazas resultaban muy prácticas y casi siempre estaban vacías. «Finges que no buscas nada, pero siempre robas una matrícula de inválido uno o dos días antes.» Al diablo con esas chorradas. Estaba metido en un lío y ese niño era el único que podía resolver sus problemas.
Se apeó de la furgoneta y caminó hacia el pequeño, que miraba a su alrededor con una expresión de creciente pánico. «Sí, señor -pensó Sheridan- unos cinco años, tal vez seis, pero muy menudito.» Bajo las estridentes luces fluorescentes que emanaba el interior del edificio, el niño aparecía blanco como la nieve, no sólo asustado, sino realmente enfermo. Sheridan supuso que su aspecto se debía al miedo. Por lo general, reconocía aquella expresión en cuanto la veía, porque había visto un gran terror reflejado en su propio espejo durante el último año y medio.
El niño alzó los ojos esperanzado hacia las personas que pasaban junto a él, personas que entraban en el centro comercial ansiosas por comprar, que salían cargadas de paquetes, con el rostro soñador, casi como drogado, impregnado de algo que probablemente tomaban por satisfacción.
El niño, enfundado en vaqueros Tuffskin y una camiseta de los Penguins de Pittsburgh, buscaba ayuda, buscaba a alguien que le mirara y comprobara que algo andaba mal, buscaba a alguien que le formulara la pregunta adecuada: «¿Has perdido a tu padre, hijo?». Buscaba a un amigo. «Aquí estoy yo —pensó Sheridan mientras se acercaba—. Aquí estoy yo; yo seré tu amigo.»
Cuando estaba a punto de alcanzar al niño divisó a uno de los guardias de seguridad del centro comercial. Avanzaba despacio por el pasillo central en dirección a las puertas principales. Tenía la mano metida en un bolsillo, sin duda buscando un paquete de cigarrillos. Dentro de un momento saldría y al diablo con el golpe de Sheridan. «Mierda —pensó—, aunque al menos el poli no le vería hablando con el crío cuando saliera.»
Sheridan retrocedió unos pasos y fingió rebuscar en sus bolsillos para asegurarse de que todavía llevaba las llaves. Su mirada pasó del niño al guardia de seguridad y otra vez al niño. El pequeño se echó a llorar. No a aullar, todavía no, pero gruesas lágrimas, que parecían rosadas a la luz roja del cartel COUSINSTOWN, empezaron a rodar por sus mejillas.
La chica de la cabina de información llamó por señas al guardia de seguridad. Era bonita, de pelo oscuro y unos veinticinco años. El guardia de seguridad era rubio y llevaba bigote. Cuando el rubio apoyó los codos en el mostrador, con una sonrisa pintada en el rostro, a Sheridan se le ocurrió que parecían uno de aquellos anuncios de cigarrillos que salen en las contraportadas de las revistas. Él ahí fuera, muriéndose, y ellos de palique, que si qué haces después del trabajo, que si quieres ir a tomar algo al bar nuevo que han abierto, bla, bla, bla. Ahora la chica estaba haciéndole ojitos al tipo. Qué mona.
De pronto, Sheridan decidió correr el riesgo. El pecho del chiquillo temblaba, y en cuanto estallara en llanto auténtico, llamaría la atención de alguien. A Sheridan no le hacía ni pizca de gracia acercarse al chico con un poli a menos de veinte metros, pero si no pagaba sus deudas al señor Reggie en las próximas veinticuatro horas, creía que un par de hombres enormes le harían una visita y le practicarían cirugía rápida en los brazos, añadiéndole varios codos a los que ya tenía.
Se acercó al chaval, un hombre alto y robusto enfundado en una discreta camisa Van Heusen y pantalones de color caqui, un hombre con un rostro ancho y anodino que parecía amable a primera vista. Se inclinó hacia el pequeño, posando las manos justo por encima de las rodillas, y el chiquillo alzó el rostro pálido y asustado hacia el de Sheridan. Tenía los ojos verdes como esmeraldas, cuyo color se acentuaba a causa de las lágrimas que brotaban de ellos.
—¿Has perdido a tu padre, hijo? —inquirió Sheridan.
