viernes, 2 de octubre de 2015

El trenzado de la cuerda (Leyendas de Hanrahan el Rojo), William Butler Yeats



Hanrahan paseaba por los campos cerca de Kinvara, al anochecer, cuando escuchó el son de un violín que salía de una casita un poco separada del borde del camino. Se volvió había el pequeño sendero que conducía a la casa, porque tenía por norma no pasar nunca por un lugar en donde hubiera música, baile o buena compañía sin entrar en él.

El dueño de la casa estaba de pie en la puerta, y cuando Hanrahan se acercó, le reconoció y le dijo:

-Vaya, mi bienvenida por delante, Hanrahan; te nos has quedado la mar de perdido desde estos últimos tiempos.

Pero la dueña fue hasta la puerta y le dijo a su marido:

-Igual me gustaría que Hanrahan no entrara esta noche, porque su reputación entre los sacerdotes no es muy buena, ni tampoco entre las mujeres decentes, y yo no me atrevería a asegurar que su paso sea muy derecho si ya se ha tomado más de un vaso de bebida.

Pero el hombre le contestó:

-Nunca haré volverse de mi puerta a Hanrahan de los poetas- y con esto lo hizo pasar.

Había una buena cantidad de vecinos reunidos y muchos se acordaban bien de Hanrahan; pero alguno de los chicos muy jóvenes que andaban por los rincones, cuando más, sólo habían oído hablar de él, y uno de ellos le dijo:

-¿No eres tu Hanrahan aquel que tenía puesta una escuela y al que se lo llevaron ellos?

Pero su madre le tapó la boca con la mano y le ordenó que estuviera tranquilo y que no repitiera cosas de ese género.

-Porque Hanrahan es muy capaz de volverse dañino- dijo- si oye hablar de esa historia o si alguien se pone a interrogarle sobre ella.

Uno cualquier la llamó entonces, pidiéndole que les ofreciera una canción, pero el dueño de la casa dijo que no era momento de andar pidiéndole canciones, hasta que no hubiera reposado bien, y le sirvió un whisky en un vaso y Hanrahan le dio las gracias y le deseó buena salud y se lo bebió.

El violinista estaba templando su instrumento para otro baile, y el dueño de la casa les dijo a los jóvenes que ya aprenderían lo que era bailar bien cuando vieran a Hanrahan ocupar la puesta, porque desde que había estado allí la última vez no había visto nunca nada parejo. Hanrahan respondió que ese día no bailaría porque tenía mejor utilización que darle a sus pies, viajando como tenía que hacerlo, a través de las cuatro provincias de Irlanda.

Acababa de decir esto cuando se acercó al portillo Oona, la hija de la casa, trayendo en sus brazos unas pocas ramas desde Connemara para el fuego. Las arrojó en el hogar y las llamas se alzaron y permitieron ver lo bonita y sonriente que era, y dos o tres jóvenes se levantaron y le pidieron que saliera a bailar. Pero Hanrahan atravesó el salón y los alejó a todos y dijo que era él con quien ella había de bailar, después del enorme camino que había tenido que recorrer para llegar hasta ella. Y es probable que le deslizara alguna palabra dulce a la oreja, porque ella no opuso objeción y permaneció con él, tras surgir pequeños arreboles en sus mejillas.

Otras parejas se levantaron, pero en el momento en que iban a comenzar el baile a Hanrahan se le ocurrió dirigir los ojos hacia el suelo y tomó conciencia de sus botas, que estaban rotas y usadísimas, por las que aparecían unos agujereados calcetines bien visibles. Con tono enfadado dijo que aquél era un mal entarimado y que la música no valía gran cosa, y se sentó en un rincón oscuro junto al fuego. Pero, aunque así lo hizo, la muchacha fue a sentarse allí junto a él.

El baile prosiguió, y cuando se hubo acabado comenzó aún un nuevo baile, y nadie se fijó demasiado durante mucho rato en la pareja formada por Oona y Hanrahan en el rincón donde se habían quedado. Sólo la madre se puso a instalar la mesa en la habitación de adentro, y llamó a Oona para que fuera a ayudarla, porque comenzaba francamente a sentirse inquieta. Pero Oona, que jamás antes le había llevado la contra-ria, dijo que enseguida iría, pero no ahora, porque estaba escuchando las cosas que él le decía al oído.

Entonces la inquietud de la madre no cesó de crecer, y quiso aproximarse a ellos, aparentando que iba a animar el fuego o a barrer las cenizas de delante del hogar, para escuchar así un instante lo que el poeta le estaba hablando a su hija. Y en un momento oyó que él le estaba contando la historia de Deirdre, la de las blancas manos, y cómo ella fue la causa de la muerte trágica de los hijos de Usna; y como los arreboles de sus mejillas nunca fueron de un rojo tan vívido como la sangre de los hijos del rey, que por causa de ella fue vertida, y que las penas de la heroína son algo que nunca ha abandonado la memoria de las gentes; y le estaba diciendo que quizás era el recuerdo de ella lo que hacía que el grito de los chorlitos en los pantanos sonara tan entristecedor para los oídos de los poetas como el llanto de un joven por muerte de su camarada. Y nunca la memoria de ella se habría extendido a tales extremos si no hubiera sido por los poetas que habían descrito su belleza en sus canciones.