—Mi popsy —repuso el niño mientras se secaba las lágrimas—. ¡No encuentro a mi p-ppopsy! — De pronto, el niño estalló en sollozos, y una mujer se volvió con una expresión de vaga preocupación.
—No pasa nada —le aseguró Sheridan.
La mujer siguió su camino. Sheridan rodeó los hombros del chico en ademán de consuelo y tiró de él hacia la derecha... en dirección a la furgoneta. A continuación, echó otro vistazo al interior del centro comercial.
El guardia de seguridad había acercado el rostro al de la chica de información. Parecía que algo más que el cigarrillo de la muchacha se iba a encender aquella noche. Sheridan se tranquilizó. Tal como estaban las cosas, podrían estar atracando el banco que había al final del vestíbulo principal y el poli no se enteraría de nada. Aquello iba a ser coser y cantar.
—¡Quiero a mi popsy! —sollozó el pequeño.
—Claro, claro que sí —lo consoló Sheridan—. Y lo encontraremos, no te preocupes.
Tiró de él un poco más hacia la derecha.
El niño alzó una mirada esperanzada hacia él.
—¿Puede? ¿Puede encontrarlo, señor?
—¡Pues claro! —exclamó Sheridan con una amplia sonrisa—. Encontrar a popsys perdidos... bueno, puede decirse que es mi especialidad.
—¿De verdad?
El niño esbozó una leve sonrisa, aunque sus ojos seguían llenos de lágrimas.
—De verdad de la buena —aseguró Sheridan mientras echaba otro vistazo al poli, al que apenas veía ya y que apenas podría verle a él, si es que levantaba la vista, claro está, para asegurarse de que seguía absorto en lo suyo.
Lo estaba.
—¿Qué llevaba tu popsy, hijo?
—Pues llevaba traje —respondió el niño—. Casi siempre lleva traje. Sólo le he visto en
téjanos una vez —terminó, como si Sheridan tuviera la obligación de saber todo aquel tipo de cosas acerca de su popsy.
—Apuesto a que lleva un traje negro —aventuró.
—¡Lo ha visto! Pero ¿dónde? —inquirió el chiquillo con ojos brillantes.
Empezó a dirigirse ansioso hacia la entrada principal, olvidadas ya las lágrimas, y Sheridan tuvo que hacer un gran esfuerzo para no agarrar al pálido chiquillo en aquel preciso instante. Ese tipo de cosas no eran convenientes. No podía provocar una escena. No podía hacer nada que la gente recordara más tarde. Tenía que conseguir que subiera a la furgoneta. El vehículo tenía todas las lunas ahumadas excepto la del parabrisas. Era casi imposible ver lo que había dentro, a menos que uno aplastara la nariz contra el vidrio. Primero tenía que conseguir que subiera a la furgoneta. Rozó el brazo del chiquillo.
—No lo he visto dentro, sino ahí enfrente.
Señaló hacia el otro extremo del enorme estacionamiento, sembrado de interminables hileras de vehículos. Al otro lado había un sendero de acceso, y más allá se veían los dos arcos amarillos del logotipo de McDonald's.
—Pero ¿por qué iría popsy a un sitio donde…? —inquirió el pequeño como si Sheridan o su popsy, o tal vez los dos, se hubieran vuelto locos de remate.
—No lo sé —repuso Sheridan.
Su mente trabajaba con rapidez, zumbando como un tren expreso como siempre que llegaba al punto en que o dejaba de cagarse en los pantalones y hacía las cosas bien o la fastidiaba con todas las de la ley. Popsy. Nada de padre o papá, sino popsy. El chico lo había corregido. Tal vez quisiera decir papito o abuelito, decidió Sheridan.
—Pero estoy casi seguro de que era él. Un tipo algo mayor con traje negro. Pelo blanco...corbata verde...
—Popsy llevaba la corbata azul —intervino el pequeño—. Sabe que es la que más me gusta.
—Bueno, sí, tal vez era azul —se apresuró a añadir Sheridan—. Quien lo sabe con estas luces. Vamos, sube a la furgoneta, te llevaré hasta donde lo he visto.
—¿Está seguro de que era mi popsy? Porque no entiendo por qué iba a ir a un sitio donde...
Sheridan se encogió de hombros.
—Mira, niño, si estás seguro de que no era él, quizá sea mejor que lo busques tú solo. A lo mejor hasta lo encuentras. Con aquellas palabras, giró sobre sus talones y se dirigió hacia la furgoneta.
El chico no picaba. Pensó en regresar e intentarlo de nuevo, pero ya había ido demasiado lejos. O bien mantienes el contacto de forma que no llame la atención o bien te buscas pasar veinte años en chirona. Sería mejor ir a otro centro comercial. Scoterville, tal vez. O...
—¡Espere, señor!
El niño le llamaba con la voz teñida de pánico. Oía las suaves pisadas de unas zapatillas de lona.
—¡Espere! Le dije que tenía sed, y supongo que pensó que tenía que ir hasta allí para
buscarme algo para beber. ¡Espere! — Sheridan se volvió con una sonrisa.
—No pensaba dejarte solo de todas formas, hijo.
Llevó al chico a la furgoneta, que tenía cuatro años y estaba pintada de un desvaído color azul. Abrió la portezuela y dedicó una sonrisa al chiquillo, quien lo miró con expresión de duda. Los ojos verdes parecían nadar en su pequeño rostro pálido, ojos tan grandes como los de un niño extraviado de una de esas fotos que anuncian en los semanarios sensacionalistas baratos como el The National Enquirer o Inside View.
—Pasa al salón, amigo —dijo Sheridan con una sonrisa que casi pareció del todo natural. Resultaba siniestra la facilidad con que se había acostumbrado a eso. El chico subió; aunque no lo sabía, su trasero perteneció a Briggs Sheridan desde el
momento en que se cerró la puerta.
Sheridan tenía un solo problema en la vida. No eran las mujeres, aunque le gustaba escuchar el susurro de una falda o tocar la suave textura de unas medias de seda tanto como a cualquier otro hombre, y tampoco era la bebida, aunque tampoco era precisamente abstemio. El problema de Sheridan... o mejor dicho, su gran defecto, eran las cartas. Cualquier tipo de juego de cartas, siempre y cuando fuera con apuestas. Había perdido empleos, tarjetas de crédito, la casa que había heredado de su madre. Nunca había estado en la cárcel, al menos hasta entonces, pero la primera vez que tuvo problemas con el señor Reggie, había reflexionado que en comparación la cárcel debía ser como un balneario.
Aquella noche se había vuelto un poco loco. Se había percatado de que era mejor perder en seguida. Cuando pierdes al comienzo, te desalientas, te vas a casa, miras alguna serie en la tele y te metes en la cama. Pero si ganas un poco al principio, entonces ya no puedes parar. Sheridan no había podido parar aquella noche, y terminó con diecisiete mil dólares de deudas. Apenas daba crédito; se había marchado a casa como en un sueño, casi regocijado por la enormidad del desastre. Durante el regreso a casa, se había repetido una y otra vez que no debía al señor Reggie setecientos dólares, ni siete mil, sino diecisiete mil pavos. Cada vez que intentaba pensar en ello, le entraba la risa y subía el volumen de la radio.
Pero no le había entrado la risa la noche siguiente, cuando los dos gorilas, esos dos que, sin duda, le doblarían los brazos en toda una serie de lugares nuevos e interesantes, lo llevaron a casa del señor Reggie.
—Le pagaré —había farfullado Sheridan de inmediato—. Le pagaré, escuche, no hay problema. Un par de días, una semana como mucho, dos a lo sumo...
—Me aburres, Sheridan —había respondido el señor Reggie.
—Yo...
—Cierra la boca. Si te doy una semana, ¿crees que no sé lo que harás? Le sacarás doscientos dólares a algún amigo, si es que tienes alguno que aún esté dispuesto a prestarte pasta. Si no encuentras a nadie, entonces atracarás una tienda de licores... si es que tienes narices. Lo dudo mucho, pero todo es posible.
El señor Reggie se había inclinado hacia delante, con la barbilla apoyada en las manos y una sonrisa dibujada en el rostro. Olía a colonia Ted Lapidus.