La vez siguiente, la madre no pudo comprender bien lo que estaba diciendo, pero por lo que llegó a escuchar sonaba igual que poesía, aunque no tuviese rima, y esto fue lo que oyó murmurar: «Sol y luna son como hombre y muchacha, son mi vida y tu vida, y van viajando y siempre viajando a través de los cielos como si estuvieran bajo un mismo capuchón. Fue Dios quien los hizo el uno para el otro. El creó tu vida y mi vida antes del principio del mundo e hizo al sol y a la luna para que viajaran a través del universo, como los mejores bailarines que van delante con su baile, a través del largo entarimado de este local, frescos y sonrientes, mientras que los demás están cansados y se apoyan en las paredes».

La mujer fue entonces hacia donde su marido se encontraba jugando a las cartas, pero él no se apercibió de su presencia. Fue entonces a comentarlo con una mujer de entre sus vecinas y le dijo:

— ¿No habrá ningún modo por el que pudiéramos separarlos?

Y sin aguardar la respuesta, les dijo a unos muchachos que estaban conversando en grupo:

— ¿Qué valéis vosotros, si ninguno es capaz de hacer que la más valiosa chica de este baile salga a bailar con vosotros? Id más bien ahora todos en grupo y no cejéis hasta que hayáis conseguido alejarla de la conversación del poeta.

Pero Oona no quiso oír a ninguno, sino que sacudió sus manos como si quisiera echarlos de allí. Ellos se dirigieron entonces a Hanrahan diciéndole que en ese caso sería mejor que sacara él a bailar a la chica, y si no que la dejase bailar con uno de ellos. Cuando Hanrahan oyó lo que decían, exclamó:

— ¡Eso es! Soy yo quien la sacará a bailar, y ningún hombre de esta fiesta bailará con ella excepto yo.

Se incorporó entonces con ella y la condujo, cogiéndola por la mano, y algunos de los jóvenes se sintieron humillados, y alguno empezó a mofarse de su levita usada y de sus botas rotas.

Pero él no hizo ningún caso y Oona no le prestó atención tampoco, sino que el uno y el otro se miraban como si el mundo les perteneciera a ellos solos.

Otros dos jóvenes, que también habían estado sentados como enamorados, se pusieron de pie y avanzaron por el entarimado al tiempo que ellos, cogiéndose las manos y moviendo ya los pies para ponerse al ritmo de la música. Pero Hanrahan les volvió la espalda con rabia, y en lugar de ponerse a bailar, empezó a cantar, y al tiempo que estaba cantando seguía aprisionando la mano de Oona. Luego su voz se alzó más fuerte y las burlas de los jóvenes se cortaron, y hasta el violín paró de tocar, y no quedó nada sino la voz aquella que tenía el sonido del viento.

Y lo que cantaba era una canción que había compuesto una vez en su errar por el Echtge de Slieve, y las palabras de su canto, en la medida en que pueden traducirse al inglés, decían:


El huesudo dedo de la muerte
nunca sabrá encontrarnos allá
en la ciudad llana y elevada,
donde damos y prescindimos del amor;
En donde las ramas portan frutos y flores
en todas las estaciones del año;
En donde los ríos no cesan de correr
arrastrando cerveza rubia y negra.
Un viejo rústico toca la gaita
en un bosque de plata y de oro;
Y reinas de ojos azul hielo
allí bailan entre los otros.



Mientras cantaba, Oona se aproximó, y había desaparecido todo color de sus mejillas, y sus ojos ya no eran azules, sino grises, a causa de las lágrimas que se agolpaban en ellos, y cualquiera que la viese habría pensado que estaba dispuesta a seguirlo en aquel punto y hora y desde un extremo al otro del universo. Uno de los jóvenes intervino:

— ¿Dónde estará el país del que habla su canción? Ten cuidado, Oona, que está probablemente a gran distancia; a buen seguro que te costaría muchos días de camino el llegar hasta allá.

Y otro dijo:

—Si te vas con él, no es al País de los Muchachos a donde llegarás, sino al Mayo de los sucios pantanos.

Oona lo miró como si se dispusiera a preguntarle, pero Hanrahan alzó la mano de ella con su mano y exclamó entre grito y canto:

— ¡Está muy cerca de nosotros ese país!; se encuentra incluso en cualquier dirección; puede que se encuentre en el centro del bosque. La muerte nunca nos encontraría en el centro del bosque. ¿Irás allí conmigo, Oona?

Pero mientras le decía esto, las dos viejas se salieron fuera de la habitación y la madre de Oona lloraba y decía:

—Le ha echado un hechizo a Oona. ¿No podremos conseguir que nuestros hombres lo echen fuera de la casa?

—Ésa es una cosa que no puede hacerse —dijo la otra—, porque él es un poeta de Gaél, y tú sabes bien que si echas a un poeta de Gaél, él te echará una maldición que será suficiente para pudrir el trigo en los campos y para secar la leche de las vacas, aunque tuviese que quedarse suspendida en el aire durante siete arios.