—Y si consigues doscientos dólares, ¿qué harás con ellos?
—Se los daré a usted —había farfullado Sheridan, a punto de echarse a llorar—. Se los daré inmediatamente.—No es verdad —había replicado el señor Reggie—. Te los jugarás para intentar que proliferen. Y lo que me darás a mí será un montón de excusas de mierda. Esta vez te has pasado, amigo. Te has pasado un rato.
Incapaz de contenerse ni un segundo más, Sheridan había estallado en sollozos.
—Estos tipos de aquí podrían enviarte al hospital durante mucho tiempo —había proseguido el señor Reggie con aire pensativo—. Tendrías un tubo en cada brazo y otro saliéndote de la nariz.
Los sollozos de Sheridan se habían intensificado.
—Te daré una oportunidad —había continuado el señor Reggie al tiempo que le entregaba un papel doblado—. Es posible que te lleves bien con este tipo. Se hace llamar señor Brujo, pero es un desgraciado igual que tú. Ahora, largo de aquí. Te haré venir dentro de una semana, y tendré los comprobantes de la deuda sobre esta mesa. O me los compras entonces o mis amigos te harán puré. Y como dicen, una vez que empiezan, no paran hasta quedar satisfechos.
El verdadero nombre del turco figuraba en el papel doblado. Sheridan había ido a verle y se había enterado del asunto de los niños y lospazeoz en baca. El señor Brujo había mencionado una cifra sensiblemente superior a la que debía al señor Reggie. Fue entonces cuando empezó a pasearse por los centros comerciales.
Sheridan salió del estacionamiento principal del centro comercial de Cousinstown, se detuvo para comprobar que no venían coches, atravesó el sendero de acceso y entró en la calzada de entrada del McDonald's. El niño estaba sentado en el borde del asiento, con la manos sobre las rodillas de los téjanos y los ojos completamente atentos. Sheridan se acercó al edificio, dio un rodeo para evitar el carril de encargo de comida y continuó.
—¿Por qué vamos por detrás? —quiso saber el niño.
—Hay que dar la vuelta para ir a las otras puertas —explicó Sheridan—. Tranquilo, pequeño. Creo que lo he visto ahí dentro.
_¿De verdad? ¿De verdad que lo ha visto?
—Sí, estoy casi seguro.
La expresión atormentada del pequeño se transformó en otra de sublime alivio, y por un instante, Sheridan sintió compasión por él. Al fin y al cabo, no era un monstruo ni un maníaco, por Dios. Pero las deudas habían ido aumentando un poco más cada vez, y el cabrón del señor Reggie no tenía reparo alguno en dejar que Sheridan se ahorcara. En aquel momento, ya no eran diecisiete mil ni veinte mil, ni siquiera veinticinco mil, sino treinta y cinco de los grandes, todo un batallón de billetes verdes que debía pagar si no quería encontrarse con todo un juego de codos nuevos el sábado siguiente.
Detuvo el coche en la parte posterior del edificio, junto a los contenedores de basura. No había ningún coche aparcado ahí. Bien. En la portezuela había un bolsillo elástico para guardar mapas y cosas similares. Sheridan introdujo en él la mano izquierda y extrajo unas esposas de acero abiertas.
—¿Por qué paramos aquí, señor? —inquirió el chiquillo.
Su voz volvía a denotar temor, pero se trataba de un temor distinto. El pequeño acababa de darse cuenta de que perder a su popsy en el centro comercial tal vez no era lo peor que podía pasarle.
—No paramos —repuso Sheridan en tono despreocupado.
La segunda vez había descubierto que no era conveniente subestimar ni siquiera a un niño de seis años asustado. El segundo niño le había dado una patada en los huevos y por poco se sale con la suya.
—Es que acabo de recordar que no me he puesto las gafas. Me podrían retirar el carné.
Están en ese estuche que hay en el suelo. Han resbalado hacia tu lado. Pásamelas, ¿quieres?
El chico se inclinó para recoger el estuche, que estaba vacío. Sheridan se acercó a él y cerró una de las esposas sobre la mano extendida del niño con toda la facilidad del mundo. Y entonces empezaron los problemas. ¿No acababa de recordarse que era malo subestimar incluso a un niño de seis años? El crío peleaba como un lobezno, retorciéndose con una fuerza a la que Sheridan no habría dado crédito de no estar experimentando sus consecuencias en aquel mismo instante. Se resistía, peleaba e intentaba arrastrarse hacia el suelo mientras jadeaba y lanzaba extraños chillidos parecidos a los de un pájaro. Por fin, alcanzó la manecilla de la puerta. Ésta se abrió, pero la luz interior no se encendió, pues Sheridan la había roto tras el segundo secuestro.
Sheridan agarró al niño por el cuello redondo de la camiseta de los Penguins y tiró de él hacia dentro. Intentó cerrar la segunda esposa en torno a la riostra especial que había junto al asiento del copiloto, pero falló. El niño le mordió la mano dos veces hasta hacerle sangrar. Dios, tenía los dientes como cuchillas de afeitar. Le acometió un intenso dolor que le ascendió por el brazo. Asestó al niño un puñetazo en la boca. El niño cayó sobre el asiento, medio atontado, con la sangre de Sheridan sobre los labios, la barbilla y el cuello de la camiseta. Sheridan cerró la esposa sobre la riostra y se hundió en su propio asiento mientras se succionaba la sangre de la mano.
El dolor era terrible. Se sacó la mano de la boca y observó las heridas a la mortecina luz del salpicadero. Distinguió dos hileras de orificios superficiales, de unos cinco centímetros de longitud, que avanzaban hacia la muñeca desde los nudillos. La sangre brotaba en pequeños hilillos. Pese a todo, no sentía deseos de volver a golpear al muchacho, y eso no tenía nada que ver con el hecho de dañar la mercancía del turco, quien le había advertido en tono casi escrupuloso que «daña la mercansía era daña su való».
No, no culpaba al muchacho por resistirse... Él habría hecho lo mismo. Pero tendría que desinfectarse la herida cuanto antes, tal vez incluso ponerse una inyección. Había leído en alguna parte que las mordeduras humanas son las peores. Aun así, no podía por menos que admirar los redaños del muchacho.
Puso la primera, rodeó la hamburguesería, pasó el carril de encargo y salió a la calzada de acceso. Al llegar ahí, dobló a la izquierda. El turco tenía una gran casa estilo rancho en Taluda Heights, en las afueras de la ciudad. Sheridan se dirigiría allí por carreteras secundarias, a fin de no correr ningún riesgo. Cuarenta y cinco kilómetros. Unos cuarenta y cinco minutos, tal vez una hora.
Pasó junto a un cartel que rezaba GRACIAS POR REALIZAR SUS COMPRAS EN EL
HERMOSO CENTRO COMERCIAL COUSINSTOWN, volvió a doblar a la izquierda y mantuvo la furgoneta a setenta kilómetros por hora, el límite de velocidad autorizado. Extrajo un pañuelo del bolsillo posterior de sus pantalones, se envolvió el dorso de la mano derecha y procuró concentrarse en los cuarenta mil pavos que el turco le había prometido a cambio de un niño.
—Se arrepentirá —anunció el niño.
Sheridan miró a su alrededor con impaciencia, recién arrancado de un sueño en el que había ganado veinte manos seguidas y tenía al señor Reggie arrastrándose a sus pies, para variar, suplicándole que se detuviera, ¿qué pretendía hacer? ¿Acabar con él?
El niño estaba llorando de nuevo, y sus lágrimas seguían teniendo el mismo aspecto rosado que antes, pese a que ya no se hallaban bajo el influjo de las luces del centro comercial. Sheridan se preguntó por primera vez si el niño padecería alguna enfermedad contagiosa. En fin, era un poco tarde para preocuparse de cosas así, de modo que desterró la posibilidad de su mente.
—Cuando mi popsy lo encuentre, se arrepentirá —insistió el crío.
—Claro, claro —asintió Sheridan mientras se encendía un cigarrillo.
Abandonó la carretera estatal 28 y tomó una vía de dos carriles, de asfalto negro y sin marcas de ninguna clase. A su izquierda se extendía una marisma alargada, a la derecha, un bosque denso.
Entre sollozos, el niño tiró de las esposas.