—Dios nos venga en auxilio —dijo la otra—. ¿Y cómo pude yo dejarlo entrar en esta casa, con el nombre brutal que tiene?

—Dejarlo fuera no habría hecho ningún daño, pero grandes males pueden caerte encima si lo echas ahora empleando la fuerza. Pero escucha cuál es el plan que yo he concebido para dejarlo fuera de la casa por sí mismo, sin que nadie tenga que echarlo en absoluto.

No tardaron mucho las dos mujeres en presentarse de nuevo; cada una llevaba en el delantal una brazada de cáñamo. Hanrahan no estaba cantando en ese momento, sino hablándole a Oona muy deprisa, y con voz tierna le decía:

—La casita es reducida, pero el mundo es ancho, y ningún sincero amante ha de tener miedo ni de la noche, ni de la mañana, ni del sol, ni de las estrellas, ni de las sombras, ni del atardecer, ni de ninguna cosa terrenal.

—Hanrahan —dijo entonces la madre, dándole un toquecito en el hombro—: ¿Querrías ayudarnos a hacer una soga con este cáñamo? Porque tú tienes las manos prestas y un golpe de viento ha estropeado la techumbre del cobertizo del heno.

—Os la haré —dijo.

Y agarró el palito, y la madre le fue largando el cáñamo y él fue trenzándolo; pero lo hacía tan deprisa como podía para terminar con aquello y verse de nuevo libre. Las mujeres siguieron hablando y largando cáñamo, y lo animaban en su tarea, comentando el hábil trenzador de soga que era, mejor que todos los vecinos o que cualquier persona que hubieran conocido. Y Hanrahan se dio cuenta de que Oona estaba observándole y se puso entonces a trabajar aún más deprisa, manteniendo la cara alzada, como para jactarse de la habilidad de sus manos y del mucho saber de su mente y de la fuerza de sus brazos. Y como quería presumir, empezó a marchar hacia atrás, más y más, siempre trenzando soga, hasta que llegó a la puerta, que se encontraba abierta detrás de él, y sin prestarle atención al hecho atravesó el umbral y se encontró fuera. Y apenas se halló allí, la madre de Dona se abalanzó súbitamente y arrojó tras él la soga entera, cerrando la puerta y el portillo y corriendo los cerrojos.

La mujer quedó encantada después de haberlo conseguido y lanzó una gran risotada, y todos los vecinos se rieron y la colmaron de alabanzas. Pero oían a Hanrahan golpeando la puerta y lanzando maldiciones desde fuera, y la madre tuvo el tiempo justo para detener a Oona, que ya tenía la mano en el cerrojo para descorrerlo. Le hizo señas al violinista y aquél comenzó a tocar, y uno de los jóvenes empujó a Oona sin pedir permiso y la condujo hacia lo más denso de la danza. Y cuando terminaron ya no había ningún sonido fuera, sino que el camino se quedó tan sosegado como lo había estado antes.

Por lo que se refiere a Hanrahan, cuando se dio cuenta de que lo habían dejado fuera y que ya no tendría abrigo, ni bebida, ni una chica para toda la noche, la rabia y el ímpetu le abandonaron, y se fue acercando al lugar donde las olas rompían contra el ribazo. Se sentó en una gruesa piedra y comenzó a balancear su brazo derecho, cantando lentamente para sí mismo, de la manera que solía hacer siempre cuando todas las cosas le fallaban, para infundir ánimo a su espíritu.

No se sabe si fue en ese momento o en cualquier otro cuando compuso una canción que aún hoy, día se conoce con el nombre de “El trenzado de la soga” y que comienza: “¿Quién ha sido el somormujo que me ha puesto en este sitio?...”

Pero después de cantar durante un buen rato, le pareció que las nieblas y las sombras se cernían sobre él, y unas veces salían de lo profundo del mar y otras se movían sobre la superficie. Y le pareció que una de las sombras era la de la Mujer-Reina que había visto en su ensueño en el Echtge de Slieve, pero ahora no adormecida, sino burlona, y profiriendo exclamaciones hacia las gentes que iban detrás de ella: “Era un débil, era un débil; no tenía valor”. Y sintió aún en sus manos las fibras de la soga y prosiguió trenzándola, pero le pareció, a medida que lo hacía, que todas las penas del mundo se habían acumulado en aquella maroma. Luego le pareció también que la soga se hubiera transformado en sus sueños en una enorme lombriz de mar surgida del océano, que se enroscaba alrededor de su cuerpo y que lo apretaba con más y más fuerza.

Al fin pudo librarse de ella y continuó andando, titubeante y con escalofríos, por la orilla de la playa, y las formas grises volaban de acá para allá, a su alrededor. E iban diciéndose entre ellas: “¡Lástima para el que se resista a llamar a las hijas del Sidhe, porque no llegará a encontrar sosiego en el amor de mujer humana hasta el final de su vida y de su tiempo, pues el frío de la tumba habita para siempre en su corazón! La muerte es lo que ha escogido: ¡Que muera, que muera, que muera!”

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