—Basta. No te servirá de nada.
Pese a la advertencia, el niño volvió a tirar hacia arriba, y se oyó una suerte de chirrido que a Sheridan no le gustó ni pizca. Sheridan giró la cabeza y quedó pasmado al comprobar que la riostra de metal que había junto al asiento, una barra que él mismo había fijado, aparecía un poco doblada. «Mierda —pensó—. Tiene dientes como cuchillas de afeitar y ahora me entero deque es Stephen más fuerte que un maldito buey. Si es así cuando está enfermo, no quiero saber lo que habría pasado si lo pillo en un momento en que se encuentra bien.» Sacudió el frágil hombro del pequeño.
—¡Basta!
—¡¡No!!
El niño volvió a tirar de las esposas, y Sheridan vio cómo el metal se doblaba un poco más. Dios mío, ¿cómo era posible?
«Es el pánico —se dijo—. Por eso tiene tanta fuerza.» Pero ninguno de los otros había tenido tanta fuerza, y muchos de ellos habían estado bastante más aterrorizados que aquel crío a esas alturas del juego.
Abrió la guantera dispuesta entre los dos asientos y extrajo una jeringuilla. Se la había dado el turco, quien le había advertido que sólo debía utilizarla en caso de extrema necesidad. Las drogas, había afirmado, aunque en realidad había sonado drojaz, pueden dañar la mercancía.
—¿Ves esto?
El niño lanzó una mirada de soslayo a la jeringuilla e hizo un ademán de asentimiento.
—¿Quieres que la use?
El niño meneó la cabeza negativamente. Fuerte o no, era presa del terror que todos los niños sienten ante una jeringuilla. Sheridan se tranquilizó al comprobarlo.
—Muy sensato por tu parte. Te dejaría frito...
Se interrumpió. No quería decirlo... Maldita sea, él era un buen tipo, de verdad, cuando no estaba metido en líos. Pero tenía que hacerlo.
—... A lo mejor incluso te mata.
El niño lo miró fijamente, con los labios temblorosos y las mejillas blancas de terror.
—Tú dejas de tirar de las esposas y yo guardo la jeringuilla, ¿vale?
—Vale —susurró el niño.
—¿Lo prometes?
—Sí.
El niño levantó un labio al pronunciar la palabra. Tenía un diente manchado de sangre.
—¿Lo juras por tu madre?
—No tengo madre.
—Mierda —masculló Sheridan asqueado mientras aumentaba la velocidad.
Iba un poco más deprisa, no sólo porque por fin había abandonado la carretera principal,
sino porque aquel crío le daba escalofríos. Sheridan no quería más que entregárselo al turco, cobrar y largarse.
—Mi popsy es muy fuerte, señor.
—¿Ah, sí? —replicó Sheridan.
«Apuesto a que lo es, niño. El único de la residencia de ancianos que levanta pesas como un desgraciado, ¿eh?»
—Me encontrará.
—Aja.
—Puede olerme.
Sheridan no lo dudaba. Él mismo podía oler al crío. El miedo despedía un olor con el que se había familiarizado durante sus expediciones anteriores, pero el olor de este niño era irreal, una mezcla de sudor, barro y ácido sulfúrico hervido. Cada vez estaba más convencido de que al niño le pasaba algo grave... pero eso no tardaría en ser asunto del señor Brujo, no suyo, y caveat emptor como decían esos tipos de las túnicas, caveat el maldito emptor.
Sheridan abrió un poco su ventanilla. A la izquierda todavía seguía la marisma. Fragmentos de luz de luna brillaban sobre el agua estancada.
—Mi popsy sabe volar.
—Claro —repuso Sheridan—, después de un par de botellas de vino peleón, apuesto a que vuela como un maldito halcón.
—Mi popsy...
—Ya basta de historias del popsy, ¿vale? El niño se calló.
Siete kilómetros más adelante, la marisma se fue ensanchando hasta convertirse en una gran laguna vacía. Sheridan tomó un camino de tierra apisonada que rodeaba el lado norte de la laguna. Ocho kilómetros más adelante y hacia eloeste, tomaría la carretera 41, y de ahí ya sólo quedaría un tramo recto hasta Taluda Heights.
Echó un vistazo a la laguna, una extensión plateada a la luz de la luna... y de pronto, la luna dejó de brillar. Desapareció. Sobre la furgoneta se oyó un sonido parecido al que producen las sábanas al ondear al
viento.
—¡Popsy! —gritó el niño.
—Cierra el pico. Es un pájaro.
Pero, de pronto, sintió que un gran escalofrío le recorría el cuerpo. Un escalofrío tremendo. Miró al pequeño. Había vuelto a abrir los labios, mostrando todos los dientes. Tenía dientes blancos, muy blancos y grandes. No... grandes no. No era la palabra exacta. Largos era la palabra exacta. Sobre todo los dos de arriba, a los lados. Los... ¿Cómo se llamaban? Los colmillos.
Empezó a divagar de nuevo, como si se hubiera metido unas rayas de speed.
Le dije que tenía sed.
¿Por qué iría el abuelito a un sitio donde... ?
(¿comen iba a decir comen?)
Me encontrará.
Puede olerme.
El abnelito sabe volar.
Algo aterrizó sobre el techo de la furgoneta con un gran golpe sordo.
—¡Popsy! —volvió a gritar el pequeño, casi loco de alegría.
De pronto, Sheridan dejó de ver la carretera... Una enorme ala membranosa, sembrada de venas palpitantes, cubrió toda la extensión del parabrisas.
Popsy sabe volar.
Sheridan lanzó un grito y pisó el freno con la esperanza de que aquella cosa saliera
despedida del techo. Volvió a llegar hasta él el chirrido de metal procedente de su derecha, seguido de un chasquido, y al cabo de un instante, los dedos del crío se abalanzaron sobre su rostro, rasgándole las mejillas.
—¡Me ha raptado, Popsy! —chillaba el niño con su voz de pajarillo y el rostro alzado
hacia el techo de la furgoneta—. ¡Me ha raptado, me ha raptado, el hombre malo me ha raptado!
«No lo entiendes, niño —pensó Sheridan mientras buscaba la jeringuilla a tientas—. Yo no soy malo. Sólo estoy en un apuro.»
De pronto, una mano que parecía más una garra que una auténtica mano, atravesó el vidrio de la ventanilla y le arrebató la jeringuilla... además de dos dedos. Al cabo de un instante, Popsy arrancó toda la portezuela de cuajo, convirtiendo las bisagras en brillantes virutas de metal inútil. Sheridan entrevió una ondeante capa, negra por fuera, roja por dentro, así como la corbata de aquella criatura... y aunque, en realidad, era una corbata de lazo, era azul, sin lugar a dudas, tal como había afirmado el chiquillo.
Popsy sacó a Sheridan del coche de un solo tirón, y sus garras se le clavaron en la
chaqueta, después en la camisa y a continuación, en lo más profundo de la carne de los hombros.
De repente, los ojos verdes del abuelito adquirieron un color rojo oscuro como la sangre.
—Hemos ido al centro comercial para comprar unas Tortugas Ninja —susurró el abuelito.— El aliento le olía a carne putrefacta —Sí, de esos que salen en la tele —prosiguió—. Todos los niños los quieren. Debería haberlo dejado en paz. Debería habernos dejado en paz a los dos.
Zarandeó a Sheridan como si de un muñeco se tratara. Cuando el hombre gritó, lo zarandeó un poco más. Sheridan oyó que Popsy le preguntaba al niño con toda amabilidad si todavía tenía sed; oyó al niño responder que sí, que tenía mucha sed, que el hombre malo lo había asustado y que tenía la garganta muy seca. Vio la uña del pulgar del abuelito una fracción de segundo antes de que desapareciera bajo su barbilla; una uña mordida y gruesa que le rebanó el cuello antes de que se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, y lo último que vio antes de sumirse en las tinieblas fue al niño, con las manos formando un cuenco para recoger en ellas el río de sangre, del mismo modo que Sheridan había unido las manos para beber en la fuente del jardín trasero en los días más calurosos de verano cuando era niño, y a Popsy, que acariciaba el cabello del niño con suavidad y cariño de abuelo.
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